Toda elección tiene ventajas e inconvenientes. La necesidad de acotar un terreno asombrosamente amplio y variado lo limita un tanto arbitrariamente, expulsando de él a obras tan interesantes como las que quedan dentro de sus fronteras, pero tiene la virtud, en cambio, de definir un poco una masa informe, heterogénea en extremo y casi inabarcable: sólo ahora, pasando revista a la producción de cortometrajes de los años 1967-1975 con ánimo distanciado y retrospectivo, se da uno cuenta de su importancia cuantitativa y de la enorme diferencia existente entre unas obras y otras. No sólo los árboles no dejaban ver el bosque, sino que tampoco eran todos los árboles visibles ni llegaban agrupados o por orden cronológico, de modo que se consideraban aisladamente, como productos individuales.
El criterio de seleccionar únicamente cortos que, aunque en teoría no fuesen precisamente los más personales, audaces o «avanzados», eran también los menos «privados» y autocomplacientes —porque sus autores aspiraban, con mayor o menor empeño y esperanza, a integrarse en la industria y porque estaban destinados a la proyección pública, es decir, a ser vistos no exclusivamente por un grupo de amigos y cinéfilos curiosos—, y los únicos a los que se puede atribuir el propósito de comunicar algo —aunque no siempre «de interés general»— ha marginado algunas de las películas cortas más interesantes del periodo, ya que excluye un no demasiado interesante movimiento «subterráneo», películas en 8 mm, Super 8 o 16 mm y no ampliadas ni exhibidas, como La imitación del ángel (1966-7) de Adolfo García Arrieta, y también Velázquez (La nobleza de la pintura), rodada en 1974 para TVE, y La caza de brujas (1967-8), por ser una práctica de fin de carrera de la Escuela Oficial de Cinematografía, ambas de Antonio Drove. Pero tales omisiones no son más relevantes que las determinadas por el gusto personal —por ejemplo, yo echo en falta Los hábitos de incendiario (1970) de Antonio Gasset, y prefiero El increíble aumento del coste de la vida (1974), a Gospel entre las de Ricardo Franco, Aspavientos (1969) a Circunstancias del milagro/Camino del cielo entre las de Emilio Martínez-Lázaro, o Correo de guerra (1972) a El espíritu del animal entre las de Augusto Martínez Torres, aunque es posible que razones de importancia histórica justifiquen optar por las más antiguas o las debidas a la inexistencia de copias, y en cualquier caso no modifican sustancialmente la impresión de conjunto que puede dar esta muestra, sobradamente representativa y reveladora de lo que fue el cortometraje español en una de sus épocas de mayor productividad.
El problema que presenta el cortometraje, en general, es que se trata de un formato indeseado, al que se recurre cuando no se puede hacer otra cosa, porque no se cuenta con medios para hacer un largo. Pasados los primeros años de la historia del cine, brillan por su ausencia las vocaciones de cortometrajista. Al contrario que en literatura, en la que el que escribe relatos cortos no es siempre un aspirante a novelista, ni es infrecuente que simultáneamente publique narraciones de todos los tamaños, e incluso cabría mencionar algún autor que tienda a confinarse al cuento, en cine se considera poco menos que una degradación que el realizador de un largometraje vuelva al corto, salvo que le obligue a ello la falta de dinero, y casi todos los directores de cortos lo que querrían es hacer largos. Por eso, se recurre al corto de mala gana, cuando no hay más remedio, y con una actitud de resignación que explica lo raro que es encontrar una película breve hecha con entusiasmo. Para colmo, se practica este formato, a lo sumo, como medio relativamente económico de conseguir un aprendizaje práctico, lo cual es lamentable, ya que el sentido de la economía narrativa y de la síntesis abundan más entre los directores veteranos que entre los principiantes, y es proverbial la tendencia a «decir todo» que delata al debutante, empresa ya difícil de coronar con éxito en un largo, y suicida en un cortometraje. De ahí que no sean los cineastas más ambiciosos, con mayor voluntad de manifestarse como «autores», los que suelan triunfar en la realización de cortometrajes; más fácil es que logren resultados aceptables los que no aspiran más que a aprender un poco, a ir adquiriendo soltura o a poner a prueba su capacidad para filmar, dirigir actores o coordinar un equipo de rodaje. Como este segundo enfoque es el menos corriente, y como es muy raro ver un cortometraje bien producido, cabe definir el corto como una película realizada con medios insuficientes, con grandes dificultades —discontinuamente o en muy poco tiempo—, con actores aficionados o amigos, y que trata de contar una historia en menos tiempo del que sería preciso o de hinchar una anécdota mínima o un chiste hasta que dure al menos diez minutos, pero menos de veinte y, en todo caso, menos de media hora.
