DESCUBRIR EL GOLFO
Se proyecta en la sala de la Filmoteca una película española que está en sus archivos desde siempre, pero que nunca ha sido incluida en ciclos retrospectivos de nuestro cine y a la que muy pocos han prestado la atención que merece. Cierto que no ocupa un lugar destacado en ninguna de las «historias» del cine español publicadas hasta la fecha, pero precisamente porque tal historia está por hacer, parece preciso dar ocasión de revisar públicamente todas aquellas obras que alguien —incluso sin fundamento— pueda encontrar dignas de interés.
Se trata de El golfo de José de Togores, y sobre ella existen más anécdotas que comentarios críticos en los pocos libros que se dignan mencionarla (el Tomo I de Méndez-Leite padre y el volumen II de la inconclusa Historia del Cine de Carlos Fernández Cuenca). Se estrenó tarde y pasó desapercibida; que yo sepa, durante muchos años no la vio nadie, aunque se proyectó una vez, hace unos veinticinco años, en un cineclub, e impresionó a dos o tres personas —me consta la presencia de Francisco Llinás y Julio Pérez Perucha— lo bastante para no haberla olvidado y para procurar que la vean, por ejemplo, los visitantes de cinematecas extranjeras, que se han quedado asombrados ante su inesperada frescura y modernidad, particularmente insólitas en el cine mudo español que se conserva y conoce hoy. Últimamente se está tratando de darle cierta difusión, y se ha proyectado recientemente en «CinéMémoire», el festival de hallazgos y restauraciones que se celebra en París.
Accidentadamente rodada en exteriores de Bilbao, San Sebastián, Alcoy, Barcelona y Valencia a lo largo de varios meses, con múltiples interrupciones debidas a falta de dinero y a conflictos con el actor Ernesto Vilches, vista hoy anticipa, en su mezcla de géneros, su libertad de tono y su agilidad, películas muy posteriores, que a su vez eran adelantadas para su tiempo, y revela en Togores un talento y una inventiva visual que probablemente se frustraron, ya que, por lo visto, tras la catástrofe de El golfo, no volvió a dirigir.
Pese a ser una de las películas españolas más antiguas que se han logrado preservar en estado aceptable —aunque no se puede asegurar que esté incompleta, es probable que, de conservarse el nitrato, hoy se hubiese podido reproducir mejor—, una de las más «modernas» películas mudas que se han rodado en nuestro país, mucho más vigente que otras más conocidas y reputadas, pero que se desarrollan con una morosidad y un lastre de rótulos que las convierte en piezas de museo.
EL DIRECTOR
Por lo que he podido averiguar, parece que José de Togores nació en 1868, y que era ya un hombre bastante maduro, por tanto, cuando realizó El golfo; pese a haber dirigido varias películas en muy pocos años, seguía siendo más conocido —o mejor considerado— como decorador. Catalán, pero no recuerdo exactamente de dónde, en ningún lugar figura como Josep, y es dudoso que usase nunca el nombre catalán fuera de su casa, aunque ahora a J.J. Romaguera le haya dado por llamarle así, murió en 1926, sin haber vuelto a dirigir. Tratar de reconstruir su filmografía, como suele suceder en España, es adentrarse en arenas movedizas, con contradicciones dentro de un mismo libro e incoherencias entre una página y la siguiente (¿no corregían pruebas? ¿llegarían a releerse?), y no digamos cuando se cotejan, de haberlas, varias fuentes distintas. De su obra cinematográfica tiende a recordarse, como mucho, que en 1914 o 1915 —presumiblemente en 1914, aunque se estrenase en Madrid al año siguiente— dirigió a María Guerrero y Fernando Díaz de Mendoza en Un solo corazón o Los muertos viven, escrita especialmente para la pantalla por Eduardo Marquina, que fue un fracaso y ni los viejos historiadores no parecen haber visto, pues se limitan a comentar que la gran actriz teatral no parecía dotada para el cine, que es probablemente lo que alguien dijo en la época; ese mismo año—cualquiera que fuese—, Togores hizo también, con guiones propios, La festa del blat/La fiesta del trigo, de 1.800 metros y con dos mil figurantes; de esta película, según Méndez-Leite la primera que dirigió, la crítica destacó ya la belleza de los exteriores —fotografiados por Juan Sola Mestres—; sin salir de ese año —o bienio— prolífico, realizó La danza fatal, de 1.200 metros, protagonizada por Pastora Imperio y con fotografía de Ramón de Baños, hermano de Ricardo; según Romaguera, ésta sería su primera realización, y no llegó a terminarla. Pero parece que, además, entre 1914 y 1915, hizo también Un drama en la montaña, El sello de oro, La pecadora de Tosa (o de Tossa), la celebrada comedia El pollo Tejada y El caballero Casarroja, esta última, según el índice de Méndez-Leite, «codirigida» por el operador italiano Giovanni Doria, que se quedó en España hasta su muerte en 1948; lo mismo que, según la misma fuente, aunque nada lo corrobore ni recuerde en el texto, El golfo estaría «codirigida» por su productor y guionista, Fernando Dessy. En 1914 o 1916 —la imprecisión parece acrecentarse, curiosamente, a medida que la antigüedad disminuye— se le acumulan El secreto —o Los secretos— del mar, Prueba trágica y Flor del arroyo, fotografiadas por Doria y, al parecer, con tan escaso éxito como de costumbre. Hacia 1916 parece situarse una vaga colaboración con Fructuoso (o Fructuós) Gelabert titulada El cuervo del campamento. Después viene El golfo, que empezó a rodarse en agosto de 1917 y se terminó a comienzos de 1918, aunque no se estrenase en Madrid hasta el 25 de marzo de 1919, y luego ya... el silencio, aunque parece que siguió en activo como decorador.
