viernes, 27 de septiembre de 2024

Hipótesis y conjeturas de la máscara y el antifaz

Confieso que siempre me he preguntado, al ver esas misteriosas listas de “best-sellers” que se publican en periódicos y suplementos culturales, para colmo basadas en una muestra tan escasa y sesgada de librerías que difícilmente podría dar lugar a resultados estadísticamente significativos ni relevantes, en cuál de sus dos apartados básicos, “Ficción” y “No Ficción”, deberían incluirse, si por ventura alguna vez sucediese el milagro de que estuviesen los libros de poesía entre los más vendidos. Es posible, hasta probable, que se trate de una curiosidad ociosa por mi parte, quizá hasta impertinente, pero nunca he logrado saciarla ni evitarla, y ello me ha obligado a darle vueltas al asunto, enigmático a mi entender, de las relaciones entre la poesía y la realidad, o si se prefiere, entre la poesía y la verdad, que no son lo mismo aunque a menudo se confundan, y que a su vez son con cierta frecuencia contrapuestas – la realidad y la verdad – a ese arte que se supone intrínsecamente “realista” que es el cine.

No siendo en modo alguno experto – ni siquiera un estudioso – en el campo de la poesía (ni siquiera en el del cine, aunque algunos lo crean), pero sí (sobre todo de joven) ávido lector de esta rama tan “anómala” como antigua de la creación literaria, y también – como, sospecho, todo el mundo, casi sin excepciones, por mucho que alguno se resista a admitirlo – ocasional y prematuro (aunque, eso sí, discreta y prudentemente confidencial, por no decir cuidadosamente secreto) practicante o más bien – ay – “perpetrador”, como diría Borges, del género –¿quién no ha cometido, al menos involuntaria e impulsivamente, un poema indigno de tal nombre, duradera causa de vergüenza y frustración? –, me ha chocado siempre que un poema pudiera (o hasta debiera) ser considerado como “no ficción”, al menos en la medida en que, usualmente – y dado que hoy y desde hace tiempo no se prodigan en demasía ni la poesía épica ni la meramente narrativa –, más que a contar una historia tiende la poesía a expresar – de un modo aparentemente indirecto, expresamente y descaradamente “literario”, no sometido a la retórica o la lógica de lo demostrativo, ni siquiera férreamente sujeto a las normas sintácticas que rigen toda prosa que aspire a ser inteligible – un sentimiento íntimo, casi inefable – o muy difícil de exponer ordenadamente, cuando no inexplicable –, en las mejores ocasiones una suerte de saber o sabiduría intuitiva, que se libra, además, por su misma forma, de la necesidad de justificar, razonar y argumentar las (a veces) lapidarias máximas que, un tanto irresponsablemente tal vez, se plasman sin recato, sean falsas, verdaderas o váyase a saber.

De acuerdo con este modo de entender lo poético, un poema pertenecería, más bien, a la “no ficción”, ya que sería, cuando menos, “verdad”, aunque fuese una verdad exclusivamente subjetiva, íntima, personal, indemostrable, y – lógicamente – no aspirase a la generalidad.

Pero, curiosamente, hay que admitir que también puede la poesía adoptar la forma espacialmente estrecha, de renglón irregularmente breve, que le es propia, e incluso buscar la rima (o al menos el ritmo, la asonancia, la eufonía, la musicalidad… procesos todos ellos que, salvo en el genio fresco, tan raro e infrecuente, y tan poco duradero, requieren de la elaboración, depuración y corrección), y ser un poema un relato, una confesión, un recuerdo, que a su vez sean meramente imaginados, soñados, deseados o temidos, sin responder en modo alguno a la realidad desnuda, sino estar hecho del mismo material que nuestros sueños y nuestras ensoñaciones en vela. Es decir, que la poesía podría igualmente ser “ficción”, y no tener nada de veraz ni de sincera, de confesional ni de desnuda, sino ser el resultado de una “puesta en escena” (es decir, en palabras y cadencias) de convenciones, de sentimientos fingidos, de frases hechas, de tópicos incluso, sin perder por todo ello la posibilidad de ser buena.

Tampoco es imposible ni, de hecho, demasiado raro en el curso de la historia que ambas modalidades o posibilidades de la poesía convivan en la obra de un autor, e incluso que aparezcan combinadas, alternándose o inextricablemente unidas, en el decurso de un mismo poema, de una única sucesión de versos.

Por lo demás, a poco que reflexionemos un poco, la poesía, en lugar de despojada, espontánea, natural o directa, puede revelarse – o disimuladamente ser, sin desmerecer en nada – como un tupido entramado simbólico, una jungla de metáforas o imágenes, que insinúe – cierto – interioridades prosaicamente inconfesables o excesivamente explícitas… precisamente gracias a esa posibilidad de enmascaramiento, ambigüedad o irresponsabilidad que confiere a un poema su liberación de la estructura lógica, de las leyes sintácticas, esa “licencia poética” en que parece residir su más patente diferencia de la prosa, incluso cuando la poesía renuncia – dificultosamente, y más como resultado de un ímprobo esfuerzo deliberado de depuración, poda y sacrificio – a valerse de una jerga artificiosa que, cambiante según las épocas, las tradiciones y hasta las modas, los estilos, las escuelas… y, desde luego, según las lenguas y los países, tiende a aceptarse como “poética” – sospecho que meramente por la frecuencia con que se emplea tal vocabulario en los poemas o, peor aún, porque nadie se atrevería a usar tales giros y palabras sin sentir vergüenza ni temor a ser considerado un cursi, un pedante, un panoli o un afectado, en una conversación normal, en un texto en prosa, en una conferencia, es decir, salvo en un poema –.

Son palabras, cuando no frases enteras, que suenan, hasta si se pronuncian sin el menor énfasis, como “entrecomilladas”, como si fuesen (y a menudo, se sepa o no, lo son de hecho y literalmente) “citas”. El caso es que resultan difíciles de leer sin un involuntariamente irónico retintín que supone casi un comentario crítico automático; en ocasiones parece que su lectura en alta voz sería imposible, porque podría causar hilaridad, no emoción ni conmoción.

Aprovechamos que nadie puede demostrar que hemos querido decir lo que (con toda naturalidad y razón) entiende otro lector, y que hasta podríamos negarlo, con la autoridad incontrovertible que sólo tiene al respecto el propio autor del texto, para achacar ese sentido que nos atribuyen o adivinan a un exceso interpretativo del lector, en su visión subjetiva, para osar insinuar – con precauciones y maquillajes – lo que de otro modo – de forma más llana y directa, más elemental y prosaica – no nos atreveríamos a decir.

Esto hace de la poesía, tantas veces verdad confusa pero vívidamente sentida, sea o pueda ser igualmente una máscara barroca tras la que ocultamos y manifestamos a la vez, como quien arroja la piedra y esconde la mano, como quien es deliberadamente críptico, ambiguo o hasta polisémico, lo que realmente queremos decir sin que se nos pidan cuentas por ello, o sin que nos veamos obligados a rendirlas ni a confesar que era esa nuestra intención.

Trasladar al cine toda esta problemática, la verdad, es relativamente difícil. El adjetivo “poético” aplicado a las películas, a una secuencia e incluso a un plano aislado, no tiene por qué ser un elogio – dudoso, sospechoso, para buena parte del público y de la sedicente profesión o industria, incluso a menudo para la crítica, que lo emplea como un “comodín” que puede ser loatorio o demoledor según convenga o lo precise el contexto – y muy bien puede (o suele) disimular u ocultar una oblicua censura por parte de quien emplea tal calificativo. No es, ciertamente, lo más prometedor, atractivo o incitante que pueden decirme de una película. Y si yo las hiciera, pocos supuestos halagos me intranquilizarían tanto como que me considerasen muy “poético”.

La naturaleza “realista” de la parte de la “naturaleza” del cine que procede de la reproducción fotográfica externa, mera huella impresa de una realidad externa, sea natural y preexistente o, por el contrario, meditada, elaborada y creada (inventada, hasta imposible) ex profeso a partir de “la nada”, hace necesario un esfuerzo aún mayor, más costoso y dilatado, para introducirse en los terrenos movedizos y neblinosos de lo que, no siempre con propiedad, se considera “poético”.

El cine que podríamos calificar de poético, curiosamente, en la medida en que se aparta del realismo y pierde aparentemente precisión, cabría calificarlo – para emplear una palabra en desuso que Borges gustaba de airear – de “conjetural”, como sucede – al menos parcialmente – en la filmografía de D.W. Griffith, Victor Sjöström, Louis Feuillade, Mauritz Stiller, F.W. Murnau, Fritz Lang, John Ford, Josef von Sternberg, Carl Th. Dreyer, Alfred Hitchcock, Max Ophuls, Jacques Tourneur, Robert Bresson, Nicholas Ray, Víctor Erice o Raúl Ruiz (meros ejemplos, por supuesto, hay más, precursores unos y sus continuadores – aunque lo ignoren, inocentemente inconscientes de ello, desde luego sin proponérselo – otros), demuestra que no es quimérica la opción de construir un relato hipotético, en el que sea tan difícil como en la poesía llegar a dilucidar si nos encontramos ante una confesión/divagación/elucubración en primera persona (que sería “non-fiction”), a veces desnuda y “real” o al menos “documental” de un estado de ánimo, una pasión, un vértigo, o ante un ejercicio, más o menos “barroco”, de enmascaramiento, y sea la ocultación pudorosa o de intención seductora, y, por tanto, en ese caso, nos hallaríamos sumidos, hundidos hasta el cuello en los pantanos de la ficción.

