lunes, 11 de noviembre de 2024

Höstsonaten (Ingmar Bergman, 1978)

Tal vez sea la película más terrible y una de las más centradas en un número menor de personajes -en realidad, una madre (Ingrid Bergman) y una de sus dos hijas (Liv Ullmann)- de toda la filmografía bergmaniana. A primera vista, también una de las más sencillas, más fáciles de entender, más "para todos los públicos", menos de lo que antaño se etiquetó como "de arte y ensayo", ahuyentando a una parte del público potencial.

Para colmo, según cuenta Ingmar en alguno de sus libros memorísticos, el encuentro con Ingrid -casi se deduce que no fue idea suya, ni de ella, reunir a los dos Bergman más famosos del cine, aunque no se sabe de quién pudo ser, ya que Personafilm es sin duda del autor de Persona y además, en otra página de "Linterna mágica", se delata: narra que escribió rápidamente, en medio de su duelo con el Fisco sueco, el guión, y que anotó que las actrices serían Ingrid Bergman y Liv Ullmann- fue desastroso: resulta que no se admiraban mutuamente, ni siquiera se respetaban, que no estaban de acuerdo en nada y no se entendían bien, sino que se peleaban constantemente. Y por si eso fuera poco, Ingrid tuvo metástasis del cáncer que ya padecía. Quizá por eso, y por el tono áspero y agresivo de las confrontaciones madre-hija, Sonata de otoño no ha sido nunca una de las obras más populares de Bergman, aunque quepa pensar que es una de las mejores y más impresionantes, porque se atreve, cosa rara en el cine, a mirar de frente y sin paliativos la expresión explosiva de rencores y cuentas pendientes acumuladas y reprimidas durante años entre una madre, la famosa pianista Charlotte (Ingrid), y su hija Eva (Liv Ullmann), que llevan siete años sin verse y toda la vida sin explicarse.

Obviamente, no es película para pasar el rato, para divertirse ni para ponerse de buen humor; de hecho, corre uno el peligro de deprimirse o angustiarse, y si está uno ya de mal humor, de que empeore todavía más. No hay paliativos, ni paños calientes, ni súbitas soluciones de conflictos enquistados, ni reconciliaciones tardías. Apenas vagos gestos tardíos que suponemos inútiles, pues son asuntos que no tienen remedio, y menos después de tanto tiempo.

El grueso de la película es un diálogo, o un cruce de monólogos, entre dos actrices espléndidas (por mucho que su estilo no sea el de las musas bergmanianas, ni Bergman me va a convencer de que Ingrid no sea una gran actriz durante toda su carrera), con unos pocos personajes ausentes pero vivos en la memoria (Josef, el padre de Eva; el niño ahogado de Eva y Viktor, Erik; el violoncelista Lorenzo, duradero amante recién fallecido de Charlotte) y dos testigos casi mudos, Helena, la hija menor de Charlotte, enferma inmovilizada y a la que solo Eva parece entender, y el vicario Viktor, marido de Eva.

Esto significa que, además de tener muy pocos personajes, es una película fundamentalmente hablada, con muy escasos decorados -casi todo ocurre en la casa adjunta a la vicaría de un remoto pueblo noruego-, en apenas un par de días. Casi ni se entrevén paisajes ni hay escenas de exteriores. Es decir, es una película de atractivos y recursos sumamente escasos, nada espectacular, decididamente intimista, evidentemente no destinada al éxito de taquilla ni tampoco, que yo recuerde, al de crítica. Y, sin embargo, yo la encuentro admirable. Es posible que sea una trasposición a las relaciones entre una madre y su hija de la tormentosa relación que tuvo él con su padre, pero pocas veces se han expuesto con tal dureza y crueldad los errores y las deficiencias que, con la mejor de las intenciones, incluso por falta de capacidad o de tiempo o de energía, cometemos los padres con los hijos y también los hijos con los padres. Por mucho que los padres nos conozcan desde que nacimos (y en eso los hijos estamos en peores condiciones, y es raro que los padres nos cuenten su vida, si acaso fragmentos desconexos), en el fondo somos para ellos desconocidos imprevisibles, y, a partir de cierta edad incomprensibles, verdaderos enigmas disimulados por algunas semejanzas, rasgos heredados y gestos imitados.

Al parecer, Bergman escribió este guión muy rápidamente, en unos días, pero yo creo que es uno de los mejores que ha hecho, y que logró plasmarlo dramáticamente con un ritmo y una claridad y fluidez perfectas. Vemos los dos lados, notamos que ambas dicen su verdad pero las dos se equivocan, que las dos han cometido múltiples errores, no siempre por egoísmo o por centrarse en su trabajo o su vocación o sus intereses, sino incluso por discreción, por no herir, por cariño, por el tabú que convierte en un monstruo o poco menos a quien odia a su padre o su madre, por odiosos e injustos o ciegos, por dañinos que puedan ser. Parece que no hay excusas, que incluso era pecado no "honrar padre y madre", lo que los convertía en incriticables e indiscutibles, y los padres y madres serían "desnaturalizados" si no quisieran a sus hijos y no se sacrificasen por ellos. Con lo cual, se ha ido edificando una muralla de silencio entre las generaciones, como si ya la diferencia de edad y de educación no bastase, y además se han dado múltiples coartadas para la incomunicación. Menudo peligro que padres y madres e hijos e hijas se sinceren, se hagan críticas, se expliquen. Mejor callarse y aguantar, y que haya paz. No digamos en tiempos en que los padres eran autoritarios y podían imponer silencio y obligar a su prole a ser respetuosa con sus mayores.

Se trata, naturalmente, de un texto denso y difícil, que no puede decir cualquiera, que doblado en otra lengua con otras voces resulta increíble, enfático e insoportable por causas muy diferentes de las que hacen dura la visión de la versión original de esta película de Bergman, para mí ejemplar y una de las más perfectas y de interés más general que ha hecho, porque puede afectar, en mayor o menor medida, a todo el mundo, y puede además servir de advertencia para los que aún estén a tiempo -y mejor tarde que nunca, pero mejor todavía lo antes posible- de rectificar, de cambiar de actitud, de ser más abiertos y sinceros, de aceptar las críticas y admitir las equivocaciones, de pensar si se puede mejorar la relación no ya entre padres e hijos, sino entre las personas que viven o trabajan en compañía y proximidad de otras, y con las que siempre convendrá entenderse lo mejor posible, para lo cual un requisito elemental es conocerse un poco y admitir que no todo el mundo es igual ni tiene, por tanto, que aceptar nuestras ideas, principios, teorías, creencias, gustos o manías.

Y todo esto lo hizo Bergman en 1978, sin darse importancia ni predicar sermones moralizantes, sin ponerse como ejemplo, sin decir: esto es lo que tienen ustedes que hacer, o les pasará lo que a mis personajes, que se empiezan a dar cuenta de que han metido la pata, han sido egoístas o se han portado mal cuando el daño está hecho y con el paso del tiempo se ha ido envenenando la herida y la persona entera que la ha sufrido, y además ha añadido un odio reprimido o un rencor ahogado que ha acabado por hacer de sus vidas un largo infierno.

En “El universo de Ingmar Bergman”. Madrid : Notorious, junio de 2018.


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