Todo esto explica que sea mucho más difícil encontrar un cortometraje aceptable que un largo bueno. Para empezar, porque casi nunca existe adecuación entre los fines y los medios, ni entre la longitud de la historia y la de la película. Esto conduce, directa y casi automáticamente, a la pobreza y al esquematismo telegráfico; se podría decir que casi todos los cortos son largometrajes inacabados, interrumpidos o rodados sólo parcialmente, montados de cualquier manera y realizados e interpretados con poca seguridad. De ahí su tendencia, aplastantemente mayoritaria, a la arritmia y el desequilibrio y mi sospecha de que sólo los más modestos —es decir, los que aspiren a menos y sean más autocríticos— pueden aprender algo rodando cortometrajes, en general de tipo negativo: lo que no se puede hacer, lo difícil que es montar, o cómo no hay que filmar.
No es éste el caso de los realizadores españoles de cortos de los años 60-70, imbuidos de una voluntad de ser autores y de ser considerados como tales tan acentuada que no solían esperar para ello a la ocasión de rodar un largometraje.
Por eso, si se tiene en cuenta que algunos de esos incipientes cineastas no han llegado jamás —para ser optimistas, todavía— a realizar un largo, no hay más remedio que considerar estos cortometrajes como parte integrante de su obra: entre no hacer nada y rodar un corto, fueron muchos los que optaron por la vía «posibilista» ya que «menos da una piedra» y «más vale pájaro en mano que ciento volando». Por lo demás, es obvio que No compteu amb els dits (Portabella) prefigura Nocturn 29, Gospel (Franco) El desastre de Annual, Bolero de amor (Betriu) varias de sus películas posteriores, o en En un París imaginario (Colomo) incluso una tan temporalmente distante como La línea del cielo, por lo que puede decirse que representan, cuando menos, posibles tendencias de su carrera, en ocasiones sin continuidad real, como ¿Qué se puede hacer con una chica? en la de Drove. Además, llama la atención otra característica: su tendencia a la máxima longitud compatible con la expectativa de que un corto consiga exhibirse comercialmente (muchos rebasan los veinte minutos y se aproximan peligrosamente al límite de media hora).
Desde un punto de vista exclusivamente «técnico» hay que decir que se trata de obras bastante «acabadas» y dominadas y perfectamente «presentables», lo mismo las rodadas en 16 mm y ampliadas que las directamente filmadas en 35 mm y tanto en color como en blanco y negro. Puede considerarse que, como sustitutivas o complementarias de las prácticas de fin de carrera de la EOC que tradicionalmente se exhibían a productores y críticos en el Palacio de la Música, todas estas pequeñas películas debieran haber cumplido su objetivo de servir de tarjetas de presentación ante la industria, y que sólo la inexistencia de ésta explica que a sus autores no se les encargase inmediatamente la realización de algún largometraje. Naturalmente, el panorama es muy distinto si nos fijamos en la dirección de actores, ya que el recurso casi sistemático a no profesionales, la falta de experiencia de los propios directores, las precarias condiciones de rodaje —unos pocos días o varios fines de semana distribuidos a lo largo de meses—, la dificultad de ensayar y hasta la escasez de material y tiempo para repetir tomas, hacen que sólo en casos muy especiales la interpretación sea realmente convincente, y por lo general resultado de un método de trabajo tan particular y excepcional como el de Drove en ¿Qué se puede hacer con una chica? que coincide con el empleado por Eric Rohmer en sus largos.
