viernes, 21 de noviembre de 2025

Chantal Akerman, viajera solitaria

No quisiera condenarla a desplazarse incesantemente y para colmo sin compañía, que de seguro encuentra con facilidad, en el camino o en cualquiera de sus etapas, siempre que lo desea. Pero, la verdad, así la veo, en solitario y en marcha, en la medida en que su trayectoria me parece, cada año más, la propia de un autodidacta que ha empezado pronto a moverse y actuar; en este caso, el de Chantal Anne Akerman, a tomar fotografías y a filmar con cámaras ligeras, apañándoselas con el material disponible. Sola o con el equipo más reducido que ha podido, economizando, eligiendo con intuición y cuidado qué fotografiar. Su objetivo inicial fue, sin duda, mirar a su alrededor y registrar lo que la rodeaba: un cuarto, una casa, una calle, un bar, un aeropuerto, un hotel. Un amanecer, las farolas que se encienden o se apagan en las calzadas, un rostro solitario o una multitud, gente que baila, que calla, que habla, que piensa, que recuerda, que camina. Como los pintores sin dinero para pagarse modelos, se retrató a sí misma, a sus amigos y parientes, a gente encontrada al azar de los viajes que se dejó fotografiar. No actuaban, no representaban personajes. No eran actores, a veces padecían de timidez, y no había guión, sino cuatro ideas, o ninguna todavía entonces, que ya vendría, durante el proceso de rodaje y montaje. Estos seres convertidos en personajes ocasionales por la presencia de la cámara eran, simplemente; quizá no ellos mismos en condiciones normales, sino personas reales y relativamente normales, aunque, eso sí, más o menos conscientes –hasta que se acostumbraban y se olvidaban de la cámara, los que lo conseguían– de ser filmadas.

Se configura así un cine “a salto de mata”, de medios escasos, sin argumento ni pretensiones –aunque sí, a su manera, ambicioso, e inevitablemente personal–, a caballo entre el documental, el diario íntimo (a menudo nada explícito, o silencioso) y las fantasías suscitadas por el entorno, la hora y los sentimientos, sin dirección de actores, más próximos siempre los que desempeñaban tal función a los “modelos” bressonianos, incluso cuando, ocasionalmente, se trataba de buenos o grandes intérpretes, sobre todo actrices como Delphine Seyrig, Aurore Clément y otras. Se trataba, para la directora, creo, más aún que de rodar una película, de buscar una manera de estar allí sin ocupar mucho sitio, de buscar un buen rincón desde donde ver bien sin llamar la atención, sin molestar, y de ganarse la confianza –siquiera la indiferencia– de los filmados. Y de ir así acumulando, poco a poco, sin prisas, materiales para después reflexionar sobre ellos, e irlos sumando, tiempo tras tiempo, rítmicamente, organizándolos sin intervencionismo excesivo, manipulando lo menos posible los fragmentos escogidos, respetando y conservando lo que de realidad en bruto, opaca, se haya colado en las imágenes y por su parte ella, Chantal, haya logrado captar de la verdad cambiante y fugitiva, cazada casi al vuelo entre las meras apariencias y sus reflejos múltiples, un poco al azar de los ritmos y las pausas, de las horas del día y de la noche, de los estados de ánimo que reinaran a uno y otro lado de la cámara (a veces ella estuvo en ambos, como en 1974 en Je tu il elle, saltando de un terreno a otro, un poco a la manera de Chaplin en The Inmigrant, caminando por la frontera, y todavía en 1996 se filmaba a sí misma para la serie televisiva Cinéastes de notre temps en Chantal Akerman par Chantal Akerman, una de sus piezas más emocionantes).