Si tratásemos de hacer una relación de los cineastas, o al menos de las películas, que nos atreveríamos a caracterizar de poéticas aunque fuese en un sentido laxo y metafórico, sin duda empezaríamos muy pronto a encontrarnos con problemas de ardua solución. ¿Qué es poético? ¿Y qué lo sería, además, en un terreno como el cine, en el que, desde luego, no bastaría con que hablasen en verso los actores, ni con que se leyesen o contemplasen en la pantalla textos de tal naturaleza?

¿Cuáles serían los motivos, dado el riesgo inherente, que impulsarían a un cineasta a tratar de ser “poético”? Creo que fundamentalmente dos me parecen legítimos en grado sumo, y ambos conciben la poesía como una forma de “liberación”. Una corresponde al autor cinematográfico que aspira a esa libertad – a ser posible, total y absoluta, aunque sea con la contrapartida de aceptar desenvolverse dentro de los límites que impone un presupuesto y un rodaje de escaso coste–. La otra, al realizador que acepta encargos de todo tipo – institucionales, industriales, publicitarios, comerciales – y formato – de un spot o videoclip a un largo, pasando por todos los metrajes intermedios –, en los que, de alguna manera, intenta introducirse, que trata de aprovechar para sus propios (y tal vez inconscientes) fines y seguir elaborando una obra, a pesar de todo, personal, que al menos el director pueda reconocer como propia.

Resumen de la intervención en el Seminario “La Poética del Cine”, organizado por el Festival de Cine Europeo de Sevilla y la Universidad Hispalense (octubre de 2007)

miércoles, 25 de septiembre de 2024

Un soir, un train (André Delvaux, 1968)

André Delvaux es un belga nacido en 1926, profesor de cine en Bruselas y cuyo primer largometraje, De Man die zijn Haar kort liet knippen/L'Homme au crâne rasé (1965), es una de las películas más importantes de los últimos años.

Para los admiradores de este film, la presentación de Un soir, un train, su segunda obra, constituía uno de los mayores atractivos de la Semana, sobre todo si se tiene en cuenta que aún no se había estrenado en ningún sitio.

Lo primero que sorprende en Un soir, un train es el color, que Delvaux utiliza por primera vez. Si estéticamente El hombre del cráneo rapado recordaba a Bresson, el color de la primera parte de Un soir hace pensar — por supuesto, en mucho más sobrio, sin virados ni estupideces — en Lelouch, o, al menos, en Accidente (Losey, 1967), y otros films de suaves tonos pastel (posiblemente por la influencia en Losey y Delvaux de Muriel de Resnais). Si se suma a este color el tono convencional del argumento de la primera parte y la inadecuación de los actores principales (Anouk Aimée e Yves Montand, de resonancias lelouchianas) se comprenderá la decepción que este film produce, pese a que la segunda parte es admirable.

Hay que tener en cuenta que el film es francés y producido por Mag Bodard, a quien se deben ya los films menos buenos y más «fáciles» de Bresson (Mouchette) y Demy (Las señoritas de Rochefort). Aunque Delvaux dice que su productora le dejó entera libertad y que él eligió a los actores, todo parece indicar que no es verdad, y que o bien Bodard quería lograr un film comercial o bien Delvaux, al igual que argumentalmente parte de la vida más o menos normal, real y tópica para sumergirse luego en un terrible mundo onírico e irreal, ha decidido partir del cine de serie, vulgar, «de moda», para luego contradecirlo con un cine fantasmagórico, extraño y difícil. Si se presta atención al uso del color, esto se verifica: fugazmente en la primera parte aparecen tonos oscuros (negros, grises, azules, marrones y verdes) que progresivamente van dominando a los tonos suaves hasta no quedar huella de ellos en la segunda mitad del film. El mismo Delvaux lo confirma explícitamente: «Me gusta montar un sistema que rompa otro sistema; fingir respetar el sistema que existe para que no me rechacen el film. Después es demasiado tarde para escapar a la fascinación de otra lógica.» Lo malo es que para los que no necesitamos «el sistema que existe» sino lo rechazamos, la obra ya queda impurificada, su primera parte es una concesión; y aunque la segunda es, en efecto, fascinante, la ruptura entre las dos partes es excesiva y gratuita. Ya no se debe pedir al cine homogeneidad, pero sí coherencia.

Por otro lado, si no se entendiera nada, si el film careciese de sentido, no sería grave (ahí está la genial Persona, de Bergman), pero resulta que Un soir, un train se reduce, aparentemente, a un simbolismo confuso y, lo que es peor, banal. Claro que una sola visión es insuficiente para comprender bien un film como éste que, a fin de cuentas, es un film fallido pero importante y complejo, técnicamente excelente, y que si decepciona es por lo mucho que se esperaba de la segunda adaptación que hacía Delvaux de una novela de Johan Daisne.

En Nuestro Cine nº 80 (octubre de 1968)

lunes, 23 de septiembre de 2024

Heller in Pink Tights (George Cukor, 1959)

Como son raros los cineastas americanos que no han hecho nunca un western y bastante escasos los que han dirigido sólo uno, en la etapa final de su carrera, se tiene la tentación de analizar estos ejemplares únicos y tardíos casi exclusivamente desde una perspectiva de género: nos enfrentamos a El día de los tramposos o El pistolero de Cheyenne con curiosidad no exenta de ánimo examinador, con una actitud a mitad de camino entre el «vamos a ver qué ha hecho Mankiewicz (o Cukor) con el western» y el «mucho cuidado con lo que haces con un género clásico e ilustre». En el caso de Mankiewicz nos encontramos con una película plenamente personal, íntimamente relacionada con el resto de su obra, y que demuestra —no sé si por parte del director; en todo caso, sí por obra de los guionistas-cinéfilos Robert Benton y David Newman— una aguda comprensión de las convenciones del género, incluso para infringirlas, de modo que, aunque extraño, El día de los tramposos es, sin duda alguna, un western. El caso de El pistolero de Cheyenne es muy distinto: aunque nada menos que Dudley Nichols —guionista de La diligencia y otros muchos Ford— interviniera en la adaptación de una novela del típico y mil veces llevado al cine Louis L'Amour, poco tiene en común esta película con la citada, El pistolero, Río Bravo o Dos cabalgan juntos. Ni siquiera —pese a que también en ellas intervenían cómicos de la legua y artistas de variedades— con Pasión de los fuertes, Yo maté a Jesse James o La balada de Cable Hogue. Porque para Cukor —y no es de extrañar— el viejo Oeste no representa una forma de vida, ni un recuerdo, ni el mito de una épica de colonización y progreso, sino un escenario, un ambiente, un marco que ha tratado de restituir con una meticulosa fidelidad a las fuentes históricas que le delatan como ajeno a ese mundo que reconstruye, casi como un arqueólogo, basándose no en la iconografía cinematográfica creada desde El asalto y robo a un tren (1903), sino en fotografías, recortes de periódicos, tal vez cuadros de la época, etc. El resultado es una película de desacostumbrada autenticidad en lo exterior, pero que en el fondo está más cerca de la comedia —subgénero show business, modalidad «entre bastidores»— que del género cuyas galas viste. Pese a ello y a que el viejo Oeste es para Cukor algo tan exótico y distante como la India de Bhowani Junction, Heller in Pink Tights no produce el efecto levemente grotesco resumible en la frase «Cukor va al Oeste», que sugiere la imagen de un hombre de teatro neoyorquino, de origen húngaro y gustos refinados, disfrazado de vaquero. Porque a pesar de todo el realismo de detalles que se ha esforzado en conseguir, Cukor ha sido fiel a su principio de estilización de las apariencias y no se ha preocupado de cumplir o violar las reglas no escritas —pero vistas mil veces en acción— del western. Hay indios, sheriffs, bandidos, por supuesto, pero del mismo modo que en La carrozza d'oro (1952), de Renoir, hay virreyes, toreros, criollos y arlequines. Y cito esta película porque es mucho más lo que las une que lo que las separa: tienen elementos comunes tan capitales como una prima donna italiana, debidamente temperamental; el juego de contrastes entre una tradición artística europea y la falta de cultura y raíces de sus nuevos espectadores; la trama amorosa que hace vacilar a la protagonista entre dos (o más) hombres que representan posturas muy diferentes ante la vida; el conflicto (o la confusión) entre representación y vida, etc. Además, como la de Renoir, pero también como todas las demás de Cukor que tratan del mundo del espectáculo, es una película muy poco «espectacular», tremendamente intimista.


Lo importante —pese al relieve otorgado a vestuario, decorado, ambientación, etc.— no son los conflictos entre nuevos y antiguos pobladores del territorio, entre la ley del más fuerte y la escrita, entre ganaderos y agricultores, sino los que existen entre los personajes y en el interior de alguno de ellos, agudizados por los problemas que acarrea la costumbre de actuar, de fingir, cuando se quiere uno mostrar tal como es. Tema clásico de la comedia, que Cukor aborda aquí en un marco extraño, que le sirve de revelador y le permite darnos una de sus películas más complejas (y más conseguidas plásticamente).

