lunes, 16 de septiembre de 2024

Moonlighting (Jerzy Skolimowski, 1982)

Con independencia de otros méritos, dos virtudes caracterizan, desde su primer guión —El cuchillo en el agua, que rodó Polanski en 1962— el cine de Skolimowski: el laconismo y la concisión. Son rasgos esenciales, quizá de su carácter —no olvidemos que fue al mismo tiempo boxeador y poeta—, desde luego de su concepción de lo que debe ser una película, especialmente encomiables ambos en tiempos como los que corren, tan dados a estirar temporalmente anécdotas mínimas o inexistentes, rellenando los huecos con efectos especiales, decorados alucinantes, discursos metafisicopolíticos, etc. Skolimowski nada a contracorriente, y se la está jugando, como todos los que no se someten a la dirección del viento dominante: nadie va a prestar mucha atención a una película que susurre en lugar de declamar, que sonría en vez de gritar, que desinfle en lugar de exaltar, que eluda la grandilocuencia plástica y verbal y la reemplace por las más nítidas y desnudas imágenes y por las medias palabras y los sobreentendidos. Y esto es, precisamente, lo que hace, aquí como ya en El grito (1978), o, mejor dicho, más aún y mejor en Trabajo clandestino: reduce la trama a su esqueleto, y no lo recubre ni adorna; simplemente lo observa con agudeza, ironía y —cosa notable— comprensión. Es evidente —por el tono de la película; por la voz interior, en primera persona, de Jeremy Irons; por lo que el propio Skolimowski, con cierto valor, confiesa en sus declaraciones a la prensa— que mucho de lo que la película muestra lo ha vivido el cineasta, y no en un papel brillante —ninguno lo es—, ni siquiera el (siempre, a la postre, agradecido) de víctima, sino en el más desairado y ambiguo, el más comprometido: el del capataz encarnado por Irons con exactitud y contención ejemplares. Esto hace que su conducta, reflejada sin paliativos, no sea objeto de una crítica externa y complaciente, sino que la censura venga desde dentro, mortificada pero implacable: Irons no es un ser intrínsecamente perverso, ni aprovechado, ni dictatorial; es, sencillamente, un jefe, un «responsable» que, con la mejor voluntad, manipula conscientemente a sus subordinados con el paternalista razonamiento de que «es mejor para ellos» no enterarse de que en su país ha habido un golpe de Estado, de que los militares han tomado el poder en nombre del pueblo, de que el sindicato Solidaridad —al que, al parecer, pertenecen todos menos el jefe en cuestión— ha sido ilegalizado, de que están cortadas las comunicaciones telefónicas y aéreas, de que, a lo mejor (o peor) no pueden volver..., así les ahorra las preocupaciones que él asume, pese a que nadie ha delegado en él y que le desvelan. Claro que no todo es filantropía: la tranquilidad que da la ignorancia les permitirá trabajar más y mejor, con lo cual el capataz, a su vez, quedará bien con su respectivo superior al cumplir la misión encomendada en el plazo previsto y con la deseable eficiencia; además, el preocuparse por su cuadrilla le ahorra tener que ocuparse de tomar decisiones inmediatas, quizá inconvenientes o inoportunas, y hacerse responsable de las mismas. Por añadidura, no puede descartar la posibilidad de desacuerdos entre sus hombres con respecto a la conducta a seguir, o de todos ellos frente a él, y el nerviosismo que provocarían en ellos las alarmantes noticias les haría, sin duda, menos controlables (pese a que reconoce haberlos elegido para tan peculiar misión, más que por sus habilidades profesionales por su escasa iniciativa y su considerable sumisión).

Vamos, que el interés general —de sus peones, de su jefe y el propio— aconseja prudencia y falta de información: así nacen, en principio, todas las formas de censura.

Que lo que esos tres obreros polacos y su capataz están haciendo en Londres sea ilegal en más de un sentido es otra cuestión. Además, podría defenderse con argumentos nacionalistas, aunque bien contrarios a la solidaridad internacional de clase propugnada por un Estado socialista. Porque resulta que, en última instancia, todos los polacos que intervienen en la operación se benefician de ella: el jefe de Irons —un burócrata con presumible puesto diplomático— consigue ahorrarse el 75 por 100 de lo que le costaría arreglar su casa londinense si encomendase el trabajo a obreros británicos (sin contar con que tal vez aproveche la ausencia de Irons para conquistar a la mujer de éste); los peones —y más aún el capataz—, a cambio de un riesgo menor y trabajar a destajo, ganarán en su mes de exilio lo que en Polonia requeriría un año, sin contar con las «primas» de rigor; sus familias padecerán (o disfrutarán) su transitorio alejamiento y conseguirán algunos bienes de consumo inasequibles en su país; el Estado —sin saberlo— se ahorrará divisas, al recibir en zlotys la mayor parte de su salario, y ya de vuelta, los obreros. Los únicos perjudicados serán los ingleses, a los que los inmigrantes clandestinos polacos están robando trabajo; pero, a fin de cuentas, son británicos, pertenecen a la CEE y no al COMECON, y viven en una sociedad capitalista, así que se lo tienen merecido, suponiendo que fuesen capaces de trabajar tan bien y tan deprisa como los polacos.