A falta de otras pistas, los títulos permiten imaginar en Togores cierta propensión al melodrama, pero quizá se deba más a las vigencias de la época que a inclinaciones naturales, ya que El golfo nunca pone el acento en las peripecias folletinescas, sino que las relata con naturalidad y un tono uniformemente imperturbable que resulta singularmente moderno. Y puesto que es lo único fiable que sé de Togores, atengámonos a la película, a la espera de la remota posibilidad de que aparezca alguna otra.
LA COPIA
En primer lugar, y antes de sacar deducciones aventuradas, conviene reflexionar acerca del estado de la copia; presumiblemente, fue contratipada de un nitrato justo antes de destruirlo, de acuerdo con la lamentable política alarmista, impuesta por ley, que se seguía en los años 60. La calidad fotográfica parece, a pesar de todo, excepcional, con bellos grises de película ortocromática y con notable nitidez incluso en los fondos de plano (y hay cierta tendencia a componer en profundidad). Que faltan algunos rótulos es innegable, ya que hay uno de «primer acto» pero faltan los de los actos siguientes, como lo hay del «prólogo» y no, cuando la simetría lo pediría, del «epílogo»; aunque ya aclara, anuncia o hace progresar la narración sin rupturas, siempre que puede, mediante un hábil aprovechamiento de titulares de periódico y cartas, Togores parece encomiablemente parco en empleo de los rótulos o intertítulos, y eso que no parece que falten: no se observan lagunas o contrasentidos, y cuando están numerados suele haber continuidad. Esto, que es de agradecer en un país en el que hasta en 1929 parece haber más minutos de letreros que de imágenes en movimiento en muchas películas, se ve confirmado por cierta tendencia a confiar en la capacidad del espectador para imaginar de qué están hablando los personajes, sin necesidad de transcribir su diálogo in extenso, y por una no menos señalada inclinación a servirse de los rótulos para hacer comentarios «de autor», unas veces ingenuos, poéticos o solemnes, otras veces con juegos de palabras o de una ironía que hace sospechar que Togores era plenamente consciente de todo lo que hacía.
Los 74 minutos que aproximadamente dura parecen una longitud razonable para la época y nuestro país, incluso teniendo en cuenta que la acción de El golfo abarca veinte años —desde 1899, hasta una fecha «futura», 1919—, ya que casi todo ese tiempo ha sido engullido por tres grandes elipsis y varias menores, e incluso con encadenados o cortes directos que abrevian una acción (de esos que algunos creen que inventó Godard en À bout de souffle).
LA PELÍCULA
Teniendo en cuenta que las productoras catalanas de esa época importaron técnicos italianos, se tiende a ver en ellas una influencia del cine de la península latina que yo, en mi escaso conocimiento de la producción italiana anterior a 1917, no acierto a detectar en El golfo, película que, por lo demás, tiene menos de catalana que de donostiarra y, puestos a ello, podría ser reivindicada por los levantinos; es más, de lo que he visto, no recuerdo ninguna italiana que pudiera ser un precedente concreto, mientras que sí que hay cosas que me hacen pensar en el Griffith de unos años antes —The Lonedale Operator, The Lonely Villa, The Musketeers of Pig Alley—, en los cortos de Charlot y, sobre todo, en la excelente L'Enfant de Paris (1913) de Léonce Perret, con la que, además, tiene algún punto de contacto argumental. Ahora bien, como por entonces todavía estaban todos aprendiendo, y se copiaban mutuamente con la mayor alegría y el más absoluto descaro, me interesa menos la procedencia de lo valioso o apreciable que encuentro en ella, más de tres cuartos de siglo después de su realización, que lo que tiene de original o, sobre todo, lo que conserva aún vigencia, frescura y vitalidad, que es mucho y que merecería un análisis minucioso, con ampliaciones de fotogramas y dibujos, para el que no es este el lugar ni el momento adecuado.