En Casablanca nº 27 (marzo de 1983)

viernes, 20 de septiembre de 2024

Mirar con Mizoguchi

Mizoguchi es, sin duda, uno de mis dos, tres o cuatro directores favoritos. Como no es una valoración muy estrafalaria y aislada entre los que seguimos más o menos la evolución reciente del cine, quizá convenga detenerse en las restantes causas que explican tan alta estima, que no se apoya ni en el azar ni en el capricho pasajero: creo que ningún otro ha tenido una concepción tan original del cine como "lenguaje", ni ha logrado el grado de dominio y perfección que alcanzó Mizoguchi en sus mejores obras... que no son para mí, por cierto, las tres o cuatro más conocidas de las 28 ó 29 que se han preservado y que conozco, sino más bien la última, Akasen chitai (La calle de la vergüenza, 1956), y varias anteriores, Shin Heike monogatari (El héroe sacrílego, 1955), Yuki fujin ezu (El destino de la Sra. Yuki, 1950), Chikamatsu monogatari (Los amantes crucificados, o Cuentos de Chikamatsu, 1954) o Utamaro o megoru gonin no onna (Cinco mujeres alrededor de Utamaro, 1946), por citar sólo cinco, y sin que ello impida que otras once me parezcan casi tan buenas, desde los Ugetsu monogatari (Cuentos de la luna pálida de agosto, después de la lluvia, en realidad Cuentos de Ugetsu, 1953) a Yōkihi (La emperatriz Yang Kwai Fei, 1955), pasando por Sanshō Dayū (El intendente Sansho, 1954). Entre tales cumbres, y varias otras, desde los años 30 a los 50, como Josei no shōri (1946), Waga koi wa moenu (1949), Musashino fujin (1951), Oyū-sama (1951), Yoru no onnatachi (1948), Gubijinsō (1936), Uwasa no onna (1954) o Zengiku monogatari (1939), la elección de las más admirables depende ya de inclinaciones muy personales, de afinidades electivas o del placer que nos haya proporcionado la última visión, y lo fresca que tengamos su huella en la retina, el afecto y la memoria.

Quizá sea ineludible, por eso, despejar cuanto antes un problema que, por lo visto, plantean las películas indias, chinas, coreanas, japonesas o de cualquier cultura lejana de la nuestra y más obviamente "exótica" que otras no menos distantes en kilómetros ni menos distintas en su visión del hombre y el mundo, en su idea de la realidad circundante, en sus criterios de representación. Francamente, creo que se trata de un "complejo" de lejanía, porque no veo motivo para que vayamos a entender mejor a unos emigrantes alemanes al noroeste de los Estados Unidos en 1848, ni a unos campesinos suecos o lapones del siglo XI, que a unos japoneses del XII o a los serbios o croatas de hoy. Por supuesto, podrán parecernos raros o plantearnos dudas acerca de su significado o sus causas profundas algunos usos y costumbres, pero probablemente también intrigarán a un espectador japonés actual, y quizá de la época en que se rodaran esas películas, cuando su acción transcurre en el pasado, pero ya en este siglo que se acerca a la desaparición. Es indudable que el cine japonés, por su parte, dispone también, como el vecino de cualquier otro lugar, un repertorio de convenciones, al menos parcialmente autóctonas, quizá no tan evidentemente uniformadas y universales como las de cinematografías más colonizadas o influidas por Hollywood, que pueden parecernos originalidades del director sin serlo en realidad, pero no creo que por eso haya que hacer un curso de postgrado en teatro Nō y Kabuki, absorber varios ensayos sobre el budismo zen ni atiborrarse de la lectura de sucintos haikai o de la contemplación de los dibujos de Hiroshige, Hokusai, Hokuju, Moronobu, Kiyonobu, Utamaro y otros maestros de sus artes plásticas para entender en un ochenta por ciento perfectamente suficiente cualquier película japonesa, sobre todo si es muy buena, porque a pesar de la babelización inducida por el sonoro, creo que el cine sigue siendo, en su base, otro lenguaje, una forma de expresión independiente del idioma, y que preserva su condición ideal de "lenguaje universal" lo bastante como para que la manera de ver The Searchers, Anatomy of a Murder, Human Desire, La infancia de Gorki, Ruby Gentry, Tristana, Pickpocket, The River, Deutschland im Jahre Null, Ordet, L'Atalante, Jalsaghar o La calle de la vergüenza sea la misma, más o menos, sin que necesitemos hacer un cursillo preparatorio ni cambiar de gafas los que las usemos.

Nuestro cerebro, nuestros sentimientos, nuestra cultura, nuestra experiencia cinematográfica y nuestros ojos serán en cada momento las mismas, miremos lo que miremos, y no veo ningún sentido a que lo discriminemos "a priori", en función de su origen. El temor a no entender algo muy ajeno y distinto tampoco tiene excesiva base: basta pensar cuántas películas actuales y geográficamente próximas nos resultan parcialmente incomprensibles o de inteligibilidad incierta para reconocer que ese es un riesgo inherente a todo proceso de comunicación, sea cinematográfico, literario, pictórico, político o filosófico. Por lo demás, no creo que ninguno de nosotros esté seguro de haber entendido por completo, al 100 por 100, ninguna película que de verdad valga la pena, ni después de haberla visto treinta veces, aunque sea nuestra preferida.

Lo importante en la comunicación inexacta y aproximativa que permite el arte es que no se produzcan interferencias, que no se vea parasitada o interrumpida por incrustaciones ajenas u hostiles, desde conversaciones inoportunas y crujir de bolsas de palomitas hasta falta de luz, desenfoques, mala acústica de la sala o anuncios, y por supuesto defectos de las copias o de la proyección o manipulaciones más graves, desde alteraciones de formato a cortes de censura. No sé más japonés que las cuatro o cinco palabras que he deducido viendo películas de Mizoguchi, Ozu, Naruse, Tanaka, Kurosawa, Shimizu, Masumura, Imamura, Hani, Oshima, Kinoshita, Kinugasa y otros cuantos - ohayō, arigatō, sayonara, okasan, onna -, pero puedo, por experiencia, argumentar en favor de que, aunque sea sin subtítulos, se vean exclusivamente en su versión original. Por lo menos desde que una de las materias primas del cine es el sonoro, pregúntesele a cualquier actor o actriz, incluso si trabaja en doblajes para ganarse la vida, si le haría gracia que sustituyesen su voz por la de otro, si no sentiría que le habían robado parte de su trabajo y habían despreciado su esfuerzo, y si no le dio más trabajo encontrar el ritmo, el tono, el volumen que dar a sus palabras que memorizarlas estudiando el guión. Por eso, aun sin comprender exactamente el significado de cada frase, su tono puede ser elocuente, y la línea narrativa básica suele ser comprensible, aunque se nos escape el parentesco y la relación entre los personajes, a veces no mucho más comprensible con subtítulos, porque las ligaduras interpersonales tienen consecuencias diferentes en épocas y culturas distintas, y están sometidas a distintos "tabúes" y variables dependencias.

Si hay un rasgo que destaca en la visión cinematográfica de Mizoguchi es el predominio de la armonía y el equilibrio, por encima y a pesar de todas las crisis y los conflictos narrados, a menudo de una extraordinaria violencia, tensiones que, por lo demás, abundan incluso en sus obras más "pacíficas". Todo parece así evidente, sencillo y contenido, porque nunca es chillón, efectista, melodramático, quejoso, desbordante, ni recurre a facilidades ni complacencias. Los acontecimientos, que en ocasiones pueden sublevar al espectador y hasta parecerle excesivos porque, afortunadamente, y al menos en teoría y en apariencia, estamos lejos de la barbarie de la esclavitud y de la arbitrariedad del dominio feudal que presenciamos en Ugetsu monogatari, Sanshō Dayū o Shin Heike monogatari, nos son mostrados y contados sin exagerarlos, casi con sordina, con una calma nunca indiferente, como lo prueba el similar tratamiento con que se narra la explotación de las prostitutas y su miseria a mediados del siglo XX, en Akasen chitai. La serenidad que, cuente lo que cuente, conservan las equilibradas imágenes de este cineasta es lo que mejor transmite su propia posición moral.

A pesar de que Mizoguchi era ya un excepcional cineasta, por lo que se conserva y he alcanzado a ver de su obra primeriza, incluso en el dilatado periodo mudo del cine japonés (que llega hasta bien entrada la década de los 30), hay que advertir que es el tipo mismo de director, como Ford o Renoir, e incluso Hitchcock, que no alcanza su plena madurez hasta que el cine se hace sonoro y le permite servirse de la puesta en escena para dar su punto de vista acerca de lo que muestra globalmente, sin necesidad de recomponerlo analíticamente a partir de una fragmentación metafórica que sirve para "dar a entender" lo que el silencio no permite que el ambiente sonoro de los lugares y los personajes, a través de sus voces más aún que de sus palabras, expresen directamente; es, por lo demás, uno de los directores que mejor se han servido de la música y del sonido, de su interrelación y de su combinación contrapuntística, de su capacidad de sugerir lo ausente del encuadre o lo invisible.

En Mizoguchi, el arranque es siempre abstracto, general y algo misterioso, pero seguido de inmediato (o acompañado simultáneamente) por un movimiento de avance, de aproximación, que consigue succionarnos y así "meternos" de golpe en la película desde el primer momento, sin que esa fascinación sirva como señuelo o maniobra de seducción destinada a identificarnos con uno de los personajes, sino que trata de hacernos compartir la serenidad impasible con la que contempla Mizoguchi los sucesos más terribles y crueles, y seguir a esa misma distancia unas peripecias que, sobre el papel, pueden resultar melodramáticas, pero que en la pantalla se resisten a caer en cualquier género de excesos.