Son estas unas formas de aprendizaje hoy quizá en desuso –aunque debieran ser las más normales, ya que cada vez es más fácil y barato tanto filmar como viajar–, y que no eran para Chantal Akerman un medio para convertirse en una cineasta “profesional”, sino para tratar de averiguar, casi a tientas y en parte a merced de los azares y la suerte, lo que andaba buscando, sin saber muy bien lo que era ni si llegaría a encontrarlo. Un método “amatorio” o “amoroso” (esos pueden ser también algunos de los significados de “amateur”, actitud o condición que no ha de reservarse al mero y quizá tibio “aficionado”, el amor es algo más fuerte que la afición) de mirar y registrar lo que a uno le rodea, que puede ser, ciertamente, inseguro y arriesgado, que no siempre es “productivo” –sobre todo desde perspectivas economicistas y comerciales ajenas por completo al sujeto activo que mira, escucha y rueda, a veces graba–, pero que puede ser suficiente, incluso satisfactorio, y casi siempre interesante, sobre todo si hay por medio autenticidad, veracidad, sinceridad y talento. Tanto para recordar lo visto y lo sentido como para compartir con otros –amigos o desconocidos– esas experiencias, esos pensamientos, esos estados de ánimo, y tanto durante el rodaje, con los demás partícipes, como después, con los eventuales, quizá no muy numerosos, espectadores. A los operadores de Lumière, diseminados por medio mundo, les hubiera bastado con eso, como le sigue bastando a Chantal Akerman; de no llegar a tiempo a los acontecimientos, ya se ocupaban de hacerlos repetir o de reconstruirlos, como se reconstruye en una investigación la escena del crimen, a partir de testimonios e hipótesis, enjuiciando después con mirada crítica si es plausible o posible.

Lo que es más raro, después de una carrera ya larga y una obra cuantiosa –en los formatos, soportes y metrajes más variados–, y a pesar de haber adquirido, casi sin proponérselo y bastante pronto, una reputación casi aplastante en ciertos ambientes, un renombre notable, al menos entre muchas pequeñas minorías de todos los rincones del mundo, sobre todo a partir de su segundo largo, Jeanne Dielman 23, Quai du Commerce 1080 Bruxelles (1975), es que Chantal Akerman no haya sucumbido a los cantos de sirena de la vanidad y permanezca hoy plenamente fiel a sus comienzos, a sus raíces, a sus primeros pasos, a sus deseos, pese a las muchas vueltas que ha dado el mundo en esos treinta años –37 si nos remontamos a su primer corto–, a lo que ha cambiado el panorama de lo que todavía entonces nadie que no fuera, además de un pedante, un perfecto imbécil, hubiera osado llamar “el audiovisual”, sino, simplemente, el cine, que hoy ya no es más que un barrio periférico y venido a menos de una metrópolis más amplia y difusa, pero que en 1975 o 1968 aún era el todo, o al menos lo parecía.

Que Chantal Akerman siga siendo una belga errante y parezca siempre una principiante, que lo mismo va a la antigua Europa “socialista” del Este hoy integrado en la Unión Europea que explora la frontera siempre conflictiva entre los Estados Unidos y México, o atraviesa en tren o en coche la Unión Europea, o recala en París, Amsterdam, o Londres, o vuela a Nueva York, Chicago o San Francisco. Y que en todas partes se siente tan en casa, o quizá, mejor dicho, tan poco “en casa”, como en Bruselas. Sigue viajando con cámaras. Ahora quizá sean ambas digitales, y diminutas. Los medios, al aligerarse, se hacen más portátiles, y al abaratarse los costes de uso permiten que los cineastas que aún desean tal cosa –cada vez, al parecer, y muy paradójicamente, menos numerosos– sean más libres, menos dependientes de los productores y menos pendientes de tratar de vender una idea, un proyecto, de tener que intentar seducir con un guión biensonante y ambicioso a una comisión, de hacer creer –conscientes del engaño– que van a hacer ganar dinero a quienes de hecho lo ponen y que por eso, automáticamente, se creen los dueños y propietarios de una obra que ni siquiera entienden, que serían incapaces hasta de soñar o recordar, pero sobre la que quieren opinar e influir, de la que a veces tratan de apoderarse y en el proceso lo que consiguen es dañarla, destruirla o frustrarla.

