miércoles, 27 de noviembre de 2024

Solos en la oscuridad

Contra toda esperanza, 1986 ha empezado cinematográficamente animado, al menos desde mi punto de vista particular y con ayuda del azar: uno ve lo que puede, de entre todo lo que tiene al alcance. Ya se sabe que nunca llueve a gusto de todo el mundo, y no hay que olvidar hasta qué punto circunstancias ajenas a nuestra voluntad determinan nuestra apreciación del «estado de las cosas». Es obvio que no es el mismo cine el que se ve en París o en los festivales, que el que llega a Madrid o Barcelona, y el que tiene que conformarse con lo que ve a través de una grieta en Olot o en Alcalá de Henares no puede tener la misma visión sobre la situación del cine. Aunque también es posible que una selección restringida produzca espejismos, es muy peligroso, actualmente, tratar de verlo todo, dado que la mayor parte de lo que se estrena no tiene interés. Precisamente porque cada vez es más frecuente que se hagan películas que no se proyecten fuera de festivales o de su país de origen, y porque son numerosas las que se estrenan sin que el público sepa gran cosa, está cobrando una preocupante importancia la publicidad, a menudo el único indicio que tiene el espectador para decidir si acudir a una película u otra. De la crítica, que podría dar pistas pero es cada vez menos analítica y más conformista, uno desconfía bastante, y no es extraño, ya que a menudo resulta desorientadora, o con una tendencia tan injustificada y desmesurada a centrar el interés en una o dos películas que priva al espectador de otras que quizá se lo merecen más.

Por ejemplo, Ran de Kurosawa está muy bien, y se puede afirmar con seguridad que es excelente. Pero de eso a convertirla en obra de visión obligada hay un paso que se da con excesiva alegría. De tanto insistir en su grandeza, la crítica consigue que uno, si piensa por su cuenta, esté al borde de la decepción y sienta hasta la tentación de adoptar una postura hipercrítica. La verdad, no me explico los desmayos boquiabiertos que provoca a diestro y siniestro, con sospechosa unanimidad, quizás contagiosa. Porque, si nos atenemos a la obra de Kurosawa, no es descabellado admitir que Ran no supone ninguna novedad y que, aunque infinitamente mejor que Kagemusha (1980), no tiene la fuerza de otra incursión shakespeariana, Trono de sangre (1957). Y, si abandonamos el enfoque de autor, creo evidente que, como mero espectáculo narrativo-dramático, le sobra una media hora y que habría ganado fuerza con una mayor concisión. Su argumento, perfectamente trasladable al western, permite imaginarse qué acusaciones de esteticismo y morosidad se habrían lanzado contra un Raoul Walsh, suponiendo que algún productor americano considerase tolerable su ritmo, si fuera el autor de Ran.

En cambio, mientras todo el mundo parece ocupado en ver Ran y tres o cuatro candidatas al Óscar, nadie ha hecho ni caso a Boy meets girl (1984), del jovencísimo Leos Carax, simplemente porque tanto él como sus actores son desconocidos y, además, se trata de una película en blanco y negro y de apariencia modesta. Es lamentable, porque se trata de uno de los más prometedores y estimulantes debuts cinematográficos en los últimos años, y tiene mucha más imaginación que los dos últimos Kurosawa. Además, creo que encantaría a muchos de los que no la verán.

Más ejemplos, aunque no sean tan recientes: la Filmoteca llena un vacío en su programación con un lote heterogéneo de películas francesas de los 80 inéditas, como tantas otras en nuestro país, y esto permite descubrir en menos de una semana L’Ombre rouge (1981) de Jean-Louis Comolli, Biquefarre (1983) de Georges Rouquier y Le Pont du Nord (1981) de Jacques Rivette. Junto a la revelación del fotógrafo-cineasta Raymond Depardon —del cual San Clemente (1981), Faits divers (1983) y Empty quarter (1985) me hacen lamentar haberme perdido el resto—, el estreno de Poulet au vinaigre (1984), el mejor Chabrol en muchos años, y algún refuerzo como la interesante Rue Cases-Nègres (1983) de la martiniquesa Euzhan Palcy, me hacen sospechar que, a pesar del eterno «estado de crisis» del cual se habla tanto, el cine francés sobrevive con bastante energía. La sorpresa —contra todo prejuicio o temor— que supone La Historia Oficial (1984) del argentino Luis Puenzo, y el esplendor absoluto de Year of the Dragon (aquí mal titulada Manhattan Sur), (1985) de Michael Cimino acaban de devolver la confianza en el cine cuando TVE nos obsequia con el estreno —aunque sea doblada— de Después del ensayo (1983), una de las tres o cuatro obras maestras que justifican la existencia de Ingmar Bergman y pueden hacer perdonarle lo mucho que a veces aburre.

Que la decadencia del cine es más cualitativa que otra cosa, queda confirmado por el hecho significativo que estas películas no se limitan a destacar por comparación con el grueso de la producción reciente, sino que resultan excelentes confrontadas a grandes obras del pasado, revisadas al mismo tiempo por televisión (Más allá de las lágrimas, de Walsh, Guerra y paz, de King Vidor, Desayuno con diamantes, de Edwards, Los Comulgantes, de Bergman, El Hombre que mató a Liberty Valance de Ford, Dios y el diablo en la tierra del sol de Rocha, My Fair Lady, de Cukor, Viento en las velas de Mackendrick, El Dorado de Hawks), en cines (La noche del cazador de Laughton, Extraños en un tren de Hitchcock, Eva al desnudo de Mankiewicz) o en la Filmoteca (Mankiewicz, Nicholas Ray), o bien vistas por primera vez cuando ya son antiguas (Four Daughters de Curtiz, El asunto del día de George Stevens, Se escapó la suerte de Jacques Becker, Cuando pasan las cigüeñas de Kalatozov, La hora del lobo de Bergman). Esto permite esperar que la admiración por obras como las de Cimino, Comolli, Depardon, Rouquier, Rivette, Puenzo, Bergman, Kurosawa o Carax —viejos y jóvenes, principiantes y veteranos— no sea producto de un espejismo, y que no se disipe parcialmente de aquí a quince o veinte años, como ha pasado con la obra de Glauber Rocha. Hay mucho cine interesante por ver. El problema es que no llega, que es difícil de encontrar. Y en algunos lugares más aún. En última instancia, los cinéfilos pueden alquilar el videocassette de La caja de sombras (The Shadow Box, 1980) de Paul Newman: aunque —aceptablemente— doblada, tiene la ventaja de estar rodada para la televisión y de ser una de las dos o tres mejores películas hechas en lo que llevamos de década que he tenido la ocasión de ver.

Traducción del texto publicado en catalán en el nº 5 de Inserts : butlletí de la secció de cinema de la Fundació Pública Municipal Teatre Principal de Olot (abril-junio de 1986)

Traducción de Uryen Blánquez

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