viernes, 29 de noviembre de 2024

El golfo (José de Togores, 1918)

DESCUBRIR EL GOLFO

Se proyecta en la sala de la Filmoteca una película española que está en sus archivos desde siempre, pero que nunca ha sido incluida en ciclos retrospectivos de nuestro cine y a la que muy pocos han prestado la atención que merece. Cierto que no ocupa un lugar destacado en ninguna de las «historias» del cine español publicadas hasta la fecha, pero precisamente porque tal historia está por hacer, parece preciso dar ocasión de revisar públicamente todas aquellas obras que alguien —incluso sin fundamento— pueda encontrar dignas de interés.

Se trata de El golfo de José de Togores, y sobre ella existen más anécdotas que comentarios críticos en los pocos libros que se dignan mencionarla (el Tomo I de Méndez-Leite padre y el volumen II de la inconclusa Historia del Cine de Carlos Fernández Cuenca). Se estrenó tarde y pasó desapercibida; que yo sepa, durante muchos años no la vio nadie, aunque se proyectó una vez, hace unos veinticinco años, en un cineclub, e impresionó a dos o tres personas —me consta la presencia de Francisco Llinás y Julio Pérez Perucha— lo bastante para no haberla olvidado y para procurar que la vean, por ejemplo, los visitantes de cinematecas extranjeras, que se han quedado asombrados ante su inesperada frescura y modernidad, particularmente insólitas en el cine mudo español que se conserva y conoce hoy. Últimamente se está tratando de darle cierta difusión, y se ha proyectado recientemente en «CinéMémoire», el festival de hallazgos y restauraciones que se celebra en París.

Accidentadamente rodada en exteriores de Bilbao, San Sebastián, Alcoy, Barcelona y Valencia a lo largo de varios meses, con múltiples interrupciones debidas a falta de dinero y a conflictos con el actor Ernesto Vilches, vista hoy anticipa, en su mezcla de géneros, su libertad de tono y su agilidad, películas muy posteriores, que a su vez eran adelantadas para su tiempo, y revela en Togores un talento y una inventiva visual que probablemente se frustraron, ya que, por lo visto, tras la catástrofe de El golfo, no volvió a dirigir.

Pese a ser una de las películas españolas más antiguas que se han logrado preservar en estado aceptable —aunque no se puede asegurar que esté incompleta, es probable que, de conservarse el nitrato, hoy se hubiese podido reproducir mejor—, una de las más «modernas» películas mudas que se han rodado en nuestro país, mucho más vigente que otras más conocidas y reputadas, pero que se desarrollan con una morosidad y un lastre de rótulos que las convierte en piezas de museo.

EL DIRECTOR

Por lo que he podido averiguar, parece que José de Togores nació en 1868, y que era ya un hombre bastante maduro, por tanto, cuando realizó El golfo; pese a haber dirigido varias películas en muy pocos años, seguía siendo más conocido —o mejor considerado— como decorador. Catalán, pero no recuerdo exactamente de dónde, en ningún lugar figura como Josep, y es dudoso que usase nunca el nombre catalán fuera de su casa, aunque ahora a J.J. Romaguera le haya dado por llamarle así, murió en 1926, sin haber vuelto a dirigir. Tratar de reconstruir su filmografía, como suele suceder en España, es adentrarse en arenas movedizas, con contradicciones dentro de un mismo libro e incoherencias entre una página y la siguiente (¿no corregían pruebas? ¿llegarían a releerse?), y no digamos cuando se cotejan, de haberlas, varias fuentes distintas. De su obra cinematográfica tiende a recordarse, como mucho, que en 1914 o 1915 —presumiblemente en 1914, aunque se estrenase en Madrid al año siguiente— dirigió a María Guerrero y Fernando Díaz de Mendoza en Un solo corazón o Los muertos viven, escrita especialmente para la pantalla por Eduardo Marquina, que fue un fracaso y ni los viejos historiadores no parecen haber visto, pues se limitan a comentar que la gran actriz teatral no parecía dotada para el cine, que es probablemente lo que alguien dijo en la época; ese mismo año—cualquiera que fuese—, Togores hizo también, con guiones propios, La festa del blat/La fiesta del trigo, de 1.800 metros y con dos mil figurantes; de esta película, según Méndez-Leite la primera que dirigió, la crítica destacó ya la belleza de los exteriores —fotografiados por Juan Sola Mestres—; sin salir de ese año —o bienio— prolífico, realizó La danza fatal, de 1.200 metros, protagonizada por Pastora Imperio y con fotografía de Ramón de Baños, hermano de Ricardo; según Romaguera, ésta sería su primera realización, y no llegó a terminarla. Pero parece que, además, entre 1914 y 1915, hizo también Un drama en la montaña, El sello de oro, La pecadora de Tosa (o de Tossa), la celebrada comedia El pollo Tejada y El caballero Casarroja, esta última, según el índice de Méndez-Leite, «codirigida» por el operador italiano Giovanni Doria, que se quedó en España hasta su muerte en 1948; lo mismo que, según la misma fuente, aunque nada lo corrobore ni recuerde en el texto, El golfo estaría «codirigida» por su productor y guionista, Fernando Dessy. En 1914 o 1916 —la imprecisión parece acrecentarse, curiosamente, a medida que la antigüedad disminuye— se le acumulan El secretoo Los secretosdel mar, Prueba trágica y Flor del arroyo, fotografiadas por Doria y, al parecer, con tan escaso éxito como de costumbre. Hacia 1916 parece situarse una vaga colaboración con Fructuoso (o Fructuós) Gelabert titulada El cuervo del campamento. Después viene El golfo, que empezó a rodarse en agosto de 1917 y se terminó a comienzos de 1918, aunque no se estrenase en Madrid hasta el 25 de marzo de 1919, y luego ya... el silencio, aunque parece que siguió en activo como decorador.

A falta de otras pistas, los títulos permiten imaginar en Togores cierta propensión al melodrama, pero quizá se deba más a las vigencias de la época que a inclinaciones naturales, ya que El golfo nunca pone el acento en las peripecias folletinescas, sino que las relata con naturalidad y un tono uniformemente imperturbable que resulta singularmente moderno. Y puesto que es lo único fiable que sé de Togores, atengámonos a la película, a la espera de la remota posibilidad de que aparezca alguna otra.

LA COPIA

En primer lugar, y antes de sacar deducciones aventuradas, conviene reflexionar acerca del estado de la copia; presumiblemente, fue contratipada de un nitrato justo antes de destruirlo, de acuerdo con la lamentable política alarmista, impuesta por ley, que se seguía en los años 60. La calidad fotográfica parece, a pesar de todo, excepcional, con bellos grises de película ortocromática y con notable nitidez incluso en los fondos de plano (y hay cierta tendencia a componer en profundidad). Que faltan algunos rótulos es innegable, ya que hay uno de «primer acto» pero faltan los de los actos siguientes, como lo hay del «prólogo» y no, cuando la simetría lo pediría, del «epílogo»; aunque ya aclara, anuncia o hace progresar la narración sin rupturas, siempre que puede, mediante un hábil aprovechamiento de titulares de periódico y cartas, Togores parece encomiablemente parco en empleo de los rótulos o intertítulos, y eso que no parece que falten: no se observan lagunas o contrasentidos, y cuando están numerados suele haber continuidad. Esto, que es de agradecer en un país en el que hasta en 1929 parece haber más minutos de letreros que de imágenes en movimiento en muchas películas, se ve confirmado por cierta tendencia a confiar en la capacidad del espectador para imaginar de qué están hablando los personajes, sin necesidad de transcribir su diálogo in extenso, y por una no menos señalada inclinación a servirse de los rótulos para hacer comentarios «de autor», unas veces ingenuos, poéticos o solemnes, otras veces con juegos de palabras o de una ironía que hace sospechar que Togores era plenamente consciente de todo lo que hacía.

Los 74 minutos que aproximadamente dura parecen una longitud razonable para la época y nuestro país, incluso teniendo en cuenta que la acción de El golfo abarca veinte años —desde 1899, hasta una fecha «futura», 1919—, ya que casi todo ese tiempo ha sido engullido por tres grandes elipsis y varias menores, e incluso con encadenados o cortes directos que abrevian una acción (de esos que algunos creen que inventó Godard en À bout de souffle).

