miércoles, 29 de mayo de 2024

Amor a vida o muerte

Intentar explicar el título de este ciclo quizá sirva para aclarar su carácter. A mí, personalmente, me hubiera gustado que se llamase (aunque no le veo buena versión española) como una canción de Jean Ferrat basada en un poema de Louis Aragon, Aimer à perdre la raison. También se pensó en Amor Omnia, pero la alusión a la Gertrud dreyeriana (uno de los puntos cardinales del ciclo) era restrictiva, y el latín es hoy tan desconocido que usarlo resulta cada día más pedante. Encima, alguna vez lo he visto traducido como "Todo es amor" (lo que es falso) en lugar de "El amor lo es todo" (algo que se puede pensar, pero tan absolutista que no casa con algunas de las películas y muchos de sus personajes).

Amor a vida o muerte expresa, creo, el carácter crucial (sea ilusorio o real, personal o genérico) que ese sentimiento cobra repentinamente o que mantiene a lo largo del resto de la vida de los protagonistas de estas películas, a veces incluso más allá de la muerte; ese cataclismo - que puede ser muy breve, pero aspira a la eternidad - es su "punto común" secreto. Además, recuerda algo el hermoso título de Horacio Quiroga, Cuentos de locura, de amor y de muerte, y el de una gran película olvidada de Alain Resnais, L'Amour à mort, también presente, además del nombre español - A vida o muerte - de una de las obras maestras de Michael Powell & Emeric Pressburger, A Matter of Life and Death, otra de las piedras angulares de esta retrospectiva.

Hay tantas formas de amor, por fuerte y absoluto que sea, como personas y circunstancias de las relaciones que brotan entre ellas - puede ser abrasador o arrasador, destructivo o creador, estable o duradero pero intermitente, febril pero efímero, breve pero intenso, hondo y sin futuro, feliz o desdichado, celoso o confiado, obsesivo o plácido, sereno o alocado, insensato o sabio, creciente y continuo o ciclotímico y ondulante, descompensado o equilibrado, correspondido o desencontrado, desajustado en el tiempo y la distancia; mental, físico o ambas cosas a la vez; explosivo, secreto, liberador, absorbente, invasor, mortal, inmortal, asesino -, y aún así oscilar, en todos los casos, entre ser lo único que importa o "sólo" lo más importante para los que lo sienten. Es lógico que el cine haya reflejado esa variedad, y que este ciclo, sin ser exhaustivo - sería imposible - dé cabida a películas muy diferentes entre sí, tan apartadas estilística como geográfica o cronológicamente, con tonalidades y conclusiones incluso opuestas. Conviene recordar que hasta en la obra de un mismo cineasta - por personal y obsesivo que sea, y hay varios que se han interrogado repetidamente por el origen y la naturaleza de esta fuerza arrebatadora - no todos los amantes gozan y padecen el mismo tipo de amor. Y que tampoco es lo mismo amar que estar enamorado, ni enamorarse (un estado en el que, en francés e inglés, curiosamente, "se cae" - tomber amoureux, to fall in love -, mientras que en español o italiano no ocurre tal cosa) que amar a largo plazo (para "toda la vida" o casi). Hay personas que necesitan amar o ser amadas (y no siempre las dos cosas) para vivir (o para que les valga la pena la vida, o al menos para soportarla), mientras a otros les causa la muerte (unas veces el mismo amor y otras su ausencia, su pérdida o su fin).

La mayoría de estas películas son de inspiración romántica, o tienen algo del espíritu de este movimiento, aunque casi siempre, por supuesto, mezclado con otros elementos; pero las hay también que analizan o critican esa visión del mundo, sin por ello dejar de comprenderla y de admirar, al menos hasta cierto punto, su radicalidad, como sucede en Gertrud o Quatre Nuits d'un rêveur.

No son, ciertamente, obras tibias, prudentes o comedidas, ni muy razonables, y cuando tienen un punto de partida racionalista, lo llevan hasta las últimas consecuencias, es decir, demasiado lejos. Por eso hay en todas ellas un punto de locura, o de delirio, y quizá también por eso despiertan cierta alergia entre los que nunca han sentido nada parecido o temen ser víctimas de un vértigo semejante.

Todas cuentan - o son, mejor dicho - historias de amor, por supuesto, pero no siempre concluyen de modo triunfal ni son necesariamente optimistas; las hay que rozan la tragedia o que se adentran decididamente en ella. Hay a veces fracasos, renuncias y sacrificios, abandonos y pérdidas, y la muerte se interpone con frecuencia, cuando no es precisamente su amenaza -como en A Time To Love and A Time To Die - la que hace surgir y florecer con tanta intensidad la relación amorosa, pendiente de un hilo y con las horas contadas; pero no son nunca derrotistas, ni sus personajes rehúyen jugárselo todo - desde la supervivencia a la felicidad - a una carta muy arriesgada, rodeada de dificultades e inseguridad, cuya duración siempre se ignora y nada puede garantizar. De ahí que el tiempo sea uno de los protagonistas de estas películas, y que su mero transcurso juegue un papel decisivo (a menudo el de villano).

A veces el amor tiene algo de posesión y de sed de dominio - como en I've Always Loved You -, más que de complicidad, de mutua seducción o de entrega, o se mezcla con otros factores - el arte, la enfermedad, la locura, la pobreza, la política, la guerra -, porque a menudo así ocurre en la vida y porque muchas de estas películas hallaron su refugio, o su campo de acción más propicio, en el ancho y acogedor seno del melodrama; pero en otras ocasiones encontramos, apenas velados por el pudor o la austeridad, los mismos planteamientos en obras minoritarias y estrictas, como las de Bresson o Dreyer, que parecen rechazar el manto del melodrama, y nos hablan de seres duros y tenaces, dispuestos a luchar y resistir contra viento y marea, contra toda expectativa, contra toda lógica. Las hay estrictamente ancladas en la realidad, que se mueven en el territorio de lo verosímil, mientras que otras se olvidan completamente del entorno material y del curso imparable del tiempo y se adentran por los senderos sinuosos de la fantasía, de la imaginación y del deseo - Pandora and the Flying Dutchman, The Enchanted Cottage, Brigadoon -, que son, en todo caso, factores esenciales para suscitar o alimentar la pasión y la loca esperanza que la mantiene viva.

Y, sin embargo, ese ardor misterioso e inevitable, proclamado desafiantemente unas veces, subterráneo o disimulado otras, que comparten estas películas, a pesar de sus diferencias de género, de enfoque, de estilo, de exigencia o de actitud moral, es precisamente lo que hace que, hasta cuando aspiran a la máxima sobriedad y se recubren de una capa de aparente frialdad, resulten emocionantes, y lo que permite que sus personajes lleguen a importarnos y conmocionarnos, incluso cuando son poco más que abstracciones o se han convertido ya en fantasmas, en espectros que no se resignan a abandonar completamente este mundo mientras tengan en él seres queridos, mientras su deseo resista a la propia aniquilación física. Piénsese si no en Der müde Tod, A Matter of Life and Death, Liliom, The Ghost and Mrs. Muir, Peter Ibbetson, Vertigo, Brigadoon, Letter From An Unknown Woman, Yokihi, Seventh Heaven, Portrait of Jennie, Smilin' Through, Enchantment, Morir... dormir... tal vez soñar, The Bridges of Madison County...

Lo que son capaces de hacer por amor, o por culpa de ese sentimiento, por muy cercados que se vean por la enfermedad (One Way Passage, Magnificent Obsession, Corps à coeur), la desdicha (Seventh Heaven, Street Angel), la superstición (Tabu), la intolerancia (Johnny Guitar), la ley (Chikamatsu monogatari) o la historia (La borrasca, Three Comrades, The Mortal Storm, Yokihi, A Time To Love and A Time To Die), incluso cuando la locura o el odio lo minan, corrompen o vician - como en Abismos de Pasión, Duel in the Sun o La Femme d'à côté - desde dentro sin lograr destruirlo del todo, porque los amantes, aún a su pesar, se necesitan mutuamente, hace que las historias narradas por estas películas singulares y extremistas sean sorprendentes y fascinantes, inquietantes o conmovedoras, exaltantes o aterradoras. Y obliga a que su curso narrativo ose, más a menudo de lo que parece, apartarse de los caminos trillados (I Know Where I'm Going), de los convencionales puntos de partida, de las exigencias "morales" de las sociedades respectivas en el momento de su realización. Eso les da una cierta intemporalidad, que permite pasar de una película muda como The Sorrows of Satan a una muy reciente sin apenas ruptura, y ello sin necesidad alguna de que la más nueva aspire a retornar al clasicismo o la más antigua fuese avanzadilla precursora del cine futuro. Son también, del mismo modo, obras casi apátridas, como si diese lo mismo, en esta materia, y llegadas las cosas a cierto punto de ebullición, que el autor sea japonés (Chikamatsu monogatari) o alemán (Der Liebe der Jeanne Ney, Tabu), español (Condenados), británico (Hitchcock, Powell) o norteamericano (ante todo, Borzage), sin duda porque se trata de un sentimiento y un impulso que no sabe de fronteras, naciones, razas, religiones, ideologías o códigos penales. Por último, una advertencia: hay películas, como algunas de Hitchcock obviamente encuadrables en el ciclo, que no figuran simplemente porque están programadas en los próximos meses dentro de retrospectivas individuales, o porque se han proyectado muy recientemente.

