miércoles, 13 de noviembre de 2024

Breakfast at Tiffany’s (Blake Edwards, 1961)

Cuando se estrenó esta película en España, en 1963 y, por supuesto, solamente doblada, a los que por entonces teníamos entre trece y diecinueve o veinte años y éramos muy cinéfilos, nos causó una enorme y duradera impresión, que combinaba placer, admiración, emoción y diversión, todo ello en una sola película de menos de dos horas, realizada por un cineasta aún no famoso y que llevaba sólo unos seis años como director. Aún no había filmado Experiment in Terror (Chantaje contra una mujer), Days of Wine and Roses (Días de vino y rosas) ni The Pink Panther (La pantera rosa), que lo confirmarían como una joven promesa del cine americano.

Dudo mucho que, de estrenarse hoy, de haber sido siquiera posible hacerla, pudiera producir la misma impresión en los que ahora son jóvenes. No parece que tengan los mismos gustos sobre cine ni la misma afición a la lectura (la conexión de ambas actividades es muy importante: el que no lee bastante tiene dificultades para seguir una película, sobre todo, una película de los años 40, 50 o primeros 60 del siglo pasado) ni, probablemente, las mismas ideas sobre el amor, la tolerancia, la dignidad, la decencia o la soledad, que son algunos de los asuntos de los que, como quien no quiere la cosa, sin la menor solemnidad, trata la película. Pero sólo solapadamente, como en el fondo, por añadidura. Además de la gracia, la ligereza, la agilidad, el encanto, la brillantez y una cierta elegancia discreta.

Hoy me temo que se pondría el acento en descalificar el excelente guión de George Axelrod con la acusación de que la película (porque ese guión, en realidad, no lo ha leído nadie) es una “edulcoración” – ya la palabra me resulta pringosa – de la un tanto cínica, aunque también sentimental, novela corta de Truman Capote, que dura unas 50 páginas y se publicó en 1958. La censura en esa época no permitía decir las cosas muy claramente, de modo que se solían sugerir indirectamente, a menudo con bastante elegancia. Así, la película de Edwards no dice que Lulamae o Holly Golightly (Audrey Hepburn) sea una chica de alterne, una “escort” o una prostituta, ni tampoco que su marido Doc Golighty (Buddy Ebsen) se casara con ella cuando era una huérfana menor de edad, ni que el escritor Paul Varjak (George Peppard) sea un gigoló, mantenido por una mujer casada y mayor que él (Patricia Neal), aunque lo deja ver muy evidentemente a quien sepa mirar, así como que Holly se ha dado cuenta en el acto de la verdadera relación existente entre el novelista atascado y su supuesta decoradora interior y que Paul se ha percatado de que Holly lo sabe.

Simplemente, la película no ha insistido en la sordidez ni en las etiquetas, y se ha mostrado tolerante con los fallos, errores, defectos, debilidades y necesidades de sus personajes, como habrán de serlo los principales, Holly y Paul, si quieren que su inesperado (como casi todos) enamoramiento casi instantáneo (los vemos los espectadores de la película mucho antes que ellos) les dure y les sirva para darse no sólo compañía y cariño, sino ayuda mutua y la posibilidad de pasar juntos momentos de diversión. Esto último es lo que muestra la muy divertida escena de su robo infantil (económicamente insignificante) en unos grandes almacenes.

En el fondo, lo que hace esta película es comparar la tremenda inocencia e ingenuidad de unos personajes poco orgullosos de lo que hacen para ganarse la vida o meramente sobrevivir, con la falsa respetabilidad de otros, más ricos o afortunados pero también más hipócritas y, en el fondo, menos honrados y menos libres, además de mucho menos divertidos y con muy escaso sentido del humor.

Desayuno con diamantes tiene muy poco de lo que sus títulos, tanto el español como el original, sugieren o parecen prometer, y en cambio es una de las grandes películas – sin tener nada de un documental ni de una publicidad turística – sobre esa ciudad de Nueva York que, gracias al cine, nos hace creer que conocemos hasta sin haber puesto pie en ella, y nos permite reconocerla como una sucesión de lugares familiares cuando la visitamos. La magia de Nueva York es también parte integrante del especial encanto de esta muy particular película, que oscila constantemente entre los extremos del melodrama y el cine cómico pasando por casi todos los tonos intermedios, pero sobre todo la comedia y el drama.

En el fondo, lo que han hecho Blake Edwards, Audrey Hepburn, Henry Mancini y Axelrod es cambiar completamente el tono y la estructura de la novelita de Capote (aunque sorprende lo mucho que han conservado o capturado de ella), de modo que su ritmo es más relajado, sus modulaciones sentimentales y humorísticas más fluidas y variadas. Ese ritmo es, sin duda, como la magnífica fotografía de Franz F. Planer, la música de Henry Mancini, la canción “Moon River” cantada por Audrey Hepburn, los actores secundarios reunidos en una alocada fiesta multitudinaria dentro de un pequeño apartamento, el gato sin nombre de Holly, o la historia que cuenta, en Central Park, su abandonado y mayor marido a Paul, parte de los secretos que hacen tan atractiva una película que tiene un poco de todo: es divertida y melancólica, alegre y triste, bromista y seria (pero sin solemnidad), y con un final feliz que está muy cerca de no llegar pero que, en el fondo, todos deseamos y queremos.

Inédito. Escrito hacia 2021.

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