Como todos los grandes cómicos —salvo Woody Allen—, Jacques Tati no ha sido nunca muy locuaz, ni demasiado explícito acerca de sus intenciones, que sin duda resumiría en el objetivo más simple y tradicional que cabe: hacer reír.
Puede parecer temerario, por tanto, atribuirle al autor de Mi tío un programa a largo plazo, una meta que vaya más allá de aquel propósito natural y modesto. Sin embargo, cuando un cineasta trabaja tan de tarde en tarde como Tati, es inevitable suponer que durante los largos períodos de forzosa inactividad que separan entre sí cada una de sus películas no habrá dejado de pensar en lo que quisiera hacer y no puede, ni en cómo realizarlo cuando se le presente una ocasión; es más, cabe imaginar que se ocupará de planear cuidadosamente la jugada, a sabiendas de que puede ser la última. Por otra parte, no es el suyo un humor espontáneo, ni nada en su cine parece improvisado: sus películas, ricas o pobres, se caracterizan por un grado de elaboración y precisión que corrobora la hipótesis de que cuanto en ellas sucede es premeditado, de que nada ha sido dejado al azar.
Entre 1947, año en que comenzó el rodaje de Jour de fête (Día de fiesta), hasta 1974, fecha de la que todavía es su última obra, Parade (Zafarrancho en el circo), Tati ha logrado escribir, dirigir e interpretar solamente seis largometrajes. Tanto tiempo ha transcurrido casi siempre entre cada uno de ellos que se ha visto obligado a quemar etapas, a resumir años de experiencia y reflexión acerca del cine y la comicidad, en una evolución mucho menos gradual y paulatina, más brusca y desconcertante de lo que una carrera más continuada le hubiera permitido. Cada una de esas seis películas supone un salto, más que un paso, hacia la consecución del objetivo al que, creo yo, aspira —más o menos conscientemente— desde que empezó a hacer cine. Esta meta tiene su origen en la nostalgia del contacto directo, inmediato, con el público: como casi todos los grandes cómicos cinematográficos, Tati procede del vaudeville, del music-hall, del café-teatro, del circo; en este terreno aprendió el arte fundamental del timing, consistente en alcanzar y mantener o modificar el tono y el ritmo de su actuación de acuerdo con las reacciones del público presente cada velada en la sala. La decadencia de este tipo de espectáculos le empujó a consagrarse al cine, lo que le permitió ensanchar y ampliar su público, pero le privó, al mismo tiempo, de su presencia y de la guía que suponen las más o menos ruidosas manifestaciones de los espectadores.
Durante el rodaje de una película no hay más público que el equipo de filmación, cómplice o indiferente, pero poco numeroso y variado. En el montaje son pocos los que osan emitir un juicio. Como en Europa no se hacen previews o proyecciones de prueba, una vez que la película se estrena en las salas comerciales es demasiado tarde para rectificar o dar marcha atrás, y cuando se intenta, bajo presión de distribuidores, exhibidores y productores, generalmente se consigue tan sólo deteriorar el resultado. Por otro lado, debe de ser muy distinto sentirse criticado o estimulado por los espectadores mientras se actúa, y notar cómo se establece entre ellos y el artista una corriente de comunicación, que asistir al estreno de una película y observar cómo el público se aburre o se divierte contemplando esa misma actuación grabada en celuloide y proyectada sobre la pantalla.
Por eso pienso que lodos los esfuerzos de Tati se han concentrado en la tarea de abolir la barrera entre el actor y su público que supone la pantalla. A ello ha dedicado su trabajo como director, desde el inicio de su carrera hasta su última obra, la que a mi entender más se acerca al logro de su objetivo.
Una vez fijada la meta, Tati no podía sino avanzar hacia ella, por desgracia a un ritmo más lento del que, sin duda, hubiera deseado, pero valiéndose de cuantos medios ponía a su alcance su triple condición de guionista, director y actor.
EL PERSONAJE
Los actores cómicos, sean o no, además, sus propios directores, pueden dividirse en dos especies fundamentales: los «camaleones» —que, al modo de Alec Guinness, Peter Sellers, Vittorio Gassman, Alberto Sordi, José Isbert y otros muchos, prestan su rostro a una variedad de personajes muy considerable, a menudo recurriendo a caracterizaciones y maquillajes diferentes, hasta dentro de una misma película— y los «originales» —que, cambiando o no de nombre, dan vida siempre al mismo personaje, como los Marx, Harry Langdon, Larry Semon, Ben Turpin, Charley Chase, Laurel & Hardy, Buster Keaton, Chaplin hasta 1936, Jerry Lewis, Harold Lloyd, Pierre Étaix o Max Linder—; los primeros tienden a la comedia, o la bordean, mientras que son los segundos los que hacen un cine propiamente cómico, con la salvedad —nuevamente— de Allen.