Texto para la presentación de un ciclo en el programa de la Filmoteca Española (mayo de 1998)

lunes, 27 de mayo de 2024

Antonieta (Carlos Saura, 1982)

Esto no es una crítica. Superado ya el límite de la indignación en Dulces horas (1981), con Saura no hay lugar sino para el estupor y el asombro, admirativo por parte de algunos, desesperanzado por parte de otros, entre los que siento tener que contarme; por eso, Antonieta me sugiere, más que afirmaciones, juicios o reparos, una serie de preguntas.

Interrogantes que, probablemente, no tienen respuesta, o que va implícita en la propia necesidad de hacer la pregunta. Antes de enumerar algunas de las muchas que se me ocurren, quisiera dejar bien claro que Antonieta no tiene nada que ver con Dulces horas, lo que celebro, pero tampoco, y eso ya no me parece motivo de regocijo, con Peppermint frappé (1967) —que he visto ocho veces y cada vez me parece mejor, más fascinante y más compleja— ni con Elisa, vida mía (1976); no estoy tan seguro, en cambio, de que suponga una auténtica novedad en la carrera de Saura: tiene un claro precedente, tanto enfoque como resultados, en Llanto por un bandido (1963), otra superproducción internacional de ambición historicista que no fue capaz de abarcar ni controlar. Pero vamos con las preguntas.

¿Por qué esta coproducción entre México, Francia y España, ambientada y rodada fundamentalmente en el primero de dichos países, ha sido doblada al castellano que injuriosamente se suele atribuir a los vallisoletanos, cuando en realidad sólo a algunos guionistas se les ocurren frases parecidas y sólo se habla con ese tono en los estudios de doblaje madrileños, sin duda nutridos de las canteras —tan próximas— del teatro dirigido por Tamayo y de los seriales y anuncios radiofónicos de los años 50 y 60? La verdad es que molesta a lo largo de toda la película, y no puede creerse que a Saura —tan partidario en los últimos tiempos del «sonido directo» que lo emplea hasta cuando no hace falta o da igual que lo sea, porque no lo parece— se le pueda haber «escapado» el detalle, llevado hasta el extremo de que hasta las voces «de fondo» (por ejemplo, de niños que juegan o saltan, a veces en off en México D. F. o en algún pueblo) no tienen ni asomo de acento mexicano.

Es muy probable que la productora o la distribuidora española, contra su voluntad, hayan decidido standardizar el sonido, pero ¿no supone una renuncia y un mal ejemplo por parte de Saura el que un director con tal prestigio y «autoridad» consienta que se mutile gratuitamente su obra de un aspecto esencial? ¿Es que ni en su país de origen se pueden ver en versión original —recuérdese el caso de La Sabina (1979), de Borau— las películas españolas con alguna complejidad idiomática? ¿O es que, para empezar, de Antonieta no existe ninguna versión que pueda calificarse de «original»?

Una duda que me asaltó a mitad de película y que el final no consigue disipar: ¿piensa Saura que Antonieta Rivas Mercado, José Vasconcelos, Manuel Lozano, el escritor Vargas (que encubre a Andrés Henestrosa, autor de la novela en que se basó Jean-Claude Carrière) y, en general, casi todos los que aparecen en la película, tanto reales como inventados, eran idiotas, o sólo lo parecen, sin que el cineasta se lo proponga expresamente o incluso en contra de su voluntad? ¿O es que Saura ha perdido la capacidad —parece que la costumbre, al menos, sí— de imaginar o crear personajes inteligentes?

¿La versión a estrenar en México incluye esos comentarios didácticos obvios, simplistas y convencionales con que se nos quiere poner al corriente, a uña de caballo, de la complicada historia mexicana, ilustrados unas veces con vagas imágenes turísticas y otras con fotografías o fragmentos de noticiarios? ¿También se han conservado en México ciertos tópicos —sobre las armas, los licenciados, la ruleta mexicana, etc.— que, al estar introducidos en la película con calzador, y sin sombra de humor, ironía, ambigüedad o complicidad, bien podrían ofender a los mexicanos? La verdad, no me explico cómo no le echaron del país (a tiros, por supuesto), y me parece bastante cara dura, tratando una historia ajena, adoptar tales aires de superioridad, ese tono displicente con que los «civilizados» se referían el siglo pasado a los «salvajes». Lo gracioso es que Saura proclama que le encanta México: no se ve por qué; es más, nadie lo diría, porque ni siquiera el folklore parece atraerle lo bastante como para tratarlo con un mínimo respeto: no sólo repite hasta la saciedad la versión mixteca de «La llorona», sino que estropea el único plano salvable de la película —el que muestra a tres ciegos que cantan el corrido de «Valentín»— con un zoom y una panorámica hacia el público callejero que les escucha y con una serie de planos-contraplanos que nos muestran la reacción de Anna (Hanna Schygulla) y su acompañante (Ignacio López Tarso), consistente en unas sonrisitas complacidas y largarse desatentamente, sin esperar siquiera que acabe la canción.


¿Por qué tiene tanto prestigio J. C. Carrière, que es capaz de vender como guión lo que, a lo sumo, sería para cualquier persona seria el «trabajo casero» de investigación previa? Yo aventuraría aquí una respuesta: porque se ha creído que era el coautor de los guiones de Buñuel, que, sospecho, se limitaba a traducir al francés y pasar a máquina. Sus trabajos con otros directores —de Pierre Étaix a Saura— demuestran que no merece la fama que tiene. Lo raro es que ni productores ni directores, ni las célebres actrices que salen en la película, se hayan dado cuenta de que no tenían guión. ¿Es que tal vez no lo leyeron? ¿Quizá ahora se «montan» las producciones meramente sobre el «crédito» de los nombres, y se supone que cualquier cosa que reúna a Saura, Carrière, Adjani y Schygulla será, a la fuerza, rentable?

No lo sé, aunque una respuesta afirmativa a esa pregunta me explicaría por qué cada vez me gustan menos la mayor parte de las películas de los últimos años. Pero son tantas cosas las que no sé...; por ejemplo, no sé nada (y ella parece que tampoco) del personaje de Hanna Schygulla, y sé tanto de por qué se suicidó Antonieta como antes de ver la película.

Publicado en el nº 24 de Casablanca (diciembre de 1982)

viernes, 24 de mayo de 2024

Lady Windermere's Fan (Ernst Lubitsch, 1925)

Me parece que, si no se ignora, se olvida con excesiva frecuencia, y a veces un tanto alegremente, que Ernst Lubitsch era, ya en el periodo mudo y en Alemania, y por lo menos desde 1919, si no antes, uno de los más grandes cineastas que habían hecho películas hasta entonces, y se tiende por ello a asociar su carrera americana casi en exclusiva a los años 30 y si acaso -ya que murió muy prematuramente- a los primeros 40, caracterizándole como un realizador frívolo y brillante de comedias, tendiendo, por tanto, a minusvalorar su obra silente, cuando yo lo consideraría primordialmente como un autor preciso, elíptico y... grave, o serio, como se prefiera. Que, además, lo mismo que los grandes creadores de melodramas lo solían ser igualmente de comedias, fue igualmente perspicaz y emotivo rodando dramas o melodramas. En sus comedias -nada alocadas ni muy emparentables, por lo general, con las magníficas, paralelas y casi contemporáneas screwball comedies, tan totalmente norteamericanas- se está permanentemente al borde del drama, incluso, en ocasiones, moviéndose en precario equilibrio sobre el filo de la tragedia.