Con lo que no contaba nadie era con que Jaruzelski iba a hacerse con el poder que al Gobierno civil los sindicalistas de Walesa le estaban quitando de las manos. Porque el golpe militar del mes de diciembre de 1981 complica enormemente la situación de nuestros cuatro eficientes trabajadores bajo cuerda: aunque sólo el capataz lo sepa, hay que contar con la posibilidad de que el exilio se prolongue, lo que aconseja una política de austeridad inmediata y el consiguiente racionamiento de diversiones, caprichos y cerveza. Un leve fallo en la instalación de las cañerías produce un déficit imprevisto y catastrófico en su presupuesto, con lo que el capataz se ve forzado a aplicar todas las mañas de la picaresca. Ya se sabe que la necesidad estira los recursos y aviva la imaginación, cosa que conocen bien todos los exiliados —recuérdense los Diálogos de fugitivos, de Brecht, y el Dialogue d'exilés, del cineasta chileno, ahora francés, Raúl Ruiz—, así que nuestro culpable amigo Irons se va a convertir en ladrón, hasta terminar por cogerle gusto.

Esta película, enormemente política —mucho más, en el fondo, aunque a la chita callando, que El hombre de mármol, El director de orquesta y El hombre de hierro juntas, y tiene bastante que ver con las tres obras de Wajda citadas; aunque sea en clave metafórica, plantean cuestiones semejantes, cuando no idénticas—, es también considerablemente divertida. No llega a ser una comedia ni —como el principio puede hacer pensar, con sus tropiezos y su ritmo de corto chapliniano mudo— un film cómico, pero es una fábula humorística, emparentable con las visiones menos angustiosas y sombrías de Kafka, con algunos breves relatos de Borges, con las lúcidas disecciones de George Bernard Shaw, con algunos apólogos de G. K. Chesterton. Todo ello gracias a una falta de pretensiones sorprendente, a una economía de medios —más que escasos, los adecuados a sus modestas necesidades— que parece haber influido a los actores, al fotógrafo y al narrador que lleva dentro Skolimowski y gracias, sobre todo, a unas dotes de observación de los gestos de las personas, que el cine de los últimos tiempos parece poco dispuesto, sobre todo en Europa, a aprovechar —si salvamos al difunto Tati y al inactivo Bresson— y que permiten al cineasta que las posee y aplica con inteligencia descubrir por sí mismo y mostrar a los demás, sin necesidad de inyectársela, la comicidad inherente a todas las situaciones por apuradas o dramáticas que sean. Esa visión humorística hace posible que el cineasta no caiga nunca en la tentación de demostrar lo que afirma, ni en la de hacer retórica de plañidera, además de servirle como un foco que ilumina con mayor claridad el funcionamiento de las personas y las organizaciones sociales.

En Casablanca nº 27 (marzo de 1983)

miércoles, 11 de septiembre de 2024

Bhowani Junction (George Cukor, 1955)

Pese al empleo episódico de ciertos recursos expresivos indignos de un cineasta de su categoría —planos inclinados, voces en off obsesivas— y las mutilaciones perpetradas por la productora y algún censor, Cruce de destinos es una de las películas más ambiciosas y apasionantes que ha rodado Cukor. Ambientada en un momento crucial —1947— de la lucha por la independencia de la India, tiene su centro en el personaje escindido de Victoria Jones (Ava Gardner), hija de inglés e india que no ha logrado elegir entre las dos razas, las dos civilizaciones de que procede, y que tampoco puede vivir siendo las dos cosas al mismo tiempo, y menos aún cuando las circunstancias históricas la obligan a tomar partido: la que está partida es ella, presa de incertidumbres y sometida a insoportables presiones.

