viernes, 28 de febrero de 2025

Javier Marías y el cine: la narración visual en Javier Marías

Vaya por delante, como necesaria justificación previa de una osadía meramente fraternal, que no sólo no me tengo -aunque como tal me suelan catalogar- por un crítico cinematográfico, si acaso como un mero aficionado al cine que piensa y escribe sobre lo que le gusta o interesa, sino que nunca nadie me ha confundido, y menos aún yo mismo, con un crítico literario, práctica que no he intentado nunca; simplemente, soy desde chico un lector empedernido, atento y constante. Sentado esto, no se espere de mí un análisis del estilo o la evolución de mi hermano Javier como escritor, simplemente puedo intentar unas pinceladas acerca de la muy decisiva influencia del cine en su escritura, tal como yo la veo, habiendo leído cuanto ha escrito y visto, creo, cuanto cine ha visto (salvo las series televisivas que a él a veces le agradaban y que yo, por lo general, detesto).

No es una revelación ni una novedad señalar que, por lo general, la aparición del cine ha tenido influencia en numerosos novelistas, desde los primeros años del siglo XX y en casi cualquier país. Aunque también es cierto que, para muchos de estos escritores -no necesariamente novelistas, también poetas (como Vachel Lindsay, un auténtico visionario cinematográfico ya en 1915 y 1922) o ensayistas (como Walter Benjamin)- fue más bien una novedad o una curiosidad que a menudo no entendieron bien y, con para mí decepcionante frecuencia, no les gustó demasiado (Franz Kafka, Joseph Roth). Si nos atenemos a los novelistas españoles que empezaron a escribir en los años 60 y 70, se trata de una influencia, reconocida o no, muy perceptible y generalizada, aunque a menudo un tanto superficial y en ocasiones, más bien mitómana. De ellos, algunos se revelaron como cinéfilos e incluso han escrito sobre cine, cuando no han participado como guionistas en películas totalmente ajenas a sus preocupaciones o en las adaptaciones de sus propias novelas.

The Ghost and Mrs. Muir (1947)

En el caso de Javier Marías, puedo dar fe de su entusiasmo por el cine desde muy pequeño, gusto compartido por casi toda la familia, y en particular por ciertas películas muy especiales y, en general, no cercanas a lo que hoy podríamos considerar como «su mundo literario». Pero también sé muy bien que no confundía cine y literatura, y que no compartía una extendida creencia que interpretaba el que sus novelas fueran, durante la lectura, bastante visualizables para el lector, a poco que tuviese imaginación visual, como una prueba de que eran «muy cinematográficas» y, por tanto, fácilmente adaptables al cine. Yo pienso justamente lo contrario, pues son libros hechos de palabras y pensamientos, con pocas escenas «dramatizadas» (es decir, «teatrales»), con más reflexiones mentales que diálogos, y por ello de muy difícil concreción como guiones de cine, y muy poco adaptables con fidelidad. Engaña el que a menudo las novelas de Javier cuentan y describen una escena como si la estuviese contemplando en la pantalla, ya realizada. Lo malo es que ni existe aún esa película ni hay pantalla en la que verla más que la imaginación del autor que la escribe. Esta confusión ha dado pie, junto a su proclamada afición al cine, del que se ha ocupado en bastantes ocasiones en sus artículos periodísticos o que ha citado películas, lo mismo que numerosos libros, en sus novelas, a que se haya exagerado mucho la influencia del cine en su literatura, que yo circunscribiría a ciertas formas narrativas y a la administración del tiempo de la ficción, pese a tratarse de medios muy diferentes.

Javier no solía rememorar o copiar u «homenajear» escenas o imágenes de sus películas preferidas. Por mucho que fuese John Ford uno de sus cineastas favoritos, no retorcía la trama ni la relativa verosimilitud de una novela para rememorar alguno de sus westerns ni sus películas irlandesas; aparte de sus frecuentes disquisiciones acerca de la figura del fantasma, no solía mencionar The Ghost and Mrs. Muir (1947) de Joseph L. Mankiewicz, ni The Life and Death of Colonel Blimp (1943) de Michael Powell & Emeric Pressburger, que eran dos de sus películas favoritas, cuando no venía a cuento. Tampoco se encontrará ningún episodio procedente o evocador de Singin' in the Rain (Cantando bajo la lluvia, 1951/2) ni de A High Wind in Jamaica (Viento en las velas, 1965) de Alexander Mackendrick ni de The River (El río, 1951) de Jean Renoir.

The Life and Death of Colonel Blimp (1943)

La influencia del cine es especialmente sensible en su primera obra publicada, Los dominios del lobo, basada, más allá de todo elemento autobiográfico o de la realidad social vivida, e incluso de cualquier lectura, en los Estados Unidos imaginados y coloreados muy fotogénicamente por el cine -en particular, el de los años 40 y 50- realizado en ese país y que se ha solido calificar de «hollywoodense» pese a incluir películas filmadas en otros puntos del país y por productoras independientes o de escasos medios, y al hecho de que buena parte de los directores del cine americano procedieran de otros países. Era, sin duda, además del gusto personal, una vía rápida para eludir la pesada descripción minuciosa de una realidad circundante muy poco estimulante y fácilmente depresiva, en la que se ahogaba con masoquismo una -en el fondo, muy poco realista- vocación de hacer «realismo social». Algo tenía, además, de desafío manifiesto: dejaba claro que no le interesaba lo que había sido tendencia dominante y casi obligatoria durante al menos un par de decenios, y todavía entonces algunos -críticos o incluso colegas- se creían con derecho a exigir de los demás escritores.

Si uno se pone a leer Los dominios del lobo (1971), se encontrará de pronto en la página 50 o 60, y sumergido en una trama veloz como la corriente de un río que se aproxima a una cascada, sin saber todavía apenas más que el nombre (y quizá su breve destino) de la multitud de personajes que han desfilado ya por esas páginas repletas de peripecias, giros y catástrofes, con un ritmo que no es ni siquiera el de las más trepidantes películas de aventuras y acción, sino más bien el impuesto por la práctica, entonces aún recordada aunque ya en vías de extinción, de un verdadero arte inconsciente, consistente en saber contar, rápidamente, resumiéndolos hasta sólo conservar lo esencial y lo más sorprendente, los argumentos de las películas que alguno había visto y la mayoría de sus amigos no, o aún no, y que conjugaban sabiamente la voluntad de despertar curiosidad y apetencia por ver la película narrada, la impaciencia por saber lo que ocurría a continuación y la de evitar destripar en exceso la intriga, aunque siempre fuera preciso desvelar, siquiera parcial o ambiguamente, incluso falseando algún detalle, algo del misterio, en ocasiones hasta alguna de sus claves, a veces astutamente camufladas o disimuladas por la gracia y la habilidad mayor o menor del narrador.

Aclaro que este arte olvidado y perdido para siempre era práctica habitual, sobre todo, entre niños de unas generaciones anteriores no sólo a los DVDs y los vídeos, sino incluso a la televisión permanente, que, en consecuencia, sólo veían películas en las salas de cine, y que a menudo, en una tarde de sábado o domingo, contemplaban dos veces seguidas un programa doble azaroso, no elegido en su totalidad, compuesto por dos películas que podían no tener absolutamente nada en común, y que, además, podían haber empezado a contemplar cuando, según la hora de llegada, ya había pasado la exposición y presentación de personajes o había avanzado la trama hasta a la mitad de su metraje, dejando a elucidación posterior lo que de momento habíamos deducido hipotéticamente, a partir de los indicios detectados o fantasiosamente imaginados por cada espectador.

Es así, a mi parecer, como discurre una primera influencia del cine, en las novelas primeras de Javier, y sobre todo, claro está, en Los dominios del lobo. En la siguiente, Travesía del horizonte, pesan ya, mucho más que el cine, y desde otra perspectiva, las novelas y relatos de Joseph Conrad, Henry James, Robert Louis Stevenson, Arthur Conan Doyle y Charles Dickens, quizá Nathaniel Hawthorne (¿o su relectura abreviada por Borges?), además de Julio Verne, Emilio Salgari, Hergé y Alexandre Dumas (se ha exagerado mucho la anglofilia atribuida a mi hermano). Luego, a medida que su escritura se hace más compleja, son otras las influencias del cine más predominantes.