Esta serenidad y mesura no son, creo yo, producto de una fe religiosa, ni de una supuesta y siempre resignada "sabiduría oriental", ni de una sumisión al fatalismo histórico, como la que han atribuido, para reprochársela, sucesivas oleadas de cineastas japoneses más jóvenes, condenados a rebelarse contra las figuras paternas de sus grandes antecesores, tan grandes que no es extraño que se les antojasen aplastantes, tanto a Ozu como a Mizoguchi y, aún menos comprensiblemente, a Naruse.

Lo que preside y explica la posición de Mizoguchi es lo mismo que inspira obras en el fondo afines, pero de raíces, culturas y apariencias tan diversas como las de Jean Renoir, Roberto Rossellini, Fritz Lang, John Ford, Leo McCarey, Charles Chaplin, Mark Donskoi o Carl Th. Dreyer: el respeto a la realidad. Ninguno de ellos era un conformista, y el conocimiento que el ejercicio de su profesión les ha ayudado a adquirir consiste en llegar a aceptar como tal la realidad entera, a no cegarse ante ella ni negarla, mutilarla o falsificarla para que se acomode a sus deseos, quizá generosamente utópicos o excesivamente optimistas, sino más bien, por tanto, a mantener los ojos siempre igualmente abiertos: tanto cuando lo que ven les admira, complace o entusiasma como cuando les produce horror, vergüenza, indignación y angustia, lo que sucede a menudo, pero sin que ese rechazo haga vacilar su pulso estilístico.

Esa armonía conquistada y esforzadamente mantenida a pesar de todo es precisamente la que hace clásicos a tales cineastas y les separa y distingue del horror y la injusticia que forzosamente se ven obligados a mostrar; les sirve a ellos de contraste y de parangón moral, y a nosotros, los espectadores, de punto de referencia no cómplice, no contaminado.

De ahí procede, y no de un gusto o un capricho, esa incomparable impresión de amplitud, totalidad y continuidad espacio-temporal que producen las películas de Mizoguchi, en virtud de la cual podría decirse que no piensa en planos, como Eisenstein o Hitchcock, sino en secuencias (de ahí que tendencialmente aspire al plano-secuencia). Por eso cada encuadre permanece abierto a cuanto ha quedado transitoriamente fuera del marco de visión de la cámara - pero no por ello fuera del mundo -, y eso justifica también la profundidad de campo dominante desde los años 30 en su cine, la presencia del fondo y su no anulación por los primeros términos, aspiración que facilita naturalmente la variable estructura escénica de la arquitectura japonesa, con sus paredes que se convierten en puertas correderas, con sus interiores que se abren a los jardines y patios. Por eso sus raros, contados y siempre necesarios primeros planos son, si se quiere, planos generales de un rostro, o de un objeto ante el que Mizoguchi se arrodilla y que sigue con la mirada, como las zapatillas o los faldones del manto que se arrastran por el suelo de arena al despojarse de ellas, o las joyas arrojadas al pie del árbol por la emperatriz Yang Kwei Fei en su avance hacia el cadalso que ha aceptado como sacrificio amoroso, objetos que Mizoguchi contempla para no mostrarnos la obscena ejecución que ya nos ha hecho sentir por dos veces, con los matices complementarios de la aspereza de una soga y de la suavidad del pañuelo de seda que la propia víctima entrega a sus verdugos para ser ahorcada. Del mismo modo, sus planos generales, más amplios y diáfanos que los de ningún otro cineasta, aunque habitualmente confinados al formato standard, a menudo ensanchados por movimientos panorámicos y por suaves desplazamientos en grúas, son también, en el fondo, primeros planos: de un lago, de un valle, de una colina, de una aldea, de una gran ciudad como Tōkyō, del cotidiano amanecer del mundo (el plano inaugural de Ugetsu monogatari, o el de Akasen chitai, el cierre de Sanshō Dayū). Es decir, que todos sus encuadres están concebidos como "de conjunto", y su tamaño depende de la amplitud de lo que muestra.

Por parecidas razones, sus fantasmas tienen idéntica consistencia física y visual - la frustrada princesa seductora, la esposa que regresa un momento en Ugetsu, el reencuentro final de Yōkihi - que los seres vivientes, y dentro de estos, sean históricos o ficticios, un emperador o su concubina favorita no tienen derecho a más espacio, ni a un trato diferente dentro de la composición interior del cuadro, ni distinta dimensión carnal que un alfarero, un campesino, un samurai, un vagabundo o una prostituta.

La belleza plástica y la coherencia estilística de Mizoguchi no son valores meramente estéticos, sino la traducción cinematográfica de su posición ética, de su consciencia sublevada ante la persistencia de lo intolerable, desgraciada y empecinadamente real y presente, incontrovertible e innegable, visible para el que tenga ojos y no quiera apartarlos. Pero no debe confundirse nunca su aceptación de lo real una forma de sumisión: Mizoguchi admite que es real el caos de la guerra y de la tiranía, o el "orden" impuesto por los poderosos, pero no lo da por justo o aceptable, ni siquiera como algo ineluctable, y menos aún natural. Sabe que la dictadura, el crimen y la arbitrariedad tienen en su falta de escrúpulos una ventaja inicial sobre la democracia y el respeto a las leyes y a los derechos ajenos, y que por eso a menudo el enemigo triunfa. Pero sabe también que no hay que contaminarse colaborando con las fuerzas victoriosas, ni rebajarse a emplear sus mismas armas, aunque eso exija más sacrificios y mucha paciencia. Sabe que hay que esperar, pero no se resigna al presente ni a que la realidad de hoy usurpe el lugar que le corresponde a su futuro.

Publicado en el nº 9 de La Gran Ilusión (primer semestre de 1998)

miércoles, 18 de septiembre de 2024

El abandono

Acaba de estrenarse Nattvardsgästerna (Los comulgantes, 1962), de Ingmar Bergman. Es ésta una película dura, seca, difícil, de una sobriedad pocas veces igualada. No hay aquí rastro del barroquismo formal, algo anticuado, de El rostro (Ansiktet, 1958) o El séptimo sello (Det sjunde inseglet, 1956), ni de los simbolismos de esta última o de El manantial de la doncella (Jungfrukällan, 1959); ni siquiera del sensacionalismo temático de Tystnaden (El silencio, 1963); tampoco del humor de Sommarnattens leende (1955) o de la admirable y olvidada För att inte tala om alla dessa kvinnor (1964). Nos encontramos más bien en la culminación de ese camino hacia la desnudez y la sencillez que empezó en Nära livet (En el umbral de la vida, 1958), continuó formalmente en El manantial de la doncella y se ha consolidado en la trilogía. Porque Los comulgantes, en efecto, completa su discurso con los de otras dos películas, pero dado que las tres tienen suficiente independencia, que Tystnaden no se verá en España en mucho tiempo y que Såsom i en spegel (Como en un espejo, 1961) estaba cortada y alterada profundamente, me limitaré a decir que la trilogía se va ensombreciendo progresivamente, que en Como en un espejo hay una búsqueda de Dios, en Los comulgantes una pérdida y en Tystnaden una ausencia, y que Bergman mismo ha dicho que la primera parte de Los comulgantes es la destrucción de la tesis final de Como en un espejo: «Dios es amor, el amor es Dios».

Los comulgantes ocurre en un plazo de algo más de dos horas. Comienza con el pastor luterano Tomas (Gunnar Björnstrand) pronunciando las palabras de la consagración ante un muy reducido número de fieles, en un pueblecito del interior de Suecia, en invierno. Cinco comulgan. Tras la misa, empujado por su esposa Karin (Gunnel Lindblom), un pescador, Jonas Persson (Max von Sydow), consulta a Tomas: está angustiado por el temor a la bomba atómica china, y piensa en suicidarse. Tomas, griposo, cansado, en un estado de duda y repetición mecánica de las fórmulas religiosas, ha dado la comunión a la maestra Märta (Ingrid Thulin), que ha sido su amante, que no es creyente y que le acosa con un amor desesperado y posesivo, incluso a través de una carta que acaba de leer (momento en que Bergman, audazmente, mete un larguísimo primer plano de Märta «diciéndole» la carta, con un flashback de un plano en medio, dando así a la carta una fuerza que de otro modo no hubiera tenido). No sabiendo qué decir, Tomas, tras unos cuantos tópicos inútiles, acaba confesando a Jonas su egoísmo, sus dudas, su verdadera falta de fe, su no creencia en la existencia del Creador, del Protector. Jonas se va. Tomas, solo, en la fría y blanca luz invernal, murmura: «Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». Poco después le comunican que Jonas se ha suicidado.

Tras recoger el cadáver, Märta y Tomas tienen una discusión en un aula de la escuela, en que ella le pide de nuevo que se case con ella, y él la rechaza con un durísimo hastío, reprochándole no ser como su mujer fallecida. Por fin la deja acompañarle a otro pueblo donde tiene una misa de tres. Allí habla con un sacristán jorobado que, leyendo las Escrituras, ha pensado que el mayor sufrimiento de Cristo no debió ser el físico, sino el sentirse abandonado por los apóstoles en Getsemaní, ser negado por Pedro y creerse abandonado por Dios, cuando en la cruz gritó: «Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». El film acaba con Tomas, que, pese a la costumbre de no oficiar si hay menos de tres fieles, dice la misa ante Marta, que ha rezado por segunda vez en su vida, y el sacristán.