LA PELÍCULA

Teniendo en cuenta que las productoras catalanas de esa época importaron técnicos italianos, se tiende a ver en ellas una influencia del cine de la península latina que yo, en mi escaso conocimiento de la producción italiana anterior a 1917, no acierto a detectar en El golfo, película que, por lo demás, tiene menos de catalana que de donostiarra y, puestos a ello, podría ser reivindicada por los levantinos; es más, de lo que he visto, no recuerdo ninguna italiana que pudiera ser un precedente concreto, mientras que sí que hay cosas que me hacen pensar en el Griffith de unos años antes —The Lonedale Operator, The Lonely Villa, The Musketeers of Pig Alley—, en los cortos de Charlot y, sobre todo, en la excelente L'Enfant de Paris (1913) de Léonce Perret, con la que, además, tiene algún punto de contacto argumental. Ahora bien, como por entonces todavía estaban todos aprendiendo, y se copiaban mutuamente con la mayor alegría y el más absoluto descaro, me interesa menos la procedencia de lo valioso o apreciable que encuentro en ella, más de tres cuartos de siglo después de su realización, que lo que tiene de original o, sobre todo, lo que conserva aún vigencia, frescura y vitalidad, que es mucho y que merecería un análisis minucioso, con ampliaciones de fotogramas y dibujos, para el que no es este el lugar ni el momento adecuado.

Ya he mencionado las elipsis y el económico recurso a los rótulos, que explica en parte la fluidez narrativa insuflada a un guión que era, en teoría, una «novela-río». Un rasgo estrechamente unido a estos es la sorprendente sobriedad y naturalidad de la interpretación; dado que tanto Irene López Heredia como Ernesto Vilches eran actores teatrales, es un mérito que hay que atribuir a Togores, sobre todo si se recuerda que fue un rodaje largo, discontinuo y lleno de conflictos entre el realizador y la «estrella». Aunque la «neutralidad» impuesta a actores y personajes —la narración es siempre objetiva, y puede abandonar a los protagonistas para centrarse en Artemio P. Bueno y José Olózoga durante un par de secuencias— quizá obedezca a unas intenciones generales de Togores, cabe que se trate de una forma de resolver el problema que plantea contar tantos años de la vida de los personajes —con actores de diferentes edades para cada uno— sobre todo si, como es frecuente y sucede aquí, los protagonistas eran ya demasiado viejos para la edad más avanzada que deben representar sus personajes (Vilches tenía 39 años e Irene López Heredia no aparenta menos).

El caso es que nada hay en El golfo de la gesticulación desaforada que injustamente se atribuye como algo general, para desprestigiarlo, al cine mudo, y en la que incurren algunas obras interesantes hasta diez años después, como la primera versión de La aldea maldita de Florián Rey, sino una soltura en los movimientos, unos gestos más «populares» que escénicos, que, si sorprende gratamente en La bodega (1930) de Benito Perojo, aquí deja atónito.

Además, esta «naturalidad» se ve reforzada —o simplemente permitida— por la tendencia de Togores a encuadrar en plano americano y a sostener el plano, con leves reencuadres siguiendo a los actores, y a no fragmentar el espacio excesivamente. Esto último, que después de Intolerancia puede parecer un arcaísmo, es un rasgo de sorprendente modernidad, ya que la película rehúye constantemente el punto de vista del patio de butacas y la frontalidad —tanto la del teatro como la de los primitivos—, no sólo por el predominio de exteriores siempre muy abiertos, con movimiento al fondo —barcas, coches, gente que pasa, el oleaje— y en los que sopla el viento —que agita las ramas de los árboles y el vestido y la cabellera de Irene López Heredia—, sino incluso en interiores, donde Togores encuadra como mucho después tenderían a hacerlo Renoir, Pagnol, Grémillon o Straub, es decir, frente a los rincones —creando con la cámara y dos paredes un espacio triangular— e incluyendo fuentes de luz —como ventanas o puertas— dentro de la composición. Es indudable que, como decorador, Togores tenía un sentido acentuado de la perspectiva, y que aplicaba sus conocimientos pictóricos: hay ya algo de la «luz Rembrandt» y de los espacios íntimos a lo Vermeer que tanto llama la atención en películas contemporáneas o posteriores de Dreyer, Murnau o Jacques Feyder.

Para no extenderme demasiado, cuatro últimas observaciones que pueden dar pie a la reflexión. Primera: Hace unos veinticinco años, cuando vi por vez primera El golfo, me pareció que prefiguraba una película sonora tan avanzada para 1931 como The Champ de King Vidor, y la sentí casi contemporánea de Masculin Féminin (1966) de Godard, que acababa de volver a ver. Hoy me hace pensar también en Umarete wa mita keredo, muda pero rodada dieciséis años después por Ozu. Segunda: ¿Recuerda alguien alguna película de esas fechas o posterior en la que un andrajoso huérfano sea tan bien tratado, resulte tan educado y honrado, triunfe a base de trabajar, haga las Américas, y se case con la chica con la que se había «hermanado a través de las diferencias de cuna» veinte años antes, aunque tenga que irse a vivir a Nebraska? ¿Y alguna en la que un enano esté tratado con naturalidad, sin aludir a su tamaño, y sin que sea jockey, sino propietario de caballos de carreras? Tercera: Obsérvese el plano fijo en el que el villano marqués Pepe de Olaye (José Olózaga) entra en campo, dispara a traición contra el protagonista y escapa, sin que la cámara se inmute, ni se nos obsequie con insertos dramatizadores ni contraplanos del fugitivo; o el largo plano general del puente fronterizo en el que la policía aduanera impide el paso al golfo indocumentado. Cuarta: ¿Habrá otras películas de Togores tan apasionantes? ¿Se encontrarán alguna vez? ¿Cuántos José de Togores, Benito Perojo, Nemesio M. Sobrevila, Edgar Neville, Llorenç Llobet-Gràcia, Manuel Mur Oti, Ladislao Vajda... ha habido en el cine español?

En Secuencias nº 7 (octubre 1997)

miércoles, 27 de noviembre de 2024

Solos en la oscuridad

Contra toda esperanza, 1986 ha empezado cinematográficamente animado, al menos desde mi punto de vista particular y con ayuda del azar: uno ve lo que puede, de entre todo lo que tiene al alcance. Ya se sabe que nunca llueve a gusto de todo el mundo, y no hay que olvidar hasta qué punto circunstancias ajenas a nuestra voluntad determinan nuestra apreciación del «estado de las cosas». Es obvio que no es el mismo cine el que se ve en París o en los festivales, que el que llega a Madrid o Barcelona, y el que tiene que conformarse con lo que ve a través de una grieta en Olot o en Alcalá de Henares no puede tener la misma visión sobre la situación del cine. Aunque también es posible que una selección restringida produzca espejismos, es muy peligroso, actualmente, tratar de verlo todo, dado que la mayor parte de lo que se estrena no tiene interés. Precisamente porque cada vez es más frecuente que se hagan películas que no se proyecten fuera de festivales o de su país de origen, y porque son numerosas las que se estrenan sin que el público sepa gran cosa, está cobrando una preocupante importancia la publicidad, a menudo el único indicio que tiene el espectador para decidir si acudir a una película u otra. De la crítica, que podría dar pistas pero es cada vez menos analítica y más conformista, uno desconfía bastante, y no es extraño, ya que a menudo resulta desorientadora, o con una tendencia tan injustificada y desmesurada a centrar el interés en una o dos películas que priva al espectador de otras que quizá se lo merecen más.

Por ejemplo, Ran de Kurosawa está muy bien, y se puede afirmar con seguridad que es excelente. Pero de eso a convertirla en obra de visión obligada hay un paso que se da con excesiva alegría. De tanto insistir en su grandeza, la crítica consigue que uno, si piensa por su cuenta, esté al borde de la decepción y sienta hasta la tentación de adoptar una postura hipercrítica. La verdad, no me explico los desmayos boquiabiertos que provoca a diestro y siniestro, con sospechosa unanimidad, quizás contagiosa. Porque, si nos atenemos a la obra de Kurosawa, no es descabellado admitir que Ran no supone ninguna novedad y que, aunque infinitamente mejor que Kagemusha (1980), no tiene la fuerza de otra incursión shakespeariana, Trono de sangre (1957). Y, si abandonamos el enfoque de autor, creo evidente que, como mero espectáculo narrativo-dramático, le sobra una media hora y que habría ganado fuerza con una mayor concisión. Su argumento, perfectamente trasladable al western, permite imaginarse qué acusaciones de esteticismo y morosidad se habrían lanzado contra un Raoul Walsh, suponiendo que algún productor americano considerase tolerable su ritmo, si fuera el autor de Ran.

En cambio, mientras todo el mundo parece ocupado en ver Ran y tres o cuatro candidatas al Óscar, nadie ha hecho ni caso a Boy meets girl (1984), del jovencísimo Leos Carax, simplemente porque tanto él como sus actores son desconocidos y, además, se trata de una película en blanco y negro y de apariencia modesta. Es lamentable, porque se trata de uno de los más prometedores y estimulantes debuts cinematográficos en los últimos años, y tiene mucha más imaginación que los dos últimos Kurosawa. Además, creo que encantaría a muchos de los que no la verán.

