Confieso que siempre me he preguntado, al ver esas misteriosas listas de “best-sellers” que se publican en periódicos y suplementos culturales, para colmo basadas en una muestra tan escasa y sesgada de librerías que difícilmente podría dar lugar a resultados estadísticamente significativos ni relevantes, en cuál de sus dos apartados básicos, “Ficción” y “No Ficción”, deberían incluirse, si por ventura alguna vez sucediese el milagro de que estuviesen los libros de poesía entre los más vendidos. Es posible, hasta probable, que se trate de una curiosidad ociosa por mi parte, quizá hasta impertinente, pero nunca he logrado saciarla ni evitarla, y ello me ha obligado a darle vueltas al asunto, enigmático a mi entender, de las relaciones entre la poesía y la realidad, o si se prefiere, entre la poesía y la verdad, que no son lo mismo aunque a menudo se confundan, y que a su vez son con cierta frecuencia contrapuestas – la realidad y la verdad – a ese arte que se supone intrínsecamente “realista” que es el cine.
No siendo en modo alguno experto – ni siquiera un estudioso – en el campo de la poesía (ni siquiera en el del cine, aunque algunos lo crean), pero sí (sobre todo de joven) ávido lector de esta rama tan “anómala” como antigua de la creación literaria, y también – como, sospecho, todo el mundo, casi sin excepciones, por mucho que alguno se resista a admitirlo – ocasional y prematuro (aunque, eso sí, discreta y prudentemente confidencial, por no decir cuidadosamente secreto) practicante o más bien – ay – “perpetrador”, como diría Borges, del género –¿quién no ha cometido, al menos involuntaria e impulsivamente, un poema indigno de tal nombre, duradera causa de vergüenza y frustración? –, me ha chocado siempre que un poema pudiera (o hasta debiera) ser considerado como “no ficción”, al menos en la medida en que, usualmente – y dado que hoy y desde hace tiempo no se prodigan en demasía ni la poesía épica ni la meramente narrativa –, más que a contar una historia tiende la poesía a expresar – de un modo aparentemente indirecto, expresamente y descaradamente “literario”, no sometido a la retórica o la lógica de lo demostrativo, ni siquiera férreamente sujeto a las normas sintácticas que rigen toda prosa que aspire a ser inteligible – un sentimiento íntimo, casi inefable – o muy difícil de exponer ordenadamente, cuando no inexplicable –, en las mejores ocasiones una suerte de saber o sabiduría intuitiva, que se libra, además, por su misma forma, de la necesidad de justificar, razonar y argumentar las (a veces) lapidarias máximas que, un tanto irresponsablemente tal vez, se plasman sin recato, sean falsas, verdaderas o váyase a saber.
De acuerdo con este modo de entender lo poético, un poema pertenecería, más bien, a la “no ficción”, ya que sería, cuando menos, “verdad”, aunque fuese una verdad exclusivamente subjetiva, íntima, personal, indemostrable, y – lógicamente – no aspirase a la generalidad.
Pero, curiosamente, hay que admitir que también puede la poesía adoptar la forma espacialmente estrecha, de renglón irregularmente breve, que le es propia, e incluso buscar la rima (o al menos el ritmo, la asonancia, la eufonía, la musicalidad… procesos todos ellos que, salvo en el genio fresco, tan raro e infrecuente, y tan poco duradero, requieren de la elaboración, depuración y corrección), y ser un poema un relato, una confesión, un recuerdo, que a su vez sean meramente imaginados, soñados, deseados o temidos, sin responder en modo alguno a la realidad desnuda, sino estar hecho del mismo material que nuestros sueños y nuestras ensoñaciones en vela. Es decir, que la poesía podría igualmente ser “ficción”, y no tener nada de veraz ni de sincera, de confesional ni de desnuda, sino ser el resultado de una “puesta en escena” (es decir, en palabras y cadencias) de convenciones, de sentimientos fingidos, de frases hechas, de tópicos incluso, sin perder por todo ello la posibilidad de ser buena.
Tampoco es imposible ni, de hecho, demasiado raro en el curso de la historia que ambas modalidades o posibilidades de la poesía convivan en la obra de un autor, e incluso que aparezcan combinadas, alternándose o inextricablemente unidas, en el decurso de un mismo poema, de una única sucesión de versos.
Por lo demás, a poco que reflexionemos un poco, la poesía, en lugar de despojada, espontánea, natural o directa, puede revelarse – o disimuladamente ser, sin desmerecer en nada – como un tupido entramado simbólico, una jungla de metáforas o imágenes, que insinúe – cierto – interioridades prosaicamente inconfesables o excesivamente explícitas… precisamente gracias a esa posibilidad de enmascaramiento, ambigüedad o irresponsabilidad que confiere a un poema su liberación de la estructura lógica, de las leyes sintácticas, esa “licencia poética” en que parece residir su más patente diferencia de la prosa, incluso cuando la poesía renuncia – dificultosamente, y más como resultado de un ímprobo esfuerzo deliberado de depuración, poda y sacrificio – a valerse de una jerga artificiosa que, cambiante según las épocas, las tradiciones y hasta las modas, los estilos, las escuelas… y, desde luego, según las lenguas y los países, tiende a aceptarse como “poética” – sospecho que meramente por la frecuencia con que se emplea tal vocabulario en los poemas o, peor aún, porque nadie se atrevería a usar tales giros y palabras sin sentir vergüenza ni temor a ser considerado un cursi, un pedante, un panoli o un afectado, en una conversación normal, en un texto en prosa, en una conferencia, es decir, salvo en un poema –.