Como se ve, en la película pasan muy pocas cosas, no tiene casi «argumento», sólo tiene tema. Y ese tema no es sólo el silencio de Dios, ni la pérdida de la fe, sino el del abandono en general. Tomas se ha visto abandonado por su esposa, que ha muerto, y que era la que le ayudaba y «rellenaba los huecos», y se ha sentido abandonado — quizá por eso mismo — por Dios: ha perdido el «contacto», ha dejado de ser el «ministro» de Dios, ha dejado de recibir su inspiración y sus palabras se han vaciado, se han convertido en fórmulas. Y Märta ha sido abandonada por Tomas, y le ruega, se le ofrece, llega a rezar para poder dedicar su vida a él. Y Jonas se siente abandonado, sin protección ante la bomba, y no quiere seguir viviendo. Y con su muerte abandona a Karin: «Entonces estoy sola», es lo primero que dice al darle Tomas la noticia. Las iglesias vacías, abandonadas por los fieles. Los pueblos vacíos, los campos helados. Todo el film está construido formalmente sobre la idea del vacío, del hueco, de la ausencia, del silencio. De ahí su concisión y rapidez (dura ochenta minutos), su sequedad, su precisión, su alternancia en bloques muy dialogados con otros silenciosos, su falta de sermones, de discursitos, de símbolos, de explicitud. Aquí tenemos a Bergman en el máximo de su dominio sobre cada una de las imágenes frías, justas, nunca esteticistas, que forman este film sin soluciones fáciles, de duda sin respuesta, que acaba con un pastor que intenta volver a creer en las palabras que pronuncia, esas palabras de la misa que él murmura como quien dice «Ábrete, sésamo» y espera que se abra una puerta.

En El Noticiero Universal (3 de mayo de 1968)

lunes, 16 de septiembre de 2024

Moonlighting (Jerzy Skolimowski, 1982)

Con independencia de otros méritos, dos virtudes caracterizan, desde su primer guión —El cuchillo en el agua, que rodó Polanski en 1962— el cine de Skolimowski: el laconismo y la concisión. Son rasgos esenciales, quizá de su carácter —no olvidemos que fue al mismo tiempo boxeador y poeta—, desde luego de su concepción de lo que debe ser una película, especialmente encomiables ambos en tiempos como los que corren, tan dados a estirar temporalmente anécdotas mínimas o inexistentes, rellenando los huecos con efectos especiales, decorados alucinantes, discursos metafisicopolíticos, etc. Skolimowski nada a contracorriente, y se la está jugando, como todos los que no se someten a la dirección del viento dominante: nadie va a prestar mucha atención a una película que susurre en lugar de declamar, que sonría en vez de gritar, que desinfle en lugar de exaltar, que eluda la grandilocuencia plástica y verbal y la reemplace por las más nítidas y desnudas imágenes y por las medias palabras y los sobreentendidos. Y esto es, precisamente, lo que hace, aquí como ya en El grito (1978), o, mejor dicho, más aún y mejor en Trabajo clandestino: reduce la trama a su esqueleto, y no lo recubre ni adorna; simplemente lo observa con agudeza, ironía y —cosa notable— comprensión. Es evidente —por el tono de la película; por la voz interior, en primera persona, de Jeremy Irons; por lo que el propio Skolimowski, con cierto valor, confiesa en sus declaraciones a la prensa— que mucho de lo que la película muestra lo ha vivido el cineasta, y no en un papel brillante —ninguno lo es—, ni siquiera el (siempre, a la postre, agradecido) de víctima, sino en el más desairado y ambiguo, el más comprometido: el del capataz encarnado por Irons con exactitud y contención ejemplares. Esto hace que su conducta, reflejada sin paliativos, no sea objeto de una crítica externa y complaciente, sino que la censura venga desde dentro, mortificada pero implacable: Irons no es un ser intrínsecamente perverso, ni aprovechado, ni dictatorial; es, sencillamente, un jefe, un «responsable» que, con la mejor voluntad, manipula conscientemente a sus subordinados con el paternalista razonamiento de que «es mejor para ellos» no enterarse de que en su país ha habido un golpe de Estado, de que los militares han tomado el poder en nombre del pueblo, de que el sindicato Solidaridad —al que, al parecer, pertenecen todos menos el jefe en cuestión— ha sido ilegalizado, de que están cortadas las comunicaciones telefónicas y aéreas, de que, a lo mejor (o peor) no pueden volver..., así les ahorra las preocupaciones que él asume, pese a que nadie ha delegado en él y que le desvelan. Claro que no todo es filantropía: la tranquilidad que da la ignorancia les permitirá trabajar más y mejor, con lo cual el capataz, a su vez, quedará bien con su respectivo superior al cumplir la misión encomendada en el plazo previsto y con la deseable eficiencia; además, el preocuparse por su cuadrilla le ahorra tener que ocuparse de tomar decisiones inmediatas, quizá inconvenientes o inoportunas, y hacerse responsable de las mismas. Por añadidura, no puede descartar la posibilidad de desacuerdos entre sus hombres con respecto a la conducta a seguir, o de todos ellos frente a él, y el nerviosismo que provocarían en ellos las alarmantes noticias les haría, sin duda, menos controlables (pese a que reconoce haberlos elegido para tan peculiar misión, más que por sus habilidades profesionales por su escasa iniciativa y su considerable sumisión).

Vamos, que el interés general —de sus peones, de su jefe y el propio— aconseja prudencia y falta de información: así nacen, en principio, todas las formas de censura.

Que lo que esos tres obreros polacos y su capataz están haciendo en Londres sea ilegal en más de un sentido es otra cuestión. Además, podría defenderse con argumentos nacionalistas, aunque bien contrarios a la solidaridad internacional de clase propugnada por un Estado socialista. Porque resulta que, en última instancia, todos los polacos que intervienen en la operación se benefician de ella: el jefe de Irons —un burócrata con presumible puesto diplomático— consigue ahorrarse el 75 por 100 de lo que le costaría arreglar su casa londinense si encomendase el trabajo a obreros británicos (sin contar con que tal vez aproveche la ausencia de Irons para conquistar a la mujer de éste); los peones —y más aún el capataz—, a cambio de un riesgo menor y trabajar a destajo, ganarán en su mes de exilio lo que en Polonia requeriría un año, sin contar con las «primas» de rigor; sus familias padecerán (o disfrutarán) su transitorio alejamiento y conseguirán algunos bienes de consumo inasequibles en su país; el Estado —sin saberlo— se ahorrará divisas, al recibir en zlotys la mayor parte de su salario, y ya de vuelta, los obreros. Los únicos perjudicados serán los ingleses, a los que los inmigrantes clandestinos polacos están robando trabajo; pero, a fin de cuentas, son británicos, pertenecen a la CEE y no al COMECON, y viven en una sociedad capitalista, así que se lo tienen merecido, suponiendo que fuesen capaces de trabajar tan bien y tan deprisa como los polacos.

Con lo que no contaba nadie era con que Jaruzelski iba a hacerse con el poder que al Gobierno civil los sindicalistas de Walesa le estaban quitando de las manos. Porque el golpe militar del mes de diciembre de 1981 complica enormemente la situación de nuestros cuatro eficientes trabajadores bajo cuerda: aunque sólo el capataz lo sepa, hay que contar con la posibilidad de que el exilio se prolongue, lo que aconseja una política de austeridad inmediata y el consiguiente racionamiento de diversiones, caprichos y cerveza. Un leve fallo en la instalación de las cañerías produce un déficit imprevisto y catastrófico en su presupuesto, con lo que el capataz se ve forzado a aplicar todas las mañas de la picaresca. Ya se sabe que la necesidad estira los recursos y aviva la imaginación, cosa que conocen bien todos los exiliados —recuérdense los Diálogos de fugitivos, de Brecht, y el Dialogue d'exilés, del cineasta chileno, ahora francés, Raúl Ruiz—, así que nuestro culpable amigo Irons se va a convertir en ladrón, hasta terminar por cogerle gusto.

Esta película, enormemente política —mucho más, en el fondo, aunque a la chita callando, que El hombre de mármol, El director de orquesta y El hombre de hierro juntas, y tiene bastante que ver con las tres obras de Wajda citadas; aunque sea en clave metafórica, plantean cuestiones semejantes, cuando no idénticas—, es también considerablemente divertida. No llega a ser una comedia ni —como el principio puede hacer pensar, con sus tropiezos y su ritmo de corto chapliniano mudo— un film cómico, pero es una fábula humorística, emparentable con las visiones menos angustiosas y sombrías de Kafka, con algunos breves relatos de Borges, con las lúcidas disecciones de George Bernard Shaw, con algunos apólogos de G. K. Chesterton. Todo ello gracias a una falta de pretensiones sorprendente, a una economía de medios —más que escasos, los adecuados a sus modestas necesidades— que parece haber influido a los actores, al fotógrafo y al narrador que lleva dentro Skolimowski y gracias, sobre todo, a unas dotes de observación de los gestos de las personas, que el cine de los últimos tiempos parece poco dispuesto, sobre todo en Europa, a aprovechar —si salvamos al difunto Tati y al inactivo Bresson— y que permiten al cineasta que las posee y aplica con inteligencia descubrir por sí mismo y mostrar a los demás, sin necesidad de inyectársela, la comicidad inherente a todas las situaciones por apuradas o dramáticas que sean. Esa visión humorística hace posible que el cineasta no caiga nunca en la tentación de demostrar lo que afirma, ni en la de hacer retórica de plañidera, además de servirle como un foco que ilumina con mayor claridad el funcionamiento de las personas y las organizaciones sociales.