Ahora bien, aquí se acaban los rasgos comunes. Como es explicable en un cine sin industria digna de tal nombre, ni géneros propios y con arraigo, y en el que hacer una película —corta o larga— es siempre una aventura, tanto si se trata de la cuarta como si es la primera, se da ya en la producción de cortometrajes de esta época el mismo fenómeno que en la de largos realizados después de la muerte de Franco: la absoluta variedad de enfoques, estilos, preocupaciones y temas. Cada película es obra de un individuo cuya sensación de que la ocasión puede ser la última, al menos durante varios años, contribuye a que sea un caso aislado desde cualquier perspectiva, incluida la financiera: son pocas las películas producidas por las mismas personas, y hasta dentro de ellas es raro que más de dos consigan «montarse» de la misma manera.
Así, tenemos de todo: comedias, documentales, fotonovelas, dramas intimistas, experimentos, ensayos, melodramas, sátiras, chistes, parábolas, reflexiones sobre el cine, confesiones personales, manifiestos generacionales, crónicas realistas, adaptaciones literarias, intrigas policiacas, relatos fantásticos. Su enfoque no puede ser más variado: irónico, ingenuo, absurdo, surrealista, naturalista, abstracto, minimalista, épico, crítico, cinéfilo-mitómano, etc., y en ellas pueden detectarse —a veces juntas en una misma película— las influencias más diversas, cinematográficas o literarias: Buster Keaton, Truffaut, Juan Benet, Buñuel, Michael Snow, Straub, Fuller, Rossellini, Rohmer, Tanner, el underground americano de los 60, Godard, Bresson, Cocteau, Chaplin, Dreyer, Bergman, Hawks, Ophuls, la comedia italiana, Berlanga, Joan Brossa, Raymond Chandler, Brecht, Hammett, Borges, Poe, Samuel Beckett, etc.—, la lista sería infinita—, e indica los gustos personales de los respectivos autores y su indecisión ante qué camino propio escoger, así como la necesidad, acentuada por la urgencia, de buscar soluciones o apoyos en lo ya visto y conocido.
Indirectamente —a través de las aficiones que dejan traslucir—, suelen ser obras muy personales, pero pocas lo son —quizá por falta de tiempo— en el sentido en que tienden a serlo las primeras novelas o, a partir de la «Nueva Ola», los primeros largos de los cineastas muy jóvenes. Se apunta, más bien, la amenaza que para el desarrollo de un cine verdaderamente personal e innovador supone la cinefilia en cualquiera de sus variantes: desde la «mitificadora» del que pretende rehacer El gran sueño, Casablanca o La fiera de mi niña, hasta la «crítica» del que trata de «denunciar» la intervención sobre la realidad que el cine clásico disimula, y sigue los pasos de Straub o Marcel Hanoun o las teorías críticas vigentes en aquellos años. En este sentido, los cortos realizados a partir de 1968 y hasta 1975 en España son sintomáticos de la enfermedad que aqueja al grueso del cine americano, francés, italiano y español de los años 80. No hay que olvidar que algunos de los cortometrajistas de entonces son directores en activo hoy: Manuel Gutiérrez Aragón, Francisco Betriu, Jaime Chávarri, Emilio Martínez-Lázaro, José Luis García Sánchez, Gonzalo Herralde, Carles Mira o Fernando Colomo, sobre todo, ya que no es fácil considerar «en activo» a cineastas que sólo muy de tarde en tarde consiguen hacer una película, como Ricardo Franco, Antonio Drove, Carlos Benpar, Álvaro del Amo o Paulino Viota. Y hay que tener presente, además, que de una forma u otra —como presentadores de cine-club, en revistas o diarios, por la radio o en TVE—, muchos de ellos han ejercido antes o después —y algunos todavía— la crítica cinematográfica: Artero, Molist, Drove, Font, Chávarri, Martínez-Lázaro, Martínez