Otra cuestión es que Lubitsch mostrase siempre un gran sentido del humor y un encomiable espíritu de resistencia frente a las tentaciones o los comportamientos depresivos, pero sus personajes no son nunca marionetas, sino seres humanos de carne y hueso, con sentimientos a menudo confusos o vacilantes pero intensos y no siempre ni solamente superficiales y, además, sin distinción de sexos -lo mismo los hombres que las mujeres-, muy vulnerables, aunque por dignidad o generosidad hacia su pareja finjan no sentir sus heridas o decepciones y se propongan sobreponerse a las decepciones, los desengaños, las deslealtades y los desamores, accidentes todos ellos, para su desgracia, bastante frecuentes. Muy raramente, por tanto, se regodean en el papel de víctimas o ignoran la parte de responsabilidad que les corresponde siempre a ambos miembros de una pareja.

Una de las muestras máximas de esos rasgos y valores es, al poco tiempo de convertirse en un cineasta europeo en Hollywood -que es lo que si acaso fue siempre Lubitsch, mucho más que un cineasta americano: casi nunca sus personajes eran americanos, sino europeos, ni fueron los Estados Unidos el escenario de sus películas, sino más bien los variopintos territorios del extinto Imperio Austro-Húngaro y sus países vecinos-, esta adaptación muda, nada literal ni servil, ni sumisa ni acomplejada, sino que osa ser más profunda y seria, de la muy británica, brillante y verbal pieza de Oscar Wilde.

A mi entender, se trata de una de las películas de mayor madurez formal e inteligencia de "puesta en escena" realizadas a esa altura de la Historia del Cine, y por ello, sospecho, debió parecer un posible modelo digno de estudio y emulación para muchos otros cineastas, entre los que yo destacaría al todavía incipiente Alfred Hitchcock, cuyas ideas acerca de la planificación, la alternancia de puntos de vista de los personajes, el tamaño relativo de los encuadres y las "suspensiones" o pausas de la narración prefigura muy clara y sorprendentemente esta película de Lubitsch, que hoy podemos reconocer como "hitchcockiana"... y con suspense pero realizada cuando Hitchcock no era aún Hitch.

Lo cual no excluye a otros cineastas. De hecho, por esos años todos seguían aprendiendo y descubriendo con admiración más que envidia los hallazgos ajenos, y así tenemos cadenas de docencia recíproca pasiva entre Griffith, Chaplin, Lubitsch, Murnau, DeMille, Keaton, Lang, Dreyer, Sjöström, Stiller, Dwan, King Vidor, Henry King, Raoul Walsh, John Ford, Hawks, Renoir, Hitchcock...

Son la lógica y la claridad los principios que presiden la estrategia simultánea y no sucesivamente expositiva y narrativa de El abanico de Lady Windermere, con una mirada que quiere ser justa y respetuosa para con todos y cada uno de los personajes, desde Lord Darlington (Ronald Colman) a Mrs. Edyth Erlynne (Irene Rich), pasando por Lord y Lady Margaret Windermere (Bert Lytell y May McAvoy) e incluso Lord Augustus Lorton (Edgard Martindel), que parece (pero finalmente no es) el más convencional y superficial de todos.

Y es precisamente esa generosidad y respeto de Lubitsch hacia sus personajes la clave de su elegancia, no el supuesto recurso a destellos de ingenio visual que, por lo demás, por brillantes que sea, no son aislables sin perder por ello buena parte de su gracia y su acierto, precisamente por estar perfectamente integrados en una trama previamente despojada de todo lo teatral y lo superfluo, por lo que, más que en el tiempo, tiende a desarrollarse en el espacio, y en un doble sentido: por un lado, en el decorado en sí mismo (techos altísimos, puertas enormes, habitaciones grandes, muebles distantes, setos, árboles, ventanas); por otro, en el análisis y la exploración de ese espacio físico tridimensional por medio de los encuadres más o menos amplios, más o menos cercanos, que ocasionalmente destacan o aíslan un detalle o un objeto -por ejemplo, el famoso abanico olvidado en un sofá, o la foto de Lady Margaret-, pero sin subrayarlo excesivamente mediante un inserto en primer plano ni otorgarle nunca un carácter simbólico ni siquiera metafórico, es más, ni metonímico, sino que son planos que complementan las indicaciones que da Lubitsch acerca de las perspectivas de los personajes y revelan cómo a menudo incurren en un error de perspectiva o de interpretación debido a una visión fragmentaria, entorpecida por obstáculos o por prejuicios o por una acusada tendencia -tan frecuente en la vida real- a sacar conclusiones precipitadas y sesgadas a partir de una información insuficiente o de meras apariencias apenas entrevistas.

Es decir, que Lubitsch fundamenta su narración no en los rótulos (los diálogos son muy escasos y los "comentarios" del autor inexistentes, tanto los de Lubitsch como los de Wilde, del que puede llamar la atención precisamente su ausencia), sino en las miradas y en la contextualización sistemática de esas visiones subjetivas: el cineasta nos muestra quién mira en cada momento, y desde dónde, lo que ve y también lo que no le deja ver la escena en su integridad, lo que no ve y lo que cree que ve y por ello cree que sucede, lo que uno ve y otro no y viceversa...

Esa relativa distancia de los personajes -sus múltiples planos "subjetivos", como luego sucederá frecuente y magistralmente en el cine, sobre todo sonoro, de Hitchcock, no invitan a la identificación del espectador con ninguno de ellos, sino a la contemplación imparcial y relativamente objetiva de sus conductas- da así mayor holgura a una interpretación por parte de los actores que evita tanto el histrionismo expresivo como la caricatura y fomenta, por el contrario, la naturalidad con que se mueven o desplazan seres a menudo muy seguros de sí mismos o que, al menos, pretenden parecerlo, que suelen aparentar calma hasta en los momentos de mayor turbación y zozobra, como ocurre a menudo desde la fiesta de cumpleaños de Lady Windermere y en las secuencias que, en tres fases, cierran la historia: la soledad del sincero y muy digno Lord Darlington, la reconciliación (con una clara advertencia: no basada en la franqueza) del matrimonio Windermere, y la repentina tolerancia in extremis de Lord Lorton hacia Mrs. Erlynne, que claramente le divierte y en la que, en definitiva, reconoce a alguien parecido.

Ya sé que es una idea impracticable en unos tiempos en los que se considera como una antigualla que hoy no tiene nada que enseñar hasta una película de los años 90 del pasado siglo, y supongo que pronto una de 2004, así que no digamos una de 1925 y encima muda y en blanco y negro, pero cada vez que vuelvo a ver Lady Windermere's Fan me convenzo más de que tendría que ser un "texto" fundamental, de visión y análisis obligado, en cualquier escuela de cine que no se limitase a habilitar para ejecutar filmaciones rutinarias e impersonales, indecisas entre el estilo televisivo y el efectismo publicitario.

Porque sigue siendo, con casi ya un siglo encima, y no es previsible que eso cambie y pierda vitalidad dentro de otro siglo más, una película totalmente presente, actual, y vigente, que puede enseñar algo tan decisivo en el cine, y hoy tan olvidado pero igualmente necesario, como la utilización del encuadre, la distancia, el ángulo de visión y el espacio, con todas sus posibilidades de fragmentación.

En resumen, el empleo de la materia prima del cine, con independencia del soporte en que se registre y de los medios a través de los que se difunda, y en eso es lo mismo que se trate de imágenes digitales o fotoquímicas y que se proyecte en una pantalla grande o una no excesivamente chica, y la produzca Netflix o una televisión pública o una compañía privada poderosa o modesta.

Si a eso se le añade que, como a veces -pues es algo bastante excepcional- Otto Preminger o Ingmar Bergman, ya en 1925 Lubitsch rehuía sistemáticamente los gestos y movimientos convencionales (y procedentes de ciertas tradiciones del teatro) ante el asombro, la decepción, una mala noticia o una declaración amorosa, que pierden fuerza porque los prevemos de antemano y no nos pueden sorprender en lo más mínimo, sino que hace ya, tan pronto, que sus personajes se desplacen de una forma tan inesperada como reveladora y significativa, se debería comprender por qué, lejos de desdeñarla, la muy amplia parte muda de la filmografía de Lubitsch explica y hace posible la extraordinaria grandeza de la etapa sonora de su carrera en Hollywood, además de ser igualmente maravillosa.

En “El universo de Ernst Lubitsch”. Madrid : Notorious, 30 de septiembre de 2019.

miércoles, 22 de mayo de 2024

Intermezzo (Gregory Ratoff, 1939)

Volver a ver este discreto y no exento de elegancia melodrama pocos días después que Sonata de Otoño (1978) de Ingmar Bergman supone un pavoroso testimonio de la insidiosa y demoledora labor —erosiva y corruptora a la vez— del tiempo, y de la que no se salvan ni siquiera personas que se conservan tan bien como Ingrid Bergman. Resultan curiosas, además, ciertas coincidencias: como en el archiacadémico, previsible y exasperante convencional último film de Ingmar —que parece perpetrado por un infatuado «fan» de Gritos y susurros—, Ingrid hizo, en su primera película americana, de una pianista que, siguiendo a su amante (también músico: violín con Ratoff, cello con Ingmar), desciende de Suecia a Italia.

