viernes, 28 de junio de 2024

Entrevista con Gonzalo Suárez

NUESTRO CINE—Empecemos por el principio: ¿cómo se le ocurrió hacer cine? ¿Quizá porque no le satisfacían las películas que se habían realizado a partir de novelas suyas?

GONZALO SUAREZ—Siempre se me hace esta pregunta, y la verdad es que yo mismo no sé bien todavía por qué hago cine. Es algo que surgió de pronto, como algo inevitable, casi sin darme cuenta. Diría que por casualidad, si no fuera porque no creo en la casualidad. Hubo una serie de cosas que produjeron una eclosión, y sentí que debía hacer cine.

N. C.—Pero tenía afición al cine, ¿no? ¿Iba mucho?

G. S.—Sí, desde pequeño. Siempre me ha gustado mucho, pero no sé bien por qué me puse a hacerlo. Acababa de escribir "El roedor de Fortimbrás " en un pueblecito de Normandía, cerca de Dieppe, y me sobrevino una sensación de vacío. En un principio, no entendí lo que había sucedido. Ahora ya conozco esa sensación. Sobreviene cuando el hombre toma contacto con algo esencial que es a la vez el final de una etapa. Pero todo final es un principio. En realidad, aquel libro podía considerarse mi primera película. Ni siquiera era un guión, sino una película realizada con letra impresa.

N. C.—Esto es lo que dice Yelena Samarina casi al final de Ditirambo: "escribirla en el tiempo y en el espacio, sin condenarla a las muertas páginas de un libro".

G. S.—Sí. Manipular elementos reales, proyectarlos fuera de uno mismo. Este es el procedimiento utilizado por los hombres para crecer.

N. C.—Los guiones de sus películas, tanto sus dos cortometrajes como Ditirambo, ¿estaban ya escritos como cuentos o novelas, o nacieron como películas?

G. S.—No, ninguno existía previamente. En realidad, no hago diferencia entre escribir una novela y rodar una película, no me lo planteo de forma diferente. Para mí resultaría tan absurdo sacar una película de un libro ya escrito como escribir un libro sobre una película ya realizada.

N. C.—En su novela Rocabruno bate a Ditirambo, usted dice que su primer corto, Ditirambo vela por nosotros, es un prólogo a la novela. En este sentido se podría decir que la novela es, a su vez, un prólogo de Ditirambo.

G. S.—Yo diría que todo lo que he hecho es un prólogo. No hago más que prólogos. Voy a realizar diez películas y será el prólogo de lo que va a venir.

N. C.—Ditirambo, en lo que se refiere al argumento, a las peripecias, ¿está improvisada o, por el contrario, hizo un guión, o al menos un relato literario sobre el que trabajar?

G. S.—Había un guión literario, que me hacía falta como algo concreto para conseguir el dinero, el permiso de rodaje, etc. En los cortos y el Doctor Faustus no hay guión. Pero tampoco hay improvisación en el sentido que se suele dar a la palabra. Veo algo, un núcleo del que estoy muy seguro, y que no cambia, y a partir de ahí va surgiendo el resto, se va desarrollando la película. De esta manera, sin escribir el guión hay más alicientes, más libertad, y hacer una película se convierte en una aventura que me entusiasma.

N. C.—Es lo que dice Godard.

G. S.—Sí, y es verdad para mí. Por ejemplo, Doctor Faustus es una película que sentí que tenía que hacerla, y la hice como pude. Estaba escribiendo un libro (La zancada del cangrejo) y un guión (Aoom), y de pronto sentí que tenía que hacer Doctor Faustus. En cambio, con Aoom, un proyecto que quizá haga en Normandía, ya tengo menos gana de hacer la película, está escrita, y se trataría, por tanto, de realizar un guión, más que de hacer una película. Ya está creada, solo falta rodarla.

N. C.—Una cosa sorprendente de Ditirambo es, aparte de otros valores más importantes, lo bien hecha que está, técnicamente. ¿Como ha aprendido tanto, sin haber estudiado en la E.O.C., ni haber sido ayudante? Porque sólo había dirigido los dos cortos, que también estaban muy bien hechos, aunque El horrible ser nunca visto se ha quedado sin sonorizar.

G. S.—Sí, yo también creo que Ditirambo está bien hecha. Ahora corregiría algunas cosas, claro, y lo mismo haría con mis novelas: al pasar el tiempo uno ve defectos, o haría otra cosa. Pero quizá, pensándolo bien, no cambiaría nada, porque también los errores hacen de las cosas lo que son. Y sin sus defectos Ditirambo no sería la misma película, sino otra. Ganaría unas cosas, pero perdería otras. En cuanto a la técnica, que, en efecto, no he aprendido en ningún sitio, es muy importante, pero no es un problema. La técnica siempre corre detrás de aquellos que saben lo que quieren hacer, y lo importante es no dejarse nunca alcanzar. Cuando un artista es alcanzado por la técnica ya no podemos esperar de él nada nuevo. No me planteo la técnica como un problema. Voy a lo esencial, con mucho rigor, procurando hacer las cosas de la forma más sencilla, más directa. Es lo que decía antes del núcleo: tengo una idea central clara e inmutable, que entiendo, y según voy entendiendo las cosas, las voy viendo, las hago. Nunca hago nada que no entienda, que no me parezca necesario. Estoy abierto, a la expectativa, a ver qué surge. A veces no sé bien lo que voy a hacer, y entonces procedo por eliminación, porque sí sé lo que no debo hacer, hasta que llego a entender lo que tengo que hacer y lo hago. Confucio preguntó a uno de sus discípulos: "¿Tú crees que soy un hombre que sabe muchas cosas y las recuerda de memoria o que sólo sé una cosa y me sirve para todas?" Pues bien, yo tengo un núcleo que me sirve para todo.

N. C.—Actúa, pues, intuitivamente.

G. S.—En la medida en que la intuición es el único vehículo de conocimiento posible para abordar lo nuevo. Pero, antes de dejarme llevar, debo entender lo intuido.

N. C. Otra cosa que está muy bien en Ditirambo es que, siendo una película profundamente moderna, no hace "gestos" de modernidad, no pregona lo moderna que es, no recurre a ningún efecto que pueda pasar por signo de modernidad, no hay apariencias externas de modernismo, ni líos temporales ni trucos de montaje. Es modesta y sencilla.

G. S.—Es que la profundidad está precisamente en el fondo, y es absurdo ponerla en la superficie, porque entonces ya no es profunda. Sería como poner un árbol con las raíces donde debe estar la copa. Ditirambo es una película muy rigurosa. Nunca haga nada arbitrariamente, sin motivos, para lucirme. Procuro ser directo, y no imponerme entre la película y el espectador. Es curioso que, sin embargo, en ciertos sectores la película ha caído muy mal, y a otras personas les ha defraudado. Creo que Ditirambo es una película muy difícil en la medida precisamente en que no lo parece. Ahí también radica su novedad.

N. C.—Entre las personas decepcionadas es frecuente que la encuentren demasiado "profesional" con respecto a los cortometrajes, que les parecen más "libres". Estas personas suelen preferir, además, El horrible ser nunca visto, que a mí me parece menos bueno que Ditirambo vela por nosotros.

G. S.—A mí, también. Además, El horrible ser nunca visto no está sonorizado, precisamente porque no me interesa, si no ya hubiera conseguido acabarla del todo.

N. C.—Otra cosa importante de sus películas es que, si dejamos aparte a Buñuel, son las primeras españolas que presentan un mundo personal y coherente, que es, además, el mismo que el de sus novelas. El horrible ser nunca visto, pese a estar como cuento en Trece veces trece, queda un poco al margen, es menos necesaria para conocerle a usted.

G. S.—Lo hice porque tenía una cámara y película, podía hacerla, me era útil trabajar un poco, pero no me importaba realmente, no me hacía falta hacerla.

N. C.—Uno de los varios niveles de Ditirambo, quizá el más importante, es que la película es una reflexión sobre la ficción. En este sentido, me parece que es erróneo considerar que Ditirambo le representa a usted, aunque es fácil pensarlo, dado que usted mismo interpreta al personaje, y le da sus rasgos físicos y, en cierta medida, su carácter. Creo más bien que usted está representado por el personaje de Yelena Samarina, la viuda del escritor Julio Urdiales, que al final resulta ser la "autora", la que ha desencadenado la historia. Es la creadora de una ficción que luego se le escapa de las manos, como ocurría ya en su primera novela, De cuerpo presente.

G. S.—Sí, es verdad. Pero no sólo, aunque sí primordialmente, el personaje de Yelena Samarina. También soy Prada, y Ditirambo, y un poco casi todos. En París me decían que era muy curioso comprobar cómo todos los personajes daban la impresión de parecerse físicamente entre sí, cuando en realidad entre los actores que los interpretaban no existía esa semejanza física. Lo que sucede es que todos se parecen a mí. Son yo.

N. C.—Sería entonces lo que dice Borges en uno de sus relatos —ficciones a las que Ditirambo me recuerda un poco a veces—, sobre un hombre que creó edificios, ciudades, todo un mundo, y entonces se dio cuenta de que ese mundo era su retrato, era él.