En Casablanca nº 27 (marzo de 1983)

miércoles, 11 de septiembre de 2024

Bhowani Junction (George Cukor, 1955)

Pese al empleo episódico de ciertos recursos expresivos indignos de un cineasta de su categoría —planos inclinados, voces en off obsesivas— y las mutilaciones perpetradas por la productora y algún censor, Cruce de destinos es una de las películas más ambiciosas y apasionantes que ha rodado Cukor. Ambientada en un momento crucial —1947— de la lucha por la independencia de la India, tiene su centro en el personaje escindido de Victoria Jones (Ava Gardner), hija de inglés e india que no ha logrado elegir entre las dos razas, las dos civilizaciones de que procede, y que tampoco puede vivir siendo las dos cosas al mismo tiempo, y menos aún cuando las circunstancias históricas la obligan a tomar partido: la que está partida es ella, presa de incertidumbres y sometida a insoportables presiones.

Como tantas otras películas de Cukor, Bhowani Junction cuenta la historia de una mujer en busca de su identidad, drama que el cineasta expone sin discursos, de la forma más sutil y más reveladora, a través de una serie de cambios de hombres y vestuario que delatan la indecisión, las vacilaciones y los arrepentimientos de la heroína: con su prometido anglo-indio viste de uniforme, lo mismo que él; cuando trata de ser solamente india y casarse con un hindú, se pone un «sari»; cuando sale con el militar inglés encargado de la retirada en orden de las tropas, adopta ropa occidental y civil. Pero esa tentativa de adecuación camaleónica a sus sucesivas opciones no resuelve, por superficial, lo contradictorio de su situación: con el indio va al cine «inglés», a ver China Seas, mientras que el coronel Savage (Stewart Granger) la lleva a fiestas y restaurantes indígenas, con lo que la integración mediante el vestuario y la compañía masculina se revela imposible; tanto en un lugar como en otro, su presencia llama la atención, y ella se siente «ajena» (cuando no «intrusa») en cualquier parte. De todo este proceso (del sacrificio del novio anglo-indio para impedir que unos extremistas vuelen el tren en el que viajan Ghandi y Nehru, de la incapacidad de Victoria para asumir la religión de su pretendiente indio, de la desconfianza de la familia de éste) nos informa la película —como siempre en Cukor, fragmentariamente— mediante un largo flashback en el que Savage explica a su superior que pide el retiro para volver a la India y casarse con Victoria, que no ha querido dejar su país (ni afrontar las pruebas de su integración en la sociedad británica), pero parece dispuesta a aceptar, con él, lo que tiene de inglesa. Es decir, que por fin ha optado por vivir en la encrucijada.

Lástima que los cortes hagan que esta pasión no pueda ser contemplada en su plenitud, sino sólo entrevista: de otro modo, es muy probable que Bhowani Junction hubiera sido la más carnal de las películas de Cukor, superando incluso —en este terreno— a Ricas y famosas.

En Casablanca nº 27 (marzo de 1983)

lunes, 9 de septiembre de 2024

París-Tombuctú (Luis García Berlanga, 1999)

Lo siento por lo que sospecho que revela de nuestro querido y admirado Luis García Berlanga, casi siempre de aspecto jovial, jugando unas veces a despistado, otras a provocador, otras a desengañado y casi siempre a la vez irónico y bromista más que tétrico y apocalíptico, pero, por causas que para mí son manifiestas y sensibles, pero muy difíciles de verbalizar o escribir, y más aún de demostrar, tengo la impresión, mientras las veo aún más físicamente que luego, una vez terminada la proyección, cuando las rememoro y pienso acerca de ellas, que sus dos películas más personales, más íntimas y - dentro de lo poco que a él le cuadran ambas disposiciones de ánimo - más "confesionales" y "testamentarias", para emplear la jerga al uso, son precisamente las dos más hondamente pesimistas - y no sólo social y colectivamente desesperanzadas, sino también individualmente: tampoco hay salida para el que se aísla, se encierra o se evade - de toda su filmografía, Tamaño natural o Grandeur nature (1974) y París-Tombuctú (1999). Ambas carecen, por supuesto, de la negrura plástica y sociológica - tan de la época gris marengo que ilustran - de Plácido (1961) y El verdugo (1963), pero también les falta su humor negro y su espíritu de rebeldía y de confrontación. En estas dos, el enemigo está también dentro de uno, y bajo su aire y tono ligero, festivo en ocasiones, incluso "fallero" en la más reciente, hay una amargura reconcentrada que resulta más dramática, incluso trágica, que divertida, por mucho que Berlanga siempre finja no tomarse las cosas del todo en serio y rehúya como el gato el agua toda tentación o incluso apariencia de solemnidad o trascendencia, y prefiera hacer chascarrillos y tracas ruidosas que apuntarse al sentimiento trágico de la vida, al existencialismo o al nihilismo. Pero si Plácido y El verdugo derraman grisura, cuando no directamente negrura, en las dos películas que acerca también la presencia protagonista de Michel Piccoli, extraño "alter ego" berlanguiano que exhibe en su cuerpo, y no sólo en su actitud, el cuarto de siglo que separa ambas, las cosas que han pasado - y lo que ha cambiado el mundo - y el tiempo transcurrido - y lo que han envejecido el personaje y el actor -, con lo que quedan menos tiempo y menos energías, y por tanto aún menos esperanza.


No soy capaz de expresarlo, pero mientras las veo, siento que Berlanga, mudamente, a través de las imágenes, de la historia, del ritmo, del movimiento, de la música, de los actores, me está susurrando en primera persona lo que piensa sobre el mundo, sobre la gente, sobre la vida. Y siento por él que su visión se me antoje tan pesimista, tan misantrópica, tan no ya escéptica sino negativa. Y sospecho que no me equivoco del todo al interpretarlas como radicalmente personales, porque da la casualidad de que son las dos películas suyas que Berlanga prefiere, valoración que comprendo, en función precisamente de ese carácter personal, pero que no comparto.

Texto preparatorio para una presentación en el ciclo “Las generaciones del cine español”, organizado por la Sociedad Estatal España Nuevo Milenio. Escrito el 21 de diciembre de 2001.

viernes, 6 de septiembre de 2024

La serie del Dr. Mabuse

Curiosamente, el Dr. Mabuse adquirió una cierta reputación mítica muy pronto, no sé si debido a las aventuras concebidas por Norbert Jacques – tampoco más fantásticas ni pintorescas que las llevadas al cine por Louis Feuillade en los seriales dedicados a Fantômas, Judex, Les Vampires o Tih-Minh – o por el díptico terminado en 1922 por Fritz Lang bajo el nombre global de Dr. Mabuse, der Spieler: Der grosse Spieler-Ein Bild der Zeit e Inferno der Verbrechens-Menschen der Zeit (El doctor Mabuse), a partir de guiones de su entonces esposa y constante colaboradora Thea von Harbou. Y lo encuentro curioso porque no parece, al volver a ver esas dos películas iniciales, un criminal tan peligroso, omnipotente, ominoso e imaginativo como el que surge ¡once años más tarde! en la muy extrañamente tardía – no parece dictada por el afán de prolongar o repetir un éxito de taquilla - secuela, ya sonora, Das Testament des Dr. Mabuse (1933), que se convertiría en su último film alemán durante un cuarto de siglo, y en su actualización postrera en Die 1000 Augen des Dr. Mabuse (1960), que nos ha quedado como involuntario testamento de Lang, ya que no logró realizar ninguno de los varios proyectos fascinantes que acarició; entre ellos, su visión de Dr. Jekyll & Mr. Hyde, que hubiera sido otro remake de Jean Renoir, tras los de Scarlet Street (Perversidad) en 1945 y Human Desire (Deseos humanos) nueve años después.

Al revisar hoy el primer Mabuse sorprende, sobre todo, su modernidad cinematográfica, que permite olvidar de inmediato que se trata de un film mudo. No sólo por su frescura y agilidad como narración, y su impecable y cambiante sentido del ritmo, a pesar de los casi 95 años transcurridos, ni por la calidad fotográfica deslumbrante de sus imágenes, que en una buena copia asombra ahora que estamos desacostumbrados a la gama casi infinita de grises posible entre el blanco y el negro más contrastados cuando se iluminaba con arcos y se usaba el soporte de nitrato de plata, sino por el empleo constante, funcional y lógico, dramático y no espectacular, de la profundidad de campo, que junto a la precisión de cada encuadre muestra hasta qué punto ya entonces (total, era su sexta película como director) dominaba Lang los recursos de su oficio.

Hay algo – mejor dicho, hay más de una razón – que hace que estas primerizas maquinaciones y tropelías del siniestro y delirante Mabuse encarnado por Rudolf Klein-Rogge (primer marido de Thea von Harbou y muy frecuente intérprete del Lang alemán) resulten fascinantes e intrigantes, más que inquietantes, que es en lo que se convierten como eco o reflejo insinuado, apenas velado, del nazismo circundante cuando este ha pasado de ser una idea minoritaria a estar al borde de hacerse con el poder, proceso ya consumado al término del montaje y que impide que Das Testament des Dr. Mabuse llegue a estrenarse en Alemania. Es de nuevo Klein-Rogge – ya definitivamente demente y genio del mal – quien planea las tramas, más ambiciosas y complejas, más terroristas, del redivivo Dr. Mabuse, al que toman por recluso de un manicomio cuando finge estar en su cuarto mediante un hábil dispositivo sonoro de simulación.