Intermezzo tiene la rara virtud de no estirar una anécdota que no da más de sí; pese a ello, y a durar tan sólo 66 minutos, le sobran los diez o quince finales, de una sensiblería conformista y «bien pensante» francamente molesta, que vienen a anular el elíptico y luminoso drama de amor imposible que los precede, de una claridad visual (Gregg Toland) y una desnudez narrativa que remiten a la genial An American Tragedy (1931) de Sternberg.

De un film cuyo metraje válido acaba con las palabras «Es posible que, con el tiempo, su imagen se borre de mi memoria, pero mi corazón estará siempre lleno de su belleza», pronunciadas con resignación por Leslie Howard tras la partida de Ingrid, destaquemos tres imágenes premonitorias: 1) la primera tentativa de separación de los amantes muestra su reflejo en el escaparate de una tienda de antigüedades e insiste en el hueco que deja ella en el cristal, al irse repentina y silenciosamente; 2) poco antes de que, tras el idílico «intermedio de amor» en Italia, Ingrid se decida a sacrificar su amor por Howard, éste exclama «¡Anita! con esa luz pareces tan irreal...» y, en el contraplano, ella desaparece del marco de la ventana; 3) el rostro de Ingrid visto a través de la ventanilla del tren que la llevará a París, un instante antes de que una nube de vapor lo borre definitivamente de la película.

En Dirigido por nº 63 (abril de 1979)

lunes, 20 de mayo de 2024

To Vlemma tou Odyssea (Theo Angelopoulos, 1995)

Frente a un cine americano que - con contadas excepciones: Eastwood, Sayles, Wang - ha dejado de mirar para simplemente exhibirse, y además sin dejar ver -deslumbrando, apabullando, atronando-, algunos europeos se empeñan en dejarnos contemplar con ellos y reflexionar por nuestra cuenta. Angelopoulos cobra hoy un valor de resistente y francotirador que hace veinte años sólo le daba su pertenencia a una cinematografía de lengua y canales de distribución minoritarios. Hoy son pocos los que se mantienen en pie - y menos aún los que sobreviven con honra e integridad- y eso les hace más admirables y más precisos, sobre todo si entretanto han madurado, se han despojado de manías y obsesiones, van cada vez más a lo esencial y rechazan las simplificaciones.

Aunque sea territorio familiar y poco novedoso para los acostumbrados a su modo de hacer, a la par que el comienzo puede desorientar a los neófitos, tengo esta nueva obra de Angelopoulos por la gran contribución europea al centenario del cine (la americana fue el Ed Wood de Tim Burton. No ha de extrañar por ello que narre la historia de un doble retorno para conseguir así que el cine vuelva, siquiera durante tres horas, a una exigencia moral que parece haber abandonado. La vuelta de Ulises - el cineasta Harvey Keitel, como siempre magnífico, pero de otra manera - a su patria le sirve para tratar de encontrar la pureza de las primeras imágenes rodadas en los Balcanes, en medio de los desastres de la guerra, tan cercana y tan poco ajena, y consentida sin tratar siquiera de comprenderla, de la antigua Yugoslavia.

Alguno acusará a Angelopoulos de arrogarse la conciencia no sólo de Europa sino del cine, lo que hace en la medida en que otros no asuman con él al menos una de esas responsabilidades (los hay, muy distintos, desde Godard a Loach, desde Erice a Rivette, desde Rohmer a Pialat, desde Garrel a Amelio, desde Moretti a Kiarostami... pero no son muchos). En tiempo de "divertidos" asesinatos gratuitos o espectaculares y efectistas destrucciones del mundo, La mirada de Ulises reivindica la elocuencia del silencio y la eficacia purificadora de hacer sentir personal e intransferiblemente - es decir, de un modo intolerable - la violencia sin siquiera mostrarla, sin lucrarse con ella, sin embotar con su acumulación o su exceso los sentidos de un espectador al que respeta y pide que también él regrese al cine y mire.

En “Todos los estrenos. 1996”. Madrid : Ediciones JC, diciembre de 1996.

viernes, 17 de mayo de 2024

Le déjeuner sur l'herbe (Jean Renoir, 1959)

Comida en la hierba, penúltimo Renoir, es un típico film de viejo. Por ello comparte numerosas características de otros recientes de los grandes clásicos, tales como La tumba india (Das Indische Grabmal, 1958) de Fritz Lang, La taberna del irlandés (Donovan's Reef1963) de John Ford o La condesa de Hong Kong (A Countess From Hong Kong, 1966) de Charles Chaplin.

Estos films se cuentan entre los más imperfectos de sus autores, motivo por el que suelen ser despreciados, achacando su ritmo pausado y su falta de tensión a la senilidad de los antaño considerados grandes cineastas. Como creo que ya es hora de no juzgar por criterios de «perfección», se debía mirar con más atención obras que, como Le Déjeuner sur l'herbe se revelan como fundamentales en las carreras de sus respectivos directores.

En primer lugar, se trata de obras de una asombrosa y espontánea sencillez. La madurez y el «oficio» de Renoir, Ford o Chaplin les permiten hacer grandes películas sin plantearse problemas, sin rebuscamientos ni golpes de efecto, con una seguridad en el dominio de su arte, con una sabiduría a la que sólo se llega tras muchos años de contacto con el cine. Por esto, sus últimas películas son naturales, creadas con la tranquilidad del que sabe muy bien cómo hacer una película. Ya no intentan, sin duda, hacer arte, sino simplemente cine. Por esto, sus guiones no deben tomarse sino como un mero pretexto sobre el que plantear una película que les permita seguir ejercitando su vocación.

Estas películas son tan íntimas, tan personales, que ya no sienten siquiera la necesidad de «expresarse»: cada plano, cada encuadre, cada imagen hablará por ellos.

Estas películas manifiestan la mirada irónica (Hawks), entristecida (Ford), nostálgica (Chaplin), decepcionada (Walsh), distanciada (Lang) o gozosa (Renoir) con que sus autores contemplan el mundo, bien participando activamente en él (Hawks, Walsh, Renoir) o quedándose fuera (Lang).

El argumento, la historia que cuentan estas películas serenas y remansadas, suelen ser un apólogo moral bastante primario, a veces incluso reaccionario (aparentemente al menos, ya que es ingenuo pedir a unos ancianos que crean descubrir el mundo o que tengan fe en el poder revolucionario del cine). Renoir ha sido siempre un hombre progresista, de forma que su defensa de la vida natural y sin sofisticación, y su ataque al cientificismo o a la inseminación artificial (que, por otro lado, no creo que interese mucho a nadie) deben ser tomados por lo que son, las reflexiones de un viejo, y no como si se tratara de un peligroso panfleto reaccionario.

Renoir ha mostrado siempre un amor a la sencillez, a la naturaleza, a la vida, a las mujeres (un poco exuberantes, como las que pintaba su padre cuando hacía un desnudo) que han hecho que se le calificase de «panteísta». Dejando de lado tanto ésto como el impresionismo de sus imágenes, no porque no sea verdad, sino porque se han convertido en clichés críticos (un «canto a la vida» y otros intentos de deformación, como el perpetrado por Lorenzo López-Sancho en un editorial de ABC), demasiado repetidos como para insistir en ellos, hay que decir que lo que importa de la película no es lo que Renoir nos dice sobre tal o cual tema, sino lo que el film nos dice de Jean Renoir. Como él mismo dijo una vez: «Cuando un amigo me habla, diga lo que diga, me interesa».

Y es indudable que Le Déjeuner sur l'herbe, cuyo tema es, en el fondo, el mismo que el de su film anterior, El testamento del doctor Cordelier (Le Testament du Docteur Cordelier1959) nos revela mucho sobre el autor de La Règle du jeu (1939), nos aporta tanto para conocerlo como Le Carrosse d'or (1952), French Cancan (1955), Eléna et les hommes (1956) o Le Caporal épinglé (1962)

Tanto en cine como en la vida Renoir ha odiado siempre las ideas preconcebidas, los planes estrictos que no dejan lugar al azar, a la improvisación o al error. Con los años, su aversión a lo que él llama «blueprints» ha ido aumentando, y es más en el modo de realización de su película que en sus diálogos o en su «tesis» donde podemos apreciarlo.