G. S.—Quizá, pero quitándole el énfasis literario que tiene en Borges. Se trata de un proceso alquímico. Es evidente que todos acabamos siendo la obra que hemos realizado.

N. C.—Si se compara al Ditirambo de la película con el de Rocabruno bate a Ditirambo, e incluso con el de su primer corto, se observa que ha cambiado algo, y con él el tono de la película, que resulta más seria, menos explosivamente divertida, menos disparatada e irreal. Y esto quizá se deba a otro de los temas más importantes del film: el del esbirro que tiene que cumplir una misión que no le gusta.

G. S.—En la última línea del libro, Rocabruno dice a Ditirambo: "Yo soy usted". Y Ditirambo comprende de golpe que aquella ficción le concernía. Por eso el Ditirambo de la película es un personaje más serio, más comprometido. Ya no puede tomarse la ficción en broma.

N. C.—Y además, en la novela, es libre: trabaja por su cuenta, por curiosidad, mientras que en la película tiene que obedecer, está a sueldo, y es más consciente. Le encomiendan una misión imposible, que tiene que cumplir. Está manejado, ya no actúa por curiosidad, ya no es un periodista, sino un detective, un "ojo privado".

G. S.—La curiosidad es un rasgo fundamental en Ditirambo, incluso en la película. A mi entender, Ditirambo no acepta su misión exclusivamente por un acto de buena voluntad. Es más, esa buena voluntad resulta un tanto ambigua. Según mi opinión, lo que Ditirambo persigue realmente es conocer el desenlace, saber qué pasa, indagar qué es lo que se oculta tras esa ficción. Es un personaje muy valiente, eso sí, obra siempre como si no tuviera nada que perder. Pero es plenamente responsable.

N. C.—Esto está muy claro en lo que dice a Bill Dyckes, el pistolero americano, sobre los perros y los amos. Ditirambo, en la película, es muy consciente, no está satisfecho, duda, y por eso mismo es también menos libre. Otro factor que influye en esta transformación parcial del personaje es el que esté interpretado por usted. Su apariencia física, sin ir más lejos —y más que en Ditirambo vela por nosotros—, ya matiza el personaje de forma diferente a la novela: Ditirambo en la película es tímido, curioso y a la vez distraído, tranquilo, modesto…

G. S.—Y vulnerable.

N. C.—El ser actor a la vez que director, ¿le ha planteado dificultades o, por el contrario, le facilita las cosas? Orson Welles, por ejemplo, dice que es más fácil, porque se ve mejor la escena estando dentro de ella.

G, S.—No, dificultades ninguna.

N. C.—¿Por qué lo interpretó usted mismo? ¿No encontró a nadie que correspondiese a su idea del personaje? Porque se reconoce en usted al personaje de la novela. Creo incluso que si usted no se hubiera atrevido a interpretarlo —aunque ya lo había hecho en su primer corto—, hubiera buscado a alguien parecido a usted.

G. S.—Siempre he dicho que lo hice yo porque era el actor que tenía más a mano, y algo hay de ello, pero no he sido sincero del todo. Me da cierto reparo presentarse como guionista, director, coproductor y encima actor principal, pero la verdad es que no encontraba a nadie que pudiera interpretar mejor a Ditirambo. Pensé por algún momento en que lo interpretara Enrique Irazoqui, pero no lo intenté de verdad, porque en el fondo sabía que el actor iba a ser yo mismo.

N. C.—Aparte de que su interpretación me parece muy bien, la adecuada al personaje, que usted es, en cierto sentido, el personaje, Irazoqui hubiera quedado un tanto siniestro, y Ditirambo hubiera parecido más peligroso, distinto. Además, dado que sobre Irazoqui pesa la mitología de ser el Cristo de Pasolini, la película hubiera tomado unas extrañas resonancias crísticas.

G. S.—Es verdad, su interpretación en El Evangelio según San Mateo, que es la que le ha dado a conocer al público, hubiera oscurecido el significado de la película, lo habría desviado, y se habría caído en el peligro de interpretaciones absurdas por parte de la crítica y de los espectadores.

N. C.—Por otra parte, y volviendo a lo que usted decía antes, me parece injusto cualquier intento de acusarle de "vedettismo'', pues su interpretación es muy sobria, sin exceso de primeros planos, sin "numeritos de actor'" para lucirse, sin ningún narcisismo. Me hizo pensar en Jerry Lewis en Tres en un sofá, haciendo "gags" con él de espalda a la cámara. Por otro lado, los demás actores están también muy bien, y muy bien elegidos: tan sólo por su presencia física dan ya el personaje.

G. S.—Sí, todos están elegidos con mucho cuidado, entre los disponibles. Y, en efecto, están bien. Eso demuestra que en España existen actores que están a la altura de los mejores americanos, ingleses o franceses... También en ese aspecto considero importante la aportación de Ditirambo al cine nacional.

N. C.—Hay ahora una cuestión que reúne, por un lado, las diferencias entre sus novelas y la película, y, por otro, su no intentar hacer "modernismos". Me refiero a que en Rocabruno bate a Ditirambo o De cuerpo presente, por ejemplo, usted inserta noticias de periódico y anuncios publicitarios, que son fragmentos de realidad dentro de la ficción. En Ditirambo, al principio, hay un cartel que anuncia: "30 de marzo — el escritor Julio Urdiales fallece en su jardín, de un infarto de miocardio", y yo pensé que esto iba a repetirse a lo largo de la película. Sin embargo, no hay ninguno más. Esto me parece bien, porque se ha hecho en exceso en el cine "moderno" y, por otra parte, usted introduce elementos reales o realistas dentro de la ficción que es la película, pero de otra forma, más sencilla y menos llamativa.

G. S.—Justamente. Yo creo que soy realista. Además, la división entre ficción y realidad es muy vaga. Son etiquetas. Si el hombre no sabe todavía de dónde viene ni a dónde va, no sé cómo puede saber qué es real y qué es imaginario. Además, cuando se crea una obra de ficción, ¿de dónde sale? Está construida con elementos reales a partir de la realidad, y entonces resulta que la ficción es realista. Yo he dicho que si se parte de lo real se acaba en lo ficticio, y que si se parte de lo imaginario se llega a lo real.

N. C.—En este aspecto me parecen muy importantes ciertas escenas, que alguna gente considera superfluas, "pegotes" para halagar a la que han contribuido a financiar la película: las escenas con Helenio Herrera, Courrèges, etc. Yo creo que estas secuencias, como la del boxeo, son muy funcionales: están rodadas de forma casi documental, y muestran cosas reales, como un partido de fútbol, un combate de boxeo o un desfile de modelos, que existen en la vida real tal como usted las presenta.

G. S.—El flashback de Ditirambo cubre un triple objetivo. Primero, sacar a los espectadores momentáneamente de la película para que la muerte de Charo López y la parte final les resultara más brutal e inesperada. Segundo, remitir a los espectadores a personajes reales como Herrera y Courrèges para que se sintieran de pronto más concernidos. Tercero, en general los flashbacks suelen tener un carácter onírico dentro de las películas pretendidamente realistas. Yo quería que en Ditirambo sucediese a la inversa: la película es onírica, luego el flashback es realista como un documental.

N. C.—Además esta «vuelta atrás» aumenta también el dramatismo de la inesperada muerte de Charo López porque nos hace conocerla, nos cuenta su vida, mientras que hasta entonces era un personaje misterioso, una especie de esfinge. Además, es muy coherente con la estructura de la película, que avanza dando «rodeos» entre una secuencia y otra que es su consecuencia, hay otras en medio que dan un rodeo, y esto, junto al hecho de ser secuencias breves y aisladas por elipsis, contribuye a hacer que Ditirambo tenga un desarrollo imprevisible, que sorprende constantemente.

G. S.—Sí, es una película de sorpresa y, por tanto, lo contrario al suspense.

N. C.—Además todo es muy funcional: está llena de «tiempos muertos», pero que, como en À bout de souffle, cobran vida por el montaje, por las secuencias que los preceden y los siguen. Así, por ejemplo, la escena en que Ditirambo entre en un bar, pide un vaso de leche y un «croissant», y mira a una pareja de enamorados que se besan: sirve para dar idea de la soledad del personaje.

G. S.—Es un personaje muy solitario. Mira a los enamorados con aparente superioridad, pero...

N. C.—Ese «no creo en el amor»...

G. S.—Las parejas representan para Ditirambo la posible «salvación por el amor». Son como la pareja de ancianos enamorados, Filemón y Bancis, del Fausto.

N. C.—Volviendo a las escenas de Herrera y Courrèges, hay gente que dice que son concesiones. Esto me parece mal intencionado, ya que aunque lo fueran ya hemos visto que tienen varias funciones y, por tanto, no sobran.

G. S.—No hubo la menor imposición. Yo quería hacerlo, era necesario, como ya expliqué antes. Ditirambo es una película muy rigurosa, y además hubiera sido una concesión absurda.

N. C.—Sí, no creo que nadie pague por ver a Herrera o Courrèges, así que no serviría ni siquiera como atractivo para el público.