Como tantas otras películas de Cukor, Bhowani Junction cuenta la historia de una mujer en busca de su identidad, drama que el cineasta expone sin discursos, de la forma más sutil y más reveladora, a través de una serie de cambios de hombres y vestuario que delatan la indecisión, las vacilaciones y los arrepentimientos de la heroína: con su prometido anglo-indio viste de uniforme, lo mismo que él; cuando trata de ser solamente india y casarse con un hindú, se pone un «sari»; cuando sale con el militar inglés encargado de la retirada en orden de las tropas, adopta ropa occidental y civil. Pero esa tentativa de adecuación camaleónica a sus sucesivas opciones no resuelve, por superficial, lo contradictorio de su situación: con el indio va al cine «inglés», a ver China Seas, mientras que el coronel Savage (Stewart Granger) la lleva a fiestas y restaurantes indígenas, con lo que la integración mediante el vestuario y la compañía masculina se revela imposible; tanto en un lugar como en otro, su presencia llama la atención, y ella se siente «ajena» (cuando no «intrusa») en cualquier parte. De todo este proceso (del sacrificio del novio anglo-indio para impedir que unos extremistas vuelen el tren en el que viajan Ghandi y Nehru, de la incapacidad de Victoria para asumir la religión de su pretendiente indio, de la desconfianza de la familia de éste) nos informa la película —como siempre en Cukor, fragmentariamente— mediante un largo flashback en el que Savage explica a su superior que pide el retiro para volver a la India y casarse con Victoria, que no ha querido dejar su país (ni afrontar las pruebas de su integración en la sociedad británica), pero parece dispuesta a aceptar, con él, lo que tiene de inglesa. Es decir, que por fin ha optado por vivir en la encrucijada.

Lástima que los cortes hagan que esta pasión no pueda ser contemplada en su plenitud, sino sólo entrevista: de otro modo, es muy probable que Bhowani Junction hubiera sido la más carnal de las películas de Cukor, superando incluso —en este terreno— a Ricas y famosas.

En Casablanca nº 27 (marzo de 1983)

lunes, 9 de septiembre de 2024

París-Tombuctú (Luis García Berlanga, 1999)

Lo siento por lo que sospecho que revela de nuestro querido y admirado Luis García Berlanga, casi siempre de aspecto jovial, jugando unas veces a despistado, otras a provocador, otras a desengañado y casi siempre a la vez irónico y bromista más que tétrico y apocalíptico, pero, por causas que para mí son manifiestas y sensibles, pero muy difíciles de verbalizar o escribir, y más aún de demostrar, tengo la impresión, mientras las veo aún más físicamente que luego, una vez terminada la proyección, cuando las rememoro y pienso acerca de ellas, que sus dos películas más personales, más íntimas y - dentro de lo poco que a él le cuadran ambas disposiciones de ánimo - más "confesionales" y "testamentarias", para emplear la jerga al uso, son precisamente las dos más hondamente pesimistas - y no sólo social y colectivamente desesperanzadas, sino también individualmente: tampoco hay salida para el que se aísla, se encierra o se evade - de toda su filmografía, Tamaño natural o Grandeur nature (1974) y París-Tombuctú (1999). Ambas carecen, por supuesto, de la negrura plástica y sociológica - tan de la época gris marengo que ilustran - de Plácido (1961) y El verdugo (1963), pero también les falta su humor negro y su espíritu de rebeldía y de confrontación. En estas dos, el enemigo está también dentro de uno, y bajo su aire y tono ligero, festivo en ocasiones, incluso "fallero" en la más reciente, hay una amargura reconcentrada que resulta más dramática, incluso trágica, que divertida, por mucho que Berlanga siempre finja no tomarse las cosas del todo en serio y rehúya como el gato el agua toda tentación o incluso apariencia de solemnidad o trascendencia, y prefiera hacer chascarrillos y tracas ruidosas que apuntarse al sentimiento trágico de la vida, al existencialismo o al nihilismo. Pero si Plácido y El verdugo derraman grisura, cuando no directamente negrura, en las dos películas que acerca también la presencia protagonista de Michel Piccoli, extraño "alter ego" berlanguiano que exhibe en su cuerpo, y no sólo en su actitud, el cuarto de siglo que separa ambas, las cosas que han pasado - y lo que ha cambiado el mundo - y el tiempo transcurrido - y lo que han envejecido el personaje y el actor -, con lo que quedan menos tiempo y menos energías, y por tanto aún menos esperanza.


No soy capaz de expresarlo, pero mientras las veo, siento que Berlanga, mudamente, a través de las imágenes, de la historia, del ritmo, del movimiento, de la música, de los actores, me está susurrando en primera persona lo que piensa sobre el mundo, sobre la gente, sobre la vida. Y siento por él que su visión se me antoje tan pesimista, tan misantrópica, tan no ya escéptica sino negativa. Y sospecho que no me equivoco del todo al interpretarlas como radicalmente personales, porque da la casualidad de que son las dos películas suyas que Berlanga prefiere, valoración que comprendo, en función precisamente de ese carácter personal, pero que no comparto.