Pero la libertad y la intemperie, la casualidad y la improvisación, los encuentros y el nomadismo, aunque durante cierto tiempo estimulan, a la larga, normalmente, cansan. Y con la edad casi todos nos vamos haciendo más cómodos, más quietos, más estáticos. Nos movemos menos y actuamos poco, con la excusa de que estamos muy ocupados tratando de recordar, de que “el tiempo de la acción ha pasado, comienza el de la reflexión” –como decía el Petit Soldat godardiano, casi remedando al Orson Welles de The Lady from Shanghai–, y argumentando que es más propio de nuestra edad limitarnos a pensar, o, con el pretexto de que sabemos ya, y ya conocemos esos lugares, y no tenemos nada que aprender, y si acaso nos queda cada vez menos hueco en la memoria y disminuye nuestra capacidad de asimilar lo nuevo, nos vamos hundiendo en el inmovilismo. Pocos siguen descubriendo el mundo con la mirada y una cámara desnuda. Chantal Akerman, en cambio, sí. Sigue siendo (cada vez más) libre.

En “Chantal Akerman”, catálogo de la videoinstalación de Chantal Akerman en la Galería Elba Benítez de Madrid. Enero de 2005.

miércoles, 19 de noviembre de 2025

Cary Grant: el arte de saber estar

La muerte de Cary Grant sorprende más que otras porque nos habíamos acostumbrado a su ausencia actual, pero no habíamos dejado de verle —en pantalla— perennemente joven o, a lo sumo, maduro; nunca viejo o caduco. Se nos antojaba, si no eterno, por lo menos permanente. Aunque supo retirarse a tiempo —hace veinte años ya, con una tibia comedia premonitoriamente titulada «Anda, no corras» en inglés—, sus intermitentes apariciones —más o menos publicitarias— en la prensa, sonriente siempre y aparentando menos edad de la que tenía, contribuyeron a mantener vivo el recuerdo de sus grandes actuaciones, caracterizadas por una singular combinación de naturalidad y elegancia, y siempre enriquecidas por una especial ironía, por un sentido del humor que hizo de él, pese a ser inglés, quizá el más grande de los actores americanos. Porque, aunque nacido en Bristol y educado en Gran Bretaña, de la que inequívocamente procede su «flemática» actitud en la pantalla, Archibald Leach fue siempre un actor por completo ajeno al naturalismo, que interpretaba mediante la estilización de la conducta y de los gestos, sin caer jamás en el exceso ni bordear la caricatura: nunca se le vio realmente en apuros, pues siempre había entre él y el personaje que encarnaba una cierta distancia, hecha de humor, escepticismo y «juego»; era tan evidente su seguridad, se notaba tanto que estaba disfrutando mientras actuaba, que no era posible olvidar que estaba interpretando.

Esto limitó, en algún sentido, su radio de acción como actor, vedándole personajes neuróticos, excesivamente preocupados, torpes o rústicos, pero le catapultó a la cumbre de la «alta comedia». Ni siquiera Hitchcock consiguió hacer que creyéramos en su maldad o que temiésemos en serio por su vida —Sospecha, Con la muerte en los talones—; aunque su obeso compatriota y el flaco Hawks lograron eludir su habitual simpatía —Encadenados, Sólo los ángeles tienen alas—, nunca hubiéramos podido tomarle por un tonto o un maleducado. De cuando en cuando intentó romper con su imagen despreocupada, y en este sentido None But the Lonely Heart de Clifford Odets es la excepción que confirma la regla, pero hizo bien en no insistir en el western ni en el film de guerra, porque no era ése su terreno más adecuado. Era otro su ambiente, y en él supo moverse como pez en el agua. En el melodrama discreto —Tú y yo de McCarey, por ejemplo— y en todo tipo de comedias no tuvo igual, porque en esos géneros no tenía límites, como demostró el estrepitoso ridículo que hicieron cuantos tuvieron la osadía de tratar de imitarle.