Más ejemplos, aunque no sean tan recientes: la Filmoteca llena un vacío en su programación con un lote heterogéneo de películas francesas de los 80 inéditas, como tantas otras en nuestro país, y esto permite descubrir en menos de una semana L’Ombre rouge (1981) de Jean-Louis Comolli, Biquefarre (1983) de Georges Rouquier y Le Pont du Nord (1981) de Jacques Rivette. Junto a la revelación del fotógrafo-cineasta Raymond Depardon —del cual San Clemente (1981), Faits divers (1983) y Empty quarter (1985) me hacen lamentar haberme perdido el resto—, el estreno de Poulet au vinaigre (1984), el mejor Chabrol en muchos años, y algún refuerzo como la interesante Rue Cases-Nègres (1983) de la martiniquesa Euzhan Palcy, me hacen sospechar que, a pesar del eterno «estado de crisis» del cual se habla tanto, el cine francés sobrevive con bastante energía. La sorpresa —contra todo prejuicio o temor— que supone La Historia Oficial (1984) del argentino Luis Puenzo, y el esplendor absoluto de Year of the Dragon (aquí mal titulada Manhattan Sur), (1985) de Michael Cimino acaban de devolver la confianza en el cine cuando TVE nos obsequia con el estreno —aunque sea doblada— de Después del ensayo (1983), una de las tres o cuatro obras maestras que justifican la existencia de Ingmar Bergman y pueden hacer perdonarle lo mucho que a veces aburre.

Que la decadencia del cine es más cualitativa que otra cosa, queda confirmado por el hecho significativo que estas películas no se limitan a destacar por comparación con el grueso de la producción reciente, sino que resultan excelentes confrontadas a grandes obras del pasado, revisadas al mismo tiempo por televisión (Más allá de las lágrimas, de Walsh, Guerra y paz, de King Vidor, Desayuno con diamantes, de Edwards, Los Comulgantes, de Bergman, El Hombre que mató a Liberty Valance de Ford, Dios y el diablo en la tierra del sol de Rocha, My Fair Lady, de Cukor, Viento en las velas de Mackendrick, El Dorado de Hawks), en cines (La noche del cazador de Laughton, Extraños en un tren de Hitchcock, Eva al desnudo de Mankiewicz) o en la Filmoteca (Mankiewicz, Nicholas Ray), o bien vistas por primera vez cuando ya son antiguas (Four Daughters de Curtiz, El asunto del día de George Stevens, Se escapó la suerte de Jacques Becker, Cuando pasan las cigüeñas de Kalatozov, La hora del lobo de Bergman). Esto permite esperar que la admiración por obras como las de Cimino, Comolli, Depardon, Rouquier, Rivette, Puenzo, Bergman, Kurosawa o Carax —viejos y jóvenes, principiantes y veteranos— no sea producto de un espejismo, y que no se disipe parcialmente de aquí a quince o veinte años, como ha pasado con la obra de Glauber Rocha. Hay mucho cine interesante por ver. El problema es que no llega, que es difícil de encontrar. Y en algunos lugares más aún. En última instancia, los cinéfilos pueden alquilar el videocassette de La caja de sombras (The Shadow Box, 1980) de Paul Newman: aunque —aceptablemente— doblada, tiene la ventaja de estar rodada para la televisión y de ser una de las dos o tres mejores películas hechas en lo que llevamos de década que he tenido la ocasión de ver.

Traducción del texto publicado en catalán en el nº 5 de Inserts : butlletí de la secció de cinema de la Fundació Pública Municipal Teatre Principal de Olot (abril-junio de 1986)

Traducción de Uryen Blánquez

lunes, 25 de noviembre de 2024

Cien preferidas sin orden

The Wings of Eagles (Ford), Vertigo (Hitchcock), Tabu (Murnau), The River (Renoir), Akasen Chitai (Mizoguchi), / Der Tiger von Eschnapur-Das indische Grabmal (F.Lang), An Affair to Remember (McCarey), Isn't Life Wonderful (D.W, Griffith), The Mortal Storm (Borzage), Paisà (Rossellini), / Ordet (Dreyer), Exodus (Preminger), A Time To Love and A Time To Die (Sirk), Le Mépris (Godard), City Lights (Chaplin), / The Cameraman (Keaton,Segdwick), Out of the Past (J.Tourneur), Chibusa yo eien nare (Tanaka K.), Letter From An Unknown Woman (Max Ophuls), The Student Prince In Old Heidelberg (Lubitsch),/ The Merry Widow (Stroheim), Strangers When We Meet (Quine), Some Came Running (Minnelli), The Last Sunset (Aldrich), Holiday (Cukor),/ It's Always Fair Weather (Kelly & Donen), Hatari! (Hawks), They Live By Night (N.Ray), Blonde Venus (Sternberg), Él (Buñuel), /Banshun (Ozu), Ukigumo (Naruse), U samogo siniego moria (Barnet), Detstvo Górkogo (Donskoí), The Tall Men (R.Walsh), / Les Dames du Bois de Boulogne (Bresson), Ghare-Baire (S.Ray), It's A Wonderful Life (Capra), La Vie d'un honnête homme (Guitry), La Pyramide humaine (Rouch),/ La Femme du boulanger (Pagnol), The Ghost and Mrs. Muir (Mankiewicz), Campanadas a medianoche (Welles), Fantômas (Feuillade), Berg-Ejvind och hans hustru (Sjöstrom), / L182(En passion) (Bergman), The Iron Mask (Dwan), Dersu Uzala (Kurosawa), The Man from Laramie (A.Mann), Ride Lonesome (Boetticher),/ These Thousand Hills (Fleischer), Play Time (Tati), Ruby Gentry (K.Vidor), Run of the Arrow (S.Fuller), The Greatest Show on Earth (C.B.DeMille), / Yellow Sky (Wellman), The Devil-Doll (Browning), Beloved Infidel (H.King), Level 5 (Marker), Hachi no su no Kodomotachi (Shimizu H.),/ Jet Pilot (J.Furthman, creo), Van Gogh (Pialat), Chronik der Anna Magdalena Bach (D.Huillet & J.-M.Straub), Mes petites amoureuses (Eustache), Les Bonnes Femmes (Chabrol), / Paris nous appartient (Rivette), Aller au cinéma:Louis Lumière (Rohmer) , El sol del membrillo (Erice), Cielo negro (Mur Oti), Love Streams (Cassavetes), / The Shadow Box (P.Newman), Casque d'or (Jacques Becker), Le Ciel est à vous (Grémillon), L'angelo bianco (Matarazzo), Ride the High Country (Peckinpah), / Black Narcissus (Powell & Pressburger), Welcome in Vienna (Corti), Four's a Crowd (Curtiz), Lonesome (Fejös), Breakfast at Tiffany's (B.Edwards), / Amor de perdiçao (Oliveira), Wild River (Kazan), Lilith (Rossen), Ride the Pink Horse (R.Montgomery), Holy Matrimony (Stahl),/ The Palm Beach Story (P.Sturges), The Private Life of Sherlock Holmes (B.Wilder), Zendegi va digar hich...(Kiarostami), Stage Door (LaCava), No Man of her Own (M.Leisen),/ M (Losey), Hiroshima mon amour (Resnais), Une chambre en ville (Demy), Liberté, la nuit (P.Garrel), Corps à coeur (Vecchiali),/ Heaven's Gate (Cimino), Honkytonk Man (C.Eastwood), Lili (Walters), Queen Christina (Mamoulian), L'Enfant de Paris (Perret).

(2 de diciembre de 2023)

viernes, 22 de noviembre de 2024

Bitter Victory (Nicholas Ray, 1957)

Si hay un título que resume la carrera fulgurante de ese cometa que fue Nicholas Ray es precisamente el de esta película, sin duda una de las más ignoradas y olvidadas de su breve carrera hacia la destrucción, para mí una de las cimas —si no la cumbre, como a veces pienso— de su filmografía y, todavía hoy, a los 42 años de su azarosa y conflictiva realización, una de las obras-límite de la historia del cine, un finis terrae de exploración de los poderes del cine por cuyos alrededores sólo Godard, en ocasiones, ha merodeado, aunque quizá sin alcanzar nunca —no todavía o quizá ya no— la intensidad y el desgarro a la que su carácter y las circunstancias empujaron a Ray.

Se ha repetido hasta la saciedad, con una insistencia abusiva, que el cine es un arte predominantemente visual. Y Ray lo ha llevado, en ocasiones, a sus manifestaciones plásticas más esplendorosas, en varias direcciones divergentes —Johnny Guitar, Party Girl, The Savage Innocents—, hasta hacer de algunas de sus películas un estallido formalmente capaz de comunicar de un modo directo y sensorial, más que de representarlas, las emociones, trasmitiendo como nadie "en mil vibraciones el golpe recibido", según esa frase del pintor Nicolas de Staël que citó en su día Godard, a propósito de Pierrot le fou y que tanto me gusta, por lo bien que expresa la tentativa que Godard y Ray comparten.