G. S.—Tuve completa libertad para hacer lo que quería, dentro del limitado presupuesto. Si no hubiese podido hacer lo que quería, no hubiera hecho la película. Helenio Herrera me dio carta blanca. Con Fausto ha sucedido igual.

N. C.—Una cosa que ocurre con Ditirambo es que es una película absolutamente original y nueva. No se ha hecho nunca nada parecido, no hay referencias en el cine español ni en el extranjero.

G. S.—Sí, es original. Tenía que serlo. Hay que hacer algo nuevo, distinto, que no se haya hecho todavía. Si no, no vale la pena el esfuerzo. El mundo no necesita una película más, pero el hombre sí necesita ver el mundo de diferente manera. Hay que intentarlo.

N. C.—Únicamente, y en términos generales, se le puede encontrar una cierta relación con algunas películas de Godard, como Made in U.S.A., que están vagamente basadas en la «serie negra» pero que, como Ditirambo, son otra cosa.

G. S.—No he visto Made in U.S.A.

N. C.—Son, como Ditirambo, películas que adoptan la forma de la «serie negra», la estructura de la investigación, pero que, finalmente, son otra cosa. Así, en Ditirambo, como Humphrey Bogart en The Big Sleep, el protagonista recibe un encargo, y va interrogando a una serie de personajes muy clásicos del género, como el boxeador acabado, Pakespak, presentado en un escenario muy típico: un embarcadero, un gris amanecer, ruido de sirenas y de gaviotas. Pero Ditirambo no es un film «negro». De todas formas, dejando aparte la alusión final a The Asphalt Jungle, no se encuentran referencias en la película, y no hay precedentes de ella.

G. S.—No.

N. C.—Ditirambo es una película muy rara, muy extraña. No puede decirse que sea una película española, ni de ningún otro país. Es, simplemente, «suareciana», aunque, claro, en el fondo es española, aunque no típicamente española.

G. S.—Sí, es española porque está hecha en España, la hemos hecho españoles y es una consecuencia de la situación española, que está reflejada en la película. No querría que esto de «suareciana» tomase un sentido de aislamiento.

N. C.—En cualquier caso, no puede adscribirse ni al «nuevo cine español» ni a la Escuela de Barcelona, aunque, según creo, usted fue uno de los fundadores de ésta.

G. S.—No, yo no fundé nada, y no pertenezco a ninguna escuela.

N. C.—Ditirambo es la primera película moderna del cine español. Es la primera película «de después de Godard» que se hace en España, sin que esto quiera decir que es «godardiana». En cambio, ni las mejores películas del «nuevo cine», como Peppermint frappé o La tía Tula, son realmente modernas, sino muy tradicionales.

G. S. Sí, yo tampoco creo que sean modernas.

N. C. Esto es muy importante, porque Ditirambo representa la primera piedra en la que podremos apoyarnos los que queremos hacer cine en España, y es un punto de partida español, y no, como hasta ahora, extranjero. Por eso es especialmente grave que la película exista desde 1967 y no hayamos podido verla hasta ahora.

G. S.—Yo he rehuido cualquier mimetismo extranjero, porque creo que hay que hacer algo distinto, y creo que hay que hacerlo en España. Podría irme fuera y hacer películas con más libertad, pero precisamente por estar mal la situación en España hay que luchar aquí.

C.—Tras pensar mucho a qué podría parecerse Ditirambo, me encontré con que, por su carácter de film «aparte», no está muy lejos —aunque no haya verdadera relación— de El testamento del doctor Cordelier.

G. S.—Eso me agrada mucho, porque para mí Renoir es uno de los artistas más grandes. Yo odio los escalafones, las graduaciones, y hay muchos directores muy importantes y que me gustan mucho, pero Jean Renoir es uno de los más grandes. Además, es un hombre muy sabio. Y Cordelier me gusta mucho, y detrás de Cordelier está Stevenson, que también me gusta.

N. C.—Hay en ella la misma mezcla de ficción y realidad, el mismo paso de una a otra. Incluso algunos gestos de Prada, al abandonarle Charo López, me recuerdan los de Opale.

G. S.—Doctor Faustus te la recordara más todavía. Hay algunos ademanes de Mefistófeles que pueden recordar a Opale. No había pensado en eso. Pero, ahora que lo dices, creo que es una observación muy exacta, y en lo que se refiere a Prada...

N. C.—Sí, por ejemplo, en pijama, al irse Charo López con Ditirambo.

G. S.—Sí, y luego se sienta acurrucado en la cama, casi en posición fetal.

N. C.—Y está muy bien como malvado mítico, un tanto torpón.

G. S.—Todos representan los personajes tal como los había imaginado. He tenido mucha suerte. Yo creo que todas las personas, absolutamente todas, tienen capacidad creadora; lo que ocurre es que muchas no lo saben, o no quieren saberlo. Si uno crea algo puede estimular a los demás, y a su alrededor crean también los demás. Eso sucedió con el equipo de Ditirambo o de Fausto. A veces pienso que, a través de las películas, podría activarse todo un país. De momento, el procedimiento se manifiesta bueno con los actores.

N. C.—Además, siendo amigos suyos algunos actores, como Bill Dyckes, se entendería muy bien con ellos.

G. S.—Sí. Bill Dyckes está muy bien.

N. C.—Haría carrera como actor de films «negros». Otra cosa que facilitaría esa creación de todos sería, supongo, lo reducido del equipo.

G. S.—No necesariamente. Cuando, como yo, se ven las cosas claras, es lo mismo trabajar con diez que con mil. Se establece el mismo tipo de contacto que surge entre el público y el espectáculo. El equipo debe sentirse estimulado, concernido por el espectáculo que se desarrolla ante sus ojos: la creación de una película. Si esto sucede, no hay problemas.

N. C.—Según creo, Doctor Faustus se sitúa más allá de Ditirambo.

G. S.—Yo diría que se sitúa «más allá» de todo. Eso no quiere decir que «sea mejor». Sencillamente es diferente a todo lo que se ha hecho hasta ahora. Tengo plena conciencia de estar viviendo una aventura total, y de que esa aventura pertenece a todos. No es sólo mi aventura, pero sí me siento el único responsable del éxito y el fracaso de la empresa. Ahora, por ejemplo, estoy en la etapa de sonorización y tengo que luchar de nuevo, como si no hubiera hecho nada, como si acabara de empezar. Porque la película y yo estamos en juego. La sonorización es, para mí, la etapa más molesta.

N. C.—Es curioso que diga esto, porque el sonido está utilizado en Ditirambo como nunca en el cine español.

G. S.—He dicho que es molesta, pero yo acepto todas las dificultades y saco el mejor partido. Sé que la banda sonora es tan importante como la óptica.

N. C.—Es extraño, pero pocos son los que se dan cuenta de la importancia del sonido. Es lo que ha avanzado menos en el cine. Está aún por hacer casi todo. Desde el cine sonoro se ha empleado como un elemento secundario, como algo que está ahí, pero en más de cuarenta años aún no se ha explorado el terreno sonoro. En el terreno visual se ha hecho mucho, aunque siempre se puede lograr algo nuevo, pero en el campo del sonido no hay precedentes de casi nada, no ha habido más progresos que los meramente técnicos.

G. S.—Al respecto, la banda sonora de Fausto no tendrá precedente ni dentro ni fuera de España.

N. C.—En Ditirambo tienen mucha importancia las voces, hay incluso algunos «gags» basados en ellas, como cuando Prada telefonea a Carmona, y dice «Dalmás, Dalmás», le responde una mujer, vuelve a llamar, «Dalmás, Dalmás», y contesta la voz sorda de éste, que luego, al encender un cigarrillo en la vela que hay en la mesilla de noche, ahoga la voz de Prada al apretar el auricular contra la almohada.

G.S.—Sí.

N. C.—Prada no está doblado, pero usted sí. ¿Y los demás?

G. S—Sí, todos menos Prada y Dyckes, y precisamente a costa de no doblarme a mí mismo pude dirigir el doblaje, pues los actores que lo hacen no quieren estropearse la voz dando gritos, y los tuve que dar yo mismo, ni quieren poner voz afónica, como la que era necesaria para Carmona, porque parecería que tenían mala voz. Me costó trabajo conseguirlo.

N. C.—¿Como dirige a los actores?

G. S.—Procuro ver lo que en cada uno hay de esencial, y luego los activo para que aquello se ponga de manifiesto. Si se trata de actores profesionales es preciso descolocarles un poco para que pierdan de vista a sus habituales puntos de referencia y se vean obligados a inventarse a sí mismos de nuevo.

N. C.—En lo referente a la música, la de Lou Bennett, en Ditirambo, parece improvisada, después de acabada la película.

G. S.—Sólo en parte. Yo indico dónde quiero música y dónde no, y luego un poco el tipo de música que hace falta. Después la acepto, o la rechazo y pido otra, o correcciones. Lo malo es que yo tengo mal oído, no sé música y no puedo ser muy preciso en mis indicaciones, y necesito hacer pruebas.

N. C.—¿Tiene ya pensada la música que va a haber, y si la va a haber, cuando hace un guión o rueda una escena?

G. S.—En principio, no. Pero en Ditirambo, sí. Precisamente había encargado la música antes de hacer la película a unos primos míos que tocaban la guitarra.