Renoir ha defendido siempre la actitud pasiva de los directores de cine, que no deben intervenir, según él, sino poner en marcha unas situaciones y quedarse a la expectativa, a cierta distancia, para captar lo que vaya naciendo espontáneamente ante el objetivo de la cámara, sin forzar nada, sin provocar detalles concretos, sino limitándose a permitir que la vida surja, que el azar lo trastrueque todo y, eso sí, registrarlo a veinticuatro imágenes por segundo.

Con esta postura era lógico que Renoir se interesase por el rodaje «en directo» de la televisión, usando varias cámaras y sin repetir planos. El genial fruto de la primera aplicación de este método al cine que hizo Renoir fue Cordelier, una de sus obras más audaces y más conseguidas. El mismo año, también en coproducción con la televisión francesa, Renoir hizo su segunda tentativa en este campo de experimentación. Este intento también fue coronado por el éxito ya que Le Déjeuner sur l'herbe puede contarse, pese a algunos fallos muy secundarios (y no referentes a la realización propiamente dicha), entre las obras maestras de Renoir.

La sencillez y la amplitud de los encuadres permiten una libertad de movimiento a los actores que se ve ahora reforzada por el rodaje en continuidad, secuencia a secuencia, que permite el rodaje con varias cámaras. El conocimiento de los emplazamientos de éstas que tienen siempre los directores intuitivos y con gran experiencia evita que la planificación, una vez montada la película, sea fragmentada en exceso (véase lo que ocurre en Bonnie y Clyde, por ejemplo) y que los encuadres sean forzados (con el fin de impedir que aparezcan las cámaras en algunos planos). La sensación de despreocupación que transmite este método de filmar (ya presente, aunque menor grado, en películas anteriores de Jean Renoir, como La Marseillaise (1937) se asocia inmediatamente con la alegría, el reposado dinamismo, el colorismo y la musicalidad que son caracteres esenciales de la película. Así se logra la armonía de todo el film, pese a su relativo «deshilachamiento» (exacto al de Eldorado de Hawks o al de La taberna del irlandés), y que se manifiesta en todo su esplendor en escenas como la del camping nocturno en que cantan «La Tramontane» o en el baño de «Nénette» (Catherine Rouvel, escapada sin duda de un cuadro de Pierre-Auguste Renoir) desnuda, ante los ojos tímidos del profesor «Etienne Alexis» (Paul Meurisse, actor casi siempre detestable del que Renoir saca más partido del imaginable).

Es importante resaltar que la armonía de ambas escenas no nace tan sólo de la fluidez de los planos que las componen, ni de su belleza, ni de la excelente partitura de Joseph Kosma, sino, sobre todo, de su fisicidad. Dado que Renoir es un cineasta eminentemente sensual, carnal incluso, es natural que su dirección de actores sea predominantemente física, basándose más en la movilidad de los cuerpos, en el dinamismo de las acciones y en la belleza de los gestos que en la precisión de las expresiones faciales. Así tenemos, en la primera de las escenas citadas, que la sensación de felicidad que irradia se debe más que nada al ligero balanceo de Nénette y Etienne abrazados, a su contacto físico al ritmo de la canción, que poco a poco acaban coreando. La segunda escena, en cambio, está planteada a un nivel puramente visual, aunque no por ello menos sensiblemente físico. La brevedad misma de estas escenas, que se hacen cortas, que el espectador querría ver eternizarse, revela su fuerza y la sensación de bonheur que comunican.

Como La condesa de Hong Kong, como La taberna del irlandés, esta película tiene un tono idílico, irreal, abstracto incluso, de puro «cuento de hadas» (en este aspecto se pueden relacionar con Torn Curtain (Cortina rasgada, 1966, de Hitchcock).

Esto separa a estas tres películas de La tumba india o de Esther y el rey (Esther and the King1960), de Raoul Walsh, películas decepcionadas, lúcidamente amargas y que carecen realmente de los artificiales (y reconocidos y presentados como tales) «happy ends» con que Chaplin, Ford o Renoir acaban sus films. Sin hablar ya, por supuesto, de la tragedia que es Cordelier ni del final «abierto» del Caporal.

Porque las actitudes comunes de estos viejos cineastas, en lo que se refiere a la serenidad y a la contemplación tienen muy diferentes matices. Mientras Hawks contempla la vida desde dentro, activamente (en un coche de carreras en marcha: Peligro… línea 7000, Red Line 70001965), Fritz Lang recorre el mundo con su único ojo desde las alturas, distante y despreciativo. Los otros dos grandes tuertos, Ford y Walsh, asisten con melancolía a la desaparición de su mundo, pero Ford lo hace con lucidez y resignación mientras que Walsh se revuelve, montado a caballo, contra el hundimiento de sus valores. Chaplin, en cambio, mira con nostalgia a la felicidad pasada. Renoir, por último, no rechaza la vida, sino que continúa disfrutando de ella, con una delectación sensual por todo lo que es natural y sencillo.

Esto se pone de manifiesto volviendo a comparar La tumba, La taberna y La comida (los títulos son ya significativos), esta vez examinando las relaciones entre mujeres jóvenes y los hombres mayores que se enamoran de ellas. Los desenlaces de las tres películas son ya de por sí suficientemente reveladores, como lo sería el de El Dorado (1966), otro título cuyas resonancias míticas hacen significativo.

Una última demostración de la postura de Renoir la tenemos en la secuencia de montaje (puramente dovjenkiana) que ilustra el momento en el que “Nénette” y “Etienne” hacen el amor, a base de una serie de bellísimos planos de hierbas, agua, rocas, el río, los árboles, y que, al igual que los de abejas, troncos de árboles, cielo y agua que esmaltan discretamente toda la película, a la manera de pinceladas impresionistas, se asocian con el lado mitológico e incluso dionisiaco del film: la presencia perturbadora del antiguo templo de Diana, el recuerdo de las orgías, los sátiros, el macho cabrío y el «hado» del destino que con su flauta hace intervenir a los dioses, en forma, naturalmente, de fenómenos meteorológicos.

Por todo esto hay que mirar este film alegre, feliz, joyeux y lleno de vida con más atención de lo corriente, sin detenerse en apariencias esquemáticas que impedirían acceder a la penúltima obra maestra de uno de los más grandes creadores de la historia del cine, Jean Renoir, un hombre que significa tanto en el cine como su padre en la pintura.

Publicado en el nº 81 de Nuestro cine (enero de 1969)

miércoles, 15 de mayo de 2024

Mercado de futuros (Mercedes Álvarez, 2010/1)

Estuvo a punto de llamarse “Tierras bajo un sol invernal favorable”, que hubiera hecho esperar un film relacionado con el anterior, y que hubiera decepcionado, en lugar de sorprender. Podría también haberse titulado "Burbujas", "Pompas de jabón"; hasta "Vendedores de alfombras", "Puro aire", "Guiados por ciegos", "Un mundo virtual" o "Se vende todo". En cualquier caso, recoge de un modo sorprendente e impresionante las causas de la crisis sobrevenida en el año 2008, pero que llevaba varios más gestándose e incubándose en los mercados globales.

Sorprende sobre todo, para quien conozca la única película larga anterior de Mercedes Álvarez, El cielo gira (2004), porque, a primera vista, nada tiene que ver con ella, nos habla de otro mundo, con otro sonido, otra estética, otras preocupaciones, otra ética. Frente al mundo rural, casi vacío, despoblado, en vías de desaparición, invadido por bosques de molinos de energía eólica, en los campos áridos de las afueras de Soria capital, nos movemos aquí en territorios urbanos globales, si no idénticos sí equivalentes y a menudo confundibles, en los que se habla (mal) inglés y sin pensar, donde importa más decidir (comprar, vender) con rapidez que con razones y fundamentos económicos, dejando la determinación total del valor en el valor de cambio, olvidado por completo el de uso. Las escenas capturadas a los brokers, quizá más aún las de IFEMA (la Feria de Madrid) o lugar paralelo de Barcelona, con esos vendedores inmobiliarios que dicen con impertinente seguridad y rapidez párrafos de retórica publicitaria hueca, que no significan nada, que mienten más que hablan, que hablan mal y no dicen nada, que sudan y son desatentos y maleducados, camelistas profesionales, que erigen literales castillos de papel para engatusar a clientes e inversores. Al contrario que Michael Moore, Mercedes Álvarez no dice nada, ni caricaturiza (porque ya es grotesco eso que muestra), pero enseña cómo son, da a ver cómo funcionan, el desorden frenético con que se mueven y en el que se toman precipitadas decisiones sin base real en esos “mercados de valores” que se ha dejado que, sin reglas, dominen la economía y a través de ella el mundo. Son vendedores de felicidad en porciones, sobre folleto, en foto, en vídeo, en power point, en maqueta. O esos wizards o gurús que dicen enfáticamente verdaderas tonterías sin sentido, convirtiéndolas en dogmas a base de repetirlas a gritos, y que recuerdan, en el fondo, a Hitler, y su crédulo público hipnotizado a los que votaron y siguieron a Hitler (y lo cierto es que quien les hace caso haría caso a un Hitler). Está bien sugerida (sin énfasis) la conexión guerra-negocios, tan patente también en el entramado religioso-militar-jerárquico de todos los manuales o masters de recursos humanos. Hay que ver cómo pasan al (mal, atrozmente pronunciado) inglés, con qué voces, con qué gestos, con qué tensión corporal actúan. Una imagen en movimiento y con sonido sí que vale más que mil discursos con palabras.