Para mi gusto personal, Los dominios del lobo, como Travesía del horizonte (1972) y El monarca del tiempo (1978), que son sus tres primeros libros publicados, se mantienen entre los más interesantes de mi hermano, sin duda menos «trascendentes» y menos «perfectos» que otros, pero muy amenos y divertidos como lecturas, llenos de giros inesperados (y sin duda, si se quiere, para otros arbitrarios o caprichosos), pero muy reveladores y muy característicos de los Franco, es decir, de la rama familiar de la que procedía nuestra madre, Dolores Franco Manera, y sospecho que quizá más de los Manera, muy dados a la inventiva no demasiado verosímil, a contar con gusto y fruición todo tipo de improbables peripecias personales o ajenas, a menudo improvisadas sobre la marcha, fundamentalmente adictos al relato oral y a las sucesivas variantes y deformaciones que producen tanto su repetición como el paso de una persona a otra, y con una tendencia marcada a la hipérbole, la exageración y la caricatura, elementos ni cinematográficos ni literarios que detecto y reconozco en los escritos de Javier, y que asoman de vez en cuando en los libros más «serios» ulteriores, a veces como intermedios cómicos o acotaciones humorísticas o grotescas (a veces al mismo tiempo ominosas: pienso en el espadón de Tupra en el servicio de caballeros).

Es probablemente de origen cinematográfico (pero pudiera haber sido, unos años más tarde, también televisivo) la repetida tendencia de las novelas de Javier a empezar por un hecho (en general violento o trágico) sorprendente a tan temprana hora, o por alguna afirmación o declaración o confesión muy radical o paradójica. Es algo muy antiguo, y que tiene por objeto captar la atención y la curiosidad del lector, lo mismo que la del espectador, cuanto antes. Son suficientemente conocidos varios comienzos de las novelas de Javier, sean dramáticos o intrigantes, casi siempre sorprendentes y que, por tanto, facilitan la tendencia de lectores y espectadores a deponer su incredulidad durante la narración que se inicia.

Un destacado maestro en lograr esa acrecentada confianza en el que narra y esa improbable credulidad de los que dan la bienvenida a un relato ha sido, desde muy pronto, ya en los años 20 del pasado siglo, el británico Alfred Hitchcock, otro de los creadores cinematográficos más admirados por Javier, y además uno de los más astutos, como demostró con creces, casi didácticamente, en el libro de entrevistas a que le sometió François Truffaut a comienzos y mediados de los años 60. Una de las mayores habilidades (y atrevimientos) de Hitchcock consistió en postponer o anticipar, según los casos, la información que suministraba, por un lado, a los personajes de sus narraciones y, por otro, a los espectadores, muy consciente de las diferentes reacciones que en estos últimos provoca la sincronía o disincronía entre sus respectivos conocimientos. Son juegos arriesgados, que pueden determinar el éxito o el fracaso de una película, o su incomprensión por parte de la crítica más academicista, pero que a Hitchcock le gustaba explorar con valentía.

North By Northwest (1959)

Otra de las virtudes esenciales de Hitchcock, además del virtuoso manejo de su personal concepto del suspense, que consideraba muy superior y de más duradero efecto que la sorpresa, forma máxima de crear tensión y de agudizar la atención del espectador, fue siempre su consideración del tiempo como una dimensión elástica, que en unas ocasiones se aceleraba vertiginosamente hacia un clímax mientras en otras parecía detenerse y gotear dilatándose al máximo. Dentro de los límites y las diferencias entre ambos medios pues podemos leer más o menos lentamente, hacer pausas y dejar pasar días antes de adentrarnos en otro capítulo, mientras que el cine, hasta hace poco -ahora se puede parar o acelerar- imponía al espectador el ritmo deseado por sus creadores o artífices. Naturalmente, Javier ha tenido siempre una tendencia lógica, iba a decir que espontánea o «natural», a usar estos recursos: dónde colocar un acto, un suceso, una revelación, por un lado, y cuándo y por qué razones acelerar el ritmo y el impacto o, por el contrario, frenarlo hasta casi eternizar un instante. Hay varias ocasiones en que, en medio de una acción tan breve como limpiar una gota de sangre en un escalón transcurren un montón de páginas, porque el pensamiento es más veloz que cualquier acción, que el sonido, que la luz.

Es algo que va mucho más allá de alusiones concretas o citas a cargo de uno u otro de los personajes -como puede haberlas, de vez en cuando, a alguna película de Mitchell Leisen o de Billy Wilder, a Sophia Loren o Jayne Mansfield-. Es más bien que yo me sorprendía, una vez más, leyendo el segundo volumen de Tu rostro mañana exactamente de la misma manera que veía una vez más North by Northwest (Con la muerte en los talones, 1959), Vertigo (De entre los muertos, 1958), The Man Who Knew Too Much (El hombre que sabía demasiado, 1955/6), Rear Window (La ventana indiscreta, 1954) o Torn Curtain (Cortina rasgada, 1966). Es más, tanto en el Hitchcock más maduro como en las novelas de Javier a partir de El Siglo (1983) y El hombre sentimental (1986), y muy particularmente en las cuatro últimas, Los enamoramientos (2011), Así empieza lo malo (2014), Berta Isla (2017) y Tomás Nevinson (2021) esta técnica de creación del suspense ha pasado a centrarse progresivamente en lo que creo podría denominarse una tensión moral, que llega a un máximo en la resolución del dilema de cuál de las tres mujeres sospechosas debe escoger Nevinson como más probable culpable y ejecutarla o hacerla ejecutar.

P.D.- Tal vez sea oportuno añadir un párrafo acerca de la relación de Javier Marías con el cine real. Aparte de escribir con nuestro primo Ricardo Franco (1949-1998) el cortometraje Gospel (1969) y el largo El desastre de Annual (1970), Javier se negó a participar en la adaptación de sus escritos, encontrando latoso escribir con otra persona y muy aburrido tratar de pasar algo ya escrito a otro medio de expresión. Y no tuvo suerte: El último viaje de Robert Rylands (1996) de Gracia Querejeta, «adaptada» con su padre y productor Elías, le pareció un falseamiento de su novela Todas las almas, y pasarse años de juicios y recursos no le sirvió de nada: pese a ganar todos, en sus sucesivas ediciones «caseras» y emisiones televisivas, a despecho de lo sentenciado, se siguió anunciando con su nombre y el título de su novela. Y aceptó que Wayne Wang adaptase un relato corto suyo, Mientras ellas duermen, porque le habían gustado mucho dos películas neoyorkinas suyas, Smoke y Blue in the Face (ambas de 1995), pero la japonesa Onna ga nemuru toki (2016) le decepcionó.

En Cuadernos Hispanoamericanos nº 876 (julio-agosto 2023). Número especial dedicado a Javier Marías.

miércoles, 26 de febrero de 2025

Madame Dubarry (Ernst Lubitsch, 1919)

A menudo se piensa en Lubitsch como en un cineasta de los años 30 y 40, sonoro y —aunque nacido en Berlín— americano. Pero en 1919 Lubitsch llevaba cinco años dirigiendo y había firmado 24 películas, como tantos otros clásicos (Ford, por ejemplo). Sin embargo, a diferencia de ellos, Lubitsch era ya un gran autor cinematográfico, sólo comparable a D. W. Griffith (que aquel año rodó Broken Blossoms), y no necesitaba cruzar el Atlántico —como Hitchcock— ni aguardar la llegada del sonido para convertirse en uno de los máximos creadores del cine. Aún creció su obra, por supuesto, sobre todo en cantidad, y se hizo más sutil —aunque no fue jamás tan zafia y burda como pretende Lotte Eisner— o tal vez más elegante y más brillante, si no más divertida, más lúcida o más emocionante.


Madame Dubarry es, de las diez que conozco, la mejor de sus películas alemanas. Como puede no parecer gran elogio, añadiré que se cuenta entre las cuatro que prefiero de toda su carrera, al mismo nivel que To Be or Not to Be o Heaven Can Wait, aunque, como es lógico, sea muy distinta. Lo más sorprendente es que, sin ser una excepción —véase Anna Boleyn, el año siguiente—, señala un camino que Lubitsch no seguiría en América, y que dejó abierto a otros cineastas, todos europeos: Jean Renoir en La Marseillaise (1937), Sacha Guitry en Le Diable boiteux (1948), Rossellini en La Prise de pouvoir par Louis XIV (1966), Straub en Chronik der Anna Magdalena Bach (1967), dramaturgos de la dialéctica histórica. Madame Dubarry hace pensar en Shakespeare y Corneille, en Molière y Brecht. Su visión del pasado, de los grandes acontecimientos y sus protagonistas no fue épica, como la de Griffith, sino intimista e irónica: basta comparar Madame Dubarry con Orphans of the Storm para darse cuenta del humorismo escéptico de Lubitsch, aplicado en general —antes y después— a la vida privada, a las relaciones entre personajes anónimos, pero que era hasta tal punto consustancial a su carácter que también es la base de sus películas históricas. Para Lubitsch contaba, ante todo, el presente, y por eso no lo contemplaba retrospectivamente, con distanciado respeto, sino que procuraba zambullirse en él y mirarlo desde dentro, como un polizón transportado por esa máquina del tiempo que puede ser el cine a 1789 o a cualquier otra época pretérita. Lubitsch supo ser el contemporáneo de los faraones, de Enrique VIII y de Luis XIV, y mirarles sin dejar que su esplendor le cegase: no en vano le interesaba más lo que sucedía en el dormitorio real que en el salón del trono, lo que había entre el monarca y sus doncellas o la reina que entre aquél y sus ministros o validos, lo que decían de él sus camareros que los panfletos con que sus enemigos trataban de desacreditarle. Porque Lubitsch sabía que las personas, por importantes e históricas que sean, son iguales en la intimidad, en un momento de emoción o de apuro, de miedo o de vergüenza, de felicidad o de pereza, y que eso, que no es lo que cuentan los libros —sino lo que más bien suelen ocultar celosamente— es lo que de verdad cuenta si se les quiere entender como seres humanos, no como estatuas o retratos aduladores de pintores cortesanos. Así, Madame Dubarry tiene que ver bastante con Los negocios del señor Julio César o César y su legionario, de Brecht, con Antonio y Cleopatra y Julio César, de Shakespeare, con La familia de Carlos IV, de Goya o con varios cuadros implacablemente penetrantes de Velázquez.