La herramienta principal de un cómico es su cuerpo; o, más concretamente, su rostro. Su forma de distinguirse de los demás consiste, pues, en aprovechar lo que le pertenece en exclusiva; por ello, crea a partir de sí mismo un personaje, que unas veces permanece inalterable al paso del tiempo, hasta que la edad y la pérdida de condiciones físicas obliga a abandonarlo, y otras se va transformando y evolucionando de acuerdo con los cambios de la personalidad del artista, de la sociedad en la que vive o de los gustos del público al que, en primer término, se dirige. Por otra parte, es raro el cómico que subraya su localismo, y que no aspira, en mayor o menor medida, a la universalidad, lo que explica que los rasgos definitorios de su personaje sean bastante sumarios y esquemáticos. Pocos lo han sido tanto, sin embargo, como el de Tati, el célebre —pero fantasmal— «Monsieur Hulot», probablemente el más enigmático que ha surcado una serie de películas, y el más «excéntrico» a la trama narrativa de las obras que supuestamente protagoniza de toda la historia del cine, cómico o dramático. Hulot nace, ciertamente, con el cartero de Jour de fête; en poco se diferencia de él su sucesor, el veraneante así llamado de Les vacances de Monsieur Hulot (Las vacaciones del señor Hulot, 1953), que le dio popularidad, o el ocioso bohemio así apellidado, pero de nombre propio nunca mencionado, de Mon oncle (Mi tío, 1958). ¿Por qué? En gran parte, porque no habla nunca, si exceptuamos algún que otro monosílabo y varias palabras sueltas, masculladas entre dientes que sujetan una pipa más que pronunciadas, generalmente inaudibles o ininteligibles, siempre irrelevantes y nada reveladoras; Hulot es uno de los seres más silenciosos de todo el cine sonoro, posiblemente el que menos se ha expresado. Nada sabemos de él: ni su nombre de pila, ni su edad, ni su profesión (o está de vacaciones, o en paro, no es seguro que involuntario; a lo sumo parece buscar, vagamente, pasivamente, sin prisa y con todas las pausas imaginables, algún empleo; ni siquiera rechaza los puestos que, por insistencia de algún pariente, le ofrecen sin el menor entusiasmo, y para los que suele revelarse tan carente de vocación como de aptitudes). De sus gustos —salvo fumar en pipa y dar largos paseos sin rumbo— o de sus opiniones —políticas o de otro tipo— lo ignoramos todo, pese a que algunos críticos trataran de hacer de él un mudo estandarte del pasado, el conservadurismo y los barrios populares parisinos, sin duda a causa de la insistente y pegadiza musiquilla de Mi tío y de la ironía con que Tati observa la progresiva mecanización y automatización del mundo, más ineficiente que ominosa, más risible que angustiante. Si Chaplin, Lewis o Allen no pudieron nunca dejar pasar una ocasión de manifestar sus ideas, Tati parece haber rehuido siempre la expresión directa y explícita, en particular por medio de su personaje, que es cualquier cosa menos su portavoz.