El juego de las apariencias tan central a todo el cine en general, y muy particularmente al de Fritz Lang, multiplica la complejidad de la segunda incursión de Mabuse, al mismo tiempo que el uso inventivo del sonido (ya aprovechado por Lang desde M (M, el vampiro de Düsseldorf, 1931) permite a Lang agilizar todavía más su perfecto dispositivo expositivo-narrativo, que avanza ya como una máquina imparable. Es lástima que durante años haya tendido a circular más que la versión original alemana la francesa que, además del cambio de lengua y de algunos actores, había sido “abreviada” de dos horas a hora y media a costa de su coherencia y de su ritmo, lo que ha hecho, para mí de otro modo algo inexplicable, que tenga peor o menor fama que el díptico de 1922.

Con todo, si aún 1933 marca precisamente la frontera final del periodo considerado generalmente como el de grandeza del cine alemán (suponiendo su arranque hacia 1919, con Das Kabinett des Dr. Caligari (El gabinete del Dr. Caligari, de Robert Wiene), menor aún ha sido la reputación del tercer advenimiento del Dr. Mabuse, pues en 1960, fecha de la que data Die 1000 Augen des Dr. Mabuse (es decir, “Los mil ojos del Dr. Mabuse”, fascinante y revelador título aquí empobrecido al muy vulgar Los crímenes del Dr. Mabuse), anterior incluso al Manifiesto de Oberhausen e incluso a los antecedentes embrionarios de un presunto “Nuevo Cine Alemán”, nadie otorgaba la menor credibilidad a una película producida en ese país. Para colmo, y aunque hoy pueda parecer increíble, por entonces la crítica dominante había decretado, en general desde su paso por Estados Unidos, o en algunos casos desde el final de la II Guerra Mundial o como poco desde mediados de la década de los 50, la decadencia casi sin excepciones de todos los grandes cineastas del mudo y de los años 30, que se consideraban – pese a no ser muy viejos – pasados de moda, repetitivos, debilitados o acabados: Fritz Lang, Jean Renoir, John Ford, Max Ophuls, Alfred Hitchcock, Frank Capra, Josef von Sternberg, Charles Chaplin, Frank Borzage, Cecil B. DeMille… sólo se libraron los muertos (como Ernst Lubitsch), o los olvidados o nunca aún prestigiados (Howard Hawks, Leo McCarey, William A. Wellman, Henry King, Allan Dwan, Tod Browning). En el caso de Lang, y aparte de que muchos considerasen que había decaído desde su primer film americano, Fury (Furia, 1936), y más todavía a medida que su estilo se hacía menos emparentable con el expresionismo (y nunca lo fue mucho) y más “invisible”, como sucedió ya en los años 40 y aún más acusadamente en el decenio siguiente, hay que recordar que sus últimas películas americanas o no se estrenaron en Europa (Moonfleet, Los contrabandistas de Moonfleet, 1955) o fueron despreciadas casi unánimemente (Human Desire, 1954, y más todavía While the City Sleeps, Mientras Nueva York duerme, y Beyond A Reasonable Doubt, Más allá de la duda, ambas 1956), por no mencionar los vituperios y las burlas mayoritariamente dedicadas a su primer regreso a Alemania, con el díptico hindú Der Tiger von Eschnapur-Das indische Grabmal (El tigre de Esnapur-La tumba india, 1958), un “retorno a los orígenes” con algo de revancha en el que también puede inscribirse la vuelta a Mabuse. Vuelta a los comienzos que sirvió, naturalmente, para ratificar esa idea de que los cineastas nacidos a finales del s. XIX ya no eran, a mediados del XX, "contemporáneos", sino que estaban anticuados y se aferraban nostálgicamente a la tentativa de repetir sus éxitos pretéritos (obsérvese que en muchos cineastas se dio una tendencia acusada a revisar, corregir y mejorar películas anteriores, a menudo de los años 30 o 40, durante los años 50 y 60: además de Lang, Hitchcock, Ford, Capra, McCarey, Renoir, DeMille, Walsh, etc.). Olvidando, naturalmente, esos críticos, que casi siempre, en una y otra época, había implícito un comentario, más o menos crítico, acerca de los años en que se había rodado cada versión de esas historias iguales o muy semejantes). En el caso de Lang, ya hemos visto como Goebbels y otros jerarcas nazis detectaron hostilidad hacia ellos en el Mabuse de 1933. Y yo no puedo dejar de ver en el Mabuse de 1960, y se entendería como explicación de su rechazo, la visión desencantada y decepcionada de Lang acerca de la tan loada Alemania del "milagro económico", interesada más que nada por el dinero y sumamente "americanizada".

Terrible paradoja, puesto que, dado que cabe considerar a Lang como el más nítidamente evolutivo de los grandes cineastas, son las obras despojadas de los años finales generalmente sus más asombrosas cumbres, a pesar de que desde muy pronto haya en su filmografía destacadísimas obras maestras (desde Der müde Tod, La muerte cansada, 1921). Aunque el díptico mabusiano estrenado en 1922 sea ya magistral en todos los sentidos, y probablemente, tras Spione (Espías, 1927), la película culminante de su periodo mudo, y Das Testament des Dr. Mabuse la mejor de cuantas hizo, en Alemania o en Hollywood, durante los años 30, tengo hoy personalmente su Mabuse definitivo como uno de los tres máximos logros de una de las carreras cinematográficas más repletas de ejemplos admirables de toda la historia del cine.

Nuevamente, como en las dos anteriores manifestaciones mabusianas, tenemos un guión admirablemente pensado, construido y estructurado arquitectónicamente, en el que una escena conduce a otra y la narración avanza, no sin meandros, pero implacablemente. Frente a los dos Mabuse iniciales, en el fondo el mismo, más espectacularmente histriónico y ególatra – como lo sería Hitler -, aunque siempre irresistiblemente aficionado a la ocultación y el disfraz, el Mabuse de 1960 se acerca más al anonimato y a la estrategia más sigilosa de permanecer en la sombra, más inclinado a ver y vigilar a los demás que a ser visto y llamar excesivamente la atención, aunque sus golpes sean más graves y globales que los de sus precursores, sin duda por los avances tecnológicos (con un sentido de la anticipación que hace que, casi sesenta años después, la película no resulte todavía excesivamente anticuada, sino un plausible anuncio de realidades actuales) y por el hecho mismo (no poco significativo) de que el Mabuse más reciente no sea en realidad el auténtico Dr. Mabuse originario, ni el mismo que unos años antes ni siquiera un heredero, sino un imitador, un admirador, un discípulo, que ya se oculta tras la máscara del Dr. Mabuse lo mismo que tras las del Dr. Jordan y el vidente Cornelius, y que coquetea, osada y un tanto juguetonamente, con la proximidad y hasta el trato social tanto con sus víctimas como con sus perseguidores policiales, en eso fiel al carácter de “jugador” con que desde su primera aparición se definió al personaje.

La precisa y prodigiosa edificación del relato, ligada siempre a lo que podríamos llamar sus implicaciones morales, “filosóficas” y hasta, si se quiere, “metafísicas” (la reflexión sobre el poder, la ambición, la maldad, el control, o el posible empleo abusivo del propio dispositivo cinematográfico-televisual, que sigue presente en noticias de 2016), que son una constante tanto en estas como en casi todas las otras películas de Fritz Lang, se traduce, como es habitual en él, en una aún más precisa y meditada construcción de cada plano, que nos recuerda el escándalo de que hoy el cine parezca haber abandonado u olvidado varios de sus recursos expresivos más definitorios y esenciales, presentes desde su origen y que fueron desarrollados y perfeccionados durante casi un siglo para que hoy, sin embargo, parezcan haber sido arrinconados: el tamaño – ampliado con respecto a la realidad, lo que en inglés se llama bigger tan life – de las imágenes y, sobre todo, porque esto es también objeto de una decisión primera en las otras artes visuales del espacio, como la pintura y la fotografía, el encuadre, los límites y bordes que definen y acotan los fragmentos del todo espacial que van a ser seleccionados y utilizados expresivamente en cada uno de los planos con los que se construye una escena o una secuencia (y da lo mismo que se trate de un solo plano o de cien, y de que se trate de un encuadre fijo o de una sucesión de encuadres provocada por desplazamientos de la cámara sumadas al movimiento de los actores). Por eso también serían los Mabuse – todos ellos – “películas de texto” básicas para quien quiera hacer un cine inteligible.

En “Fritz Lang Universum”. Madrid : Notorious, diciembre de 2016.

miércoles, 4 de septiembre de 2024

Holiday (George Cukor, 1938)

Lew Ayres, Katharine Hepburn, Cary Grant, Edward Everett Horton y Jean Dixon interpretan unos personajes adorables, locos maravillosos, «ovejas negras» ejemplares, queribles como pocos. Sólo por eso, esta película sería inolvidable. Pero hay más: esos chiflados —que no tienen nada de irresponsables, que están a punto de ceder al «buen sentido» y echarlo todo a perder— triunfan, en uno de los finales felices más necesarios de todo el cine americano. Cualquier otro desenlace hubiese sido traición; que la victoria hubiera sido fácil, una invitación a la ceguera. Por eso, Vivir para gozar es, alternativamente, tan dramática como A Bill of Divorcement (1932) y tan hilarante como The Philadelphia Story (1940), dos Cukor con los que tiene mucho que ver, y supera en complejidad, emoción, fluidez y empuje proselitista a otra de las grandes comedias, rodada el mismo año y con los mismos protagonistas, Bringing Up Baby, de Hawks: cubre más terreno, y más a fondo. Lo que equivale a decir que considero Holiday una de las más geniales películas de Cukor y una de las dos o tres mejores muestras del género.