N. C.—¿Los hermanos Doggio?

G. S.—Sí, también han hecho la «Balada» que acompaña a las parejas de enamorados besándose que ve Ditirambo.

N. C.—Esta misma música suena también cuando Ditirambo contempla y acaricia el revólver que le ha dado Pakespak. ¿Por qué?

G. S.—No sé bien. Sentí que hacía falta esa música. Quizá haya un cierto fetichismo.

N. C.—Una fascinación por ese arma que ha rechazado, que nunca ha usado, que no le gusta.

G. S.—Sí. En todo caso, hay una cierta relación con las escenas de amor, con el tema de la mujer, del amor.

N. C.—Quizá por el tema de la soledad, que va unido a esto, ya que la siente al ver a las parejas. Al tener un objeto que le es extraño ya se siente acompañado, no está solo. No nota su ropa, pero sí la pistola, y entonces cuenta con ella. Le es ajena, está fuera de él, está con ella.

G. S.—Es posible. Fue algo instintivo, sentí que hacía falta esa música en ese momento.

N. C.—Este tema de la soledad es muy importante, y hace que la película sea algo triste, y que sea menos divertida que las novelas.

G. S.—Sí, pero si yo hubiera rodado De cuerpo presente, sería también más seria que la novela.

N. C.—El tono de la fotografía de Amorós, que es también muy buena, también contribuye a dar este sentimiento de tristeza a la película.

G. S.—Y también a reforzar la sensación de que «algo va a pasar».

N. C.¿Tiene pensada la planificación y los emplazamientos de la cámara? ¿Cómo lo decide, tras probar varias posibilidades o enseguida?

G. S.—Sin pensarlo y enseguida. Cuando se conoce la localización y se sabe lo que se busca, el emplazamiento de la cámara sólo puede ser uno.

N. C.—Cuando Charo López es asesinada, el plano de la mano que dispara es muy ambiguo. Por lo que hemos visto, parece que ha sido Yelena Samarina, pero luego resulta que el culpable es Prada, aunque Dyckes fue el brazo ejecutor. Esta ambigüedad es lógica, pues en realidad la mataron los tres: Prada, lo ordenó, Dyckes, lo hizo, y Samarina, al ser la que ha puesto en marcha la ficción, al ser el «autor», el «creador», es también culpable.

G. S.—Sí, pero también Ditirambo es culpable, porque está comprometido en esa ficción, es responsable.

N. C.—Además, es él quien ha llevado allí a Charo López, obedeciendo las órdenes de Yelena Samarina, y está dispuesto a «destrozar su vida».

G. S.—En efecto, pero lo principal es dar a entender al espectador (Ditirambo es un espectador) que es responsable del mundo en que vive, de la sociedad que le rodea, de las acciones de los demás. Siempre me ha extrañado la actitud de mucha gente, que dice «qué mal está el mundo», y se sitúa fuera, como si no fuera responsable; y uno es siempre, en alguna medida, culpable de lo mal que va el mundo, de todo lo que pasa. Este es el aspecto político del film.

N. C.—En este sentido, alguien ha dicho que el film refleja la actitud de la juventud española, lo cual me parece inexacto.

G. S.—No es primordial, no me lo propuse, pero, «a posteriori», lo acepto. Ditirambo es un personaje serio, idealista, comprometido con un mundo falso, y que lleva su actitud a las últimas consecuencias, hasta destruirlo. En este aspecto sí hay un cierto paralelismo entre Ditirambo y los jóvenes españoles. En París me dijeron que era un poco como «lo de mayo», pero yo creo que más bien representa algo que va a pasar. Pero la película, en principio, no es una parábola.

N. C.—A esto me refería. Simplemente, ocurre que toda obra rica sugiere muchas cosas.

G. S.—Lo que me molesta es que se especule con los significados políticos de una obra. El principal aspecto político de Ditirambo es ella misma, el haberla hecho. Creo que la actitud más política consiste en crear, eso es un acto político. Hay que ser revolucionario, esto es, creador. Más allá de la protesta, porque la protesta toma como punto de referencia el objeto protestado y nunca lo sobrepasa. Sólo puede aspirar a morir con él. En España llevamos treinta años en que, culturalmente, no ha habido nada, y esto es malo, pero también puede resultar una ventaja. Todo está por crear. Culturalmente hablando, vamos ligeros de equipaje. No sucede como en Francia, donde se encuentran lastrados por su propio panorama cultural y se ven abocados a una labor de barrenderos culturales. La ruptura y la protesta no son actitudes creadoras.

N. C.—Además, la protesta sirve como coartada, para sentirse satisfecho de uno mismo, para decirse «he cumplido», sin pasar a la acción.

G. S.—Es en este sentido en el que digo que Ditirambo es una película política. No me refiero a las películas que se venden como «políticas», ni tampoco al «realismo socialista». No es un film naturalista, pero tampoco es sólo una ficción: hago ver ciertos aspectos de la realidad, le digo al espectador que él también es responsable. Si tomamos, como ejemplo, el asesinato de los hermanos Kennedy, observa cómo la general actitud condenatoria restablece la buena conciencia y escamotea el hecho de que nosotros hemos contribuido a que sucediera así porque formamos parte de una sociedad en la que se practica el asesinato. El hombre ha hecho el mundo tal como es. Pero «el hombre» no es una abstracción, como creyó Edipo al responder a la Esfinge. «El hombre» somos nosotros. Es fácil objetivarlo todo, proyectarlo fuera y luego protestar. Pero yo he matado a los Kennedy. Yo soy víctima y asesino en el Vietnam. Si entiendo profundamente eso, detendré la guerra. De lo contrario, sólo conseguiremos robustecerla, y cuando tengamos la ilusión óptica de haber terminado con ella, en realidad solo la habremos cambiado de nombre y de lugar.

N. C.—Ditirambo es una película que no tranquiliza, no se sabe qué hacer con ella, no se le puede poner una etiqueta y quedarse tan tranquilo, o decir «quiere decir tal cosa».

G. S.—Sí. Un distribuidor me dijo, hablando de Ditirambo, una cosa muy representativa de la mentalidad de distribuidor. Hablábamos sobre si era «arte y ensayo» o «comercial», y me dijo: «Es que no es ni carne ni pescado». Yo le contesté que era carne y pescado.

N. C.—Es una película incalificable. No pertenece a ningún género: no es un film «negro», ni una comedia, ni de espionaje, ni dramático, ni de ciencia-ficción.

G. S.—En un diario de Barcelona la anunciaron como «drama psicológico».

N. C.—Es absurdo.

G. S.—Es un film «ditirámbico», jugando con el sentido de la palabra y con el nombre del personaje. Hasta para mí es difícil definirla. No he podido encontrar un buen «slogan» para anunciarla. Yo mismo me pregunto: ¿qué es Ditirambo?

N. C.—Ese sería un buen «slogan», porque es la pregunta que debe hacerse todo espectador.

G. S.—Y es cada uno el que debe responderla.

N. C.—En este sentido, las condiciones son favorables, ya que, por desgracia, usted es un escritor poco conocido, y muy pocos hemos visto sus cortos. Entonces, el espectador no sabe nada de la película, y como en ella no hay referencias y es algo absolutamente nuevo, tiene que enfrentarse a ella directamente. Esto quizá le irrite: no sabe qué hacer con ella, le intranquiliza. Incluso conociendo sus cortos y sus novelas, la película sorprende. Es muy revulsiva, no es nada convencional, no puede simplificarse, su novedad es provocativa.

G. S. —Por eso compromete al espectador, sobre todo el final, cuando todo se agrava.

N. C.Esto es cierto, y el espectador se resiste. Una de las tres veces que la vi, algunos espectadores se rieron, precisamente, en la parte final.

G. S.—Es una reacción de defensa típica: cuando se emocionan o tienen miedo, se ríen. Lo bueno de Ditirambo es que es una película en la que se puede reír la gente sin que pase nada. Está previsto.

N. C.—Es una película muy fácil de atacar y difícil de defender.

G. S.—Sí, pero no se puede destruir, está ahí, existe.

N. C.—Esto es fundamental. La película demuestra que se puede hacer cine moderno en España, que se puede intentar, y esto es muy estimulante.

G. S.—Me gustaría que resultara estimulante. Incluso si fuera un fracaso ya valdría, lo importante era hacerla. Si yo no lo consigo, otros pueden hacerlo. Lo importante es hacer las cosas, y cuantos más lo intentemos, mejor.

N. C.—Algunos se desinteresarán de la película diciendo que es poco política, que es pura ficción.

G. S.—Pero son las obras de ficción las que permiten cambiar las cosas, hacer ver qué pasa realmente. Las obras de ficción han sido siempre, dejando aparte la propaganda política, las más perseguidas por el Estado o por la sociedad. Por ejemplo, el Candide de Voltaire o Gulliver de Swift. En este sentido, siempre hay una oposición tácita a las películas que constituyen una auténtica novedad. Suscitan consecuentemente movimientos reaccionarios.