Encuentro la película muy densa, aterradoramente real, una auténtica muestra de cine-ensayo avanzado. Por suerte, hay algún momento de pausa, de reposo, de silencio; por ejemplo, los frutales cultivándose junto a la autovía y las vías del tren, el viejo del rastro barcelonés que no va allí a vender, sino a pasar el rato. Escenas que tienen el ritmo más lento que precisan para contrastar por sí mismos, sin apoyaturas explícitas. No sé si Mercedes habría visto antes ni ahora, casi cuatro años después, Nicht ohne Risiko (2004) de Harun Farocki ni Staub (2007) de Hartmut Bitomsky, que son, con Film Socialisme (2010) de Godard, las películas en que me ha hecho pensar (y también un poco Play Time (1967) de Jacques Tati). En cualquier caso, Mercado de futuros explica implícitamente parte de lo que ha pasado, está pasando y va a seguir pasando.

Escrito para los Encontros Cinematográficos de Fundão (30 de marzo de 2014)

lunes, 13 de mayo de 2024

The Arrangement (Elia Kazan, 1969)

Un arte esquizofrénico

El primer libro de Elia Kazan era muy breve; más que una novela, era una sinopsis de película, el apunte esquemático de una serie de ideas, vivencias y recuerdos que bullían en su mente y que se manifestaron explosiva e impetuosamente en un film de tres horas, América, América (1963), cuyo fracaso comercial apartó a Kazan del cine. Sin duda por ello, el segundo fue muy grueso, una verdadera novela en la que Kazan se volcaba por entero y que se convirtió en uno de los grandes éxitos editoriales de los últimos años, permitiendo a Kazan hacer de ella un film de dos horas, El compromiso (The Arrangement, 1969). Se encontraba con una novela enorme, que debía adaptar como si no fuera suya, suprimiendo escenas, abreviando, seleccionando, corrigiendo, de tal forma que The Arrangement (cuya verdadera traducción sería "El arreglo") es una nueva obra, que gana en potencia y eficacia, toda la riqueza que pierde con respecto a la novela. La película es enormemente sintética, brutalmente elíptica, un tanto esquemática —como es habitual en Kazan, nunca demasiado sutil—, sobre todo en su primera parte, que es a la obra anterior de Kazan —tan recargada y barroca siempre— lo que una acuarela a un óleo, y que representa el punto extremo al que ha llegado el esencialismo (que, a partir de Río salvaje (Wild River, 1960), caracteriza su cine.

Cineasta del tiempo, como señaló Rivette, Kazan utiliza ahora esta dimensión del cine como una variable: por primera vez la estructura narrativa no es lineal, sino que se ve quebrada por flashbacks que reconstruyen una visión caleidoscópica (un poco a la manera de A quemarropa de Boorman); es decir, que para evitar el desconcierto conviene ver The Arrangement como si de Pierrot el loco se tratara: sólo así resultarán admisibles esos flashbacks subliminales, o esos otros en los que —un poco como en Fresas salvajes, de Bergman, pero no como mero espectador, sino activamente— el personaje actual convive con la imagen de su pasado irreversible, o las alucinaciones y desdoblamientos del personaje —más de esperar en Fuller que en Kazan—, que revelan la naturaleza subjetiva del film.

En su excelente libro sobre Kazan, Roger Tailleur ha expuesto cómo, tras una serie de películas "en tercera persona", pasó a la segunda y finalmente a la primera persona; pues bien, The Arrangement supone la culminación de esta última etapa —la mejor— de su carrera, en tanto que, si bien sus películas han tenido con frecuencia un planteamiento subjetivo a partir de Viva Zapata (1952), La ley del silencio (1954) y Al Este del Edén (1955), nunca habían sido tan explícita y totalmente autobiográficas. Si A Face in the Crowd (1957), Rio salvaje, Esplendor en la yerba (1961) e incluso América, América eran transposiciones objetivas de sus problemas personales, The Arrangement abandona toda apariencia de "exterioridad" y asume de principio a fin su carácter subjetivo y poético, con claro predominio de la expresión personal subjetiva y directa sobre la narración.

Evangelos Topozoglou, alias Evans Arness, alias Eddie Anderson (que encarna muy bien Kirk Douglas y —cosa nueva en Kazan— con mucho humor) es muy claramente el propio Kazan, y a través de su rebelión contra el "pacto" que había hecho con la sociedad, Kazan nos transmite su visión personal, parabólica y amarga, de los Estados Unidos en 1969. Porque resulta que el "arreglo" es represivo, insatisfactorio, aplastante, y por eso Anderson intenta el suicidio, se niega a hablar y a volver al trabajo, vuelve la espalda al éxito, se enfrenta con su padre (un hermano menor de aquel griego que besó el suelo de Ellis Island al final de América, América), abandona a su esposa (Deborah Kerr), intenta refugiarse en la locura, protegiéndose en un manicomio (la relación con Lilith, la última obra de Rossen, es evidente) y se va con su antigua amante (Faye Dunaway). Comprendemos entonces que la estructura caótica y subjetiva de la película correspondía a un caos vital, a una crisis moral, al desgarramiento esquizofrénico de Anderson-Kazan entre dos mundos: el interior (la felicidad personal, real, la sinceridad y la libertad, el ser uno mismo y nada más) y el exterior (el éxito, la reputación, el bienestar, el dinero, la familia, el comportamiento que la sociedad considera "normal"; en suma, el "arreglo" que Ie permite vivir, cómodamente pero en falso, una vida que no es la suya). Por eso, cuando —por primera vez en Kazan— el personaje deja de quejarse, de autocompadecerse masoquistamente y de pedir perdón, y actúa para liberarse de sus doradas cadenas, la película se distiende, se serena, se amplifica, se hace más lírica y nos revela que Kazan ha madurado. The Arrangement es, por tanto, si no la mejor película de Kazan, sí en cambio la obra del Kazan mejor, el más lúcido y el más valiente, el más moderno y el más responsable.

En El Noticiero Universal (22 de julio de 1970).

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Al parecer, no he sido el único que se ha quedado horrorizado al revisar El compromiso, que —no entiendo cómo— cuando se estrenó me pareció, pese a ciertos recursos formales ridículos, francamente admirable. Ahora, en cambio, considero esta película como un grotesco e incomprensible error de Kazan, de la que apenas se salvan —y parcialmente— algunas escenas con Faye Dunaway, y que constituye un muestrario particularmente detestable de todos los «tics» y defectos que —excepto en Wild River (1960) y America America (1963)— enturbian hasta sus grandes películas —como Splendor in the Grass (1961)— y hacen insufribles las peores: efectismo, histeria, enfatismo, discursivismo explícito y machacón, teatrería, falsas coartadas, actitud autojustificatoria y plañidera.

Lo que más me sorprende de El compromiso es que un hombre de la experiencia y talento de Kazan, con la libertad de actuar como productor, guionista y director y contar con un elevadísimo presupuesto, haya sido capaz de adaptar tan mal su propia —y excelente, además de muy personal— novela; que haya caído tan bajo, tras seis años sin hacer cine y justo después de las que considero sus tres mejores películas, como para fallar hasta en la dirección de actores (Kirk Douglas y Deborah Kerr están particularmente ridículos) e incurrir en coqueterías espacio-temporales de principiante (todos los flashbacks, el «alter ego» de Douglas), caída que, dos películas después —Los visitantes (1972) y El último magnate (1976)— sigue sin remontar.