Todo en ella es perfecto. Los elementos —del guión al último intérprete— eran inmejorables, y Cukor, más inspirado que nunca, supo sacarles el máximo partido. De su origen teatral se olvida uno a los pocos minutos: la libertad en la dirección de actores sólo puede compararse con la que inspira los movimientos de cámara, siempre funcionales y elegantes, necesarios para contagiar al espectador las ansias de libertad, el desdén hacia la rutina, la búsqueda de la felicidad de los personajes y, de paso, implícitamente, el apego que siente Cukor por ellos y que, lógicamente, quiere hacernos compartir. Actores y cineasta se alían para producir en el espectador una sensación de saludable embriaguez que permita ver mejor que de costumbre, con más claridad, lo que de verdad sucede, lo que realmente son las personas. Por eso la clave de la película no es ninguno de los protagonistas, sino un personaje un poco marginal, descentrado, el que encarna Lew Ayres, que es el primero que se percata, gracias a la bebida, de lo que ocurre a su alrededor, de lo que sienten los demás.

En Casablanca nº 27 (marzo de 1983).

lunes, 2 de septiembre de 2024

Rodeadas de soledad

Rich and famous (George Cukor, 1981)

Ser ricas y famosas. Ese fue su deseo común de adolescentes, sin duda, lo que soñaban cuando se hacían confidencias en el cuarto que compartían en Smith College hasta 1959. Luego, una de ellas, la sureña Merry Noel (Candice Bergen), se fugó para casarse con Doug Blake (David Selby), que antes había salido con Liz Hamilton (Jacqueline Bisset); a cambio, en uno de esos misteriosos traspasos de objetos a que tanta afición ha tenido desde el mudo el cine americano (cargados de sentido sin ser simbólicos), le da su oso de peluche, que Liz conservará siempre.

No sabremos nada de ellas hasta diez años después. Para entonces, Liz se ha convertido en una novelista profesional: no es rica ni célebre, pero su primer libro —a la espera de un segundo que tarda en concluir— le ha valido un cierto prestigio. Merry Noel Blake tiene una niña, vive cerca de Hollywood y ha vuelto a soñar con el dinero y la fama. En sus ratos de ocio —que se adivinan largos y frecuentes— ha escrito una novela de cotilleo apenas enmascarado, que se empeña en leerle, hasta el amanecer, a su amiga. Entre copa y copa, Liz se pregunta «¿Por qué siempre acaban solas?». «¿Quién?», interroga Merry. «Esas mujeres, en esos relatos», responde su antigua compañera de estudios, que acaba de plantear la gran cuestión que Cukor trata de responder con esta película, como antes con otras (A Star is Born, The Chapman Report, por ejemplo).

Porque Rich and Famous no es, como se ha dicho y escrito, la historia de dos amigas (ni siquiera cuenta una historia) ni una película sobre la amistad. Poco sabemos de la que existe entre estas dos mujeres, que se da por supuesta al comienzo y de la que apenas entrevemos los reencuentros claves durante los veintidós años siguientes: no parece que se vean a menudo —suelen vivir en extremos opuestos del país—, y no siempre su relación está presidida por la confianza y el afecto; si su amistad perdura —pese a rivalidades de todo género y a lo distintas que son— es, más que nada, por conservar algo a que aferrarse —como el oso, la botella, los blues de Bessie Smith, algún hombre o el éxito, el reconocimiento crítico, la hija— cuando lo demás falla (y casi todo falla), un poco por fidelidad a los recuerdos de juventud y otro poco, quizá, porque apenas se tratan, lo que evita que se planteen realmente los conflictos. Como tantos personajes —femeninos o no— de Cukor, las protagonistas de Rich and Famous se encuentran atrapadas en la incómoda frontera que separa —para utilizar la expresión de Luis Cernuda— «la realidad y el deseo», una encrucijada en la que, antes o después, lo que más abunda es la soledad. No ya esa soledad final de las heroínas de ficción que comentaba Liz —y que el último plano de la película parece negar, durante un instante al menos—, sino una soledad constante, pegajosa, omnipresente, que envuelve a las de esta película concreta, escena tras escena, igual que cercaba a Judy Garland, a Jane Fonda, a Claire Bloom, a Katharine Hepburn, a Ava Gardner, a tantas otras protagonistas cukorianas. Una soledad «palpable», que se «masca», que «se puede cortar» en cada plano, en cada encuadre, pues Cukor —pese a su tendencia a atisbar de cerca, sin acosar pero implacablemente, la intimidad de esas mujeres— incluye en nuestro campo de visión no ya su entorno, el «marco» que las arropa, protege o revela, sino el «hueco», el espacio vacío, la zona de penumbra —por mucha luz que haya— que existe siempre entre ellas y ese decorado (sea su casa o un hotel, un avión o un bar, estén en territorio propio o ajeno, propicio u hostil).

Para comunicarnos esta sensación desasosegante y angustiosa —con una intensidad que parecía perdida para el cine desde hace años—, Cukor no necesita contarnos una historia particularmente dramática (Rich and Famous no es en absoluto un melodrama, pese a que Jacqueline Bisset recuerde, en ocasiones, a la sublime Dorothy Malone de Escrito sobre el viento), ni recurrir a diálogos explicativos o tesis generalizadoras —no en vano ha hecho una película, la admirable Confidencias de mujer, para demostrar que no le interesan las estadísticas, sino los casos individuales, lo particular de cada vida privada—; nunca fue su estilo, pero en la que se ha convertido en su última película le hacía todavía menos falta: le bastó siempre —o por lo menos desde hace mucho tiempo— con unos actores adecuados y una cámara, de modo que a los ochenta y dos años, con casi cincuenta películas en su haber, no iba a cambiar de método. Eso sí, parece evidente que este encargo —de Jacqueline Bisset, convertida en productora— le interesó particularmente, y que volcó en él no sólo su «oficio» —como en The Blue Bird o The Corn is Green-, sino toda la sabiduría conquistada a lo largo de su dilatada y fértil carrera como director, como observador apasionado, lúcido y penetrante, pero afectuoso y solidario, de un buen número de personajes femeninos, ficticios o reales (las actrices).

Sucede, sin embargo, que cuando un cineasta llega a dirigir con tanta soltura y sencillez, con esa aparente falta de esfuerzo, hay gente que cree que eso está al alcance de cualquiera y no tiene mérito. Se confunde la ausencia de efectismos y pretensiones con la rutina, el desinterés o la entrega a lo convencional, olvidando que a cierta edad, y a esa altura de su carrera, los directores no necesitan demostrar nada a nadie, ni siquiera a sí mismos, que no se creen obligados a parecer originales ni a llamar la atención, ni siquiera a rodar «obras maestras». Se «contentan» con hacer su trabajo lo mejor que saben, y saben mucho: por ejemplo, lo que no llevan camino de aprender los numerosos practicantes de un «naturalismo de lujo» (buenos o malos) que hoy triunfan en Hollywood (Alan Parker, Paul Mazursky, Robert Redford, Mark Rydell, Robert Benton, etc.). Pero ese «saber» no tiene nada de convencional, y así resulta que todavía asombra o desconcierta el carácter escasamente narrativo, fragmentario, brutalmente elíptico y zigzagueante de las películas de Cukor, pese a que llevaba unos treinta años desentendiéndose de las historias para centrar toda su atención en la intimidad de los personajes. Sólo eso explica la frialdad con que se ha recibido la película (pese a cierta cortesía «mortis causa»), cuando hace años que no se veía una película comparable. Tal vez estemos demasiado acostumbrados al predominio de lo superfluo y a la mediocridad para reconocer lo esencial cuando, inesperadamente, llega hasta nosotros. El caso es que Cukor sabía muy bien lo que de verdad es necesario y lo que es prescindible, y se atrevía a no dar más que lo primero, y eso con generosidad, elegancia, precisión y economía. Sabía, por ejemplo, que —por lo menos en sus manos— los actores (no sólo las actrices) pueden decir o dar a entender en cada momento cuanto es pertinente con su respiración, con un gesto apenas perceptible, con una mirada, y que su cámara —colocada estratégicamente en un punto determinado por la intuición y la experiencia— era capaz de registrar con insobornable fidelidad esos leves movimientos, esos parpadeos disimulados, esas turbulencias subterráneas que revelan lo que sucede en los personajes. Por eso Rich and Famous supone el retorno, tras una larga ausencia, y en todo su esplendor (olvidado por unos y desconocido para otros), del cine de miradas: las de los personajes, por supuesto, pero también la que el cineasta dirige hacia todos ellos, penetrante y comprensiva, llena de una insaciable curiosidad que no se detiene ante nada; por eso a veces se siente horror, o vergüenza, al contemplar ciertas escenas.

Rich and Famous no es, quizá, una película innovadora, pero tampoco pertenece al pasado. Es estrictamente contemporánea, y eso la hace más moderna que la mayoría de las rodadas en los últimos años, salvo excepciones aisladas, como Sauve qui peut (la vie) o Loulou; demuestra la asombrosa capacidad de Cukor para alcanzar, mediante la estilización, la veracidad, por lo que me hace pensar en el mejor y más íntimo Rossellini, el de finales de los años 40 y la primera mitad de los 50: algo ya intuible en The Chapman Report, y que Rich and Famous pone de manifiesto. Ejemplar culminación de una carrera brillante pero irregular, Rich and Famous debe ser la obra maestra dirigida por un hombre más viejo de toda la historia del cine.

En Casablanca nº 27 (marzo de 1983).