N. C.—Por ejemplo, el que Ditirambo se estrene con dos años de retraso, sin publicidad, y justo tres semanas antes del Jueves Santo, esto es, con los días contados, revela una cierta «censura» tácita, no estatal, pero que indica cierto interés en que la película se vea poco y mal.

G. S.—Sí, a nadie le interesaba estrenarla. No es un producto, no se vende. Pero tiene su público y éste surge espontáneamente, no por la coacción publicitaria ni por la inercia intelectual o comercial, sino por la fuerza de adhesión que tiene la evidencia.

N. C.—Yo la he visto los dos últimos días que estaba en cartel, y habría de treinta a cuarenta personas en cada una de las tres sesiones.

G. S.—Ah, pues no está tan mal. Teniendo en cuenta que se trataba de un martes y un miércoles antes de la Semana Santa.

N. C.El caso es que todo se ha ido encadenando para que la película se vea tarde, y que la vea el menor número posible de gente. Esto refleja que la película desconcierta y molesta.

G. S.—Es cierto que molesta, pero sin que yo me lo haya propuesto. No hice Ditirambo para provocar, como, por ejemplo, Dante no es únicamente severo. Pero el caso es que ha tenido toda clase de dificultades.

N. C.— Aunque su película no respeta las normas «clásicas» y es muy moderna, no parece que haya hecho la película proponiéndose «destrozar la narración clásica» ni nada por el estilo. Es muy modesta, creo yo.

G. S.—Por supuesto que no es ésa mi intención. No me ocupo de ello. No conozco las reglas. Hago las cosas como las entiendo. Ditirambo ni siquiera está hecha contra las películas de Marisol. No le quita el sitio a nadie, no le hace la competencia; es otra cosa.

N. C.—Quizá por eso no le dejan sitio a Ditirambo, porque es diferente. La cuestión no es ya que sea mejor, sino otra cosa. Por cierto, ¿se ha estrenado en algún sitio, aparte de Barcelona? ¿Cuándo se estrenará en Madrid?

G. S.—Sólo se ha estrenado en Barcelona. En Madrid se iba a haber estrenado antes de Semana Santa. Ahora supongo que se estrenará después.

N. C.—¿Cómo surgió Doctor Faustus?

G. S.—De pronto. Reuní el poco dinero que había conseguido sacar a Ditirambo, y a los dos días me puse a rodar, muy de prisa.

N. C.—Me imagino que el poco éxito y las dificultades de exhibición de Ditirambo le dificultarán seguir haciendo cine, ¿no?

G. S.—Sí, pero seguiré como sea. Por otra parte, el que Ditirambo no haya tenido mucha resonancia ni demasiado éxito no es tan malo, tiene sus ventajas, porque de lo contrario me podría haber condicionado. No se ha presentado, por supuesto, a ningún festival, ni ha obtenido ningún premio —que, por otra parte, me parecen una inconsecuencia—, pero de esta forma no se ha convertido en un lastre, sino que me facilita el camino.

N. C.—¿Sigue escribiendo?

G. S.—Este verano escribí mucho. De momento no publicaré nada.

N. C.—¿Cuáles son sus proyectos?

G. S.—He dicho que voy a hacer diez películas. Este es el objetivo que me he impuesto, porque he decidido que debo hacer cine, y hacerlo en España. Si hago una o dos no se notará, pero si hago diez ya será algo con un cierto peso. Y cuando haga esas diez, volveré a empezar.

(Entrevista realizada por Miguel Marías, en Barcelona, el 3 de abril de 1969, y revisada por Gonzalo Suárez.)

En Nuestro Cine nº 85 (mayo de 1969)

miércoles, 26 de junio de 2024

En busca de Victor Sjöström

Como bien dice José Andrés Dulce, casi todos los aficionados al cine – que sigue sin ser parte de una ya inexistente noción de “cultura general” – conocen el nombre de Sjöström, y algunos recuerdan su rostro, ya anciano, por haberle visto como actor en Smultronstället (Fresas salvajes, 1957) de su compatriota y admirador Ingmar Bergman. Pero de sus películas, la mayoría no sabe nada; a lo sumo habrá visto Körkarlen (La carreta fantasma, 1920), o tal vez la cumbre de su incursión en el cine americano, The Wind (El viento, 1928). Y aún así, es improbable que se haya hecho una imagen fidedigna y atractiva de su cine, que se puede antojar adusto, solemne y hasta vagamente simbólico, además de mudo, y por tanto, antiguo.

La literatura accesible (diccionarios, historias del cine individuales o colectivas) parece seguir atestiguando – tal vez por rutinaria reiteración – de su “importancia histórica”, no muy estimulante en sí misma ni siquiera cuando se presume verosímil. Y hay que decir que casi todo lo que está “a mano” acerca de Sjöström es singularmente nebuloso, impreciso y severo, pese a dar la sensación de ser más conocido por lecturas, de segunda mano, que por la visión reciente de sus películas – que ciertamente, en la medida en que se conservan, y pese a los esfuerzos del Filmarkivet del Svenska Filminstitutet, no circulan profusamente ni están fácilmente disponibles en soporte casero.

Por ello es importante que exista este libro en el que Dulce se embarcó hace ya muchos años y que felizmente ha logrado llevar a término, al menos en una primera parte, consagrada a la filmografía de Sjöström que podríamos llamar “escandinava”, aunque sea muy predominantemente sueca. No sólo porque en nuestra lengua no existe nada parecido, sino porque, como, en general, ahora nadie se imagina que el cine sueco fue, durante unos pocos años, hace más o menos un siglo, el mejor y el más avanzado del mundo, conviene que los aficionados de verdad, los no pendientes exclusivamente de los últimos estrenos, lo más taquillero, lo más premiado o lo más loado por una crítica cada vez más carente de criterio, intuyan siquiera que ciertos cineastas no de moda y presuntamente “antiguos” están más vivos y son más verdaderamente modernos que muchos enfants terribles provocadores o escandalosos hoy celebrados y mañana, o dentro de cinco o diez años, no digamos de cincuenta, olvidados para siempre. (¿Quién se acuerda hoy, por ejemplo, del antaño archifamoso Claude Lelouch, que por lo demás tampoco se merece el olvido en que ha caído cuando maduró e hizo sus mejores películas?).

Conviene, por otra parte, que quien tenga este libro en sus manos y haya llegado hasta aquí no se deje intimidar por su volumen ni por las fechas tan remotas en que desde su arranque nos sumerge, porque nos ahorrará buscar en otras fuentes, a veces difíciles de consultar, o en idiomas no dominados por todos, una información no sólo útil y pertinente, ciertamente copiosa, pero también muy interesante, acerca de Sjöström y su circunstancia: el contexto cultural, histórico, económico que explica la emergencia y ascenso del cine sueco, sus precedentes e influencias, sus colegas y competidores, como etapa previa y necesaria para pasar al análisis pormenorizado y sensato (no encontrarán aquí nada delirante ni basado en teorías ajenas y extrañas al cine, cuando no incompatibles con él) de las obras de Sjöström que han sobrevivido o, siquiera en parte, se han reconstruido a partir de sus restos.

Mi esperanza es que este libro que debemos agradecer a la pasión, el empeño, el esfuerzo y la paciencia de José Andrés Dulce despierte la curiosidad de sus lectores y les incite a la busca y captura de cuantas películas de Sjöström pueda lograr ver. Por mi propia experiencia, es un descubrimiento paulatino que no decepciona nunca, sino que aguza el ansia por ver todo lo que aún es posible ver. No sólo porque se descubre que no es su cine el que imaginamos que podría hacer el envejecido y algo amargado profesor Isak Borg, ni el que dos o tres películas pueden sugerir, sino un cineasta mucho más variado, dinámico y aventurero – pues sí, hay en Sjöström un lado marino y hasta forajido que le emparentaría, mucho más que con Bergman o Dreyer, con Raoul Walsh, o con William A. Wellman e incluso con una faceta o dos de Henry King –, sino porque hasta obras calificadas de fallidas o menores resultan, a mi modo de ver – que no siempre coincide con el de Dulce –, absolutamente fascinantes y magistrales, o por lo menos parcialmente admirables y emocionantes. Y a menudo sus películas más antiguas, como Ingeborg Holm (1913), asombran para la fecha en que fueron realizadas y cuando se comparan con sus contemporáneas, hasta las de los mejores directores por entonces en activo.

No es broma ni cabe exageración: Victor Sjöström no fue, es, y sigue siendo – porque esa es la virtud que caracteriza a los verdaderamente grandes -, uno de los más grandes creadores de toda la Historia del Cine, y sus películas, tanto la mayoría de las suecas como varias de las norteamericanas, están muy lejos de ser polvorientas o estatuescas piezas de museo. Su interés histórico es indiscutible, por supuesto, pero lo verdaderamente importante es que están vivas hoy, a más de un siglo o a noventa años de su creación.