En Casablanca nº 29 (mayo de 1983)

lunes, 24 de febrero de 2025

Le Testament du Docteur Cordelier (Jean Renoir, 1959)

Como sólo antes la misteriosa La Nuit du carrefour (1932), Cordelier es insólita en la carrera de Renoir por su carácter precipitado y fulgurante. Más sombría de lo habitual, pero no exenta de comicidad, se benefició de la libertad que le confería una idea luego muy copiada: rodar una película con procedimientos - economía, rapidez y varias cámaras - televisivos. No se tema por ello una improvisación caprichosa; de hecho, es la más fiel a Stevenson, pese a actualizarla y trasponerla de Londres a París, de las muchas versiones cinematográficas de la novela breve The Strange Case of Dr. Jekyll & Mr. Hyde. Está verdaderamente adaptada, en la medida en que son otros los conocimientos científicos y psicológicos, otras las creencias y la moral dominante, distinto el clima y el ambiente, pero tenemos en su integridad lo esencial de la inquietante fábula, con toda su ambigüedad y su tragedia, su crueldad y sus aspectos grotescos. Y con la diferencia, radicalmente cinematográfica, de que todo es visible y por tanto concreto, y que el espantoso, deforme y sin escrúpulos Hyde resulta más gracioso en su animalidad sin freno que el civilizado e hipócrita Doctor, reprimido y estirado, vanidoso y petulante burgués. El carácter especular de la doble personalidad extremada del Doctor y el monstruo que lleva dentro y que su brebaje libera impide cualquier maniqueísmo, sin que por ello la película favorezca los términos medios, ni el mediocre, benigno y timorato y crédulo Maître Joly, el abogado amigo ni el excitable, fumador compulsivo y retrógrado rival médico de Cordelier encarnado por Michel Vitold son propuestos como modelos; además, el primero es engañado y traicionado, y el segundo muere, como mueren al final los dos seres que no pueden convivir, ni siquiera alternándose, en feroz lucha por el cuerpo extremadamente plástico de Jean-Louis Barrault, demostración inesperada de que un actor teatral puede ser un gran intérprete cinematográfico si tiene sentido del humor y despliega una elegancia de movimientos digna de Fred Astaire. El nada simiesco y muy bailarín Opale en que Renoir ha transformado a Mr. Hyde es quizá el hallazgo más notable de la película: da miedo y risa a la vez. Para colmo, sólo en Bande à part se ha captado sin falsa poesía el atractivo utrillesco de las calles de los arrabales de Paris, tanto los ricos como los miserables. Y nunca el gris fue tan misterioso desde los tiempos de la fotografía ortocromática de los primeros años del cine mudo. Le Testament du Docteur Cordelier entronca con Feuillade y anuncia a Godard.


En “Movie Movie : guía de películas” por Teo Calderón. 4ª edición. Madrid : Alymar, febrero de 2011.

viernes, 21 de febrero de 2025

El ojo de Franju

Hay cineastas que sirven para todo, que practican su oficio a veces con la perfección de un maestro de orfebrería y en otras ocasiones, por lo menos, con la eficaz soltura y seguridad de quien se sabe un profesional. Otros, en cambio, parecen directores de ocasión, vocacionales y obsesivos, que sólo harán aquello que desean hacer. La Historia del Cine, desde sus comienzos hasta hoy, brinda numerosos ejemplares de los primeros y bastantes menos de los segundos. Georges Franju (1912-1987) serviría de ejemplo de ambos tipos de realizadores, ya que en su obra (relativamente escasa e intermitente) se mezclan los aparentes encargos (sobre todo en los primeros años de su actividad, dedicados a cortos y "documentales", y en los últimos, dominados, creo yo que a muy su pesar, a falta de otras oportunidades, por trabajos televisivos) y las películas extremadamente singulares que definen su estilo, desde La Tête contre les murs (que, era, sin embargo, un proyecto de Jean-Pierre Mocky) hasta, siete años después, Thomas l'Imposteur (que era una herencia a él encomendada por Jean Cocteau). Pero, para mayor paradoja, los fundamentos invariables de su estilo se definen con precisión en su segundo cortometraje (quince años posterior al primero), Le Sang des bêtes (1949), que en principio era también un encargo.

Está claro que al co-fundador con Henri Langlois de la Cinémathèque Française (en 1936) le apasionaba el cine; pero cabe preguntarse si de verdad lo que le gustaba era verlo (y por tanto, tenía más bien vocación de espectador, a lo sumo de crítico; aunque no se prodigara, su estudio temprano del estilo de Fritz Lang sigue siendo una pieza fundamental para comprender la primera época de la carrera del alemán) o hacerlo. Es posible que ambas cosas, y que quizá fuera (muy razonablemente) escéptico acerca del margen de libertad del que podría disfrutar si se convertía en un director profesional, si trataba de vivir del oficio.

Surge así una nueva paradoja - otro misterio de los muchos que rodean a Franju, que no hizo muchas declaraciones ni se dejaba entrevistar por cualquiera -, pues cabría advertir que este realizador de un cine muy personal e inmediatamente identificable como suyo, hasta cuando a primera vista se consagraba a "ejecutar" un encargo, a menudo de escasa duración y apenas narrativo, y uno de los antecedentes reconocidos de los defensores del cine de autor preconizado por los críticos de Cahiers du Cinéma que constituyeron el núcleo de la Nouvelle Vague, nada tiene de cineasta autobiográfico, "en primera persona", y podría pasar por ejemplo de artesano "para todo" que, sin embargo, a través del estilo, de la "puesta en escena", consigue expresar - con historias no sólo ajenas, sino no elegidas por él - su visión del mundo. Es preciso, sin embargo, recordar – pues se suele olvidar - que la denominada "politique des auteurs" lo que trataba de demostrar - poco sistemáticamente, de forma más intuitiva que teórica - es que, sin necesidad de escribir oficialmente el guión, un verdadero cineasta podía ser el verdadero o al menos el principal autor de la mayoría de sus películas, si tenía la suficiente astucia o libertad para apropiárselas, a veces solapada e imperceptiblemente, sin cambiar la "letra" del guión, como sucedía con un buen número de directores americanos como Nicholas Ray, Anthony Mann, John Ford, Jacques Tourneur o Douglas Sirk, no digamos con los que lograron convertirse en sus propios productores, como Alfred Hitchcock, Howard Hawks, Robert Aldrich, Otto Preminger o Samuel Fuller.