Supo mantener el tipo en medio de la locura —La fiera de mi niña, Arsénico por compasión— o sumarse a ella con equilibrado entusiasmo —Me siento rejuvenecer—, lo mismo que logró conservar la dignidad y la compostura en las situaciones más delicadas, sospechosas o comprometidas —Página en blanco, Charada, Atrapa un ladrón, Con la muerte en los talones, Indiscreta—, durante toda una larga carrera profesional en la que se cuentan con los dedos de una mano las películas carentes de interés: pocos actores han conseguido elegir con tanto acierto guiones y directores, y quizá ninguno cuente tantas obras maestras en su filmografía; hasta tal punto es así que su presencia constituye una garantía casi absoluta, y sólo extraña que nunca tratase de pasar al otro lado de la cámara.

Siempre me ha llamado la atención que ni el inglés ni el francés —to be, être— distingan, como lo hace en cambio el castellano, entre ser y estar, y que utilicen el mismo verbo —to play, jouer— para actuar y jugar, indiferenciación semántica que tiene, sin duda, consecuencias a la hora de interpretar un papel, tanto en la ficción como en la vida real. Si un actor puede ilustrar a la perfección esa concepción de la representación, ése fue, sin duda, Cary Grant, probablemente la persona que más ha disfrutado haciendo —sin aparente esfuerzo— su trabajo. Es evidente que le divertía hacer cine, y esa fruición es contagiosa.

Seguro que se tomó la muerte con mucha calma; como siempre, con elegancia; quizá hasta con humor.

En Manhattan nº 1 (enero de 1987)

lunes, 17 de noviembre de 2025

Animación en la sala de espera (Manuel Coronado y Carlos Rodríguez Sanz, 1981)

Solo a unos inconscientes principiantes se les podía ocurrir la idea de filmar sin tapujos -habría que averiguar cómo lo consiguieron- la realidad desoladora de un hospital psiquiátrico en la España inmediatamente posterior al fin de la dictadura. Fue la primera y única película de sus dos correalizadores, el segundo firmante un crítico de cine y de teatro bastante conocido, ya fallecido, el otro, para mí, tan desconocido hoy como entonces.

Les salió una película nada convencional. Desnuda, seca, dura y desagradable como muy pocas rodadas en España, antes desde luego, pero también después. Sin convencionalismos, sin actores, aunque sí con personajes. ¿No se considera loco al que se ve habitado por otro ser? ¿No actúa de una manera disconforme con lo que se considera estadísticamente normal, sin cumplir las normas establecidas de educación, urbanidad e hipocresía? ¿No cuenta historias que nadie cree, a las que se buscan explicaciones simbólicas, metafóricas, traumáticas?

Como no sabían hacer cine, más que de verlo, y les faltaban hasta los rudimentos de la técnica, y más aún los hábitos adquiridos y el sentido de la rutina que a veces pasa por “oficio”, se apañaron como pudieron, con poco tiempo y pocos medios materiales, aprovechando el desconcierto y la inaudita libertad recién recuperada de esos años de la transición. No hacía falta más para capturar sin maquillajes una realidad hiriente. Nunca se pasa por televisión, no se ha editado nunca en vídeo (ni, por supuesto, en DVD), los jóvenes no la han visto, y algunos de los que la vieron han preferido olvidar esa visión de pesadilla que supo no ser cruel, ni escandalosa, ni retórica, ni compasiva, ni periodística -es justo lo contrario que un reportaje, un verdadero documento-, ni melodramática, ni panfletaria.

No es una película preconcebida, ideológicamente inspirada por la corriente, entonces en boga, de la antipsiquiatría. En eso, y por eso, supera no sólo cualquier cosa mostrada por los americanos neoyorkinos, sino también los manifiestos un tanto retóricos de Bellocchio y sus amigos Silvano Agosti, Sandro Petraglia & Stefano Rulli (Matti da slegare), de Ken Loach (Family Life), incluso de Raymond Depardon & Sophie Ristelhueber (San Domingo). Fueron a ver y eso que se encontraron lo reflejaron con lealtad hacia los retratados, tal cual, sin añadir gran cosa de su cuenta. No hacía falta. Y ellos no sabían cuál pudiera ser la solución. Lo único claro es que lo que encontraron les produjo horror, el mismo horror desnudo que provocó la película en sus contados espectadores, que no hemos podido olvidarla.