Torres, Vidal Estévez, Carreño, Rodríguez Sanz, Guarner, del Amo, Alberich —por lo menos— entre los seleccionados en la muestra, a los que habría que agregar Javier León, José Luis Garci, Antonio Gasset y varios más. Lo cual tampoco debe extrañar, ya que es difícil lanzarse a la empresa desesperante de intentar hacer cine sin ser un cinéfilo— en su sentido más estricto, y despojado de connotaciones peyorativas, es decir, un aficionado al cine—, y la mayor parte de ellos, en aquella época, teníamos cierta vocación literaria que nos impulsaba, a diferencia de lo que sucede en las nuevas generaciones, a escribir sobre aquello que nos gustaba, en algunos casos con la «segunda intención» de darse a conocer en el mundillo cinematográfico y entrar en contacto con los que ya formaban parte de él, esperando que eso facilitase, a la larga, el paso a la realización de películas, según el modelo patentado por los directores ex-críticos de Cahiers du Cinéma. Su confrontación con la práctica dio lugar a algunas sorpresas, y demostró una vez más que un buen crítico puede ser un mal director y viceversa, aunque también hay que reconocer que pocos tuvieron oportunidad de demostrar que eran capaces de aprender el oficio o que el buen efecto de su primera incursión en la realización no era ilusión o pura casualidad.
Personalmente, creo que estos cortometrajes fueron útiles, ante todo, para sus propios autores, y no en el sentido más práctico e inmediato —el de demostrar a un productor que eran capaces de hacer una película digna o contar una historia comprensiblemente—, sino por lo que les enseñó a ellos acerca de sí mismos y del cine, aunque en muchos casos lo que aprendieron fuese lo que no había que hacer o cómo no debía rodarse algo concreto. Como espectador, la mayoría de estas pequeñas películas es sólo soportable gracias a su brevedad, y son contadas las que, con la perspectiva de los años transcurridos, se mantienen en pie y parecen merecedoras de revisión: Gospel, ¿Qué se puede hacer con una chica? Quizá, sobre todo; en menor medida, No compteu amb els dits, Extraño recuerdo, Bolero de amor, Estado de sitio, Camino del cielo... Hay alguna que no recuerdo si la he visto, lo mismo que hay otras que con toda seguridad conozco pero que he olvidado por completo; y varias —no diré cuáles— en general las más pretenciosas, me resultaron insufribles a pesar de su brevedad y de la capacidad de aguante que da, durante su proyección, la garantía de que el tormento no puede prolongarse demasiado, lo que le hace a uno especialmente paciente.
¿Qué sentido tiene hoy, entre 11 y 19 años después, volver a ver estas pequeñas películas? Sobre todo, comparar con los pocos cortometrajes que —por lo general, con muchos más medios y con aún más escasas posibilidades de amortización— se hacen actualmente en España, y observar que no sólo hay una gran diferencia de nivel a favor de los de aquel periodo, sino que, además, hay en ellos una búsqueda de la expresión —tradicional o de vanguardia, da lo mismo— cinematográfica que en los últimos años brilla por su ausencia. Se diría que el que rueda un cortometraje en 1986 aspira a convertirse en realizador de videoclips o de «spots» publicitarios —si no lo es ya—, mientras que los que entre 1967 y 1975 se liaban la manta a la cabeza y se lanzaban a la aventura querían ser, claramente, directores de cine, y por eso eran ya, en potencia, auténticos cineastas.
En “Cortometraje independiente español : 1969-1975”, Francisco Llinás (editor). Bilbao : Certamen Internacional de Cine Documental y Cortometraje, D.L. 1986.
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