Pese a tratarse de un individuo singularmente enigmático —aunque sin misterio— y sorprendentemente pasivo, Hulot provocaba muchos «gags» de Día de fiesta, Las vacaciones... y Mi tío. Casi nunca, hay que reconocerlo, intencionadamente, sino por distracción, torpeza o descuido. A partir de Play Time (Playtime, 1967), sin embargo, comienza un proceso de eliminación del personaje de Hulot al que no encuentro precedente, puesto que nada tiene que ver ni con la desaparición pura y simple de Charlot el vagabundo en la obra de Chaplin posterior a Modern Times (Tiempos modernos, 1936), ni tampoco con el desdoblamiento de los personajes interpretados por Jerry Lewis. Si Hulot era, en principio, un ser muy «tipificado» —al que cabía atribuir un carácter bonachón o apacible, y al que se podía acusar, en Mi tío, de pintoresquismo—, que aparecía constantemente en la pantalla y que solía realizar o provocar todos los actos cómicos de la película, de Jour de fête a Mon oncle su personaje se había ido esquematizando y pasivizando progresivamente; en Play Time se le ve sólo de vez en cuando, totalmente deshumanizado ya, y convertido en un elemento estructural más que como protagonista o conductor de la narración: hasta tal punto no es ya precisa su presencia física para que ocurra algo divertido que casi ninguno de los momentos de comicidad de la película puede considerarse obra suya: varios «gags» suceden, de hecho, antes de que aparezca por vez primera —a los doce minutos de empezar el relato—; por si fuera poco, tres comparsas (un americano, un barbudo y un negro) son confundidos con Hulot por otros personajes secundarios. Los motivos que da Tati para esta decisión, ya antigua en él, son de orden histórico, y nacen de una reflexión sobre el cine cómico; si este tipo de construcción descentrada triunfa, decía, «será muy difícil reírse de un personaje durante hora y media». En Trafic (Tráfico, 1971) sucedía lo mismo, tal vez en mayor medida; en Parade Hulot ha desaparecido por completo: sólo queda Tati, representando varios papeles anunciados como tales por él mismo en la pista de un circo (imitaciones estilizadas, pantomimas irrealistas); no realiza más que algunos de los «gags» de la película, pues comparte con otros cómicos —y con el público de la función— el escenario y la pantalla.
EL ESPACIO
Esta idea de compartir con otros la pantalla nos lleva a un segundo factor esencial del cine de Tati: su empleo del espacio. Si todas las películas de este cineasta pueden calificarse de «corales», a partir de Play Time tiene lugar un salto cualitativo: las profundas relaciones de un «gag» con otro, el desarrollo simultáneo de varios de ellos en un mismo plano, a cargo de diversos actores y a diferentes distancias, conducen a una complejidad, una profusión y una riqueza que resulta óptica y mentalmente imposible captarlos todos en una sola visión. De ahí el desafío que este film supuso para el público, cuya cooperación activa es absolutamente necesaria para que Play Time pueda ser plenamente comprendida y disfrutada; cada espectador tiene la oportunidad de participar en los «gags» —sobre todo en la secuencia del Royal Garden, que duraba casi una hora en el montaje realizado por Tati antes de que los exhibidores franceses le obligasen a abreviar la película—, aunque ello le exija un esfuerzo: «si no se observa lo que ocurre —advierte Tati—, se aburre uno, claro. Si se pasa uno todo el rato esperando lo que no está en el film, se pierde lo que hay».
La meta de conseguir la participación de todos los actores y del público, la nueva función del personaje y la construcción del guión de Play Time llevaban consigo un parti pris formal de enorme trascendencia: el uso exclusivo de grandes y amplios planos generales, en los que se desarrollan multitud de «gags» y movimientos por parte de decenas de comparsas. Ya desde Las vacaciones del señor Hulot Tati rechazaba el primer plano, pero nunca hasta Play Time lo había hecho de modo tan funcional, deliberado y sistemático; con menos medios —no pudo contar con película de 70 mm—, seguiría avanzando en esta dirección en Tráfico, consiguiendo nuevamente sacar el máximo partido de la nitidez y profundidad de la imagen. En Parade, en cambio, por estar rodada en videotape y a 25 fotogramas por segundo, y ampliada de 16 mm a 35 para ser proyectada en cines a 24 fotogramas por segundo de velocidad, con la consiguiente pérdida de profundidad y nitidez, y pese a no recurrir al primer plano, Tati ha tenido que sustituir los grandes planos generales por planos de 3/4 o ajustados al cuerpo entero, y que emplear algunos leves zooms de acercamiento a distanciación, en lugar de mantener la cámara inmóvil o desplazarla imperceptiblemente en suaves travellings. Son causas técnicas —de origen estrictamente económico, por lo demás— las que explican el aparente retroceso, en este terreno, que supone Parade, así como la menor complejidad, densidad y duración de cada plano.
Pero, además de un tamaño y unos límites, cada plano tiene un contenido, una trama y un movimiento a través de los cuales el director tiene la posibilidad —si no el deber— de guiarnos, más o menos sutilmente, gracias al uso que haga del decorado, del color (o la iluminación, si se trata de un film en blanco y negro) y del sonido. En este sentido, las películas en color de Tati —todas a partir de Mi tío— son un auténtico prodigio, muy especialmente Play Time, sin duda su obra cumbre; en Parade, que representa por ahora —y esperemos que no definitivamente— la culminación de su trayectoria artística, tal como yo la veo, al estar «dado» el decorado —un circo—, el color no sirve para conducir la mirada del espectador dentro del plano, a pesar de lo cual, y de alternar la oligocromía —casi monocromía— con la más exuberante policromía, aprovecha esta última para subrayar la similitud de aspecto (vestuario, tonalidad, peinados) de los payasos y del grueso del público (sueco) que asiste al espectáculo, y sigue utilizando la música y los ruidos (estilizados) como apoyo de ciertos «gags», e incluso como base de los mismos (véase el del «globo musical», por ejemplo).