Texto preparatorio para una presentación en el ciclo “Las generaciones del cine español”, organizado por la Sociedad Estatal España Nuevo Milenio. Escrito el 21 de diciembre de 2001.

viernes, 6 de septiembre de 2024

La serie del Dr. Mabuse

Curiosamente, el Dr. Mabuse adquirió una cierta reputación mítica muy pronto, no sé si debido a las aventuras concebidas por Norbert Jacques – tampoco más fantásticas ni pintorescas que las llevadas al cine por Louis Feuillade en los seriales dedicados a Fantômas, Judex, Les Vampires o Tih-Minh – o por el díptico terminado en 1922 por Fritz Lang bajo el nombre global de Dr. Mabuse, der Spieler: Der grosse Spieler-Ein Bild der Zeit e Inferno der Verbrechens-Menschen der Zeit (El doctor Mabuse), a partir de guiones de su entonces esposa y constante colaboradora Thea von Harbou. Y lo encuentro curioso porque no parece, al volver a ver esas dos películas iniciales, un criminal tan peligroso, omnipotente, ominoso e imaginativo como el que surge ¡once años más tarde! en la muy extrañamente tardía – no parece dictada por el afán de prolongar o repetir un éxito de taquilla - secuela, ya sonora, Das Testament des Dr. Mabuse (1933), que se convertiría en su último film alemán durante un cuarto de siglo, y en su actualización postrera en Die 1000 Augen des Dr. Mabuse (1960), que nos ha quedado como involuntario testamento de Lang, ya que no logró realizar ninguno de los varios proyectos fascinantes que acarició; entre ellos, su visión de Dr. Jekyll & Mr. Hyde, que hubiera sido otro remake de Jean Renoir, tras los de Scarlet Street (Perversidad) en 1945 y Human Desire (Deseos humanos) nueve años después.

Al revisar hoy el primer Mabuse sorprende, sobre todo, su modernidad cinematográfica, que permite olvidar de inmediato que se trata de un film mudo. No sólo por su frescura y agilidad como narración, y su impecable y cambiante sentido del ritmo, a pesar de los casi 95 años transcurridos, ni por la calidad fotográfica deslumbrante de sus imágenes, que en una buena copia asombra ahora que estamos desacostumbrados a la gama casi infinita de grises posible entre el blanco y el negro más contrastados cuando se iluminaba con arcos y se usaba el soporte de nitrato de plata, sino por el empleo constante, funcional y lógico, dramático y no espectacular, de la profundidad de campo, que junto a la precisión de cada encuadre muestra hasta qué punto ya entonces (total, era su sexta película como director) dominaba Lang los recursos de su oficio.

Hay algo – mejor dicho, hay más de una razón – que hace que estas primerizas maquinaciones y tropelías del siniestro y delirante Mabuse encarnado por Rudolf Klein-Rogge (primer marido de Thea von Harbou y muy frecuente intérprete del Lang alemán) resulten fascinantes e intrigantes, más que inquietantes, que es en lo que se convierten como eco o reflejo insinuado, apenas velado, del nazismo circundante cuando este ha pasado de ser una idea minoritaria a estar al borde de hacerse con el poder, proceso ya consumado al término del montaje y que impide que Das Testament des Dr. Mabuse llegue a estrenarse en Alemania. Es de nuevo Klein-Rogge – ya definitivamente demente y genio del mal – quien planea las tramas, más ambiciosas y complejas, más terroristas, del redivivo Dr. Mabuse, al que toman por recluso de un manicomio cuando finge estar en su cuarto mediante un hábil dispositivo sonoro de simulación.

El juego de las apariencias tan central a todo el cine en general, y muy particularmente al de Fritz Lang, multiplica la complejidad de la segunda incursión de Mabuse, al mismo tiempo que el uso inventivo del sonido (ya aprovechado por Lang desde M (M, el vampiro de Düsseldorf, 1931) permite a Lang agilizar todavía más su perfecto dispositivo expositivo-narrativo, que avanza ya como una máquina imparable. Es lástima que durante años haya tendido a circular más que la versión original alemana la francesa que, además del cambio de lengua y de algunos actores, había sido “abreviada” de dos horas a hora y media a costa de su coherencia y de su ritmo, lo que ha hecho, para mí de otro modo algo inexplicable, que tenga peor o menor fama que el díptico de 1922.