Pero el cine puede ser también otras cosas, e incluso valerse de la misma falta de medios materiales para comunicar, más allá o más acá de las imágenes, por debajo o por encima de ellas, ideas, sensaciones y sentimientos, o, como también decía Godard —a propósito de The True Story of Jesse James—, nociones tan abstractas como libertad y destino, a través de dos de sus instrumentos más poderosos, y menos aprovechados por el cine actual, la estilización y la capacidad de abstracción. El gran artista del color en el cine —pero antes también, no se olvide, de la noche, es decir, del blanco y negro más contrastado y con una más amplia y modulada gama de matices intermedios— y de la composición horizontal —en Scope cuando lo inventaron, pero ya antes, en el formato standard de los años 40, casi cuadrado—, no necesitaba de grandes decorados y sublimes paisajes para expresarse; ni siquiera precisaba que sus intérpretes fueran realmente —o con otros directores— grandes actores, como lo prueba aquí con Curd Jurgens y Ruth Roman, aunque evidentemente no estén al nivel que Richard Burton alcanzaría sin ayuda de nadie, y que Ray eleva a la enésima potencia.

Amarga victoria, traducción literal de su doble título original inglés o francés, pero escandalosamente inédita en nuestro país —aparte de su escaso atractivo comercial, fue reiteradamente prohibida por antimilitarista— y apenas programada (hace ya mucho, y no en buenas condiciones) en la televisión, es una de esas películas que el sistema de producción, distribución y exhibición mundial procura sepultar porque ponen en peligro sus cimientos, al demostrar que con un ciclorama, cuatro transparencias, unos pocos actores, tres decorados y un pedazo de desierto cualquiera —se supone que es Libia, y parece que, efectivamente, se rodó en los alrededores de Trípoli, pero podría haber sido Almería, y hubiera dado igual—, pero, claro, con mucho talento y una entrega total y apasionada, se puede hacer una de las películas más intensas, complejas y conmovedoras de la historia del cine, y plantear cuestiones morales espinosas y conflictivas —y de rara actualidad, inimaginable hace no mucho— con una claridad que quizá la profusión de medios hubiera empañado, con una acuidad que la riqueza y las cargas logísticas de una superproducción no habrían permitido.

Que el despojamiento absoluto puede ser una de las puertas por las que aproximarse a la belleza es algo que Dreyer, Lang, Dwan, Ozu o Bresson han probado en más de una ocasión, cada uno a su manera, a menudo más deliberada o más retorcida, menos espontánea y desnuda que la de Ray en esta ocasión. Que la pobreza y la urgencia impulsan u obligan a ir directamente al grano, a lo auténticamente esencial, es una de las lecciones que pueden aprenderse de la serie B y del neorrealismo, las dos fuentes de inspiración metodológica de la Nouvelle Vague.

La desnudez febril y abstracta de Bitter Victory es la prueba patente, fulminante, de ello. Sin duda involuntariamente, Bitter Victory es una de las películas más enigmáticas e inasibles que ha dado el cine, sin que ello suponga problema alguno de comprensión. Sería difícil tratar de explicarla, pero no lo es en absoluto entenderla. Lo que sucede con ella es que la distancia entre la sequedad impresionante de sus imágenes y la profundidad directamente experimentada por el espectador de su sentido es tal, que no ofrece asideros superficiales en los que sustentar una argumentación, al igual que los diálogos —tal vez los más hermosos que he escuchado nunca— no hacen sino redoblar el misterio. Hay una fragmentación narrativa, producto quizá de tensiones, dificultades, vacilaciones, enmiendas de última hora, escenas o planos que no llegaron a rodarse, que no interfiere con su significado, que llega directo como una flecha a lo más hondo del espectador receptivo y atento, capaz de enlazar por sí mismo, intuitivamente y un poco a ciegas, esos elementos intensos pero dispersos, esas vibraciones difusas pero físicamente patentes, lacerantes incluso, como rocas o fragmentos de cristal producidos por el choque de dos meteoritos.

No es un film discursivo, apenas llega a poder calificarse de narrativo, y resulta casi indescriptible: nada o casi nada sucede, aparentemente, en la mayor parte de su metraje, sin que, sin embargo, haya un momento de respiro; la tensión permanente que trasmiten las miradas de los personajes, sus palabras veladas, crípticas o alusivas, en referencia siempre a algo (un amor, un enfrentamiento) no explícito, no dicho, no presente, pero evidente, o la que se crea en el espacio de cada plano y en el tránsito, a veces chirriante, académicamente imperfecto o incluso heterodoxo, de uno a otro, trazan un tupido tejido de relaciones, de sentimientos, de convicciones enfrentadas, que alcanzan su expresión más depurada y concisa en la famosa frase de Burton: "Siempre me contradigo a mí mismo", eco de un verso de Walt Whitman que no ha de extrañar en un cineasta que dijo que "el director en una película es el autor de la misma, quien inspecciona todas las contradicciones." (1)

En este caso, el "inspector de contradicciones" era también un hombre contradictorio e inseguro, que tanteaba con las manos extendidas, perdido en territorio desconocido, abandonado progresivamente por todos, que preferían seguir pegados al pelotón que acompañar a los insensatos que hacían escapadas peligrosas, que corrían tanto que podían consumirse por efecto de la fricción. En esta ocasión precisa, tan adecuadamente denominada, le dio por examinar en qué consistía la guerra y por qué algunos hombres se dedican a ella o, llegado el caso, se entregan a la destrucción. Por eso no gusta a muchos, con independencia de otros elementos, que les sirvieron de coartada y justificación estética para asegurarse de su fracaso comercial, de que su difusión fuese tan breve como limitada y sus efectos efímeros y pasajeros, y que luego se han ocupado de mantenerla permanentemente fuera de circulación, inasequible al curioso.


(1) En “Por primera o última vez: Nicholas Ray haciendo cine”. Fundación de Cultura, Ayuntamiento de Oviedo, 1994, (pág. 95)

En Nickel Odeon nº 14 (primavera de 1999)

miércoles, 20 de noviembre de 2024

"Ya se cerró"

Ya se cerró

el ojo solitario que abarcaba

- amplio Cinemascope generoso -

la dilatada llanura

                             el infinito desierto

las escarpadas rocas

                             el sinuoso río

desfiladeros de piedra a los que asoman los indios.

A caballo quiso despedirse

contra su voluntad galopó hacia el ocaso

                               colectivo

del cine americano.

Caballero del Sur

                            nacido en Nueva York

                                                                 o pícaro pirata

de origen irlandés

                             madre española

tuvo grandes amigos

                                los cómplices mejores

más diestros más activos más fidedignos

y más llenos de humor vida y aventura:

Cagney, Bogart, Gable, Cooper, Errol Flynn, Wayne, Fairbanks,

Brennan, Hunnicutt, Bob Ryan, Kirk Douglas, Robert Mitchum,

Aldo Ray, Henry Hull, Joel McCrea, McIntire, Alan Hale,

hasta Greg y Rock y Troy se contagiaron.

Y las mejores y más bellas compañeras:

Jane Russell, Virginia, Yvonne, Julia Adams,

Malone la tentadora, la larga Alexis, Suzanne Pleshette,

arrastraron a Ann Blyth, Olivia, Teresa

y otras mosquitas muertas

al mar de los Sargazos al Océano Ártico al Paso de Calais

al Cabo de Hornos, de Buena Esperanza, Hatteras,

a todos los rincones más lejanos

del mapamundi soñado

del Atlas Universal Ilustrado de nuestra infancia curiosa.

Amigo de bucaneros, indios, contrabandistas,

buscadores de oro, proscritos, soñadores,

bebedores, poetas, rebeldes, villistas, camorristas,

jugadores, balleneros, navegantes, exploradores,

soldados rasos de a pie, generales de caballería, marineros,

viejos lobos de mar, jóvenes locos y audaces,

amantes perseguidos, prisioneros evadidos,

emigrantes, colonos, vaqueros y bandoleros,

gentes del rodeo, del hampa y del camino,

de todos los rincones, las razas, las tierras, las fronteras.

Surcó todos los mares, los senderos, atajos, carreteras,

bahías, desfiladeros, cañones, lagos, ríos, cielos y cascadas,

con Rita y con Marlene, con Eleanor Parker o con Jo Van Fleet,

con el mismísimo Pancho Villa.

Paso del Norte Hotel. San Diego. Houston. El Paso. Yokohama.

Hawaii. Colorado. Little Big Horn, Arizona. Kansas. Oklahoma.

Nueva Orleans. Missouri. Chicago. Salt Lake City. Yukon.

Klondike. Las Ardenas, Dover. La Pampa. Dublin. El Polo Norte.

Los Mares del Sur. El salvaje Oeste. San Francisco. The Bowery.