En Dirigido por nº 63 (abril de 1979)

viernes, 10 de mayo de 2024

Concordancia y cordura : entrevista a José Luis Cuerda

Pares y nones (1982) es el primer largometraje de una persona que lleva muchos años reflexionando sobre el cine, escribiendo guiones o tratamientos y dirigiendo documentales (y algún dramático) para televisión. No debe, por ello, sorprender la madurez de su primera obra cinematográfica, modesta y realista en su planteamiento, pero exigente y ambiciosa en cuanto a los resultados. Hay en esta comedia sobre personajes inmaduros e indecisos, en la que las cosas «por un lado, tienen gracia, pero, por otro, maldita la gracia que tienen» —para emplear la certera fórmula de los fugitivos del autobús de Cortina rasgada—, algo más que una anécdota, unos diálogos brillantes o una eficiente dirección de actores. Es, también, algo más que la «tarjeta de presentación» —ante el público, ante la industria de un nuevo director. Se trata, sobre todo, de la materialización en la pantalla de una concepción del cine y de una manera de ver las cosas, que concuerda —como un retrato— con todo lo que yo sé o intuyo de José Luis Cuerda, persona a la que conozco desde hace mucho, con la que no había hablado demasiado de cine, pero con la que daba por supuestos muchos puntos comunes. De la conversación que mantuvimos ante el magnetófono podría elaborarse un libro —Cuerda sobre cuerda o Cuerda entre las cuerdas—, de modo que he procurado extraer y resumir aquello que, no siempre circunscrito a esta película concreta, más puede iluminar acerca de su manera de entender el cine o que no ha contado en otras ocasiones, a otras publicaciones o a la propia Casablanca (número 19-20).

CASABLANCA: Para empezar, hablemos de la comedia. ¿Es un género que te interesa especialmente o Pares y nones es una comedia simplemente porque hoy por hoy este género parece rentable en el cine español y de los proyectos que tuvieras éste es el que, por eso mismo, has conseguido que te produjeran? ¿Es una comedia por encargo o lo es casi por casualidad, sin que el guión tuviese que desembocar forzosamente en la comedia?

JOSE LUIS CUERDA: Es una comedia por montones de razones, y tú las has dicho prácticamente todas. A mí se me encargó una comedia de un determinado presupuesto económico y que cumpliese unas ciertas pautas: comedia de relaciones personales entre gente de nuestra generación. Entonces entregué un guión que cumpliese esas condiciones, aunque lo del bajo costo se fue a la porra inmediatamente porque se vio que era imposible. A mí me daba miedo hacer una comedia de esas características, porque ya las hay en este país, y algunas han dado mucho dinero. Así que me planteé si valía la pena hacerla, si me apetecía de verdad hacer una película de estas características. Porque yo había renunciado a hacer películas en las siguientes circunstancias: por supuesto, que repugnasen a mi ideología o mi moral; que fuesen en cooperativa, porque me parece regalar a las distribuidoras una serie de cosas que no hay que regalarles; que sirviesen simple y llanamente para hacer una película o ganar dinero, porque estos dos aspectos ya los tengo cubiertos con mi trabajo en Televisión Española. Y lo primero que pensé es que hacerla era un reto en varios frentes. Uno, que las comedias de este tipo que se han hecho en este país a mí no me gustan. Otro, que no había nada de malo en hacer una comedia, sino todo lo contrario, y para una primera película todo eran ventajas: había de permitirme saber si era capaz de conseguir lo que me había propuesto, y si yo estaba de acuerdo conmigo mismo a la vista de los resultados, eso me daría un mínimo de seguridad en este oficio, cosa muy necesaria al principio, cuando todo lo que tienes es inseguridad. Eso me llevó a escribir solo el guión —cuando antes había hecho guiones o tratamientos con Manolo Matji, con Manolo Marinero, con Fernando Méndez-Leite, etcétera— y luego a no enseñárselo a nadie, porque lo que tenía de apuesta, de ver si salía bien o no el producto final —y eso no depende de que tenga más o menos éxito popular o crítico, sino de que me guste a mí—, dependía de que la hiciese yo solito para que me sirviese como termómetro de mí mismo.

C.: La pega de hacer ahora una comedia es que, aunque se han hecho muy pocas en realidad y ni siquiera puede decirse que exista un género, a mucha gente le va a parecer que es lo mismo; quizá mejor, o más madurado, pero algo ya visto...

J. L. C.: Yo sabía muy bien los riesgos de ese proyecto y las pegas que se le iban a poner. Se me iba a incluir en una «escuela» desde ya, sin verla, porque, aparte del género y los personajes treintañeros, los presupuestos en este país dan para eso, dan dinero para hacer películas en apartamentos de amigos; eso es evidente. Pero, aparte de eso, a mí la comedia me parece el género más difícil con mucho; sobre todo desde un punto de vista técnico, porque hay que darle un ritmo que en otros géneros es menos fundamental, pero en una comedia o te ajustas mucho o vas de cráneo, porque se deshilacha todo. Yo no entiendo que se sobrevaloren tanto las Guerras de las galaxias, que —unas más u otras menos— me divierten mucho, me gustan y tienen mucho mérito, pero no sé por qué es más La guerra de las galaxias que el enfrentamiento de un hombre y una mujer en un momento determinado si aquello que estás contando va a algún sitio y es serio. A mí, la verdad, en cine me ha emocionado más un plano-contraplano, dos primeros planos de un tío y una tía mirándose en un momento dado que todo el Universo Mundo que pongan a mi disposición en un travelling maravilloso. Así que me dije: voy a hacer, más que una comedia, una película con la que la mayoría de la gente se ría, y eso, por lo que he podido apreciar en San Sebastián, funciona casi matemáticamente. Pero, por otro lado, se ha producido un fenómeno que yo pretendía, pero que quizá se esté produciendo en exceso, que es que mientras... —voy a emplear la palabra esa—, mientras una «primera lectura» o una «lectura mayoritaria» está basada en la risa, yo quería también que el espectador, en una —voy a utilizar otra vez la cosa— «segunda lectura», se arrepintiera de su risa... mínimamente, tampoco lo he echado por la tremenda..., pero que a la gente le joda un poco haberse reído. Pero esto, por lo visto, se ha producido en exceso y a determinada gente le jode tanto haberse reído que se queja de que sea una comedía. Pero eso es por una proyección suya, una mala conciencia suya, y yo creo que está muy bien que la comedia sirva de vehículo para contar un poco en profundidad las cosas, y con la distancia suficiente como para no tomarlas a lo trágico. Y me parece muy sano el que, por estar en tono de comedia, te puedas reír de tus propias vergüenzas.

C.: En el fondo, y aunque sea una comedia, yo creo que tiene más en común con una película tan triste como El hombre de moda que con Opera prima, Colomo, Vecinos u otras comedias con las que tenderá a asimilarse.

J. L. C.: Hablamos de lo que conocemos, sobre todo los que tenemos más o menos la misma edad. No es que haya una táctica, pero lo que hemos visto es esto, y por eso hay una serie de películas que parecen tener en común algo así como una actitud de «acoso y derribo del macho»; por ejemplo, El hombre de moda, o Pares y nones.

C.: Yo me refería, más allá de puntos de contacto temáticos o de enfoque, a una actitud frente a la forma de hacer las películas; yo creo que influye tanto como lo que se ha vivido el cine que se ha visto, y que eso marca, más que otras cosas, las similitudes entre directores de una misma generación y sus diferencias con los de otra. Por ejemplo, tu película, aunque superficialmente pueda parecerse algo a otras comedias recientes, se separa de ellas en que está muy planificada, mientras que las demás, me gusten más o menos, lo cierto es que, hablando con propiedad, no están planificadas.

J. L. C.: Cuando decía antes que esas otras comedias no me gustaban no quería decir que no me gusten en absoluto, sino que, como cada maestrillo tenemos nuestro librillo, yo no las hubiera hecho nunca así. Es decir, para mí hay una clara renuncia a la que creo que es la única arma expresiva que tenemos en mano los que queremos hacer cine, que es la planificación. Hay una especie de renuncia a la jerarquización de planos, y el sistema de «planos-secuencia» que se usa es, para mí, una coartada para no complicarse la vida. Lo más autobiográfico de un director es su planificación, cómo planifica sus películas, mucho más que el tema sobre el que está hablando. Tú, que eres economista, lo sabes mejor que yo: la economía existe porque los bienes son escasos. Y, en contra de lo que se puede pensar, o quizá crea un profano, los medios con que uno cuenta para hacer una película, y no estoy hablando de medios materiales, sino de medios expresivos, son muy escasos. Y si malgastas un travelling en enseñar cómo un señor cruza una calle, pues la has fastidiado, porque cuando tengas que echar mano del travelling como medio expresivo de algo en lo que de verdad quieres comprometer al espectador con lo que estás contando en la pantalla, pues ya lo has devaluado, porque lo has usado antes. Y ese tipo de reflexión creo que ha sido siempre lo que más me ha interesado al hacer cine, sea documental o dramático, y que es —como aquello que se decía tanto de lo «específico televisivo»— lo «específico cinematográfico». Yo estoy hasta las narices de hablar de «historias» en cine, creía que lo de los argumentos estaba ya olvidado totalmente: si todas las historias están contadas, si todas se van a parecer mucho, lo que importa es que se hacen de una manera o se hacen de otra. Además, ahora que lo sacas, hay otra cosa elemental, que la crítica de este país debía saber, y es que quien se inventa lo de los personajes indecisos ante la primera batalla a dar, que es la del amor, es Antonio Drove en ¿Qué se puede hacer con una chica? Es decir, que el cine de comedia español no empieza con Opera prima, ni mucho menos, sino diez años antes, con ¿Qué se puede hacer con una chica?, que, a su vez, tiene sus sabios antecedentes en Truffaut, por un lado, y en Rohmer, por otro... Bueno, Ma nuit chez Maud no se había estrenado todavía, así que Rohmer no... No puede ser.