Prólogo para “Luz del Norte : Victor Sjöström y la edad de oro del cine sueco” de José Andrés Dulce. Santander : Shangrila, octubre de 2021.

lunes, 24 de junio de 2024

El misterio Mur Oti

Realmente, causa estupor y es un escándalo la ignorancia reinante acerca de la obra y figura de Manuel Mur Oti. No es comprensible que películas no sólo excelentes, sino tan inusitadas y sorprendentes en el cine español de su época - y de cualquier otra - como Cielo negro (1951), Condenados (1953), Orgullo (1955) o Fedra (1956) no figuren como referencias obligadas en cualquier historia de nuestro cine, que su recuerdo no se haya mantenido vivo entre los que pudieron verlas por entonces incluso mucho tiempo después de que desaparecieran de la circulación, que nadie haya sentido curiosidad suficiente como para tratar de verificar por su cuenta si tenían algún fundamento los elogios y los rencorosos ataques que recibieron, estos últimos, además, casi siempre retrospectivos, lo que, al menos, hubiese generado cierta polémica y quizá, incluso, un movimiento de recuperación y restauración del material que, una vez visto, indefectiblemente habría de conducir a una reconsideración del caso Mur Oti.

El secreto mejor guardado del cine español

Aunque también sea un poco chocante en estas fechas, cabe en lo comprensible que haya aún muchos cineastas americanos subvalorados, mal conocidos, ignorados, olvidados y a la espera de que algún europeo los redescubra o llame la atención de aficionados, críticos e historiadores hacia su figura: a fin de cuentas, dentro de una producción anual tan cuantiosa, con tal número de obras valiosas, es fácil que algún director se nos escape, o que sea temporalmente ocultado por otros.

Pero que dentro de una cinematografía de tamaño mediano, en la que nunca abundaron en exceso los autores que se salían de la norma ni las obras de primera calidad, se ignore a estas alturas incluso la existencia de películas como las citadas o la más reciente Morir...dormir...tal vez soñar... (1976) - su última realización cinematográfica - es algo inconcebible, y más todavía si se tiene en cuenta que Mur Oti, por fortuna, no murió hace quince años, sino que, a los 84 años, se mantiene vivo, vigoroso, lleno de amoroso entusiasmo por el cine y de proyectos, de argumentos fascinantes y del deseo de hacerlos realidad.

No se entiende, y se comprende menos a medida que uno va comprobando que no se trata de un interés histórico - como el que, a regañadientes, aún se le reconoce a su primera película como director, Un hombre va por el camino (1949) - o alguna originalidad aislada y casual, producto de una ambición luego depuesta o de una personalidad echada a perder por la soberbia y la megalomanía - como algunos pretenden -, sino de una obra sumamente interesante en su conjunto, con las excepciones inevitables en un cine de tan endeble entramado industrial como el nuestro, con los errores a que se arriesga cualquier creador que no quiere repetirse, pero de una fuerza y una originalidad que se mantienen intactas, sin que importe el tiempo transcurrido desde su realización.

Que películas tan excepcionales y notables dentro de lo que era "normal" en sus fechas respectivas como Cielo negro, Condenados o Fedra, o tan adelantadas a su tiempo como Un hombre va por el camino, Orgullo y Morir...dormir...tal vez soñar..., e incluso simplemente tan extrañas e interesantes como El batallón de las sombras (1956) y A hierro muere (1961), por no citar la casi totalidad de su filmografía, no hayan hecho ver que, con independencia de envidias y viejos orgullos malheridos, Mur Oti fue - y podría seguir siéndolo: ahí tenemos, en el vecino Portugal, a su exacto coetáneo Manoel de Oliveira, que no para de rodar - un auténtico creador cinematográfico es algo que no tiene justificación medianamente lógica, normal o aceptable, cuando directores que nunca fueron tan famosos como él son ahora conocidos y hasta respetados, pese a contar con una obra menos extensa todavía y, sobre todo, menos personal y coherente, de menor nivel medio y mucho menos audaz y original, y mientras otros conservan todavía - milagrosamente intacto - un prestigio que nunca merecieron, que les vino siempre ancho y que hasta los revisionistas tratan con pinzas; quizá tanto lo uno como lo otro sean consecuencias de la pereza y la falta de interés que suscita todo lo nuestro entre los españoles, rasgos que haríamos bien en sacudirnos de encima ahora que estamos inmersos en Europa. ¡Ah, si Mur Oti fuese francés!... no sólo sería un ídolo venerado en su propio país, sino que los cinéfilos del mundo entero sentiríamos como si fuese una herida abierta tener una laguna pendiente de cubrir hasta que lográsemos familiarizarnos con su cine.

Conste, por lo demás, que Mur Oti, aunque olvidado, no es un director oscuro e ignoto, que uno puede encontrar "curioso" tras buscar con lupa alguna rareza que echarse a la vista, un cineasta que descubrir. Fue, en la primera mitad de la década de los 50, una celebridad; volvió a serlo, incluso, diez años después, cuando trabajaba en TVE, como lo había sido, antes de tomar contacto con el cine, en toda Iberoamérica, sobre todo como poeta y dramaturgo; como novelista, estuvo a punto de ganar el premio Nadal. Varios de sus guiones para Antonio del Amo y sus primeras realizaciones le dieron prestigio aquí, en festivales y hasta en Hollywood, hasta tal punto que hubo una época en la que todo el mundo sabía quién era Mur Oti, y todo lo que hacía o decía era noticia. Cómo de esta condición estelar pasó a verse olvidado es aún un misterio para mí, sobre todo porque no se trata, mucho me temo, de una jugarreta de la moda, sino del producto final de una maniobra de descrédito de la que hasta hoy llegan indicios y residuos: los ataques infundados que un día dirigieron contra él han sido, quién sabe por qué, dados por buenos por varias promociones de desconocedores de su cine, que se limitaron a copiar o parafrasear un par de consignas críticas y se quedaron tan contentos, sin molestarse en comprobar si ese desprecio tenía alguna apoyatura en la realidad: siempre es más cómodo borrar a alguien de la "nomenclatura" que rastrear la pista de sus películas y verlas o revisarlas, pese a que esa es precisamente la obligación de todo verdadero crítico, no digamos de un historiador no conformista.

Todo hace pensar que Mur Oti tuvo tanta aceptación que se ganó la enemistad de sus competidores y rivales, envidiosos de sus éxitos y expuestos como mediocres por el talento sobresaliente del autor de Cielo negro.

La labor de demolición empezó, no sin habilidad y astucia, por inflar su imagen y halagar su vanidad, a ver si picaba. De tanto llamarle "el Genio", al mote le salieron comillas de ironía, de retintín. A continuación, se le adjudicó -sin que él la desmintiese - una desmedida confianza en su propio talento, que pronto pareció pura fantasía suya, autobombo y producto de la propaganda del régimen, vinculándole así a posiciones políticas que le eran tan ajenas como las del bando en que le tocó combatir - eso sí, sin pegar un tiro - durante la Guerra Civil, y que era, casualmente, el otro, el derrotado. Los partidarios del "quien no está conmigo está contra mí" le consideraban, en eso de acuerdo los contrarios, un "desafecto", demasiado individualista e independiente como para servir a unos u otros, con lo que todos le retiraron su apoyo y, puesto que, al llamar la atención, eclipsaba a los valores que cada uno de los contrincantes propugnaba y promocionaba, se convirtió en un estorbo que había que quitar de en medio. Un genio puede ser útil si es de uno; si no es de nadie, sobra, y parece como si se hubiese acordado por unanimidad la conveniencia de desprestigiar a Mur Oti. Dicho y hecho: hacia 1963 era difícil encontrar un elogio hacia Mur Oti que no tuviese carácter póstumo, un tono de responso por un talento difunto y un hombre pagado de sí mismo. Luego fue el silencio. Después, en las contadas ocasiones en que se volvió a mentar su nombre, pasó a dominar el insulto, tan infundado y extremado que lindaba con la difamación. Quizá defender a Mur Oti sea anatema, pero corramos el riesgo.

Mur Oti en la frontera del melodrama

Recuperada hoy la mayor parte de sus dieciséis largometrajes, la obra de Mur Oti vuelve a ser visible y a estar a disposición de quien quiera mirar y sepa ver. No hay que escarbar. Su fuerza es suficiente, su impacto sensible, su originalidad evidente. Un poco de perspectiva histórica basta para apreciar su audacia: todavía hoy sorprende que en 1956 lograse hacer Fedra, que tres años antes hubiese rodado Condenados. ¿Qué películas, anteriores o posteriores, se han hecho en España con ese erotismo, esa pasión, ese grado de locura en los personajes y de precisión y exactitud en la visión del cineasta? Pocos melodramas europeos pueden comparase a esos dos, a Un hombre va por el camino, a Cielo negro, a Orgullo, y sólo los mejores americanos alcanzan esa tensión formal, esa intensidad dramática, esa gradación musical del ritmo, esa naturalidad - hasta en el delirio y el exceso, en el arrebato y la fantasía - en la interpretación de unos actores al fin despojados de la teatral dicción que suele aquejarles en España.

