Si hay un título que resume la carrera fulgurante de ese cometa que fue Nicholas Ray es precisamente el de esta película, sin duda una de las más ignoradas y olvidadas de su breve carrera hacia la destrucción, para mí una de las cimas —si no la cumbre, como a veces pienso— de su filmografía y, todavía hoy, a los 42 años de su azarosa y conflictiva realización, una de las obras-límite de la historia del cine, un finis terrae de exploración de los poderes del cine por cuyos alrededores sólo Godard, en ocasiones, ha merodeado, aunque quizá sin alcanzar nunca —no todavía o quizá ya no— la intensidad y el desgarro a la que su carácter y las circunstancias empujaron a Ray.
Se ha repetido hasta la saciedad, con una insistencia abusiva, que el cine es un arte predominantemente visual. Y Ray lo ha llevado, en ocasiones, a sus manifestaciones plásticas más esplendorosas, en varias direcciones divergentes —Johnny Guitar, Party Girl, The Savage Innocents—, hasta hacer de algunas de sus películas un estallido formalmente capaz de comunicar de un modo directo y sensorial, más que de representarlas, las emociones, trasmitiendo como nadie "en mil vibraciones el golpe recibido", según esa frase del pintor Nicolas de Staël que citó en su día Godard, a propósito de Pierrot le fou y que tanto me gusta, por lo bien que expresa la tentativa que Godard y Ray comparten.
Pero el cine puede ser también otras cosas, e incluso valerse de la misma falta de medios materiales para comunicar, más allá o más acá de las imágenes, por debajo o por encima de ellas, ideas, sensaciones y sentimientos, o, como también decía Godard —a propósito de The True Story of Jesse James—, nociones tan abstractas como libertad y destino, a través de dos de sus instrumentos más poderosos, y menos aprovechados por el cine actual, la estilización y la capacidad de abstracción. El gran artista del color en el cine —pero antes también, no se olvide, de la noche, es decir, del blanco y negro más contrastado y con una más amplia y modulada gama de matices intermedios— y de la composición horizontal —en Scope cuando lo inventaron, pero ya antes, en el formato standard de los años 40, casi cuadrado—, no necesitaba de grandes decorados y sublimes paisajes para expresarse; ni siquiera precisaba que sus intérpretes fueran realmente —o con otros directores— grandes actores, como lo prueba aquí con Curd Jurgens y Ruth Roman, aunque evidentemente no estén al nivel que Richard Burton alcanzaría sin ayuda de nadie, y que Ray eleva a la enésima potencia.
Amarga victoria, traducción literal de su doble título original inglés o francés, pero escandalosamente inédita en nuestro país —aparte de su escaso atractivo comercial, fue reiteradamente prohibida por antimilitarista— y apenas programada (hace ya mucho, y no en buenas condiciones) en la televisión, es una de esas películas que el sistema de producción, distribución y exhibición mundial procura sepultar porque ponen en peligro sus cimientos, al demostrar que con un ciclorama, cuatro transparencias, unos pocos actores, tres decorados y un pedazo de desierto cualquiera —se supone que es Libia, y parece que, efectivamente, se rodó en los alrededores de Trípoli, pero podría haber sido Almería, y hubiera dado igual—, pero, claro, con mucho talento y una entrega total y apasionada, se puede hacer una de las películas más intensas, complejas y conmovedoras de la historia del cine, y plantear cuestiones morales espinosas y conflictivas —y de rara actualidad, inimaginable hace no mucho— con una claridad que quizá la profusión de medios hubiera empañado, con una acuidad que la riqueza y las cargas logísticas de una superproducción no habrían permitido.
Que el despojamiento absoluto puede ser una de las puertas por las que aproximarse a la belleza es algo que Dreyer, Lang, Dwan, Ozu o Bresson han probado en más de una ocasión, cada uno a su manera, a menudo más deliberada o más retorcida, menos espontánea y desnuda que la de Ray en esta ocasión. Que la pobreza y la urgencia impulsan u obligan a ir directamente al grano, a lo auténticamente esencial, es una de las lecciones que pueden aprenderse de la serie B y del neorrealismo, las dos fuentes de inspiración metodológica de la Nouvelle Vague.
La desnudez febril y abstracta de Bitter Victory es la prueba patente, fulminante, de ello. Sin duda involuntariamente, Bitter Victory es una de las películas más enigmáticas e inasibles que ha dado el cine, sin que ello suponga problema alguno de comprensión. Sería difícil tratar de explicarla, pero no lo es en absoluto entenderla. Lo que sucede con ella es que la distancia entre la sequedad impresionante de sus imágenes y la profundidad directamente experimentada por el espectador de su sentido es tal, que no ofrece asideros superficiales en los que sustentar una argumentación, al igual que los diálogos —tal vez los más hermosos que he escuchado nunca— no hacen sino redoblar el misterio. Hay una fragmentación narrativa, producto quizá de tensiones, dificultades, vacilaciones, enmiendas de última hora, escenas o planos que no llegaron a rodarse, que no interfiere con su significado, que llega directo como una flecha a lo más hondo del espectador receptivo y atento, capaz de enlazar por sí mismo, intuitivamente y un poco a ciegas, esos elementos intensos pero dispersos, esas vibraciones difusas pero físicamente patentes, lacerantes incluso, como rocas o fragmentos de cristal producidos por el choque de dos meteoritos.
No es un film discursivo, apenas llega a poder calificarse de narrativo, y resulta casi indescriptible: nada o casi nada sucede, aparentemente, en la mayor parte de su metraje, sin que, sin embargo, haya un momento de respiro; la tensión permanente que trasmiten las miradas de los personajes, sus palabras veladas, crípticas o alusivas, en referencia siempre a algo (un amor, un enfrentamiento) no explícito, no dicho, no presente, pero evidente, o la que se crea en el espacio de cada plano y en el tránsito, a veces chirriante, académicamente imperfecto o incluso heterodoxo, de uno a otro, trazan un tupido tejido de relaciones, de sentimientos, de convicciones enfrentadas, que alcanzan su expresión más depurada y concisa en la famosa frase de Burton: "Siempre me contradigo a mí mismo", eco de un verso de Walt Whitman que no ha de extrañar en un cineasta que dijo que "el director en una película es el autor de la misma, quien inspecciona todas las contradicciones." (1)
En este caso, el "inspector de contradicciones" era también un hombre contradictorio e inseguro, que tanteaba con las manos extendidas, perdido en territorio desconocido, abandonado progresivamente por todos, que preferían seguir pegados al pelotón que acompañar a los insensatos que hacían escapadas peligrosas, que corrían tanto que podían consumirse por efecto de la fricción. En esta ocasión precisa, tan adecuadamente denominada, le dio por examinar en qué consistía la guerra y por qué algunos hombres se dedican a ella o, llegado el caso, se entregan a la destrucción. Por eso no gusta a muchos, con independencia de otros elementos, que les sirvieron de coartada y justificación estética para asegurarse de su fracaso comercial, de que su difusión fuese tan breve como limitada y sus efectos efímeros y pasajeros, y que luego se han ocupado de mantenerla permanentemente fuera de circulación, inasequible al curioso.
(1) En “Por primera o última vez: Nicholas Ray haciendo cine”. Fundación de Cultura, Ayuntamiento de Oviedo, 1994, (pág. 95)
En Nickel Odeon nº 14 (primavera de 1999)
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