Les Yeux sans visage

Les Yeux sans visage (Ojos sin rostro, 1959), que quizá se mantenga como la obra más lograda (o al menos, a la larga, más reconocida) de Franju, tienta a describir su cine (al igual que, cada uno a su modo, el de Lang o el de Luis Buñuel) como quirúrgico. Se diría una película desglosada, plano a plano, con bisturí, escalpelo y pinzas, tales son la precisión de sus encuadres y de la sucesión de sus planos, y el carácter insólito e inesperado, a menudo impresionante, o generador de aprensión, de muchos de ellos; y esta metáfora se podría extender a varias otras de sus obras más distintivas, sean breves (Le Sang des bêtes, Le Grand Méliès, Hôtel des Invalides, Mon chien, Le Théâtre National Populaire, Monsieur et Madame Curie) o de metraje normal (La Tête contre les murs, Pleins feux sur l’assassin, Thérèse Desqueyroux, Judex, Thomas l’imposteur), en las que - no creo que por casualidad - se dan la mano la realidad y lo fantástico, al modo de los surrealistas, con quienes Franju mantuvo una secreta y duradera afinidad de espíritu. A pesar de la referencia explícita al admirable precursor Louis Feuillade, cineasta naturalista, a menudo documental, y al mismo tiempo creador magistral de folletines en episodios, la verdad es que las películas de Georges Franju son únicas, no se parecen a ninguna otra, y fueron siempre - a pesar de su modestia - llamativamente anacrónicas. Adaptaba a François Mauriac mientras Godard rodaba Vivre sa vie y Bresson Procès de Jeanne d'Arc, o al difunto Cocteau cuando Godard lo homenajeaba tanto en Pierrot le fou como en Alphaville y Rivette filmaba Suzanne Simonin, La Religieuse de Diderot. No conviene olvidar que en 1959 se realizan, casi simultáneamente, Les Yeux sans visage, Hiroshima mon amour, Les Quatre Cents Coups, À double tour, À bout de souffle, Le Testament du Docteur Cordelier, Le Déjeuner sur l'herbe, La Pyramide humaine, Le Signe du Lion, II Generale della Rovere, y se encontraba en medio de su largo rodaje Paris nous appartient, mientras Cocteau filmaba Le Testament d'Orphée y Antonioni L'Avventura. Ni que el año de Le Sang des bêtes es el de Stromboli.

Thérèse Desqueyroux

Aparentemente, poco tienen que ver entre sí las películas en blanco y negro de Franju, aunque se reconocen como suyas nada más comenzar, por una extraña sensación de misterio, de amenaza latente, que sabía crear con absoluta naturalidad, sin necesidad de crear atmósferas expresionistas ni de forzar la composición o el encuadre, que mantienen siempre la teórica "neutralidad" de los documentales científicos (tan a menudo inquietantes y hasta espeluznantes). En cambio, La Faute de l'Abbé Mouret, un proyecto acariciado durante años, que no pudo rodar hasta 1970, o Nuits rouges, claramente emparentada, sobre todo en su versión como serie televisiva, con Judex, son para mí, por culpa del color y de los "tics" estéticos de los años 70, obras mucho menos personales, parcialmente fallidas, menos duras y cortantes, mucho más imprecisas, hasta - en algunos momentos - "impresionistas" en el peor sentido de la palabra, defectos de los que se libra, en cambio, su ascética adaptación de The Shadow Line de Joseph Conrad (filmada para televisión en 1973 como La Ligne d'ombre). Es curioso - y a mi entender lamentable - el escaso aprecio de varias de sus películas fundamentales de los años 60, pues si la apasionante Pleins feux sur l’assassin (1961) puede considerarse relativamente fallida, no cabe, en justicia, decir nada semejante acerca de Thérèse Desqueyroux (Relato íntimo, 1962), quizá la que prefiero de todas, ni de la logradísima (y muy difícil) versión cinematográfica de la que podría ser la mejor novela de Cocteau, Thomas l'Imposteur. En todo caso, un cineasta excesivamente ignorado, hoy me temo que olvidado, pero que algún día se considerará imprescindible.

En el librito del dvd de “Los ojos sin rostro”. Madrid : Versus Entertainment, 2011.

miércoles, 19 de febrero de 2025

Lista de películas románticas favoritas

1.  Tabu (31) de F.W. Murnau

2.  Vertigo (58) de Alfred Hitchcock

3.  Pierrot le fou (65) de Jean-Luc Godard

4.  The Student Prince In Old Heidelberg (27) de Ernst Lubitsch

5.  Letter From An Unknown Woman (48) de Max Ophuls

6.  The River (28) de Frank Borzage

7.  A Time To Love and A Time To Die (58) de Douglas Sirk

8.  The Private Life of Sherlock Holmes (70) de Billy Wilder

9.  Strangers When We Meet (60) de Richard Quine

10. Mietiél (64) de Vladimir Basov

11. Moonfleet (55)

    L'Atalante (34)

    Le Mépris (63)

    Johnny Guitar (54)

    Shanghai Express (32)

    The Ghost and Mrs. Muir (47)

    War and Peace (56)

17. Alphaville (65)

    An Affair to Remember (57)

    Three Comrades (38)

    The Mortal Storm (40)

    Street Angel (28)

    Smilin' Through (41)

    7th Heaven (27)

    Party Girl (58)

    Isn't Life Wonderful (24)

    Blonde Venus (32)

    Way Of A Gaucho (52)

    I Walked With a Zombie (43)

    The Last Sunset (61)

30. Sunrise (27)

    Bande à part (64)

    Madame de... (53)

    Werther/Le Roman de Werther (37)

    I've Always Loved You (46)

    City Lights (A Comedy Romance in Pantomime) (31)

    The Wedding March (28)

    Anne of the Indies (51)

    Cat People (42)

    Colorado Territory (49)

    The Bitter Tea of General Yen (32)

    The Fountainhead (48)

    The Apartment (60)

    I Know Where I'm Going! (45)

    A Matter of Life and Death (46)

    Tales of Hoffmann (51)

    The Red Shoes (48)

    Portrait of Jennie (48)

48. Under Capricorn (49)

    Laura (44)

50. Black Narcissus (47)

    Carmen Jones (54)

Tabu

Escrito a comienzos de 1996.



lunes, 17 de febrero de 2025

Wrong is Right (Richard Brooks, 1982)

Nada más enterarse de que George Grizzard interpreta en Objetivo mortal al presidente de los Estados Unidos, cualquiera que recuerde Tempestad sobre Washington, de Otto Preminger, puede imaginarse por dónde van los tiros en la última película de ese simpático y noble director, una pizca ingenuo, quizá, que es Richard Brooks: que el político arribista y sin escrúpulos, capaz de los más viles chantajes, implacablemente descrito por Preminger para hacer comprensible el desprecio que inspira tanto en su propio partido como en la oposición, haya podido alcanzar, veinte años después, tan alto cargo, da una idea bastante clara del pesimismo con que Brooks contempla el futuro de su país.

Si se tiene en cuenta el verdadero título original de la película, Wrong is Right («Lo malo es bueno»), resulta fácil prever que el arma que Brooks ha elegido es la paradoja, opción harto arriesgada para un cineasta tan moralista y simplificador como el autor de Los profesionales y Muerde la bala, Lord Jim y A sangre fría, El fuego y la palabra y Dulce pájaro de juventud.

Quedaba una duda, que los cinco primeros minutos de inverosímil acción despejan, la del tono: evidentemente, no va en serio. Decisión hasta cierto punto encomiable en un hombre que tenía ya setenta años, que ya veía tan negro cuanto le importaba y que tal vez estuviese haciendo su última película, ya que, por si la avanzada edad no fuese obstáculo suficiente, lleva varios fracasos de taquilla consecutivos y es demasiado amante de la independencia como para convertirse ahora en un mercenario de la industria, pero sumamente inquietante para cualquier espectador que recuerde su escasa aptitud para la comedia y la farsa, demostrada por Brooks cada vez que ha intentado hacernos reír: The Catered Affair (1956) y Dólares (1971), sus contadas incursiones en este campo, han sido estruendosos batacazos. Sin embargo, no cabe error: para tratar cuestiones tan serias como el terrorismo, la crisis petrolífera, el intervencionismo americano o la manipulación informativa, Brooks ha adoptado un enfoque artificialmente cínico, falsamente descreído, que ya amagó sorprendente y lamentablemente en Dólares, y que ha dado buenos resultados a Billy Wilder (Uno, dos, tres, por ejemplo), Mankiewicz (Mujeres en Venecia, La huella) y hasta, ocasionalmente, Minnelli (Adiós, Charlie) o Cukor (Viajes con mi tía). Lo malo es que Brooks está en las antípodas de los dos primeros y carece de la flexibilidad y la afición a la ambigüedad de los segundos. Su carácter le exige pisar tierra firme, cosas claras y bien definidas, aun a riesgo —a veces bordeado— de caer en el maniqueísmo; es, además, un «progresista» a la antigua usanza, conservador en el fondo, aferrado a los viejos principios y a una moralidad que no es la imperante (véase su inquietud en Con los ojos cerrados, el horror que le inspira el mundo de Buscando al señor Goodbar). Por eso, y porque no se cuenta entre sus virtudes la ligereza, la broma —en principio divertida— se hace, al cabo de dos horas, pesada. La audacia de planteamiento se troca en banalidad e intrascendencia por obra y desgracia de una factura ostentosa y esforzadamente «modernista», ajena por completo al clasicote y sólido Brooks, y que delata un cierto despiste al errar el blanco en unos quince años: puede que cuando se hicieron Help! y Petulia eso fuese lo que superficialmente se asimilaba con lo «moderno», pero hoy, como es lógico, resulta más antediluviano que un corto de Edwin S. Porter de 1903.