EL TIEMPO
El empleo del otro elemento fundamental del cine viene determinado, más que por la longitud o el metraje de las películas, por su ritmo, y éste depende, a su vez, de la estructura narrativa. Siempre tenue y resumible en pocas frases, pero cada vez más complejo, el argumento, la trama, el relato desaparece por completo en Parade, que es, como su título original indica, un desfile de números autónomos e independientes, en cuya sucesión se incluye el entreacto de la función circense. Este despojamiento total ha permitido a Tati desterrar todos los detalles satírico-moralizantes acerca del mundo moderno, detectables aún, marginalmente, en las dos películas precedentes y muy evidente en Mi tío. Es en Parade, pues, y no en Play Time, donde todo el tiempo queda libre para el juego, el recreo, el tráfico, la vacación y la fiesta de los espectadores.
LA FIESTA
En Parade, por primera vez, Tati explícita las raíces de su comicidad: a) el music-hall (no a otro género responden los números de ese circo); b) la participación del espectador (al volver a tenerlo enfrente, y contar con él); c) un admirable sentido del ritmo, adaptado sobre la marcha a la capacidad de respuesta del público; d) los efectos de trompe-l’oeil (un espectador que, al pringarse de helado los labios, parece un payaso; otro que se sienta en los restos de un globo; etc.); e) la observación directa de gestos, actitudes, «tics» y posturas; f) la estilización —muy ligeramente caricaturizada, con el mínimo de elementos— de las conductas observadas en la realidad. Todos estos factores, la sustancia oculta de la que se nutría Play Time, aparecen desnudos y proclamados en Parade.
Esto era necesario para entregar al espectador las llaves, las claves del recinto cómico. Si Play Time o Trafic, al permitir la intervención de todos los actores y requerir la del público, aspiraban a borrar la distinción entre elementos activos (intérpretes) y pasivos (espectadores) del espectáculo, Parade destruye por completo la función de tabique que suele desempeñar la pantalla, y la convierte, a lo sumo, en un escaparate, una vitrina transparente; o, mejor todavía, en un espejo: los asistentes a la sesión de circo se convierten en actores, no sólo del film, sino de la misma representación circense; cuando sale un mago o escena, todos los payasos que le rodean resultan ser también prestidigitadores, y entre el público surge alguno más: todos son «magos».
Estas personas que asisten al espectáculo se divierten por su cuenta, entran en el juego —vuelven la cabeza de un lado a otro, mientras Tati juega al tenis, sin pelota ni raqueta ni adversario; se balancean al son de una canción tirolesa; baten palmas, imitan a los payasos, compiten en habilidad con los «artistas» o sabotean sus números, como la niña que hace estallar el «globo musical» con su cerbatana, salen a la pista, etc.—. De ahí que el «descanso» o «intermedio» de la función quede —como es lógico— incorporado al film: los espectadores siguen viviendo su vida, Tati actúa entre bastidores para sus colegas. Al final, mientras el recinto se vacía por completo, el público —dos niñas— sustituye a los artistas y ocupa el escenario, mientras los payasos se retiran a descansar, después de haber disfrutado actuando: la función continúa. Así, Tati ha logrado con Parade acercarse más que nunca a hacer realidad el sueño que confesaba en 1967 —«todo el mundo participa en el 'gag'»—, al hacer que el público también lo haga. A propósito de Play Time, un espectador llenó de alegría a Tati al decirle que, al cabo de un rato, él mismo sentía ganas de entrar en el Royal Garden. Con Parade, Tati casi hizo posible que cualquier espectador que compartiese tal deseo pudiese satisfacerlo. Esperemos que alguna vez consiga los fondos y la libertad que precisa para que nos dé la oportunidad de participar en la fiesta totalmente.
En “Homenaje a Jacques Tati”, edición de José Miguel Ganga. Alcalá de Henares : Ayuntamiento : 11 Festival de Cine, octubre de 1981.