Ya he mencionado las elipsis y el económico recurso a los rótulos, que explica en parte la fluidez narrativa insuflada a un guión que era, en teoría, una «novela-río». Un rasgo estrechamente unido a estos es la sorprendente sobriedad y naturalidad de la interpretación; dado que tanto Irene López Heredia como Ernesto Vilches eran actores teatrales, es un mérito que hay que atribuir a Togores, sobre todo si se recuerda que fue un rodaje largo, discontinuo y lleno de conflictos entre el realizador y la «estrella». Aunque la «neutralidad» impuesta a actores y personajes —la narración es siempre objetiva, y puede abandonar a los protagonistas para centrarse en Artemio P. Bueno y José Olózoga durante un par de secuencias— quizá obedezca a unas intenciones generales de Togores, cabe que se trate de una forma de resolver el problema que plantea contar tantos años de la vida de los personajes —con actores de diferentes edades para cada uno— sobre todo si, como es frecuente y sucede aquí, los protagonistas eran ya demasiado viejos para la edad más avanzada que deben representar sus personajes (Vilches tenía 39 años e Irene López Heredia no aparenta menos).
El caso es que nada hay en El golfo de la gesticulación desaforada que injustamente se atribuye como algo general, para desprestigiarlo, al cine mudo, y en la que incurren algunas obras interesantes hasta diez años después, como la primera versión de La aldea maldita de Florián Rey, sino una soltura en los movimientos, unos gestos más «populares» que escénicos, que, si sorprende gratamente en La bodega (1930) de Benito Perojo, aquí deja atónito.
Además, esta «naturalidad» se ve reforzada —o simplemente permitida— por la tendencia de Togores a encuadrar en plano americano y a sostener el plano, con leves reencuadres siguiendo a los actores, y a no fragmentar el espacio excesivamente. Esto último, que después de Intolerancia puede parecer un arcaísmo, es un rasgo de sorprendente modernidad, ya que la película rehúye constantemente el punto de vista del patio de butacas y la frontalidad —tanto la del teatro como la de los primitivos—, no sólo por el predominio de exteriores siempre muy abiertos, con movimiento al fondo —barcas, coches, gente que pasa, el oleaje— y en los que sopla el viento —que agita las ramas de los árboles y el vestido y la cabellera de Irene López Heredia—, sino incluso en interiores, donde Togores encuadra como mucho después tenderían a hacerlo Renoir, Pagnol, Grémillon o Straub, es decir, frente a los rincones —creando con la cámara y dos paredes un espacio triangular— e incluyendo fuentes de luz —como ventanas o puertas— dentro de la composición. Es indudable que, como decorador, Togores tenía un sentido acentuado de la perspectiva, y que aplicaba sus conocimientos pictóricos: hay ya algo de la «luz Rembrandt» y de los espacios íntimos a lo Vermeer que tanto llama la atención en películas contemporáneas o posteriores de Dreyer, Murnau o Jacques Feyder.
Para no extenderme demasiado, cuatro últimas observaciones que pueden dar pie a la reflexión. Primera: Hace unos veinticinco años, cuando vi por vez primera El golfo, me pareció que prefiguraba una película sonora tan avanzada para 1931 como The Champ de King Vidor, y la sentí casi contemporánea de Masculin Féminin (1966) de Godard, que acababa de volver a ver. Hoy me hace pensar también en Umarete wa mita keredo, muda pero rodada dieciséis años después por Ozu. Segunda: ¿Recuerda alguien alguna película de esas fechas o posterior en la que un andrajoso huérfano sea tan bien tratado, resulte tan educado y honrado, triunfe a base de trabajar, haga las Américas, y se case con la chica con la que se había «hermanado a través de las diferencias de cuna» veinte años antes, aunque tenga que irse a vivir a Nebraska? ¿Y alguna en la que un enano esté tratado con naturalidad, sin aludir a su tamaño, y sin que sea jockey, sino propietario de caballos de carreras? Tercera: Obsérvese el plano fijo en el que el villano marqués Pepe de Olaye (José Olózaga) entra en campo, dispara a traición contra el protagonista y escapa, sin que la cámara se inmute, ni se nos obsequie con insertos dramatizadores ni contraplanos del fugitivo; o el largo plano general del puente fronterizo en el que la policía aduanera impide el paso al golfo indocumentado. Cuarta: ¿Habrá otras películas de Togores tan apasionantes? ¿Se encontrarán alguna vez? ¿Cuántos José de Togores, Benito Perojo, Nemesio M. Sobrevila, Edgar Neville, Llorenç Llobet-Gràcia, Manuel Mur Oti, Ladislao Vajda... ha habido en el cine español?
En Secuencias nº 7 (octubre 1997)