Al derroche de energía se añade el desperdicio de un reparto bastante ilustre, compuesto por figuras secundarias o principales que en otras ocasiones han demostrado su valía, pero que aquí no tienen ninguna oportunidad: carentes de personajes y de rumbo, se hunden en la confusión y la mediocridad que rezuma la película. Está claro que Brooks debiera dedicarse a hacer modestos westerns, en los que tanto su actitud moral como su tendencia al apólogo y a la sencillez tendrían vigencia y sentido.

En Casablanca nº 28 (abril de 1983)

viernes, 14 de febrero de 2025

Nuestra ingratitud hacia el cine europeo

Llevamos cien años o más quejándonos del predominio del cine americano frente al europeo, no sólo al otro lado del Atlántico, sino en nuestro propio territorio, cada vez más integrado y sin barreras internas... para las películas americanas, que son las que circulan.

Naturalmente —en esto somos expertos los europeos, y a este deporte sí que nadie supera a los españoles—, la culpa es siempre ajena (título español, por cierto, de una — de las obras maestras de D.W. Griffith, Broken Blossoms). En primer lugar, por supuesto, de los villanos americanos, que malévolamente consiguen lo que los demás nos limitamos a soñar (amortizar las películas en casa y luego ganar dinero en el resto del mundo), sin dar un solo paso para aproximarnos a un objetivo algo más modesto, más acorde con nuestras posibilidades reales. Después, todo el resto del universo mundo, desde los infieles espectadores a los rutinarios exhibidores, pasando por los incultos gobiernos, los colonizados distribuidores, los petulantes críticos, los ignorantes maestros, los egocéntricos directores, los fatuos actores, los intelectualoides guionistas, y paro ya de enumerar, que se me cansa el dedo y se me agota la paciencia; según quien hable, cambiará el orden de los acusados, con un solo punto en común: el que se queja nunca tiene la menor responsabilidad, jamás se incluye entre los que pueden tener algo que ver con el problema o han de aportar una solución.

Propondría, para variar, que empecemos a reconocer que todos tenemos nuestra parte de responsabilidad en un estado de cosas que, cada lustro que pase, será más difícil no ya de remediar, sino de paliar siquiera. Como espectador y crítico aficionado (aunque, lo admito, asiduo y pertinaz), reconozco mi doble cuota de culpabilidad, y puede sumársele la que me corresponda por actividades o cargos que he desempeñado menos libremente y durante más breves condenas.

Porque, ¿cómo no va a ocurrir lo que sucede, casi desde los albores del cine, con sus graves consecuencias económicas y culturales, si ni nosotros mismos apreciamos en la medida en que lo merece —no pido más, ni benevolencia ni partidismo, menos aún caridad abnegada o espíritu de sacrificio— nuestro propio cine, tanto en sentido estricto —el español, en el caso de este país— como en el más amplio —el cine europeo, del cual estaremos siempre más cerca, aunque nos acordemos de Grecia o de Finlandia, y no sólo de Francia, Italia y Portugal—, mientras los americanos, además de ignorar el cine ajeno, y gracias en parte a ese desconocimiento, realmente prefieren, por lo general, el suyo, y se ocupan de hacer que el de otros países no les coma el terreno, fichando al que destaca, comprando y adaptando sus historias, devolviéndolas a su lugar de origen en bandeja de plata, arropadas por actores que no se limitan a interpretar con eficacia, sino que lanzan como estrellas mundiales, incluso una vez hundido el star system (compárese el grado de popularidad general y universal de Julia Roberts o Nicole Kidman con el de Catherine Deneuve o Juliette Binoche).

Basta repasar los nombres de las grandes figuras del cine europeo de los años 10 ó 20, y mirar dónde estaban diez o veinte años más tarde, no sólo atraídos a Hollywood por ofertas tentadoras y un clima acogedor, sino también, es cierto, impelidos a cruzar el charco con lo puesto —pero con el pellejo intacto— por Herr Adolf Hitler, sin duda el máximo colaborador de la MPAA en la secreta tarea de desmantelar el cine europeo para enriquecer el americano e internacionalizar este último de tal modo que fuese recibido con los brazos abiertos en cualquier rincón del mundo, adaptando a nuestros clásicos, narrando nuestras leyendas, reconstruyendo en decorados nuestras ciudades y paisajes. Si se piensa un poco, es posible que nuestra primera noticia, nuestra primera visión (por aproximativa o edulcorada que fuese) de las grandes obras maestras de la literatura europea nos haya llegado a través de una película... americana.

Histoire(s) du Cinéma

Naturalmente, todo tiene sus causas y sus explicaciones; casi nada sucede meramente por casualidad. Las semillas están plantadas, y el árbol sigue creciendo, tanto hacia arriba, por las ramas, como en las raíces. Si el cine europeo apenas ocupa un rincón —en el mejor de los casos— de nuestros recuerdos infantiles, si nuestro descubrimiento de sus virtudes es tardío y más racional que afectivo, por coincidir con el redescubrimiento del entorno y la toma de conciencia social que se produce en la adolescencia y primera juventud —más o menos cuando dejamos el colegio y nos distanciamos de la familia, y entramos en contacto, en la universidad, con gentes de otras regiones y otros estamentos sociales—, es inevitable que del cine europeo nos atraigan, ante todo, no sus aspectos más propiamente cinematográficos, ni aquellos en los que ha dado lecciones al americano, sino los ideológicos.

De ahí que se caricaturice el cine americano como en color, fantasioso o irrealista, mítico y épico, con happy ending, con estrellas, con mucha acción a ritmo acelerado, con humor y con emociones abiertamente manifestadas, frente a un cine europeo del que se elogian, de boquilla, los rasgos contrarios, casualmente bien poco atractivos, como si lo verdaderamente europeo hubiera de ser forzosamente monocromo, realista o naturalista, documental e introspectivo, serio y pudoroso hasta la represión.

Se dirá, si se es sincero, y muy gráficamente, que no hay color. Y no es cuestión de atribuir cegueras a la ignorante mayoría ni de descalificar como perezosos que se dejan fascinar por trucos engañabobos a los espectadores, no sólo porque sea una táctica innoble (e ineficaz: no suelen dejarse coaccionar ni acomplejar por tales argumentos), sino porque los selectos degustadores de ese cine europeo que cubren de incienso hablan de boquilla. Me gustaría ver el número de suicidios que provocaría abandonar diez años en una isla desierta a cada uno con sus diez películas europeas preferidas, mientras que las diez americanas ayudarían a soportar la espera y hacerse la ilusión de que algún día llegaría un barco a rescatarles.

Con semejantes tácticas se acentúa y exagera un lado severo, meditabundo, hasta pedante, desanimado, tristón, hipotenso, sedentario, interiorista, decorativo, literario o teatral y poco aventurero del cine europeo —existente, pero no pervasivo a tal extremo, ni único— que influye decisivamente en el hecho innegable de que nuestro mejor cine, por bueno que sea, resulte menos atractivo a priori, menos prometedor, y después, durante la proyección, menos divertido o apasionante, y, para rematar la hábil jugada, mucho menos memorable después, que el americano, incluso cuando éste es manifiestamente peor... como sucede, de hecho, con honrosas excepciones, desde hace ya más de 30 años, sin que de ello hayamos logrado los europeos sacar el menor provecho, ni siquiera reducir nuestra situación de desventaja.

Entronizar lo diferente, lo exclusivo, lo radicalmente europeo —suponiendo que exista tal cosa en el ámbito cultural, es más que dudoso que haya algo semejante en el terreno cinematográfico— encierra peligros adicionales. Hay cosas que los americanos, obviamente, no saben hacer, o que sólo son posibles en Europa, pero conviene no quedarse ahí, y preguntarse, en primer lugar, si ellos querrían aprender y, a continuación, si aquí mismo, en el viejo continente, alguien desea verlo. Ya sé que no es lo mismo, pero cuando quieren, se aproximan bastante; por ejemplo, al inimitable y archieuropeo Rohmer, tanto el chinoamericano Wayne Wang en Smoke como el purísimo intelectual americano Arthur Penn en Night Moves (La noche se mueve, 1975), (que encima se permite una bromita que para la mayor parte del público pasa por una aguda y afilada observación crítica: comparar una película de Rohmer con contemplar crecer la hierba); cuando se trata de talento, lo importan o lo imitan; en cambio, nosotros no podremos competir con ellos en el terreno económico, ni en los géneros que exigen dinero y medios técnicos cada vez más avanzados.