Por eso, con independencia de que Orgullo sea, además, el primer western europeo, digno de King Vidor o Anthony Mann pero arraigado en España, sin trasplantes artificiales de la imaginería americana, sin fingir que León es Colorado, ya en 1987 quisimos que Mur Oti fuera el representante español en ese ciclo permanente - aunque intermitente - de la Filmoteca Española titulado Fronteras del melodrama, sin que fuese posible: las películas fundamentales al respecto no estaban disponibles. Ha llevado mucho tiempo, y ha sido preciso vencer no pocas reticencias, pero ha llegado por fin el momento de invitar a descubrir el cine insospechado de Manuel Mur Oti y poner término a la maldición que ha pesado sobre él, sin conseguir hundirle, durante tantos años. Creo que el esfuerzo habrá valido la pena, porque no todos los días se encuentra uno un cineasta español que vale la pena.

Para el programa de la Filmoteca. Escrito el 19 de julio de 1993.

viernes, 21 de junio de 2024

Pensar el cine

Hay algunos que hemos llegado a la conclusión de que uno de los males que nos aquejan consiste en algo que se nos antojaría, en principio, imposible, de no ser por su reiterada evidencia: se hace casi todo no ya sin "pensárselo dos veces" - ciertamente, mucho pedir en tiempos tan apresurados -, sino ni siquiera una, es decir, que se habla, actúa y obra sin pensar, incluso en actividades que parecen exigir, por su propia naturaleza, una previa reflexión o que son, a fin de cuentas, o debieran ser, la expresión de un pensamiento y que, de brillar este por su ausencia, es difícil que puedan llegar a significar realmente algo, más allá del sentido que caprichosa o artificialmente quiera atribuírseles.

Lo lógico sería que una actividad creativa como el cine, en la que no cabe, en la práctica, ningún tipo de verdadera improvisación que no sea infinitesimal o cuestión de un gesto, una mirada, un tono de voz que súbitamente se quiebra, una pausa, es decir, un instante, y que suele pasar, desde su concepción primera como argumento hasta su contemplación por el público, una serie de cribas, barreras, fronteras o exámenes de selectividad, fuese el producto de una proceso múltiple de reflexión y de revisión crítica, en la que, además, intervienen casi siempre más de una cabeza y un par de ojos.

Sin embargo, comprobamos una y otra vez que ya, desde hace bastantes años, no es así, aunque en otros tiempos lo fuera: cuando una película podía ser más o menos buena, estar más o menos lograda, resultar más o menor divertida o emocionante, pero se mantenía siempre dentro de unos mínimos de coherencia, era algo razonable, con independencia de que estuviese hecha con talento verdadero o simplemente con sabiduría artesanal. Hasta las obritas más baratas, chapuceras, sin ambición y rodadas atropelladamente se tienen en pie setenta o cuarenta años más tarde. Con o sin pasión, permanecen visibles, y no nos sentimos insultados. Podrían ser un fracaso, nunca o casi nunca un disparate incoherente.

Hace ya unos 30 años, quizá más, parece que los criterios que permitían considerar una película viable como proyecto y, una vez hecha, explotable como producto han entrado en crisis, o han sido reemplazados por una estrategia consistente en vender mediante el bombardeo publicitario - directo o indirecto - estrictamente cualquier cosa, aunque no tenga pies ni cabeza, aunque sea incoherencia pura, y literalmente ininteligible. Es más, ciertas experiencias han probado empíricamente, con reiteración alarmante, que incluso la peor basura - no sólo repulsiva o soez, sino aburrida; no sólo vulgar, sino fea - es más fácil de colocar en el mercado, si es suficientemente llamativa o publicitada, que una obra de calidad que sea relativamente modesta y austera, poco pretenciosa, carente de estridencias y que se preste poco a los "slogans".

Para colmo, las encuestas de "marketing" han revelado que el público es cada vez más mayoritariamente juvenil, y en lugar de tratar de conservar, recuperar o atraer a los adultos para el cine, los productores - y los cineastas acomodaticios a su servicio - se han dedicado a dirigir su oferta exclusivamente a un tramo de edad cada vez más alejado de la madurez, al que, para colmo, no tratan de enseñar nada, sino al que aspiran únicamente a complacer, aplicando la ley del mínimo esfuerzo y procurando darles más de lo mismo, cada vez más exagerado y espectacular, cada vez más distante de la realidad.

El cine como placebo, sucedáneo y señuelo se ha convertido pronto en una mera plataforma publicitaria, en un instrumento de campañas promocionales, del que han desaparecido, entre efectos especiales y tracas pirotécnicas, las historias y los personajes, y por tanto toda forma de interpretación por parte de los actores, reducidos a meras imágenes o envoltorios, a ser posible jóvenes, aunque sea sin la menor experiencia ni entrenamiento interpretativo (que poca falta les hace para el limitadísimo cometido que se les asigna). Se evita así cualquier desmedida y descortés exigencia de atención, concentración y retención, no se pide que se asocie una escena con otra ni que las simpatías del espectador se vean escindidas entre personajes que evolucionan o que son de alguna complejidad psicológica. Y, por supuesto, se suprime todo lo que pueda recordar, ni de lejos, a tan tiernos espectadores que la juventud dista de ser eterna y que llegarán sin que se den cuenta apenas la vejez y la decadencia física. Es decir, se hacen películas que permitan no pensar durante dos horas, "matar el tiempo" o rellenarlo para que no se perciba el vacío.

Son cada vez más raros, y sobreviven en un estado de precariedad que se va agudizando, pero todavía subsisten algunos cineastas que, en lugar de ejecutar un plan de producción, normalmente basado en un guión ajeno, creen que el cine es un instrumento de precisión, dotado de una asombrosa capacidad de sugerencia, que permite desentrañar la realidad y descubrir en ella y en sus pobladores lo que a simple vista no se puede ver ni apenas intuir.

Para estos cineastas, hoy residuales y condenados a diferentes variantes de la marginalidad, no es obvio absolutamente nada, ni puede ser mecánica o automática ninguna de las decisiones que han de tomar durante el largo y siempre trabajoso proceso de elaboración de una película. Caben, como poco, dos formas de hacer las cosas, y siempre ha de haber una razón que justifique cada elección. Y tales opciones no son, por añadidura, independientes entre sí, sino que han de cumplir unos determinados requisitos de consistencia.

Antes era normal que un director fuese capaz de explicar, si se le interrogaba al respecto, por qué había pasado de un plano general a un primer plano, por qué había eludido el habitual campo-contracampo en un determinado momento o a qué obedecía un súbito movimiento de cámara. O por qué había filmado a una actriz de espaldas, sin mostrar su rostro. Si uno cuestionaba su opción, era capaz de justificarla; convincentemente o no, eso es otra cuestión, y tampoco era necesario estar de acuerdo con cada una de sus decisiones de puesta en escena para, cuando menos, desde su punto de vista, comprenderlas o apreciar su coherencia. Hoy, y esto me parece sumamente grave, es evidente que la mayoría de los que dirigen películas ni siquiera se plantea esas cuestiones, tan elementales como cruciales. Ahora lo normal - si no aún la norma no escrita, pero no por implícita menos obligatoria - es que todo se haga de cualquier manera, sin más justificación - cuando la hay - que el hábito, la comodidad o la economía (que a veces conduce a un derroche innecesario, pero que se confía que compensará el coste con la espectacularidad e incluso con la publicidad de ese gasto, cada vez más valorizado).

La mayoría de los directores a los que hoy se asignan los "grandes proyectos" de Hollywood se quedarían perplejos si se les sometiese a interrogatorios como los que soportaron en tiempos Otto Preminger, Alfred Hitchcock o Vincente Minnelli, y no sabrían qué responder; tienen la suerte de que nadie les va a preguntar nada parecido, pero sus películas revelan con claridad meridiana que, de ocurrir tal supuesto, carecerían de respuestas.

Hoy puede distinguirse a un cineasta verdadero de un fabricante de artefactos audiovisuales - cada vez más asimilables a juegos de ordenador, dibujos animados, viñetas - simplemente porque los primeros dudan, y los segundos jamás admitirían una vacilación o la existencia de un problema que no fuese de naturaleza exclusivamente técnica. Hace poco, en una apasionante entrevista con Claude Lanzmann, el autor de Shoah, publicada en Cahiers du Cinéma, confesaba no haber sabido cómo filmar, si en primer plano o más distanciadamente, uno de sus hábiles interrogatorios a testigos o protagonistas del exterminio de los judíos durante la Segunda Guerra Mundial. Su incertidumbre era no sólo razonable, y razonada, sino prueba de una actitud moral de múltiples destinatarios: los propios seres filmados - sean personas reales o criaturas de ficción, a estos efectos es lo mismo -, los muertos de los que se hablaba y que se evocaban, los espectadores potenciales - presentes o futuros - de la película, la realidad, la historia, la verdad parecían tener derechos que el cineasta consideraba preciso (y deseable) respetar, y eso le planteaba un constante dilema moral de consecuencias metodológicas y estéticas, dramáticas y narrativas, sin que dudara en arriesgar la presunta "eficacia" o la rentabilidad de la película en nombre de lo que no le parecía sino la más elemental e imprescindible decencia, sin la cual no tendría sentido ni proyectar la realización de semejante película.