Con todo, si aún 1933 marca precisamente la frontera final del periodo considerado generalmente como el de grandeza del cine alemán (suponiendo su arranque hacia 1919, con Das Kabinett des Dr. Caligari (El gabinete del Dr. Caligari, de Robert Wiene), menor aún ha sido la reputación del tercer advenimiento del Dr. Mabuse, pues en 1960, fecha de la que data Die 1000 Augen des Dr. Mabuse (es decir, “Los mil ojos del Dr. Mabuse”, fascinante y revelador título aquí empobrecido al muy vulgar Los crímenes del Dr. Mabuse), anterior incluso al Manifiesto de Oberhausen e incluso a los antecedentes embrionarios de un presunto “Nuevo Cine Alemán”, nadie otorgaba la menor credibilidad a una película producida en ese país. Para colmo, y aunque hoy pueda parecer increíble, por entonces la crítica dominante había decretado, en general desde su paso por Estados Unidos, o en algunos casos desde el final de la II Guerra Mundial o como poco desde mediados de la década de los 50, la decadencia casi sin excepciones de todos los grandes cineastas del mudo y de los años 30, que se consideraban – pese a no ser muy viejos – pasados de moda, repetitivos, debilitados o acabados: Fritz Lang, Jean Renoir, John Ford, Max Ophuls, Alfred Hitchcock, Frank Capra, Josef von Sternberg, Charles Chaplin, Frank Borzage, Cecil B. DeMille… sólo se libraron los muertos (como Ernst Lubitsch), o los olvidados o nunca aún prestigiados (Howard Hawks, Leo McCarey, William A. Wellman, Henry King, Allan Dwan, Tod Browning). En el caso de Lang, y aparte de que muchos considerasen que había decaído desde su primer film americano, Fury (Furia, 1936), y más todavía a medida que su estilo se hacía menos emparentable con el expresionismo (y nunca lo fue mucho) y más “invisible”, como sucedió ya en los años 40 y aún más acusadamente en el decenio siguiente, hay que recordar que sus últimas películas americanas o no se estrenaron en Europa (Moonfleet, Los contrabandistas de Moonfleet, 1955) o fueron despreciadas casi unánimemente (Human Desire, 1954, y más todavía While the City Sleeps, Mientras Nueva York duerme, y Beyond A Reasonable Doubt, Más allá de la duda, ambas 1956), por no mencionar los vituperios y las burlas mayoritariamente dedicadas a su primer regreso a Alemania, con el díptico hindú Der Tiger von Eschnapur-Das indische Grabmal (El tigre de Esnapur-La tumba india, 1958), un “retorno a los orígenes” con algo de revancha en el que también puede inscribirse la vuelta a Mabuse. Vuelta a los comienzos que sirvió, naturalmente, para ratificar esa idea de que los cineastas nacidos a finales del s. XIX ya no eran, a mediados del XX, "contemporáneos", sino que estaban anticuados y se aferraban nostálgicamente a la tentativa de repetir sus éxitos pretéritos (obsérvese que en muchos cineastas se dio una tendencia acusada a revisar, corregir y mejorar películas anteriores, a menudo de los años 30 o 40, durante los años 50 y 60: además de Lang, Hitchcock, Ford, Capra, McCarey, Renoir, DeMille, Walsh, etc.). Olvidando, naturalmente, esos críticos, que casi siempre, en una y otra época, había implícito un comentario, más o menos crítico, acerca de los años en que se había rodado cada versión de esas historias iguales o muy semejantes). En el caso de Lang, ya hemos visto como Goebbels y otros jerarcas nazis detectaron hostilidad hacia ellos en el Mabuse de 1933. Y yo no puedo dejar de ver en el Mabuse de 1960, y se entendería como explicación de su rechazo, la visión desencantada y decepcionada de Lang acerca de la tan loada Alemania del "milagro económico", interesada más que nada por el dinero y sumamente "americanizada".

Terrible paradoja, puesto que, dado que cabe considerar a Lang como el más nítidamente evolutivo de los grandes cineastas, son las obras despojadas de los años finales generalmente sus más asombrosas cumbres, a pesar de que desde muy pronto haya en su filmografía destacadísimas obras maestras (desde Der müde Tod, La muerte cansada, 1921). Aunque el díptico mabusiano estrenado en 1922 sea ya magistral en todos los sentidos, y probablemente, tras Spione (Espías, 1927), la película culminante de su periodo mudo, y Das Testament des Dr. Mabuse la mejor de cuantas hizo, en Alemania o en Hollywood, durante los años 30, tengo hoy personalmente su Mabuse definitivo como uno de los tres máximos logros de una de las carreras cinematográficas más repletas de ejemplos admirables de toda la historia del cine.