Por eso, creo que deberíamos ser con el cine europeo más sinceros, menos atribuladamente reverentes, más iconoclastas, más curiosos y mucho menos acomplejados, y adoptar una posición, más que a priori reivindicativa, de búsqueda y de revisión. Es decir, que hemos de salir, primero, en misión de reconocimiento; y, por supuesto, con las pruebas servidas a domicilio siempre que sea posible. Es preciso exigir a las cadenas de televisión que cumplan la ley, y que programen películas europeas, sin protestar ni pretextar su escasa demanda y rentabilidad: promociónenlas y verán.

L'intrusa

Hubiera sido divertido hacer en este número una lista del mejor cine europeo que resultase poco convencional, que se alejase del sota, caballo y rey de Otto e mezzo (1963), El silencio (Tystnaden, 1963) y La aventura (1961), para descubrir con convicción obras maestras menos conocidas, dando cabida, por ejemplo, al último Godard, Histoire(s) du Cinéma, a uno de los sorprendentemente sobrios melodramas de Raffaello Matarazzo, al ignorado Sacha Guitry (tan irónico y brillante como Lubitsch o Wilder), al olvidado Marcel Pagnol (que se adelantó diez años al neorrealismo); que incluyese un drama tierno y discreto como Incompreso (El incomprendido, 1966), de Luigi Comencini, algún Grémillon, un Franju inquietante como Ojos sin rostro (Les yeux sans visage, 1960) o Thérése Desqueyroux (1962), el Carné de Les Enfants du Paradis (1945) o Le quai des brumes (El muelle de las brumas, 1938), un Bolognini genial como Bubù (1977), obras tan fantásticas y mitológicas como La Bella y la Bestia (La Belle et la Bête, 1946), de Cocteau, Black Narcissus o A Matter of Life and Death (A vida o muerte, 1946) o Blimp (Coronel Blimp, 1943), de Powell & Pressburger, la deslumbrante variedad del Renoir de La Marseillaise (La Marsellesa, 1937) o La nuit du carrefour (La noche de la encrucijada, 1932) o Boudu sauvé des eaux (Boudu salvado de las aguas, 1932) o El testamento del Doctor Cordelier (Le testament du docteur Cordelier, 1959) o Le Petit Théâtre de Jean Renoir, El año pasado en Marienbad (L'Année dernière à Marienbad, 1961) o Hiroshima mon amour (1959), de Alain Resnais, Une chambre en ville (Una habitación en la ciudad, 1982) o Les parapluies de Cherbourg (Los paraguas de Cherburgo, 1963), de Jacques Demy, Van Gogh (1990) o Nous ne vieillirons pas ensemble (1972), de Pialat, La maman et la putain (1973), de Eustache, Le notti di Cabiria (Las noches de Cabiria, 1957), de Fellini, Le Doulos (El confidente, 1962) o L'Armée des ombres (1969), de Melville, Touchez pas au grisbi (1954), de Becker, Shoah (1985), de Claude Lanzman, Viento en las velas (High Wind in Jamaica, 1965) o La bella Maggie (The Maggie, 1954), de Mackendrick, La escapada (Il Sorpasso, 1962) o Una vita difficile (Vida difícil, 1961), de Dino Risi, La familia (La famiglia, 1987), de Scola, Un maldito embrollo (Un maledetto imbroglio, 1959), de Germi, Italiani brava gente o Arroz amargo (Riso amaro, 1948), de De Santis, y tantas otras obras maestras que merecen citarse y sólo muy raramente se asoman a tales listas, arrinconadas por el excesivo peso de los Visconti, Clair, De Sica, a cuyas presencias, conste, no tengo nada que objetar, mientras no sea excluyente y sistemática hasta copar los primeros puestos.

Hasta si a mí no me gustan tanto, seguro que hay por ahí admiradores inteligentes y defensores razonables de Mario Bava, Dario Argento, Riccardo Freda, Vittorio Cottafavi... Y hay montañas de películas europeas desconocidas o menospreciadas que son maravillosas, divertidas, emocionantes, excitantes, hasta míticas, eróticas y épicas... de las que nunca se habla.

La poison

Es hora de vindicar las películas bélicas inglesas de Carol Reed o de David Lean, mejores y menos partidistas que sus contemporáneas americanas, incluidas las de Raoul Walsh; o las policiacas de un montón de directores de varios países, con obras olvidadas hoy —como Le Corbeau (1943) de Henri-Georges Clouzot—, que pueden competir con las mejores aportaciones americanas al género. O ensayos filmados como Le Mystère Picasso (1956) del propio Clouzot, o la mayoría de las obras de Jean Rouch, Chris Marker, Godard, Jacques Rivette, Dziga Vertov, Marcel Ophuls, o los Atti degli Apostoli (Las actas de los apóstoles, 1979), de Rossellini, varios Pasolini —desde el divertido Uccellacci e uccellini (Pajaritos y pajarracos, 1966) con Totó hasta el tremendo y audaz Salò (Saló o los 120 días de Sodoma, 1975), pasando por Il Vangelo secondo Matteo (El Evangelio según San Mateo, 1964) o Mamma Roma, (1962), películas que, éstas sí, los americanos no saben ni pueden hacer. O comedias serias y profundas, además de divertidas y veraces, como Adieu Philippine (1963, de Jacques Rozier) o las de Rohmer, Edgar Neville, Guitry o Boris Barnet (mudas y sonoras), o Renato Castellani, o el Juan de Orduña de los años 40, el Florián Rey de los 30 o el Benito Perojo de los 20, o La gran guerra (1959) y Todos a casa (Tutti a casa, 1962). O films románticos del Ophuls alemán o italiano (La Signora di tutti, 1934), el Godard del periodo Anna Karina, François Truffaut, La Habanera (1937) o Zu neuen Ufern (Hacia nuevos horizontes, 1937) de Sirk cuando era Sierck y alemán, o Alexandre Astruc, o tan fordianos y épicos como la trilogía adaptada de Gorki por Mark Donskoi o Il cammino della speranza (1950), de Germi, o vidorianos como tantos de Giuseppe De Santis y algún Mur Oti, y así hasta no parar de contar.

Sería la manera de sorprender e intrigar, de crear conciencia de haber desatendido injustamente al cine europeo y de habérnoslas arreglado para menospreciar Rififí (Rififi chez les hommes, 1955, Jules Dassin) y Rufufú (I Soliti Ignoti, 1958) a la vez, y de impulsar a la gente a demandar, buscar y ver películas europeas, sin complejos de inferioridad ni caer en la boutade de decir que "el cine es una invención americana” (cuando, para colmo, es europea), empezar ya a mencionar entre las mejores películas europeas La Tour de Nesle (1955), de Gance (no sólo el Napoléon de 1927), o su Austerlitz (I960) o su Cyrano et d'Artagnan (1964), sin olvidar tampoco españolas como El cebo, Carne de horca, Mi tío Jacinto, Marcelino pan y vino, Orgullo, Cielo negro, Un marido de ida y vuelta, La vida en un bloc, Los peces rojos, Historias de la radio, El sexto sentido, Los pájaros de Baden-Baden, Mujeres al borde de un ataque de nervios, El cochecito, El abuelo o Canción de Cuna, La vida por delante, Ditirambo o Remando al viento, Hay que matar a B. o Furtivos, por citar las primeras que me vienen a la memoria. Obras maestras unas, grandes películas otras.

Incompreso

Pero hay hasta series B o Z modestas pero con gracia, pequeñas pero simpáticas, con encanto y sentido del cine, como las de Juan Fortuny, que se anticipan al lado más cinéfilo y económicamente pobre de la Nouvelle Vague en varios años, o verdaderos westerns europeos, que lo son mucho más (y antes), aunque implícitamente, que los comerciales y a menudo repugnantes spaghetti-western de los 60, que fueron letales, como la falsa moneda, para el western auténtico, y que no tienen gran cosa que envidiar a Roger Corman, Ed Wood o George A. Romero. Sin pasarse, claro: hay directores muy simpáticos, que invitan a la indulgencia, pero cuyas películas merecen, como mucho, que se las envuelva en un piadoso y tupido manto de silencio. No inventemos mitos artificiales; hay suficiente talento verdadero, sin necesidad de esforzar la imaginación ni dar rienda suelta al capricho; bastaría con ver sus obras.

Y ahí hemos topado con el problema. ¿Cuántos de nuestros votantes habituales, de nuestros lectores, podrían hacer en serio una lista no de diez, que se resuelven apelando al tópico, sino de sus cien películas favoritas europeas? Las hay de sobra, y sería más fácil de trescientas, pues la dificultad reside en eliminar las que menos nos entusiasmen. Pero hace falta haberlas visto, y recientemente, y a ser posible varias veces, y esto, hoy, con el cine europeo, es prácticamente imposible; por descontado, en las salas comerciales, pero también en la televisión, en la distribución de vídeo, hasta en los canales digitales.