Harlem. Tokyo. Oregon. Minneapolis. West Point. Cuba. Jamaica.

Florida. Toda una geografía. También un día

pasó por aquí

pasó por el mundo.

durante 93 años…siete le faltaron para el siglo

perdido para el cine, ciego como un murciélago o un topo,

pero aún deseando, hasta la muerte, añadir otra huella

al rastro de sus días grabado en celuloide.

Ha muerto el último Gran Tuerto

del cine americano. Ha muerto y ya no quedan

apenas pioneros del film aventurero.

Inédito. Escrito en enero de 1981.

lunes, 18 de noviembre de 2024

Trollflöjten (Ingmar Bergman, 1975)

Un tanto menospreciada como "ópera filmada" y a primera vista no identificable como "bergmaniana", e incluso criticada por no usar el libreto original alemán, sino una traducción al sueco (cosa que le reprocharon hasta quienes, como yo, ignoramos ambas lenguas), La flauta mágica es, probablemente, y pese a no carecer la ópera de Mozart de aspectos visual y dramáticamente siniestros, la película más feliz y optimista, casi diría que la más alegre, de toda la filmografía bergmaniana. Por una vez, nos cuenta algo que le gusta completamente, que le entusiasma -probablemente desde chico- y que literalmente le encanta.

Ya sé que entre lo mucho que se le reprochó estaba su carácter naif, incluso infantil: es claro -además de lógico- que la emisión radiofónica (está producida por la Radio Sueca) y televisiva de Trollflöjten estaba destinada, casi diría que sobre todo, en todo caso también, a los niños. Y mi experiencia reiterada -con hijos y con nietos- es que les encanta, hasta si son incapaces aún de leer subtítulos y por supuesto de entender el sueco: les funciona desde el aspecto puramente visual, como si se tratase de una película muda acompañada de una música no cabe más adecuada y expresiva. Es decir, que funciona a través de dos canales puramente sensoriales y aunque la comprensión de la trama quede a merced de la imaginación, como les sucede a los niños muy pequeños con buena parte de lo que viven. En cambio, a los adultos de fantasía embotada o con complejos postmodernos les costará más recorrer esa misma trama -de cuento a la vez de hadas y de freudianos terrores familiares- y aguantar los intermedios con primeros planos de niños de todas las razas atentos y maravillados (un poco spot de Benetton, sí, pero sospecho que son así por decisión consciente e irónica de Bergman), que por otra parte podrían ser testimonios documentales de un concierto: los niños se toman muy en serio los espectáculos (en realidad, cuanto hacen).

Se trate de un encargo aceptado con gusto o de una elección deliberada de Bergman, yo encuentro interesante y revelador que de vez en cuando, por lo menos una en la vida, un cineasta nos revele algo que le gusta mucho, que le hace feliz, que le nutre, y creo que eso sucede, si acaso, cuando intentan plasmar en la pantalla una de sus novelas favoritas o la obra de un músico o pintor al que admiran. Hay huellas de Mozart, como de Bach, a lo largo de toda la carrera de Bergman (sin siquiera citas musicales directas), y hay no pocos puntos comunes (quizá no todos evidentes) entre lo que nos cuenta/canta/muestra La flauta mágica de Mozart y varias películas anteriores y posteriores del director (también de televisión, teatro y ópera, no lo olvidemos) sueco, como Till Glädje, En lektion i kärlek, Kvinnodröm, Sommarnattens leende, Smultronstället, Ansiktet, Djävulens öga, För att inte tala om alla dessa kvinnor, Persona, Vargtimmen, Fanny och Alexander... Esto, en un cineasta que ha tendido a ser notablemente pesimista, depresivo y angustiado casi siempre, incluso cuando abordaba o bordeaba (y hasta bordaba, en tres o cuatro ocasiones) la comedia, siempre con una obsesión por la humillación y el ridículo que las enlazaba con los dramas, y que dio vida cinematográfica a sus peores y más neurotizantes temores en la muy interesante pero menospreciada por él mismo Sånt händer inte här (1950) y también en la trilogía 1961-1963, en Skammen y en The Serpent's Egg, equivale a una confesión íntima y nos permite iluminar aspectos de la personalidad de quien indudablemente fue un autor completo de sus películas que, normalmente, quedaban implícitos, cuando no enmascarados, disimulados u ocultos, entre ellos el peso del pasado, la infancia y la familia, como puede apreciarse por la frecuencia de conflictos con padres o madres -incluso con abuelos-, de reuniones familiares amplias, de recuerdos o traumas infantiles, y de flashbacks, retornos al pasado, rememoraciones deseadas o indeseadas, cortas o largas (a veces ocupando el film casi entero, otras como flashes relampagueantes que asaltan y sacuden de repente a los personajes).

Por eso, aunque sea una obra más ligera y parcialmente festiva, con trucajes y decorados que parecen homenajear el cine mágico y primitivo de Georges Méliès -aunque a veces revoloteen también las sombras de Murnau y Sjöström, otras de sus influencias maestras-, aunque sea a la vez un cuento para niños y un relato de terror (géneros menospreciados si los hay) y supongo que hasta habrá quien considere la de Mozart más como una opereta que como una "auténtica" ópera, precisamente por cometer el doble pecado de ser ligera y encima tener también humor, conviene no tomarse a broma, ni como un capricho de vejez -a fin de cuentas, si se hacen cuentas, Bergman tenía sólo 56 años- que decidiera de pronto, entre las más bien oscuras Viskingar och rop y Höstsonaten, darse el gusto de tomarse unas vacaciones reconfortantes en compañía de Mozart y de unos actores, para mí desconocidos, probablemente cantantes, que nada tienen que ver con los rostros habituales de su cine, pero que se me antojan adecuados y oportunos, y de paso demuestran que Bergman seguía siendo capaz de detectar, guiar y canalizar ante la cámara un cierto talento, aunque fuese en gente no familiar o todavía en fase de formación. Tengamos en cuenta, además, que, como es por demás lógico, al tratarse de una ópera fantástica, no hay en la película el menor atisbo de realismo ni de naturalismo, sino una decidida disposición, por parte del cineasta, de creer lo increíble y lo inverosímil y hacernos compartir esa voluntaria deposición de nuestra acostumbrada incredulidad. Si queremos que nos cuenten un cuento debemos estar dispuestos a tener fe en el narrador y creernos lo que él finge creerse también.

En “El universo de Ingmar Bergman”. Madrid : Notorious, junio de 2018.

viernes, 15 de noviembre de 2024

Las distancias de Lombardi

Presenta para mí cierta dificultad escribir sobre las películas de Francisco J. Lombardi, pese a que, de todo el cine peruano que conozco, podría afirmar sin la menor vacilación que es, de lejos, lo que prefiero, y que Pancho es - que yo sepa - el único cineasta de su país - y uno de los contados, hoy, en el mundo entero, sin entrar en que sean buenos o malos - al que cabría considerar como un "autor" cinematográfico, de tal modo que su filmografía constituye una "obra" más o menos personal y de la que es posible hablar como de un todo, cosa que no sucede con otros, quizá no menos personales, por su escasa producción y quizá, además, por haber disfrutado de menor libertad.

El problema radica, en todos los sentidos, en una serie de cuestiones que giran en torno a la noción de distancia, en todas sus acepciones y desde varias perspectivas.

Tal vez la más decisiva de esas distancias sea la que Lombardi busca, sin encontrar aún la más justa, o no siempre, con respecto al material que se trae entre manos, y más concretamente - porque los actores son lo fundamental en su cine - esa confusa zona de confluencia entre personajes - que son casi personas, pero de ficción, hasta cuando los representan los propios protagonistas reales que vivieron tales peripecias - e intérpretes, y lo que, en última instancia, aquellos, en su mayoría, vienen a representar: un microcosmos del Perú o, por extensión, de América Latina, o incluso de lo que antaño se llamaba el Tercer Mundo y hoy se procura ni mentar, simulando que en el proceso de globalización no hay más que un mundo y que este avanza a pasos de gigante hacia una suerte de uniformidad que se supone positiva, como parece pensar un ilustre compatriota de Uds. que hoy lo es también mío, al que Lombardi adaptó casi en sus comienzos, y al que por un lado y algunas razones tengo aprecio y estima, pero por otro costado y por otras causas cada vez soporto menos, porque lo encuentro más falso y, quizá por ello, más tristemente previsible en cada ocasión que se manifiesta, como si hubiese decidido adoptar como segunda personalidad la del título del libro más famoso de su hijo, pero demostrando que el perfecto imbécil latinoamericano no tiene por qué - contra lo que muy partidistamente insinuaban el hijo y su cómplice - pretender ser de izquierdas, y bien puede ubicarse en las procelosas cercanías espirituales de Ronald Reagan, Margaret Thatcher y cualquier Bush, padre o hijo.