Nuevamente, como en las dos anteriores manifestaciones mabusianas, tenemos un guión admirablemente pensado, construido y estructurado arquitectónicamente, en el que una escena conduce a otra y la narración avanza, no sin meandros, pero implacablemente. Frente a los dos Mabuse iniciales, en el fondo el mismo, más espectacularmente histriónico y ególatra – como lo sería Hitler -, aunque siempre irresistiblemente aficionado a la ocultación y el disfraz, el Mabuse de 1960 se acerca más al anonimato y a la estrategia más sigilosa de permanecer en la sombra, más inclinado a ver y vigilar a los demás que a ser visto y llamar excesivamente la atención, aunque sus golpes sean más graves y globales que los de sus precursores, sin duda por los avances tecnológicos (con un sentido de la anticipación que hace que, casi sesenta años después, la película no resulte todavía excesivamente anticuada, sino un plausible anuncio de realidades actuales) y por el hecho mismo (no poco significativo) de que el Mabuse más reciente no sea en realidad el auténtico Dr. Mabuse originario, ni el mismo que unos años antes ni siquiera un heredero, sino un imitador, un admirador, un discípulo, que ya se oculta tras la máscara del Dr. Mabuse lo mismo que tras las del Dr. Jordan y el vidente Cornelius, y que coquetea, osada y un tanto juguetonamente, con la proximidad y hasta el trato social tanto con sus víctimas como con sus perseguidores policiales, en eso fiel al carácter de “jugador” con que desde su primera aparición se definió al personaje.

La precisa y prodigiosa edificación del relato, ligada siempre a lo que podríamos llamar sus implicaciones morales, “filosóficas” y hasta, si se quiere, “metafísicas” (la reflexión sobre el poder, la ambición, la maldad, el control, o el posible empleo abusivo del propio dispositivo cinematográfico-televisual, que sigue presente en noticias de 2016), que son una constante tanto en estas como en casi todas las otras películas de Fritz Lang, se traduce, como es habitual en él, en una aún más precisa y meditada construcción de cada plano, que nos recuerda el escándalo de que hoy el cine parezca haber abandonado u olvidado varios de sus recursos expresivos más definitorios y esenciales, presentes desde su origen y que fueron desarrollados y perfeccionados durante casi un siglo para que hoy, sin embargo, parezcan haber sido arrinconados: el tamaño – ampliado con respecto a la realidad, lo que en inglés se llama bigger tan life – de las imágenes y, sobre todo, porque esto es también objeto de una decisión primera en las otras artes visuales del espacio, como la pintura y la fotografía, el encuadre, los límites y bordes que definen y acotan los fragmentos del todo espacial que van a ser seleccionados y utilizados expresivamente en cada uno de los planos con los que se construye una escena o una secuencia (y da lo mismo que se trate de un solo plano o de cien, y de que se trate de un encuadre fijo o de una sucesión de encuadres provocada por desplazamientos de la cámara sumadas al movimiento de los actores). Por eso también serían los Mabuse – todos ellos – “películas de texto” básicas para quien quiera hacer un cine inteligible.

En “Fritz Lang Universum”. Madrid : Notorious, diciembre de 2016.

miércoles, 4 de septiembre de 2024

Holiday (George Cukor, 1938)

Lew Ayres, Katharine Hepburn, Cary Grant, Edward Everett Horton y Jean Dixon interpretan unos personajes adorables, locos maravillosos, «ovejas negras» ejemplares, queribles como pocos. Sólo por eso, esta película sería inolvidable. Pero hay más: esos chiflados —que no tienen nada de irresponsables, que están a punto de ceder al «buen sentido» y echarlo todo a perder— triunfan, en uno de los finales felices más necesarios de todo el cine americano. Cualquier otro desenlace hubiese sido traición; que la victoria hubiera sido fácil, una invitación a la ceguera. Por eso, Vivir para gozar es, alternativamente, tan dramática como A Bill of Divorcement (1932) y tan hilarante como The Philadelphia Story (1940), dos Cukor con los que tiene mucho que ver, y supera en complejidad, emoción, fluidez y empuje proselitista a otra de las grandes comedias, rodada el mismo año y con los mismos protagonistas, Bringing Up Baby, de Hawks: cubre más terreno, y más a fondo. Lo que equivale a decir que considero Holiday una de las más geniales películas de Cukor y una de las dos o tres mejores muestras del género.