No tengo nada que objetar a la rememoración de ciertos clásicos europeos más o menos unánimemente reconocidos como tales, aunque sea más por costumbre que por mérito, y, claro, algunos se cuentan también entre mis películas preferidas realizadas en el viejo continente, pero ¿por qué sólo y precisamente esas, y no otras, igual de extraordinarias pero menos célebres, como Vampyr (1932) entre las del indispensable Dreyer? Es lógico, por supuesto, hablar de Pickpocket (1959) pero, ¿por qué no de Les Dames du Bois de Boulogne (1945), Mouchette (1967)... o L'Argent (1983), para que se vea que el cine europeo no ha muerto? ¿Por qué insistir siempre en las más (re)conocidas —al menos en teoría— como Viaggio in Italia (Te querré siempre, 1953) o Ladrón de bicicletas (Ladri di biciclette, 1948), y no recordar apenas la existencia de Paisà (1947), Germania, anno zero (1948), Francesco, Giugliare di Dio (Francisco, juglar de Dios, 1950), Europa 1951, Fugitivos en la noche (Era notte a Roma, 1960), Viva l'Italia (1960) o La prise de pouvoir par Louis XIV (1966), o las más míticas Roma, città aperta (Roma, ciudad abierta, 1946) y Il Generale Della Rovere (El general della Rovere, 1959), o de L'Oro di Napoli, (1953), Umberto D. (1955), Il tetto (El techo, 1955) y hasta, si se me apura, romper una lancita por Il viaggio (1974) o Il giardino dei Finzi-Contini (El jardín de los Finzi-Contini, 1971) o El Juicio Universal (Il giudizio universale, 1961), que son sólo buenas pero pasan por horrendas o carentes del menor interés, cuando a veces superan el de las consagradas por la rutinaria repetición de sus títulos?

¿Por qué del gran Max Ophuls limitarse a Lola Montes —para mí la menos genial y perfecta de su época final francesa— y no mencionar Liebelei o Werther, Le Plaisir, La Signora di tutti, Madame de... o La Ronde? ¿Por qué nunca se recuerda de Fritz Lang Spione (Los espías, 1928), ni el último o el segundo o el primer Mabuse, o Liliom (1934)?

Le plaisir

¿Por qué, si se planteara, la lista que indefectiblemente saldría, en lugar de añadir nuevas propuestas alternativas —hasta si parecen locas o desconcertantes, que sean sabrosas y tentadoras— o enmendar omisiones injustas, tendería a oler a Georges Sadoul, Guido Aristarco y Jean Mitry, a encuesta de Bruselas 1958, a Sight & Sound o a un cinefórum de sacristía?

¿Y por qué no hablar, a través de esas películas, de la literatura, de la novela y la poesía, o de la pintura, o de la música, o de la tradición realista-naturalista, que son muy importantes en el cine europeo, aunque también haya tendencias fantásticas y populares que convenga recordar? Si hay un género europeo por excelencia es la adaptación literaria: aunque casi todas las películas americanas proceden de obras teatrales, novelas o relatos breves, casi nunca se plantean siquiera la adaptación como exigencia de fidelidad a un espíritu o un estilo, o ambas cosas.

Temas planteables y pendientes, virtualmente vírgenes, los hay a miles, casi todos los que el conjunto del cine europeo puede sugerir. Eso no significa, claro está, que quepan en un número de Nickel Odeón; daría para hacer una especie de Enciclopedia Crítica del Cine Europeo en varios tomos (lo que, con tiempo, entusiasmo y un poco de conocimiento, y mucho rigor en la selección de colaboradores, sería apasionante, un verdadero descubrimiento para muchos).

Precisamente por eso, porque hay que despejar la mirada, la vista cansada por la rutina, no se debe caer ni una vez en lo consabido, ni consentir o sancionar los tópicos —a menudo de boquilla: me gustaría saber cuántos de los que podrían votar Der letzte Mann (El último, 1929), La passion de Jeanne d'Arc (Dreyer, 1928), Fellini Ocho y medio (1965), Limpiabotas (Sciuscià, De Sica, 1946), El silencio es de oro (Le silence est d'or, Clair, 1947), Muerte en Venecia (Morte a Venezia, 1973), Octubre (Oktiabr, de Eisenstein, 1929), Muerte de un ciclista (Juan Antonio Bardem, 1955), El ingenuo salvaje (This Sporting Life, 1966), La Guerre est finie (Resnais, 1966), Noche de circo (Gyclarnas Afton, de I. Bergman, 1954) y La noche (La notte, M. Antonioni, 1962) están dispuestos a volver a verlas de inmediato —y eso que varias son buenas, e incluso magníficas—, sino dar pistas, despertar interés, crear misterios y azuzar a los más que sea posible a tratar de resolverlos por su cuenta.

Crear avidez y gana de cine europeo es algo que debiéramos hacer entre todos, y que los que no resistieran la tentación nos agradecerían. ¿Por qué se habla de La Guerra de las Galaxias y Obi Wan Kenobi (si se escribe así) o Supermán o Batman y no de Robin Hood, Arsenio Lupin, Dick Turpin o Sherlock Holmes, Maigret, Hércules Poirot, el padre Brown, el prisionero de Zenda, Rupert de Hentzau, el Aguilucho, el jorobado de Notre Dame, el hijo de Lagardere, el Conde de Montecristo, o la Máscara de Hierro? Pero no se puede abarcar de Feuillade y Edmond T. Gréville y Pierre Chenal a Jacques Rivette, Jean Eustache, Philippe Garrel y Leos Carax, de Augusto Genina a Mario Soldati, Alberto Lattuada, Michelangelo Antonioni, Bernardo Bertolucci y Nanni Moretti, de E.A. Dupont a Hans Jürgen Syberberg al mismo tiempo y de una vez; hay que acotar e ir por partes.

Vampyr

En el fondo, sería divertido e instructivo para los propios autores hacer un número sobre El desconocido cine europeo, en el que sorprendiéramos a propios y extraños —y eso aun nosotros mismos en solitario, sin tiempo para seleccionar a gente fiable y seria, pero original y no acomodaticia ni academicista, en cada nación europea, que se atreviese a contarnos lo que a cada uno le parece ignorado y muy valioso del cine de su país (gente como Adriano Aprà en Italia, Joâo Bénard da Costa en Portugal, Hervé Dumont en Suiza, V.F. Perkins o Ian Cameron en Inglaterra, Peter von Bagh en Finlandia, Peter Kubelka en Austria, Louis Skorecki, Pierre Rissient o Jean-Claude Biette en Francia, Ib Monty en Dinamarca, Stig Björkman en Suecia, etc.)—, votando muchas mejores películas, para poder incluir las valiosas más desconocidas, o los cinco directores preferidos de cada país (en los que haya tantos, claro... no creo que en Luxemburgo, Bélgica u Holanda se pudiese llegar muy lejos). Porque el cine en Europa no es convergente, ni en todas partes existe realmente, ni tiene idéntica tradición, ni cuenta con géneros; en algunos hay solo pasado, en otros puede que sólo les quepa esperar un futuro. Pero hasta sin ser exhaustivo ni intercambiar recíprocamente información confidencial, podría ser mucho más interesante que esas listas que hacen los de esa especie de Academia o Colegio de Directores que dirigen o regentaban Ettore Scola y Jordi Grau con la bendición de comisarios europeos de ese ameno e iconoclasta carácter cinéfilo, y que parecen confeccionadas por quienes dan la impresión de no haber visto nada desde hace años, ni nuevo ni antiguo rescatado.

Además de ver las obras, hay que deshacerse del corsé impuesto por tópicos e historias academicistas, más atentas a la etiqueta que a la verdadera naturaleza de lo clasificado en cada compartimento.

Por ejemplo, todavía espero que alguien me demuestre que Murnau, Lang y Lubitsch, los tres gigantes del cine alemán mudo, los tres futuros cineastas americanos, fueron en algún momento expresionistas; sospecho que se confunde esa minoritaria y efímera tendencia con el muy diferente y mucho más permanente kammerspiel, procedente del teatro de Max Reinhardt, y que conduce, en realidad, más a Otto Preminger, Joseph L. Mankiewicz y Billy Wilder que al Golem (Paul Wegener, 1920), Caligari (Robert Wiene, 1919), o Hintertreppe (Paul Leni/Leopold Jessner, 1921).

Otro caso. ¿De verdad tiene algo que ver La terra trema (Visconti, 1948) con Rossellini, hasta cuando éste saca, como en Stromboli (1950), pescadores? ¿Y fue alguna vez neorrealista Fellini, aunque sea uno de los guionistas habituales de toda la primera época de Rossellini, y hasta de parte de la segunda? ¿Y Antonioni?

