Sólo el interés que recientemente se está concediendo en Inglaterra a lo que allí llaman el «Cine del Imperio», y el no haber visto de esta famosa película sino el remake plano a plano (y usando material de esta versión) que el mismo Zoltan Korda y Terence Young rodaron en 1955 con el título de Tempestad sobre el Nilo (Storm Over the Nile) me han inducido a quebrar, por una vez y sin que sirva de precedente, mi firme propósito de no ir nunca a ver en Cinerama un film no rodado en ese dichoso sistema. Me parece una falta de respeto tanto a los autores como al público el proyectar en una distorsionante y desmesurada pantalla curva cuyas proporciones de altura y anchura se aproximan al 1 X 3 una película filmada en 1 X 2,25 o 1 X 2; más todavía —como ocurre casi siempre— cuando el film fue rodado en 1 x 1,85 (Hatari!), 1 X 1,66 (Los Diez Mandamientos) o 1 X 1,33 (El mayor espectáculo del mundo, Las cuatro plumas): no sólo se deforman los rostros y las figuras, sino que el color se emborrona, las cabezas desaparecen, los pies se esfuman... y de las cuatro plumas apenas vemos tres. Es decir, se nos roba un porcentaje variable —pero siempre elevado— de la superficie de película por cuya visión hemos abonado 83 pesetas; se nos inflige un injustificado intermedio (este film no llega a las dos horas, y nunca se vio en dos partes), y se nos daña la vista al tiempo que se disminuye el placer visual al que, cuando menos, teníamos derecho (ya que el doblaje, cada vez peor hecho, se ocupa de robar a nuestros oídos los ruidos de fondo y las voces que actores y directores se esfuerzan en hacer significativas y adecuadas). Una vez hecha constar esta protesta, que numerosos críticos y cinéfilos en general sin duda suscribirían, pasaré a alabar la iniciativa de reponer este interesantísimo film, obra de los hermanos Korda, y cuarta de las cinco versiones que se han hecho —unas en Inglaterra y otras en Estados Unidos— de la muy representativa novela de A. E. W. Mason, y de las cuales la tercera, realizada en 1929 por Ernest B. Schoedsack, Merian C. Cooper y Lothar Mendes tal vez sea la más notable. Como Tres lanceros bengalíes (The Lives of a Bengal Lancer, 1935) de Hathaway, La carga de la brigada ligera (The Charge of the Light Brigade, 1936) de Curtiz, Zarak (1956) de Terence Young, The Bandit of Zhobe (1958) de John Gilling, North West Frontier (1959) de J. Lee-Thompson, Khartoum (1966) de Basil Dearden, etc., todas las versiones de Las cuatro plumas (de 1915, 1921, 1929, 1939 y 1955) pertenecen a uno de los pocos géneros realmente nacionales —eso que tanto le falta al cine español— surgidos en el Reino Unido (aunque Hollywood lo haya explotado también, hecho harto significativo), y reposa en sólidos principios, tradiciones y convenciones, sentidas profundamente en Inglaterra durante la época edwardiana (cfr. El mensajero) y la victoriana; vueltas a sentir alrededor de cada una de las Guerras Mundiales y revividas (obsérvese el período 1955-59) a raíz del conflicto que tuvo lugar en 1956 en el canal de Suez. Naturalmente que se trata de films imperialistas (más bien, dada la falta de espíritu crítico con que se hacían, imperiales), aunque eso no impide que sea ridículo considerar hoy que, por ejemplo, Las cuatro plumas trata de la lucha del pueblo sudanés por su independencia, ya que por entonces dicho pueblo, desunido en diversas tribus, se veía obligado a combatir contra quien les ordenase un sultán que poco tendría de libertador popular y mucho de señor feudal-religioso. Lo cierto es que estos films revelan hoy muy claramente —y a través de exóticos y dinámicos dramas de aventuras— lo que fue la «mística del Imperio»: en palabras del crítico de cine y profesor de historia Jeffrey Richards, «deber, honor, autosacrificio, flema». Podríamos añadir patriotismo exacerbado, superioridad, orgullo, exclusivismo, honor militar, gentlemanship... principios hoy en su mayor parte caducos y enmohecidos incluso en Inglaterra. Sin embargo, el firme arraigo de dichas tradiciones en los mitos populares los hacen difícilmente vulnerables, y de ahí deriva el fracaso y la falsedad de la hiperpetulante La última carga (The Last Charge, 1967) de Tony Richardson, carente de otra base que el poco inteligente esquematismo de sus artífices. Four Feathers es, en cambio, una producción de Alexander Korda que, como otras suyas —por ejemplo, La Pimpinela Escarlata, 1935, de Harold Young—, parece americana por sus medios y su perfecto «acabado» estético. Zoltan Korda ha dirigido bien tanto las escenas íntimas como las de masas, y no ha dejado de recordarnos en algunas —el baile, todas las nocturnas, todas aquellas en que aparece June Duprez con John Clements o con Ralph Richardson— su origen centroeuropeo, pues llegan a hacer pensar en Max Ophuls.
En Nuevo Fotogramas (7 de septiembre de 1973)
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