Un tanto menospreciada como "ópera filmada" y a primera vista no identificable como "bergmaniana", e incluso criticada por no usar el libreto original alemán, sino una traducción al sueco (cosa que le reprocharon hasta quienes, como yo, ignoramos ambas lenguas), La flauta mágica es, probablemente, y pese a no carecer la ópera de Mozart de aspectos visual y dramáticamente siniestros, la película más feliz y optimista, casi diría que la más alegre, de toda la filmografía bergmaniana. Por una vez, nos cuenta algo que le gusta completamente, que le entusiasma -probablemente desde chico- y que literalmente le encanta.
Ya sé que entre lo mucho que se le reprochó estaba su carácter naif, incluso infantil: es claro -además de lógico- que la emisión radiofónica (está producida por la Radio Sueca) y televisiva de Trollflöjten estaba destinada, casi diría que sobre todo, en todo caso también, a los niños. Y mi experiencia reiterada -con hijos y con nietos- es que les encanta, hasta si son incapaces aún de leer subtítulos y por supuesto de entender el sueco: les funciona desde el aspecto puramente visual, como si se tratase de una película muda acompañada de una música no cabe más adecuada y expresiva. Es decir, que funciona a través de dos canales puramente sensoriales y aunque la comprensión de la trama quede a merced de la imaginación, como les sucede a los niños muy pequeños con buena parte de lo que viven. En cambio, a los adultos de fantasía embotada o con complejos postmodernos les costará más recorrer esa misma trama -de cuento a la vez de hadas y de freudianos terrores familiares- y aguantar los intermedios con primeros planos de niños de todas las razas atentos y maravillados (un poco spot de Benetton, sí, pero sospecho que son así por decisión consciente e irónica de Bergman), que por otra parte podrían ser testimonios documentales de un concierto: los niños se toman muy en serio los espectáculos (en realidad, cuanto hacen).
Se trate de un encargo aceptado con gusto o de una elección deliberada de Bergman, yo encuentro interesante y revelador que de vez en cuando, por lo menos una en la vida, un cineasta nos revele algo que le gusta mucho, que le hace feliz, que le nutre, y creo que eso sucede, si acaso, cuando intentan plasmar en la pantalla una de sus novelas favoritas o la obra de un músico o pintor al que admiran. Hay huellas de Mozart, como de Bach, a lo largo de toda la carrera de Bergman (sin siquiera citas musicales directas), y hay no pocos puntos comunes (quizá no todos evidentes) entre lo que nos cuenta/canta/muestra La flauta mágica de Mozart y varias películas anteriores y posteriores del director (también de televisión, teatro y ópera, no lo olvidemos) sueco, como Till Glädje, En lektion i kärlek, Kvinnodröm, Sommarnattens leende, Smultronstället, Ansiktet, Djävulens öga, För att inte tala om alla dessa kvinnor, Persona, Vargtimmen, Fanny och Alexander... Esto, en un cineasta que ha tendido a ser notablemente pesimista, depresivo y angustiado casi siempre, incluso cuando abordaba o bordeaba (y hasta bordaba, en tres o cuatro ocasiones) la comedia, siempre con una obsesión por la humillación y el ridículo que las enlazaba con los dramas, y que dio vida cinematográfica a sus peores y más neurotizantes temores en la muy interesante pero menospreciada por él mismo Sånt händer inte här (1950) y también en la trilogía 1961-1963, en Skammen y en The Serpent's Egg, equivale a una confesión íntima y nos permite iluminar aspectos de la personalidad de quien indudablemente fue un autor completo de sus películas que, normalmente, quedaban implícitos, cuando no enmascarados, disimulados u ocultos, entre ellos el peso del pasado, la infancia y la familia, como puede apreciarse por la frecuencia de conflictos con padres o madres -incluso con abuelos-, de reuniones familiares amplias, de recuerdos o traumas infantiles, y de flashbacks, retornos al pasado, rememoraciones deseadas o indeseadas, cortas o largas (a veces ocupando el film casi entero, otras como flashes relampagueantes que asaltan y sacuden de repente a los personajes).
Por eso, aunque sea una obra más ligera y parcialmente festiva, con trucajes y decorados que parecen homenajear el cine mágico y primitivo de Georges Méliès -aunque a veces revoloteen también las sombras de Murnau y Sjöström, otras de sus influencias maestras-, aunque sea a la vez un cuento para niños y un relato de terror (géneros menospreciados si los hay) y supongo que hasta habrá quien considere la de Mozart más como una opereta que como una "auténtica" ópera, precisamente por cometer el doble pecado de ser ligera y encima tener también humor, conviene no tomarse a broma, ni como un capricho de vejez -a fin de cuentas, si se hacen cuentas, Bergman tenía sólo 56 años- que decidiera de pronto, entre las más bien oscuras Viskingar och rop y Höstsonaten, darse el gusto de tomarse unas vacaciones reconfortantes en compañía de Mozart y de unos actores, para mí desconocidos, probablemente cantantes, que nada tienen que ver con los rostros habituales de su cine, pero que se me antojan adecuados y oportunos, y de paso demuestran que Bergman seguía siendo capaz de detectar, guiar y canalizar ante la cámara un cierto talento, aunque fuese en gente no familiar o todavía en fase de formación. Tengamos en cuenta, además, que, como es por demás lógico, al tratarse de una ópera fantástica, no hay en la película el menor atisbo de realismo ni de naturalismo, sino una decidida disposición, por parte del cineasta, de creer lo increíble y lo inverosímil y hacernos compartir esa voluntaria deposición de nuestra acostumbrada incredulidad. Si queremos que nos cuenten un cuento debemos estar dispuestos a tener fe en el narrador y creernos lo que él finge creerse también.
En “El universo de Ingmar Bergman”. Madrid : Notorious, junio de 2018.
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