Y no acaba ahí la cosa. Reconozco que desconfío de los realismos adjetivados, sean mágicos o poéticos, casi tanto como de las democracias con coletilla, sean populares, cristianas o socialistas. Pero, por favor, ¿quién inventó el realismo poético en Francia, Marcel Carné o más bien su guionista, el casualmente poeta Jacques Prévert? ¿Y no lo hicieron antes, puestos a eso, Jean Epstein o Marcel L'Herbier, bajo etiquetas dispares y no menos dudosas como impresionismo o film d'art? O tal vez Abel Gance, o el mismo Louis Feuillade. O el desconocido Léonce Perret... o, en realidad, el abuelo Louis Lumière.

Del mismo modo, todavía espero encontrar una película soviética (entre las conocidas, no me refiero a Abram Room), que sea no ya realista, sino siquiera un reflejo aproximado y no totalmente distorsionado y embellecido de la realidad contemporánea circundante, salvo las de Dziga Vertov, y eso al principio de su carrera (luego es ya un cantor de Lenin, Stalin y compañía). Por lo demás, difícil será que apreciemos el cine ruso de varios decenios si nos invitan a valorarlo por su supuesto realismo, cuando sus virtudes reales eran más bien líricas, plásticas y, sobre todo, épicas.

Nous ne vieillirons pas ensemble

De modo que hay mucho por hacer y de una doble naturaleza, si queremos llegar a conocer nuestro gran cine europeo. Por un lado, una ingente tarea de demolición de tópicos, convenciones, ideas recibidas y engullidas sin someterlas a un análisis que no resistirían, y que se han convertido en muros, vallas y barreras que dificultan y estorban la visión y el ineludible ejercicio de relacionar y comparar unas películas con otras; por otro, la de rescatar del olvido las obras que merecen ser conocidas o repuestas en el lugar destacado que les corresponde, restaurándolas y devolviéndolas a la vida, es decir, poniéndolas a circular en todos los países de Europa, y luego fuera de nuestro continente, explorando además los rincones más desconocidos de Europa, desde Portugal e Irlanda hasta Austria y Finlandia, sin limitarse a los que son, o fueron en algún momento, cuantitativamente, los grandes productores.

Conviene que nos demos algo de prisa en acometer la empresa, antes de que el cine europeo haya dejado de existir y sea una mera sucursal del cine americano o de que, en nombre de la Unión, dejen de existir quince o veinte cines nacionales, con sus correspondientes rasgos respectivos, y pase por cine europeo un fantasma irreconocible como propio.

En Nickel Odeon nº 15 (verano de 1999)

miércoles, 12 de febrero de 2025

Saikaku ichidai onna (Mizoguchi Kenji, 1952)

"Qué grande es el cine" (01/07/2002)



La verdad es que, por raro que pueda parecer, envidio a quienes vayan a ver por vez primera esta película, que yo he visto ya en siete u ocho ocasiones. Más aún si, por casualidad o fatalidad, todavía no han tenido nunca el placer de ver otra de las 31 o así dirigidas por Kenji Mizoguchi que se conservan de una filmografía de unas 80, y ello pese a no ser ésta, para mi gusto, la mejor, porque hace muchos años que no vivo una experiencia tan exaltante como el descubrimiento, allá por 1966, de mi primer Mizoguchi. Nada en ellas, sea cual fuere la primera que uno acierte a contemplar, llama apenas la atención, salvo quizá, al cabo de un rato, y más a medida que la película sigue su curso y se aproxima a un final intuido, lo que este director no hace, y sería perfectamente normal, habitual y aceptable que hiciese, como suelen hacerlo los más grandes de sus colegas, los muy contados cineastas que no son inferiores, que no se nos quedan empequeñecidos a su lado; de tal modo que, cuando por fin lo hace -por ejemplo, mover la cámara o introducir un primer plano-, eso tan visto y tan sencillo, tan corriente, al pillarnos desprevenidos, por sorpresa, y convertido en algo excepcional, reservado a lo estrictamente necesario, el efecto es impresionante, y nos hace sentir la placentera sensación, tan infrecuente, de ver mejor, de entender por fin qué es el cine, para qué sirve cada uno de sus recursos y cuál es su potencia cuando se emplean con exigencia, con sentido de la medida, con oportunidad y pertinencia, y no de forma rutinaria o convencional.

La historia que cuenta La vida de Oharu, casi toda ella en un modesto flashback, enmarcado por dos momentos casi idénticos de su presente, a finales de un siglo XVII que nos parece mucho más remoto que Luis XIV y sus mosqueteros, es, como tantas otras de Mizoguchi, la de la vida harto desdichada de una mujer, que, por comodidad y gusto por las etiquetas, podría calificarse de melodramática. Sin embargo, el tono con el que esta infortunada peripecia vital se nos narra es tan sobrio, reposado, sereno, imperturbable y hasta impasible, que sólo su atención constante y su soterrado lirismo, su compasión implícita para con el personaje impiden que sea lícito reprocharle a Mizoguchi indiferencia o falta de interés por el desgraciado destino de Oharu.


Mizoguchi elude los golpes de efecto, los giros espectaculares, el énfasis, el arrebato, la súbita aceleración de una cascada de acontecimientos, la excesiva compresión de reveses en un breve lapso de tiempo, característicos del género, porque no se encuadra en él ni comulga con las normas artesanales externas al drama que sirven para procurar que su impacto en el público sea inesquivable o sea potenciado. Ahí sí que Mizoguchi puede parecer indiferente, no a Oharu sino a los usos y costumbres del cine, sin duda porque confía lo bastante en lo que cuenta y también en su público como para arriesgarse tranquilamente a no desconfiar de la capacidad de éste para percatarse del drama real que encierra esa vida tan intenso y falto de resquicios que no permite escapatoria ni esperanza, y que por tanto no precisa de muletas, apoyos o refuerzos: basta con darlo desnudo y al paso, sin galopar siquiera, pues el exceso de velocidad, que las desdichas -además de no venir solas- se sucedan demasiado seguidas, sólo serviría para poner en duda su verosimilitud. Por eso es larga esta película -sólo superada en la filmografía de Mizoguchi por Los 47 ronin, en dos partes que suman tres horas-, no porque sea lenta, sino porque suceden tantas y tan terribles cosas que exigen un cierto sosiego y una cierta dosificación: los hechos, en lugar de amontonarse, han de estar espaciados, con pausas intermedias. De todos modos, nadie se alarme: aparte de que es un tópico al que todavía no le encuentro explicación -tras haber visto unas 500 películas japonesas de todas las épocas, admirables muchas y horribles algunas- la falacia que atribuye lentitud al cine oriental (el ritmo es otro, claro, pero no especialmente lento), me gustaría saber de alguien hoy en activo en cualquier parte capaz de contar este guión en menos de 2 hora y media, metraje al que La vida de Oharu no llega ni proyectado en pantalla de cine, a 24 fotogramas por segundo. Lo que sí conviene es que quien piense en grabarla se haga con una cinta que lo permita.

Si La vida de Oharu no es, pues, una película melodramática es precisamente porque Mizoguchi la encuentra más que suficientemente desgarradora, y juzga innecesario y hasta contraproducente subrayarlo, cargar las tintas. De hecho, la aversión al énfasis es quizá el rasgo común a todas sus películas que yo destacaría. No es, además, producto de su buen gusto, no se trata de una cuestión de mera elegancia formal, sino que revela, aunque nunca la enuncie verbalmente, ni la haya proclamado en las escasas entrevistas que se han traducido, una actitud moral con respecto a todos los elementos en juego en la cadena de comunicación que supone el cine. Ante todos ellos Mizoguchi evidencia respeto: a sí mismo como narrador y artista, no rebajándose a mendigar ni reclamar la atención de los espectadores; a los intérpretes, a los que no pide, sino impediría en caso necesario, que hagan patéticos aspavientos; al cine, cuyos recursos emplea íntegramente, pero sin agotar ni forzar sus posibilidades más allá de lo que sería lícito o digno; a sus personajes, que no violenta ni pone en ridículo o en evidencia, ni maneja como si fuesen marionetas ni trata como si fuesen unidimensionales o insensibles o estúpidos; al drama mismo que pone ante nuestros ojos, sin subrayar ni apuntalarlo; al público, por último, cuya inteligencia no pone en duda y al que considera que puede y debe hablar de tú a tú, sin condescendencia, superioridad, didactismo, desprecio o agresividad.

Texto preparatorio para la intervención en ¡Qué grande es el cine! (1 de julio de 2002)