C.: Pero se parece también, tal vez porque hay cosas de Rohmer que vienen de Hawks...

J. L. C.: Bueno, es que el problema enorme que tenemos con respecto al cine americano, y que yo creo insoluble, es que, claro, es dificilísimo pensar, sentir más que pensar, que las películas de Howard Hawks son documentales de vivencias personales de él: que cuando a John Wayne le ponen en jaque de matar y aparece una chica muy delgada, y al tío se le conmueve esa osamenta durísima que tiene, es muy parecido a... cuando Trintignant se niega a aceptar que puede ser frágil ante una chica que..., claro, lo que pasa es que a John Wayne le has visto siempre en carteleras enormes y Trintignant podría ser un amigo tuyo...

C.: Volviendo a la planificación, ¿estaba ya indicada en el guión y pensada de antemano?

J. L. C.: El proceso en esta película fue el siguiente: yo escribí el guión mucho más como una lista de diálogos que como un guión, entre otras razones porque era la primera vez que escribía sabiendo que lo iba a dirigir yo. Después hice un guión técnico detallado, con una escala de planos, secuencia a secuencia. Luego, en el rodaje, no seguía exactamente esa planificación, pero siempre contrastándola y aplicando los mismos criterios. Tuve la suerte de tener la cabeza fresca durante el rodaje para permitirme no respetar íntegramente lo que llevaba escrito, porque esas cosas siempre quedan un poco... En El túnel me pasó, y queda un poco hierática.

C.: A mí El túnel, aunque tal vez influyera que estaba hecha para televisión, me pareció mecánica, falta de vida, un tanto impersonal.

J. L. C.: Esta puede que también sea un poco mecánica, pero quizá a esta historia le venga bien...

C.: No, no resulta mecánica, lo que sucede es que ahora es tan raro encontrar una película muy planificada, con «planificación invisible», que llama la atención; paradójicamente se nota mucho. Cambiando de tema, entre los guiones que tienes, ¿hay alguno que veas como más adecuado para hacerlo en televisión que en cine? ¿Te parece un medio interesante?

J. L. C.: A mí, de entrada, lo que me parece un absoluto descabello —voy a poner los demás casos, y me voy a quitar yo—, lo que yo no entiendo es que Antonio Drove esté en esa casa y no esté haciendo dos películas al año, pagadas por Televisión; que estén Jaime Chávarri, Emilio Martínez-Lázaro, Josefina Molina, Pilar Miró... y otra gente a la que, cuando la contratan fuera, le pagan un millón, como Antonio Giménez-Rico: el sueldo que nos paga Televisión es un millón al año, y por ese sueldo estamos obligados a hacer lo que le dé la gana. Lo triste es que lo que le dé la gana sean documentalitos, reportajes y entrevistas. ¿Y por qué no le da la gana que hagan películas? Eso no lo entenderé nunca, y me parece un desperdicio absoluto. Y además, Televisión sólo tiene que cubrir una determinada parte del espectro para el que se hacen películas, mientras que producir en cine, sea cual sea el productor, cualquiera, es una heroicidad tal que no se entiende... y es algo que no tiene solución en este país, como no sea política. Y Televisión lo único que tendría que hacer es... buenas películas.

Publicado en el nº 23 de Casablanca (noviembre de 1982)

miércoles, 8 de mayo de 2024

Los contrastes de Werner Hochbaum

Werner Hochbaum (1899-1946) tuvo una vida breve y una carrera como cineasta bastante paradójica; su nombre no figura en muchos diccionarios y es casi habitual que las historias del cine omitan mencionar una sola de sus películas. Ni siquiera Georges Sadoul pareció tomar nota de su primer largo, Brüder (Hermanos, 1929), pese a tratarse de una obra decididamente proletaria, claramente influida por Eisenstein y con una fuerza notable tanto en la creación de imágenes como en su mensaje militante; hasta sus mayores limitaciones – un maniqueísmo algo caricaturesco y ciertos efectos de montaje simbólico procedentes de La huelga (1924) y Octubre (1927/8) – se ven compensadas por rasgos pre-neorrealistas: no utilizó actores, sino auténticos obreros portuarios y sus familias (muy convincentes) para narrar una histórica huelga del puerto de Hamburgo aplastada en 1896-1897.

Aparte de un par de documentales y otro par de corto o mediometrajes, al parecer perdidos (o destruidos), la filmografía de Hochbaum comprende catorce largos, divididos entre dos periodos muy claramente diferenciados: de 1929 a 1933 y de 1934 a 1939. Algunos le reprocharon, tras su primera etapa izquierdista, que se convirtiese en un sólido artesano “de la UFA”, sin tener en cuenta que en medio Hitler se hizo con el poder y que durante el nazismo los antecedentes de Hochbaum eran peligrosos en extremo ni tampoco que, por lo general, a partir de 1934 procuró hacer películas austriacas, además de una húngara y otra austriacosuiza, hasta que, a partir de 1938, tras la anexión de Austria, ya dio lo mismo, por lo que hizo en Alemania sus dos últimas películas (en 1938 y 1939) y durante la guerra permaneció inactivo; hay que señalar que recurrió a la astucia de rodar operetas vienesas o melodramas de época, que era la mejor manera de tratar de eludir la propaganda y hasta la omnipresente imaginería nazi (banderas, svásticas y uniformes por doquier). Por otra parte, y aunque las escapistas no son ciertamente sus mejores películas ni las más interesantes, el cine de Hochbaum no dejó de tener un acusado vigor estético, ideas visuales brillantes y muy notable dirección de actores, sobre todo, creo yo, en Man spricht über Jacqueline (1937); pero todas las que he visto resisten la comparación con las “guerras de valses” de Ludwig Berger y similares, y son muy superiores a las películas de Ernst Marischka en los años 50, aunque a ciertos paladares puedan resultar excesivamente almibaradas, y estén, desde luego, en los antípodas de la tradición social (o comunista) del cine alemán que ilustraron, al menos ocasionalmente, entre otros, Carl Junghans, Joe May, Richard Oswald, Lupu Pick, Karl Heinz Martin, Phil Jutzi, G.W. Pabst o Slatan Dudow.


Pero lo más valioso de Hochbaum es, por supuesto, ese primer periodo, en el que retrospectivamente pudo parecer la promesa de un Jean Vigo alemán, con obras tan asombrosas y vivas aún hoy como Razzia in St Pauli (1932), Schleppzug M 17 (1933, empezada e interpretada por Heinrich George), y Morgen kommt das Glück/Mord im Café Central)/Morgen beginnt das Leben (1933), que conjugan sorprendentemente la militancia con el lirismo, la descripción e ilustración de ambientes obreros y de marginales al borde de la ley, más cerca de imágenes, rostros, gestos y actitudes (a menudo acompañados de canciones) que tendemos a asociar con el cine francés, desde L’Hirondelle et la Mésange (1920) de André Antoine a L’Atalante (1934), desde los Renoir, Duvivier y Grémillon de esa época hasta el posterior Jacques Becker; incluso encuentro que algunos rasgos muy deslumbrantes y originales para 1932 de Razzia in St. Pauli anticipan cosas semejantes de un film como À bout de souffle (1959) de Jean-Luc Godard y recuerdan que los años en que se consumó la transición al cine sonoro fueron de los más innovadores y aventureros en aspectos como la estructura narrativa, la diversa duración de las escenas, las elipsis que daban paso a otras secuencias, la iluminación y la textura visual.

En el programa de la Filmoteca Española (mayo de 2016)