A ese problema de distancia no del todo hallada, cambiante, oscilante entre la solidaridad y el rechazo, el pesimismo y la atracción, el fatalismo y la esperanza, se añade otro, también de distancias, pero este mío: conozco y no conozco a Lombardi, somos y no somos amigos. Quiero decir que apenas le he visto, y menos veces aun hemos hablado. Pero durante años mantuve con parte del equipo de la precursora de esta revista, ''Hablemos de Cine'', una minuciosa y frecuente comunicación epistolar, y además leía sus escritos publicados, y luego he visto casi todas sus películas. Y sé algo del Perú - aunque muy poco -, he pasado allá unos días - y algo vi de lo que no se enseña al visitante, que tiene que ver con lo que Lombardi muestra -, pero a la vez estoy aquí, muy lejos, en un país mucho más pequeño y hoy quizá más estable y rico (y, sobre todo, menos desigual, y de ricos que, si no lo son en menor medida que los peruanos, por lo menos no son tan ostentosos), sin más noticias que las (generalmente malas) que merecen la atención de la prensa ni más imágenes que las - ciegas e indiferentes, cuando no manipuladas y redoladas - de la televisión, hasta que me llegan, cada uno o dos años, y si no ha preferido viajar o sentirse de año sabático, las imágenes significativas, con un punto de vista - el suyo - de las películas de Lombardi, que por lo general me interesan, a veces mucho, pero que me dejan siempre insatisfecho, a veces sólo un poco, a veces también bastante, y no en todos los casos porque me parezcan - aunque en ocasiones sí, lo reconozco - tímidas o autocensuradas, o quizá en algún momento sí que fueron efectivamente censuradas desde fuera, sino a veces porque las encuentro exageradas como tales imágenes, insuficientemente elaboradas como representaciones estilizadas de una realidad, más efectistas - y por tanto aproximativas y confusas – que precisas.

Este del efectismo es un problema frecuente en el cine que se rueda desde México hasta Chile, por más que algunos cineastas de ciertos países americanos vayan por ahí con complejo de europeos y de finos: sospecho que desconfían de los espectadores, piensan que su nivel cultural les impedirá captar ciertas sutilezas. Curiosa falta de fe para un cineasta, cuando no hace falta cultura alguna ni saber nada de nada, sino meramente no estar ciego, para darse cuenta de lo que sucede, para seguir un relato bien contado, y hasta para comprobar si lo que lo que se ve en la pantalla coincide con lo que se contempla a simple vista, sea cual fuere su causa última en la realidad, y eso como quiera que se haya captado o construido esa imagen ante la cámara o sobre el celuloide mismo.

Otro problema general, del que Lombardi no es del todo libre, es la muy difundida aversión íntima al misterio, es decir, la infundada creencia - sorprendentemente extendida - de que todo en el mundo se explica, y su corolario, temer que no intentar indagar en los motivos equivale a resignarse a los hechos, subproducto de una fe ciega y esa sí que, en última instancia, generadora de resignación "temporal'' en que "todo tiene arreglo''. Por desgracia, parece evidente que hay cosas sin remedio, o tan difícil y a tan largo plazo que es, en la práctica, como si fuesen inevitables, que hay sucesos incomprensibles (o bien oscurecidos), y que para muchos de estos toda tentativa de justificación implica un falseamiento o, cuando menos, una simplificación tan inaceptable como, finalmente, inútil. Con esto, en términos cinematográficos, quiero decir que echo en falta una cierta modestia de actitud ante y frente a la realidad, la que tienen en común cineastas tan diferentes por su cultura, edad y origen como Roberto Rossellini, Vittorio De Sica, Mikio Naruse, Yasujiro Ozu, Kenji Mizoguchi, Satyajit Ray o, más recientemente, Abbas Kiarostami. Si los hechos nos parecen terribles, y somos sensibles a ellos, nos parecerán horrorosos o impresionantes sin necesidad alguna de cargar las tintas, de llenar de sangre la pantalla, de alarmar o ensordecer al público con gritos, de subrayarlo todo a golpes de música, de saltos bruscos de montaje, de primeros planos sin justificación suficiente... o de insistencias retóricas verbales o visuales acerca del tremendismo de lo sucedido.

De hecho, la última película de Lombardi que conozco, Tinta roja (2000), aborda esta cuestión por vía indirecta, es decir, a través del tratamiento que reciben en la prensa sensacionalista los hechos que nutren la crónica de sucesos. Lo inquietante de esta muy interesante y bien dirigida película (en particular, muy bien interpretada, sobre todo Brero) es la ambigüedad que me parece encontrar en la postura del propio Lombardi frente a los métodos y los enfoques de la prensa más descaradamente ansiosa de vender. Y digo que es ambigua porque no respalda expresamente esa actitud carroñera y explotadora, ni trata la película de ese mismo modo a sus víctimas, sino que se infiere de la sabiduría que se desprende del viejo reportero que la practica por puro ''realismo" profesional y del que aprende la lección el joven becario que busca su primer empleo y cuya iniciación es uno de los temas centrales de la película, además de constituir su armazón narrativo. Hay otras películas de Lombardi, sin embargo, que sin esa mediación más o menos "en paralelo", adolecen de idéntica falta de decisión, o de una escisión entre dos miradas distintas, una quizá la del autor, otra tal vez la que parece demandar la supervivencia comercial de la película.

Se basen en sucesos reales o verosímiles, o partan de novelas - de Mario Vargas Llosa a Jaime Bayly, pasando por Dostoievskií -, casi todas las películas de Lombardi parecen extraídas de las páginas más violentas de los diarios. Sean razones pasionales, de miseria, de hambre, de celos, de avaricia, de ansia de riquezas o poder, o estrictamente ideológicas, el motor de todas ellas es un impulso de agresión o defensa que se traduce en violencia. Son, pues, películas violentas todas ellas. Nada nuevo en el cine, y de lo que hay mil ejemplos entre las películas hollywoodenses que admiraba Lombardi cuando crítico, lo mismo que en algunas europeas de las que tuvo, sin duda, menos oportunidad de escribir y que, por tanto, ignoro si le gustan. Lo curioso del caso es que mientras todo el mundo asocia a Raoul Walsh, Samuel Fuller, Nicholas Ray, Robert Aldrich, Anthony Mann o Jules Dassin (o a sus continuadores Eastwood, Scorsese, Kubrick, Coppola) con la violencia, no suele atribuírsele tal rasgo y condición al cine de Pietro Germi o Giuseppe De Santis, menos aún al de Federico Fellini, a pesar de, por ejemplo, Il Bidone (1955).

Aunque la violencia no sea exclusivamente física, sí que tiende a serlo en el cine de Lombardi, por lo cual - dado que él parece persona más bien pacífica y tranquila - se ve forzado a mostrar algo que probablemente le repugna y aterra y no comprende del todo.

Con esto no estoy teniendo la osadía de recomendar a Lombardi que cambie de temas; líbreme quien pueda, si no lo hago yo mismo, de ofrecer consejos a nadie. Y temo que la cuestión sea poco menos que ineludible, ya que es a menudo la respuesta de la impotencia, de la frustración o de la incapacidad para expresarse o hacerse entender o para lograr que alguien entre en razón con meros argumentos, al fin meras palabras. Pero si no queda otro remedio que hacer espacio en la obra propia, en el mundo, en la vida de uno, a algo que nos desagrada y disgusta, no habrá tampoco alternativa a enfrentarse de lleno con esa materia problemática de la que no hallamos el modo de zafarnos sin caer en alguna suerte de escapismo o en una visión optimista y edulcorante que no podemos hacer nuestra.

El problema, a mi entender, del cine de Lombardi es que, pese a que ya tiene una edad propensa a la maduración y una experiencia como director que pocos de sus contemporáneos de cualquier lugar, y no digamos sus compatriotas, dejarán de envidiarle, todavía no ha llegado a tomar una posición clara con respecto a esa violencia que se le cuela en las películas, antes o después, de frente o a traición, quiera o no asumirla. Ya sé que es mucho pedir, y es algo que no se exige a cualquiera, pero ahí radica parte de la cuestión: Pancho Lombardi sí parece tener el talento, la responsabilidad y las ocasiones de hacerlo, y lo que me frustra en cierta medida en sus películas es que no siempre lo logre, o que después de acercarse mucho no a la distancia justa, sino a la que a mí me lo parece, tal vez equivocadamente, se pegue luego en demasía a la superficie de los hechos, o se distancie en exceso de unos personajes que, más pacíficos, parecen interesarle bastante menos, como los de Bayly, o que establezca una distanciación artificiosa mediante las reminiscencias ''interpuestas'' de Dostoievskií más parafraseado que adaptado.