Son palabras, cuando no frases enteras, que suenan, hasta si se pronuncian sin el menor énfasis, como “entrecomilladas”, como si fuesen (y a menudo, se sepa o no, lo son de hecho y literalmente) “citas”. El caso es que resultan difíciles de leer sin un involuntariamente irónico retintín que supone casi un comentario crítico automático; en ocasiones parece que su lectura en alta voz sería imposible, porque podría causar hilaridad, no emoción ni conmoción.
Aprovechamos que nadie puede demostrar que hemos querido decir lo que (con toda naturalidad y razón) entiende otro lector, y que hasta podríamos negarlo, con la autoridad incontrovertible que sólo tiene al respecto el propio autor del texto, para achacar ese sentido que nos atribuyen o adivinan a un exceso interpretativo del lector, en su visión subjetiva, para osar insinuar – con precauciones y maquillajes – lo que de otro modo – de forma más llana y directa, más elemental y prosaica – no nos atreveríamos a decir.
Esto hace de la poesía, tantas veces verdad confusa pero vívidamente sentida, sea o pueda ser igualmente una máscara barroca tras la que ocultamos y manifestamos a la vez, como quien arroja la piedra y esconde la mano, como quien es deliberadamente críptico, ambiguo o hasta polisémico, lo que realmente queremos decir sin que se nos pidan cuentas por ello, o sin que nos veamos obligados a rendirlas ni a confesar que era esa nuestra intención.
Trasladar al cine toda esta problemática, la verdad, es relativamente difícil. El adjetivo “poético” aplicado a las películas, a una secuencia e incluso a un plano aislado, no tiene por qué ser un elogio – dudoso, sospechoso, para buena parte del público y de la sedicente profesión o industria, incluso a menudo para la crítica, que lo emplea como un “comodín” que puede ser loatorio o demoledor según convenga o lo precise el contexto – y muy bien puede (o suele) disimular u ocultar una oblicua censura por parte de quien emplea tal calificativo. No es, ciertamente, lo más prometedor, atractivo o incitante que pueden decirme de una película. Y si yo las hiciera, pocos supuestos halagos me intranquilizarían tanto como que me considerasen muy “poético”.
La naturaleza “realista” de la parte de la “naturaleza” del cine que procede de la reproducción fotográfica externa, mera huella impresa de una realidad externa, sea natural y preexistente o, por el contrario, meditada, elaborada y creada (inventada, hasta imposible) ex profeso a partir de “la nada”, hace necesario un esfuerzo aún mayor, más costoso y dilatado, para introducirse en los terrenos movedizos y neblinosos de lo que, no siempre con propiedad, se considera “poético”.
El cine que podríamos calificar de poético, curiosamente, en la medida en que se aparta del realismo y pierde aparentemente precisión, cabría calificarlo – para emplear una palabra en desuso que Borges gustaba de airear – de “conjetural”, como sucede – al menos parcialmente – en la filmografía de D.W. Griffith, Victor Sjöström, Louis Feuillade, Mauritz Stiller, F.W. Murnau, Fritz Lang, John Ford, Josef von Sternberg, Carl Th. Dreyer, Alfred Hitchcock, Max Ophuls, Jacques Tourneur, Robert Bresson, Nicholas Ray, Víctor Erice o Raúl Ruiz (meros ejemplos, por supuesto, hay más, precursores unos y sus continuadores – aunque lo ignoren, inocentemente inconscientes de ello, desde luego sin proponérselo – otros), demuestra que no es quimérica la opción de construir un relato hipotético, en el que sea tan difícil como en la poesía llegar a dilucidar si nos encontramos ante una confesión/divagación/elucubración en primera persona (que sería “non-fiction”), a veces desnuda y “real” o al menos “documental” de un estado de ánimo, una pasión, un vértigo, o ante un ejercicio, más o menos “barroco”, de enmascaramiento, y sea la ocultación pudorosa o de intención seductora, y, por tanto, en ese caso, nos hallaríamos sumidos, hundidos hasta el cuello en los pantanos de la ficción.
Si tratásemos de hacer una relación de los cineastas, o al menos de las películas, que nos atreveríamos a caracterizar de poéticas aunque fuese en un sentido laxo y metafórico, sin duda empezaríamos muy pronto a encontrarnos con problemas de ardua solución. ¿Qué es poético? ¿Y qué lo sería, además, en un terreno como el cine, en el que, desde luego, no bastaría con que hablasen en verso los actores, ni con que se leyesen o contemplasen en la pantalla textos de tal naturaleza?
¿Cuáles serían los motivos, dado el riesgo inherente, que impulsarían a un cineasta a tratar de ser “poético”? Creo que fundamentalmente dos me parecen legítimos en grado sumo, y ambos conciben la poesía como una forma de “liberación”. Una corresponde al autor cinematográfico que aspira a esa libertad – a ser posible, total y absoluta, aunque sea con la contrapartida de aceptar desenvolverse dentro de los límites que impone un presupuesto y un rodaje de escaso coste–. La otra, al realizador que acepta encargos de todo tipo – institucionales, industriales, publicitarios, comerciales – y formato – de un spot o videoclip a un largo, pasando por todos los metrajes intermedios –, en los que, de alguna manera, intenta introducirse, que trata de aprovechar para sus propios (y tal vez inconscientes) fines y seguir elaborando una obra, a pesar de todo, personal, que al menos el director pueda reconocer como propia.
Resumen de la intervención en el Seminario “La Poética del Cine”, organizado por el Festival de Cine Europeo de Sevilla y la Universidad Hispalense (octubre de 2007)