Cuando se inventaron la panorámica, el traveling o el primer plano - y poco importa quién lo hiciera, a quién pueda históricamente corresponder la primicia - no fue por capricho, ni por afán de innovar o deseo de deslumbrar al respetable (que, inicialmente, más que maravillado o complacido, parece haberse sentido desconcertado y desorientado, aunque no tardase en captar su sentido), sino porque el cineasta en cuestión sintió su necesidad, y se atrevió a hacer (para él, por vez primera, aunque algún otro le hubiera precedido) ese desplazamiento de cámara o ese cambio de encuadre y de distancia (y, por tanto, tamaño) porque no veía otro medio de comunicar o trasmitir lo que en ese momento era de capital importancia, de lograr que se viese con claridad lo que creía esencial que fuese percibido por el espectador. Después, con el uso y el tiempo, con la reiteración con variaciones, se estableció un código de costumbres, de usos, de procedimientos, de formas más o menos convenidas, y se pudo caer en una cierta rutina, de la que escapaban tan sólo los cineastas más conscientes, los que se mantenían alerta y eran capaces de actuar no por reflejo ni por mimetismo, sino tomando una decisión tras otra. Podían ser más o menos rápidos en ello, pero siempre pensaban, como jugadores de ajedrez, en el efecto que haría en su destinatario - el espectador, cada espectador en su tenebrosa soledad acompañada - cada plano, si no resultaría excesivamente manipulador o efectista, si no resultaría engañoso o confuso, si no haría creer algo distinto de lo que se trataba de darle a entender.

Es posible que, en muchos casos, sus opciones no fueran originales o disidentes de la norma, que fuesen "conformes" a lo que en cada época era - ya o todavía - lo habitual, lo convenido, pero no lo eran por conformismo automático, sino aprobatoriamente, con el consentimiento consciente del cineasta, que podía elegir la forma más normal como la más sencilla, lógica, clara y trasparente.

Uno puede pensar, sin duda ingenuamente, que tal proceso mental es inesquivable, que ni siquiera agobiado por un plan de rodaje estricto y reducido a mínimos, ni por la falta de medios - el que no tiene raíles de traveling, se las apaña con una sillita de ruedas o cámara al hombro - se puede saltar un verdadero director estas decisiones.

Sin embargo, los productores han intentado muy a menudo - a veces con la complicidad de guionistas o directores de fotografía o montadores vanidosos, por no mencionar a los actores más taquilleros - de limitar los poderes y las responsabilidades del director, reduciendo su función a la de mero "ejecutor", "intérprete" (por descontado fiel) o "realizador", es decir, a un empleado a mitad de camino entre el guardia de la circulación y el capataz de un taller o una obra. Esto ha generado, a poco que el director sea poco ambicioso (artísticamente), perezoso o corto de ideas, una tendencia - que últimamente ha crecido exponencialmente, y que se ha hecho mayoritaria en todas partes -a desentenderse de lo que constituye la esencia de su trabajo - pues es lo que convierte una idea, un argumento, una obra literaria, en cine - y a no fijarse más objetivos que los marcados por las "órdenes" recibidas y los límites impuestos por el presupuesto asignado. Los cineastas que encarnan tan manifiestamente el espíritu de la "obediencia debida" deponen, a mi modo de ver, sus verdaderos deberes, y no merecen ni siquiera el muy respetable calificativo de "artesanos", sino más bien el que les daba hacia 1965 Jean-Marie Straub cuando los llamaba "funcionarios" en el más despectivo y peyorativo sentido de la palabra.

Para no caer en esa dejación de funciones, un director no necesita ser su propio productor ni gozar de la deseable independencia ni contar con tiempo y recursos holgados: pocos de los verdaderos cineastas han gozado de tan buenas condiciones de trabajo, que más a menudo se conceden precisamente a los que se limitan a "realizar" un proyecto que ni les va ni les viene. Los directores americanos, trabajasen en el marco de las pequeñas producciones (serie B, incluso Z) o en productos de primera categoría, hasta cuando estaban sujetos a contratos por siete años con los estudios que apenas les permitían rechazar un guión que les fuese asignado, en la gran época del "Studio System" y del "Star System", casi siempre intentaban salirse con la suya, hacer lo que creían necesario desde el punto de vista de la calidad de la película, concebida no como un "acabado" superficial, sino como algo que resultase interesante y entretenido para el espectador. No sólo los más exigentes "autores" europeos tenían esa ambición; hoy sólo un exiguo número de cineastas, unos pocos ya viejos (Oliveira) o muy maduros (Bergman, Rohmer, Godard, Rivette, Bresson hasta hace poco) y algún que otro más joven (entre Víctor Erice y José Luis Guerín, por atender a nuestro país, entre Garrel y Desplechin en Francia) no se han rendido, a pesar del riesgo y las penurias económicas que suele acarrearles, pese a la probable frustración de muchos de sus proyectos y a la discontinuidad forzosa de sus carreras, y que no ha depuesto sus aspiraciones, que son, en el fondo, sus obligaciones, sus deberes no ya como artistas, sino como seres racionales que hacen su trabajo por gusto y con motivaciones razonables.

Curiosamente, y de un modo tan escandalosamente deliberado que delata que se trata de maniobras difamatorias impulsadas por sus oponentes o rivales (que quisieran exterminar tanto a los "rebeldes" como a quienes les ponen en evidencia como ineptos o esquiroles), se acusa a menudo de "caprichosos" a estos cineastas, que simplemente son exigentes (sobre todo consigo mismos) y no han sepultado el espíritu autocrítico y la curiosidad que les condujo a la vocación de hacer cine. Directamente o a través de escribas directa o indirectamente en nómina, son frecuentes campañas más o menos abiertas que tienen por objetivo vencer toda resistencia y desacreditar a los inconformistas, tildándoles de "trasnochados", "idealistas" (o "no realistas"), "intelectuales", "minoritarios", "ególatras", "poco comerciales", "indecisos" o "lentos", o simplemente de "problemáticos", que es una forma poco comprometida de ponerlos en una especie de "lista negra" no escrita para el conjunto de los productores y de quienes, en última instancia, institucional o empresarialmente, financian el cine.

Por eso es raro hoy que un director confiese haber tenido la menor duda o vacilación, no digamos que reconozca abiertamente que - como es su obligación - no para de hacerse preguntas y de plantearse problemas y alternativas o disyunciones entre las que - a menudo con rapidez y seguridad - ha de elegir. Son precisamente los que no tienen un deseo claro, ni una idea precisa de a dónde quieren llegar, los que a menudo pierden el tiempo sin rodar un metro válido, o impresionan millones de metros que no hay luego forma de montar, aunque siempre aparezca al final algún hilvanador que dé algún tipo de continuidad aparente a esa masa informe de imágenes y sonidos que, con una inversión publicitaria suficiente, se lograrán vender.

Naturalmente, se produce al cabo del tiempo un proceso envolvente, un círculo vicioso. Cuanto menos sean y menos circulen las contadas películas que siguen obedeciendo a una lógica interna, menos adultos soportarán el cine que normal y mayoritariamente se exhibe, y más perezosos y conformistas frente a la oferta se harán los espectadores jóvenes; la menor exigencia del público hará que se rebaje aún más la de los fabricantes de artefactos fílmicos, y dejará más marginados a los cineastas que todavía aspiren a serlo de verdad. Por eso se impone una especie de reeducación (por supuesto, voluntaria) de aquellos espectadores que no se den por satisfechos con tan poca cosa, de modo que aumente y se manifieste su demanda de algo más sustancioso, más razonable, más interesante, en lo que el pensamiento recupere el puesto que le corresponde en el cine, el mismo que en las otras artes. Naturalmente, las cosas no suceden de forma aislada; no es de extrañar, por eso, que desde hace aproximadamente treinta años la reflexión sobre el cine esté en franco retroceso, en decadencia cuando no en trance de extinción; en el mejor de los casos, los reductos en lo que todavía se cultiva un cierto pensamiento cinematográfico se han visto marginalizados y sobreviven en precario, con la permanente amenaza de desaparecer por completo y para siempre. No hay debate, no hay discusión ni interés alguno por la estética cinematográfica, sólo se habla de costes y rendimientos, como si el cine no fuese ya más que una actividad meramente económica. Y eso sucede precisamente cuando el séptimo arte acaba de cumplir un siglo de existencia y está a punto de enfrentarse con una nueva crisis que pondrá en tela de juicio su función social, su forma de distribución, su conservación para el futuro, sus mecanismos de financiación y hasta los medios técnicos para hacerlo y darlo a conocer. Ahora se hacen cientos de copias y se lanzan las películas simultáneamente en casi todo el mundo o en todas las capitales de un país; dentro de poco puede no haber copias y dejar de proyectarse las películas, que serán descodificadas en un gran monitor a partir de señales recibidas de un satélite artificial, al tiempo que la crítica y la publicidad en prensa pueden verse desplazadas por internet y quizá algunos cineastas "minoritarios" logren financiar su obra mediante suscripción a través de la red. Supongo que los señores de Agfa y Fuji, y los fabricantes de cámaras, y los laboratorios, están pensando en lo que tal vez se avecine. Pero ¿lo hacen los cineastas? No es más que una más de las preguntas que hay que hacerse para pensar el cine.

Texto para la lección de clausura del Curso Filosofía y Cine en la Biblioteca Regional de Murcia (30 de noviembre de 2001)