Todo en ella es perfecto. Los elementos —del guión al último intérprete— eran inmejorables, y Cukor, más inspirado que nunca, supo sacarles el máximo partido. De su origen teatral se olvida uno a los pocos minutos: la libertad en la dirección de actores sólo puede compararse con la que inspira los movimientos de cámara, siempre funcionales y elegantes, necesarios para contagiar al espectador las ansias de libertad, el desdén hacia la rutina, la búsqueda de la felicidad de los personajes y, de paso, implícitamente, el apego que siente Cukor por ellos y que, lógicamente, quiere hacernos compartir. Actores y cineasta se alían para producir en el espectador una sensación de saludable embriaguez que permita ver mejor que de costumbre, con más claridad, lo que de verdad sucede, lo que realmente son las personas. Por eso la clave de la película no es ninguno de los protagonistas, sino un personaje un poco marginal, descentrado, el que encarna Lew Ayres, que es el primero que se percata, gracias a la bebida, de lo que ocurre a su alrededor, de lo que sienten los demás.

En Casablanca nº 27 (marzo de 1983).

lunes, 2 de septiembre de 2024

Rodeadas de soledad

Rich and famous (George Cukor, 1981)

Ser ricas y famosas. Ese fue su deseo común de adolescentes, sin duda, lo que soñaban cuando se hacían confidencias en el cuarto que compartían en Smith College hasta 1959. Luego, una de ellas, la sureña Merry Noel (Candice Bergen), se fugó para casarse con Doug Blake (David Selby), que antes había salido con Liz Hamilton (Jacqueline Bisset); a cambio, en uno de esos misteriosos traspasos de objetos a que tanta afición ha tenido desde el mudo el cine americano (cargados de sentido sin ser simbólicos), le da su oso de peluche, que Liz conservará siempre.

No sabremos nada de ellas hasta diez años después. Para entonces, Liz se ha convertido en una novelista profesional: no es rica ni célebre, pero su primer libro —a la espera de un segundo que tarda en concluir— le ha valido un cierto prestigio. Merry Noel Blake tiene una niña, vive cerca de Hollywood y ha vuelto a soñar con el dinero y la fama. En sus ratos de ocio —que se adivinan largos y frecuentes— ha escrito una novela de cotilleo apenas enmascarado, que se empeña en leerle, hasta el amanecer, a su amiga. Entre copa y copa, Liz se pregunta «¿Por qué siempre acaban solas?». «¿Quién?», interroga Merry. «Esas mujeres, en esos relatos», responde su antigua compañera de estudios, que acaba de plantear la gran cuestión que Cukor trata de responder con esta película, como antes con otras (A Star is Born, The Chapman Report, por ejemplo).

Porque Rich and Famous no es, como se ha dicho y escrito, la historia de dos amigas (ni siquiera cuenta una historia) ni una película sobre la amistad. Poco sabemos de la que existe entre estas dos mujeres, que se da por supuesta al comienzo y de la que apenas entrevemos los reencuentros claves durante los veintidós años siguientes: no parece que se vean a menudo —suelen vivir en extremos opuestos del país—, y no siempre su relación está presidida por la confianza y el afecto; si su amistad perdura —pese a rivalidades de todo género y a lo distintas que son— es, más que nada, por conservar algo a que aferrarse —como el oso, la botella, los blues de Bessie Smith, algún hombre o el éxito, el reconocimiento crítico, la hija— cuando lo demás falla (y casi todo falla), un poco por fidelidad a los recuerdos de juventud y otro poco, quizá, porque apenas se tratan, lo que evita que se planteen realmente los conflictos. Como tantos personajes —femeninos o no— de Cukor, las protagonistas de Rich and Famous se encuentran atrapadas en la incómoda frontera que separa —para utilizar la expresión de Luis Cernuda— «la realidad y el deseo», una encrucijada en la que, antes o después, lo que más abunda es la soledad. No ya esa soledad final de las heroínas de ficción que comentaba Liz —y que el último plano de la película parece negar, durante un instante al menos—, sino una soledad constante, pegajosa, omnipresente, que envuelve a las de esta película concreta, escena tras escena, igual que cercaba a Judy Garland, a Jane Fonda, a Claire Bloom, a Katharine Hepburn, a Ava Gardner, a tantas otras protagonistas cukorianas. Una soledad «palpable», que se «masca», que «se puede cortar» en cada plano, en cada encuadre, pues Cukor —pese a su tendencia a atisbar de cerca, sin acosar pero implacablemente, la intimidad de esas mujeres— incluye en nuestro campo de visión no ya su entorno, el «marco» que las arropa, protege o revela, sino el «hueco», el espacio vacío, la zona de penumbra —por mucha luz que haya— que existe siempre entre ellas y ese decorado (sea su casa o un hotel, un avión o un bar, estén en territorio propio o ajeno, propicio u hostil).