Muerte al amanecer, La Ciudad y los Perros, La Boca del Lobo, Caídos del Cielo, Sin compasión, Bajo la piel, No se lo digas a nadie, Tinta roja... son sólo algunas de las que ha hecho, pero la verdad es que ya los propios títulos de sus películas dan pistas abundantes acerca de los "géneros" más transitados por Lombardi, y escojo deliberadamente ese vago verbo, pues no puede decirse que, en sentido estricto, Lombardi haga "cine de géneros", sino que más bien, sin inocencia alguna - imposible en un antiguo crítico -, con conocimiento de causa, a veces astutamente, se sirve de ellos, los utiliza, unas veces como envoltorio - que hace la historia más vendible -, otras como un código – que facilita su asimilación -, otras como un atajo que permite ahorrarse explicaciones y ganar tiempo.

Así ha sido desde su primer film, sorprendentemente maduro - quizá por meditado -, y no puede decirse, salvo en el terreno de la dirección de actores, que Lombardi haya progresado mucho; si acaso, ha tenido siempre, lo mismo al principio que últimamente, ciertas veniales "caídas de tono", más que premeditadas debidas a falta de vigilancia frente a lo que podríamos llamar la "contaminación ambiental" de los tics y trucos del cine de cada par de temporadas o las convenciones dominantes de cada decenio: de ahí ciertas facilidades, ciertas imprecisiones, alguna "polución estilística", un dar cabida a recursos o modismos no ya ajenos sino hasta antagónicos al estilo que poco a poco van dibujando sus películas. También se ha visto obligado a aceptar, por mor de la coproducción (con Venezuela antaño, hoy casi siempre con España) actores que, aunque buenos y esforzados, no eran los idóneos o que han tenido que añadir el fingimiento de un acento peruano que no es natural o han adoptado innecesariamente desde un punto de vista argumental su propia nacionalidad que el habla delata.

Confieso cierta preferencia por los Lombardi más ''localistas" - que suelen ser, por cierto, los más universales y los que fuera más pueden interesar -, los más puros de elementos ''incrustados'' por razones extra-artísticas. No estoy en condiciones de entrar en el debate acerca de cuáles de sus habituales guionistas o coguionistas le son más afines, si Giovanna Polarollo o Augusto Cabada, dado que a menudo han colaborado conjuntamente, aunque detecto un punto de vista más amplio y tolerante cuando participa en la escritura una mujer.

Tengo una cierta debilidad - no sé si hasta añoranza – por sus primeras películas, aunque fuesen las menos sólidas; sobre todo Muerte al amanecer (1977), eran quizá más osadas, menos "realistas" con respecto al contexto y las "condiciones de producción", o quizá fueron concebidas con la ilusión de la juventud y en unas circunstancias vitales, sociales, políticas y económicas más esperanzadoras. De la etapa intermedia creo que la más lograda es precisamente la más dura, La Boca del Lobo (1988). Y dentro de las últimas, que encuentro levemente previsibles (o con menguante capacidad para sorprenderme con más de lo que espero, o con algo diferente) y acaso un poco "sistemáticas" en sus planteamientos y, cuando están conseguidas, en su desarrollo y funcionamiento, me inclino por Caídos del cielo (1990) y Bajo la piel (1996). Las más decepcionantes, aunque dignas siempre - no hay ninguna que me parezca vergonzante ni inepta - son La Ciudad y los Perros (1983), Sin compasión (1994) y No se lo digas a nadie (1998); la menos interesante - para mí – sería Pantaleón y las visitadoras (1999), que tiendo a olvidar que es de Lombardi y que jamás hubiera identificado como suya, de verla sin saberlo y desprovista de títulos de crédito, ya que parece un trabajo de mero realizador, y no de autor cinematográfico. Que la última vista - Tinta roja - me resulte una de las más desconcertantes y de las que me dejan menos satisfecho puede ser, tras las inmediatamente precedentes, una buena señal: un posible cambio de inflexión, quizá ante la palpable necesidad de optar por un camino - se diría que el más personal, si se atiende a las imágenes de la película más que a su trama - u otro de los dos que, a mi entender, se le ofrecen hoy, a estas alturas de su carrera, a Lombardi.

Uno es incómodo y no se sabe bien a dónde lleva, ni siquiera si conduce a algún lado, aunque quepa la remota posibilidad de llegar lejos y, para colmo, a un paraje que cinematográficamente valga la pena; el otro puede ser más confortable, pero suele revelarse, por lo menos a la larga, a veces sin esperar mucho, como una trampa, porque lleva directamente a un prestigioso anonimato internacionalizado que encuentro muy poco interesante, y que haría a Lombardi - como representante único del cine peruano - un comodín de la producción y los gestores culturales para festivales y circuitos "independientes" (léase minoritarios), perfectamente intercambiable (y hasta confundible) con algún que otro argentino o mexicano, un par de chilenos, quizá otra pareja de españoles no muy arraigados. En el primer caso, si todo va bien, puede triunfar el cine, y si no fallar todo; en el segundo, la vida - en el peor sentido de la palabra - se haría más segura, pero a expensas del buen cine. Y no quiero creer que Lombardi sienta siquiera con mucha fuerza la tentación de renunciar a lo que desde muy joven ha sido el norte (o el sur, que están Uds. en otro hemisferio) de su existencia.

Inédito. Escrito para La Gran Ilusión, hecho hacia noviembre de 2001.

miércoles, 13 de noviembre de 2024

Breakfast at Tiffany’s (Blake Edwards, 1961)

Cuando se estrenó esta película en España, en 1963 y, por supuesto, solamente doblada, a los que por entonces teníamos entre trece y diecinueve o veinte años y éramos muy cinéfilos, nos causó una enorme y duradera impresión, que combinaba placer, admiración, emoción y diversión, todo ello en una sola película de menos de dos horas, realizada por un cineasta aún no famoso y que llevaba sólo unos seis años como director. Aún no había filmado Experiment in Terror (Chantaje contra una mujer), Days of Wine and Roses (Días de vino y rosas) ni The Pink Panther (La pantera rosa), que lo confirmarían como una joven promesa del cine americano.

Dudo mucho que, de estrenarse hoy, de haber sido siquiera posible hacerla, pudiera producir la misma impresión en los que ahora son jóvenes. No parece que tengan los mismos gustos sobre cine ni la misma afición a la lectura (la conexión de ambas actividades es muy importante: el que no lee bastante tiene dificultades para seguir una película, sobre todo, una película de los años 40, 50 o primeros 60 del siglo pasado) ni, probablemente, las mismas ideas sobre el amor, la tolerancia, la dignidad, la decencia o la soledad, que son algunos de los asuntos de los que, como quien no quiere la cosa, sin la menor solemnidad, trata la película. Pero sólo solapadamente, como en el fondo, por añadidura. Además de la gracia, la ligereza, la agilidad, el encanto, la brillantez y una cierta elegancia discreta.

Hoy me temo que se pondría el acento en descalificar el excelente guión de George Axelrod con la acusación de que la película (porque ese guión, en realidad, no lo ha leído nadie) es una “edulcoración” – ya la palabra me resulta pringosa – de la un tanto cínica, aunque también sentimental, novela corta de Truman Capote, que dura unas 50 páginas y se publicó en 1958. La censura en esa época no permitía decir las cosas muy claramente, de modo que se solían sugerir indirectamente, a menudo con bastante elegancia. Así, la película de Edwards no dice que Lulamae o Holly Golightly (Audrey Hepburn) sea una chica de alterne, una “escort” o una prostituta, ni tampoco que su marido Doc Golighty (Buddy Ebsen) se casara con ella cuando era una huérfana menor de edad, ni que el escritor Paul Varjak (George Peppard) sea un gigoló, mantenido por una mujer casada y mayor que él (Patricia Neal), aunque lo deja ver muy evidentemente a quien sepa mirar, así como que Holly se ha dado cuenta en el acto de la verdadera relación existente entre el novelista atascado y su supuesta decoradora interior y que Paul se ha percatado de que Holly lo sabe.

Simplemente, la película no ha insistido en la sordidez ni en las etiquetas, y se ha mostrado tolerante con los fallos, errores, defectos, debilidades y necesidades de sus personajes, como habrán de serlo los principales, Holly y Paul, si quieren que su inesperado (como casi todos) enamoramiento casi instantáneo (los vemos los espectadores de la película mucho antes que ellos) les dure y les sirva para darse no sólo compañía y cariño, sino ayuda mutua y la posibilidad de pasar juntos momentos de diversión. Esto último es lo que muestra la muy divertida escena de su robo infantil (económicamente insignificante) en unos grandes almacenes.

En el fondo, lo que hace esta película es comparar la tremenda inocencia e ingenuidad de unos personajes poco orgullosos de lo que hacen para ganarse la vida o meramente sobrevivir, con la falsa respetabilidad de otros, más ricos o afortunados pero también más hipócritas y, en el fondo, menos honrados y menos libres, además de mucho menos divertidos y con muy escaso sentido del humor.

Desayuno con diamantes tiene muy poco de lo que sus títulos, tanto el español como el original, sugieren o parecen prometer, y en cambio es una de las grandes películas – sin tener nada de un documental ni de una publicidad turística – sobre esa ciudad de Nueva York que, gracias al cine, nos hace creer que conocemos hasta sin haber puesto pie en ella, y nos permite reconocerla como una sucesión de lugares familiares cuando la visitamos. La magia de Nueva York es también parte integrante del especial encanto de esta muy particular película, que oscila constantemente entre los extremos del melodrama y el cine cómico pasando por casi todos los tonos intermedios, pero sobre todo la comedia y el drama.

En el fondo, lo que han hecho Blake Edwards, Audrey Hepburn, Henry Mancini y Axelrod es cambiar completamente el tono y la estructura de la novelita de Capote (aunque sorprende lo mucho que han conservado o capturado de ella), de modo que su ritmo es más relajado, sus modulaciones sentimentales y humorísticas más fluidas y variadas. Ese ritmo es, sin duda, como la magnífica fotografía de Franz F. Planer, la música de Henry Mancini, la canción “Moon River” cantada por Audrey Hepburn, los actores secundarios reunidos en una alocada fiesta multitudinaria dentro de un pequeño apartamento, el gato sin nombre de Holly, o la historia que cuenta, en Central Park, su abandonado y mayor marido a Paul, parte de los secretos que hacen tan atractiva una película que tiene un poco de todo: es divertida y melancólica, alegre y triste, bromista y seria (pero sin solemnidad), y con un final feliz que está muy cerca de no llegar pero que, en el fondo, todos deseamos y queremos.

Inédito. Escrito hacia 2021.

lunes, 11 de noviembre de 2024

Höstsonaten (Ingmar Bergman, 1978)

Tal vez sea la película más terrible y una de las más centradas en un número menor de personajes -en realidad, una madre (Ingrid Bergman) y una de sus dos hijas (Liv Ullmann)- de toda la filmografía bergmaniana. A primera vista, también una de las más sencillas, más fáciles de entender, más "para todos los públicos", menos de lo que antaño se etiquetó como "de arte y ensayo", ahuyentando a una parte del público potencial.

Para colmo, según cuenta Ingmar en alguno de sus libros memorísticos, el encuentro con Ingrid -casi se deduce que no fue idea suya, ni de ella, reunir a los dos Bergman más famosos del cine, aunque no se sabe de quién pudo ser, ya que Personafilm es sin duda del autor de Persona y además, en otra página de "Linterna mágica", se delata: narra que escribió rápidamente, en medio de su duelo con el Fisco sueco, el guión, y que anotó que las actrices serían Ingrid Bergman y Liv Ullmann- fue desastroso: resulta que no se admiraban mutuamente, ni siquiera se respetaban, que no estaban de acuerdo en nada y no se entendían bien, sino que se peleaban constantemente. Y por si eso fuera poco, Ingrid tuvo metástasis del cáncer que ya padecía. Quizá por eso, y por el tono áspero y agresivo de las confrontaciones madre-hija, Sonata de otoño no ha sido nunca una de las obras más populares de Bergman, aunque quepa pensar que es una de las mejores y más impresionantes, porque se atreve, cosa rara en el cine, a mirar de frente y sin paliativos la expresión explosiva de rencores y cuentas pendientes acumuladas y reprimidas durante años entre una madre, la famosa pianista Charlotte (Ingrid), y su hija Eva (Liv Ullmann), que llevan siete años sin verse y toda la vida sin explicarse.

Obviamente, no es película para pasar el rato, para divertirse ni para ponerse de buen humor; de hecho, corre uno el peligro de deprimirse o angustiarse, y si está uno ya de mal humor, de que empeore todavía más. No hay paliativos, ni paños calientes, ni súbitas soluciones de conflictos enquistados, ni reconciliaciones tardías. Apenas vagos gestos tardíos que suponemos inútiles, pues son asuntos que no tienen remedio, y menos después de tanto tiempo.

El grueso de la película es un diálogo, o un cruce de monólogos, entre dos actrices espléndidas (por mucho que su estilo no sea el de las musas bergmanianas, ni Bergman me va a convencer de que Ingrid no sea una gran actriz durante toda su carrera), con unos pocos personajes ausentes pero vivos en la memoria (Josef, el padre de Eva; el niño ahogado de Eva y Viktor, Erik; el violoncelista Lorenzo, duradero amante recién fallecido de Charlotte) y dos testigos casi mudos, Helena, la hija menor de Charlotte, enferma inmovilizada y a la que solo Eva parece entender, y el vicario Viktor, marido de Eva.

Esto significa que, además de tener muy pocos personajes, es una película fundamentalmente hablada, con muy escasos decorados -casi todo ocurre en la casa adjunta a la vicaría de un remoto pueblo noruego-, en apenas un par de días. Casi ni se entrevén paisajes ni hay escenas de exteriores. Es decir, es una película de atractivos y recursos sumamente escasos, nada espectacular, decididamente intimista, evidentemente no destinada al éxito de taquilla ni tampoco, que yo recuerde, al de crítica. Y, sin embargo, yo la encuentro admirable. Es posible que sea una trasposición a las relaciones entre una madre y su hija de la tormentosa relación que tuvo él con su padre, pero pocas veces se han expuesto con tal dureza y crueldad los errores y las deficiencias que, con la mejor de las intenciones, incluso por falta de capacidad o de tiempo o de energía, cometemos los padres con los hijos y también los hijos con los padres. Por mucho que los padres nos conozcan desde que nacimos (y en eso los hijos estamos en peores condiciones, y es raro que los padres nos cuenten su vida, si acaso fragmentos desconexos), en el fondo somos para ellos desconocidos imprevisibles, y, a partir de cierta edad incomprensibles, verdaderos enigmas disimulados por algunas semejanzas, rasgos heredados y gestos imitados.

Al parecer, Bergman escribió este guión muy rápidamente, en unos días, pero yo creo que es uno de los mejores que ha hecho, y que logró plasmarlo dramáticamente con un ritmo y una claridad y fluidez perfectas. Vemos los dos lados, notamos que ambas dicen su verdad pero las dos se equivocan, que las dos han cometido múltiples errores, no siempre por egoísmo o por centrarse en su trabajo o su vocación o sus intereses, sino incluso por discreción, por no herir, por cariño, por el tabú que convierte en un monstruo o poco menos a quien odia a su padre o su madre, por odiosos e injustos o ciegos, por dañinos que puedan ser. Parece que no hay excusas, que incluso era pecado no "honrar padre y madre", lo que los convertía en incriticables e indiscutibles, y los padres y madres serían "desnaturalizados" si no quisieran a sus hijos y no se sacrificasen por ellos. Con lo cual, se ha ido edificando una muralla de silencio entre las generaciones, como si ya la diferencia de edad y de educación no bastase, y además se han dado múltiples coartadas para la incomunicación. Menudo peligro que padres y madres e hijos e hijas se sinceren, se hagan críticas, se expliquen. Mejor callarse y aguantar, y que haya paz. No digamos en tiempos en que los padres eran autoritarios y podían imponer silencio y obligar a su prole a ser respetuosa con sus mayores.

Se trata, naturalmente, de un texto denso y difícil, que no puede decir cualquiera, que doblado en otra lengua con otras voces resulta increíble, enfático e insoportable por causas muy diferentes de las que hacen dura la visión de la versión original de esta película de Bergman, para mí ejemplar y una de las más perfectas y de interés más general que ha hecho, porque puede afectar, en mayor o menor medida, a todo el mundo, y puede además servir de advertencia para los que aún estén a tiempo -y mejor tarde que nunca, pero mejor todavía lo antes posible- de rectificar, de cambiar de actitud, de ser más abiertos y sinceros, de aceptar las críticas y admitir las equivocaciones, de pensar si se puede mejorar la relación no ya entre padres e hijos, sino entre las personas que viven o trabajan en compañía y proximidad de otras, y con las que siempre convendrá entenderse lo mejor posible, para lo cual un requisito elemental es conocerse un poco y admitir que no todo el mundo es igual ni tiene, por tanto, que aceptar nuestras ideas, principios, teorías, creencias, gustos o manías.

Y todo esto lo hizo Bergman en 1978, sin darse importancia ni predicar sermones moralizantes, sin ponerse como ejemplo, sin decir: esto es lo que tienen ustedes que hacer, o les pasará lo que a mis personajes, que se empiezan a dar cuenta de que han metido la pata, han sido egoístas o se han portado mal cuando el daño está hecho y con el paso del tiempo se ha ido envenenando la herida y la persona entera que la ha sufrido, y además ha añadido un odio reprimido o un rencor ahogado que ha acabado por hacer de sus vidas un largo infierno.

En “El universo de Ingmar Bergman”. Madrid : Notorious, junio de 2018.