Para comunicarnos esta sensación desasosegante y angustiosa —con una intensidad que parecía perdida para el cine desde hace años—, Cukor no necesita contarnos una historia particularmente dramática (Rich and Famous no es en absoluto un melodrama, pese a que Jacqueline Bisset recuerde, en ocasiones, a la sublime Dorothy Malone de Escrito sobre el viento), ni recurrir a diálogos explicativos o tesis generalizadoras —no en vano ha hecho una película, la admirable Confidencias de mujer, para demostrar que no le interesan las estadísticas, sino los casos individuales, lo particular de cada vida privada—; nunca fue su estilo, pero en la que se ha convertido en su última película le hacía todavía menos falta: le bastó siempre —o por lo menos desde hace mucho tiempo— con unos actores adecuados y una cámara, de modo que a los ochenta y dos años, con casi cincuenta películas en su haber, no iba a cambiar de método. Eso sí, parece evidente que este encargo —de Jacqueline Bisset, convertida en productora— le interesó particularmente, y que volcó en él no sólo su «oficio» —como en The Blue Bird o The Corn is Green-, sino toda la sabiduría conquistada a lo largo de su dilatada y fértil carrera como director, como observador apasionado, lúcido y penetrante, pero afectuoso y solidario, de un buen número de personajes femeninos, ficticios o reales (las actrices).

Sucede, sin embargo, que cuando un cineasta llega a dirigir con tanta soltura y sencillez, con esa aparente falta de esfuerzo, hay gente que cree que eso está al alcance de cualquiera y no tiene mérito. Se confunde la ausencia de efectismos y pretensiones con la rutina, el desinterés o la entrega a lo convencional, olvidando que a cierta edad, y a esa altura de su carrera, los directores no necesitan demostrar nada a nadie, ni siquiera a sí mismos, que no se creen obligados a parecer originales ni a llamar la atención, ni siquiera a rodar «obras maestras». Se «contentan» con hacer su trabajo lo mejor que saben, y saben mucho: por ejemplo, lo que no llevan camino de aprender los numerosos practicantes de un «naturalismo de lujo» (buenos o malos) que hoy triunfan en Hollywood (Alan Parker, Paul Mazursky, Robert Redford, Mark Rydell, Robert Benton, etc.). Pero ese «saber» no tiene nada de convencional, y así resulta que todavía asombra o desconcierta el carácter escasamente narrativo, fragmentario, brutalmente elíptico y zigzagueante de las películas de Cukor, pese a que llevaba unos treinta años desentendiéndose de las historias para centrar toda su atención en la intimidad de los personajes. Sólo eso explica la frialdad con que se ha recibido la película (pese a cierta cortesía «mortis causa»), cuando hace años que no se veía una película comparable. Tal vez estemos demasiado acostumbrados al predominio de lo superfluo y a la mediocridad para reconocer lo esencial cuando, inesperadamente, llega hasta nosotros. El caso es que Cukor sabía muy bien lo que de verdad es necesario y lo que es prescindible, y se atrevía a no dar más que lo primero, y eso con generosidad, elegancia, precisión y economía. Sabía, por ejemplo, que —por lo menos en sus manos— los actores (no sólo las actrices) pueden decir o dar a entender en cada momento cuanto es pertinente con su respiración, con un gesto apenas perceptible, con una mirada, y que su cámara —colocada estratégicamente en un punto determinado por la intuición y la experiencia— era capaz de registrar con insobornable fidelidad esos leves movimientos, esos parpadeos disimulados, esas turbulencias subterráneas que revelan lo que sucede en los personajes. Por eso Rich and Famous supone el retorno, tras una larga ausencia, y en todo su esplendor (olvidado por unos y desconocido para otros), del cine de miradas: las de los personajes, por supuesto, pero también la que el cineasta dirige hacia todos ellos, penetrante y comprensiva, llena de una insaciable curiosidad que no se detiene ante nada; por eso a veces se siente horror, o vergüenza, al contemplar ciertas escenas.

Rich and Famous no es, quizá, una película innovadora, pero tampoco pertenece al pasado. Es estrictamente contemporánea, y eso la hace más moderna que la mayoría de las rodadas en los últimos años, salvo excepciones aisladas, como Sauve qui peut (la vie) o Loulou; demuestra la asombrosa capacidad de Cukor para alcanzar, mediante la estilización, la veracidad, por lo que me hace pensar en el mejor y más íntimo Rossellini, el de finales de los años 40 y la primera mitad de los 50: algo ya intuible en The Chapman Report, y que Rich and Famous pone de manifiesto. Ejemplar culminación de una carrera brillante pero irregular, Rich and Famous debe ser la obra maestra dirigida por un hombre más viejo de toda la historia del cine.

En Casablanca nº 27 (marzo de 1983).