ANIMACIÓN EN LA SALA DE ESPERA (1981)

Animation dans la salle d'attente

de Carlos Rodríguez Sanz et Manuel Coronado

Seuls quelques débutants inconscients pouvaient penser à filmer sans détour – il faudrait vérifier comment ils y parvinrent – la réalité désolante d'un hôpital psychiatrique de l'Espagne de l'immédiat après-dictature. Ce fut le premier et unique film de ses deux coréalisateurs : Carlos Rodríguez Sanz, critique de cinéma et de théâtre assez connu, décédé en 1981, et Manuel Coronado, aussi inconnu de moi aujourd'hui qu'alors.

Ils réussirent un film qui n'avait rien de conventionnel. Nu, sec, dur et âpre, comme peu de films tournés en Espagne, avant, bien sûr, mais aussi après. Sans lieux communs, sans acteurs mais avec des vrais personnages. Ne considère-t-on pas comme fou celui qui se croit habité par un autre être ? N'agit-il pas de manière non conforme à ce qui est statistiquement défini comme "normal", sans respecter les normes établies de la bonne éducation, de la courtoisie et de l'hypocrisie ? Ne raconte-t-il pas des histoires que personne ne croit, celles auxquelles on cherche des explications symboliques, métaphoriques, traumatiques ?

Comme il ne savaient pas "faire" du cinéma mais seulement ce qu’on peut apprendre à le voir, et qu'il leur manquait jusqu'aux rudiments de la technique, et plus encore les habitudes acquises et le sens de la routine qui passent parfois pour du "métier", ils se débrouillèrent comme ils purent, avec peu de temps et peu de moyens matériels, profitant de la confusion et de la liberté inouïe, récemment retrouvée en ces années de la "Transition". Il n'en fallait pas plus pour capter sans fard une réalité blessante. Jamais ce film ne passe à la télévision, jamais il n'a été édité en vidéo ni en DVD, les jeunes ne l'ont pas vu, et certains de ceux qui l'ont vu ont préféré oublier cette vision de cauchemar qui avait su n'être ni cruelle, ni scandaleuse, ni rhétorique, ni compassionnelle, ni journalistique - c'est très exactement le contraire d'un reportage : un vrai document – ni mélodramatique, ni pamphlétaire.

Ce n'est pas un film préconçu, idéologiquement inspiré par le courant, alors en vogue, de l'antipsychiatrie. En cela, et pour cela, il dépasse non seulement n'importe quelle chose montrée par les New-yorkais, mais aussi les manifestes un rien rhétoriques de Marco Bellocchio et ses amis Agosti, Petraglia et Rulli (Matti da slegare / Fous à délier), de Ken Loach (Family Life), ou même de Raymond Depardon et Sophie Ristelhueber (San Clemente). Ils allèrent voir, et ils rapportèrent ce qu'ils rencontrèrent avec loyauté envers ceux dont ils faisaient le portrait. Tel quel, sans ajouter grand-chose de leur propre compte. Ce n'était pas nécessaire. Ils ne savaient pas quelle pouvait être la solution. La seule chose claire est que ce qu'ils rencontrèrent les horrifia. Cette même horreur nue que le film inspira le film à ses rares spectateurs, et qui nous le rendit inoubliable.

[Texto en francés redactado por Miguel Marías]

Para Cinéma du Réel 2005 (marzo de 2005)

viernes, 14 de noviembre de 2025

Iguana (Monte Hellman, 1988)

Debo advertir que no me cuento entre los admiradores incondicionales de Monte Hellman, ni entre los fanáticos de su excelente Two-Lane Blacktop (1971). A decir verdad, me quedé de una pieza cuando por fin logré ver sus dos famosísimos y reputados westerns con Jack Nicholson, que, la verdad, encuentro mucho menos rigurosos y enigmáticos que, por ejemplo, el estupendo guión de Burt Kennedy modesta pero más eficientemente dirigido por Harry Keller Six Black Horses (1961), y que me parece imperdonable parangonar (como se ha hecho) con los pequeños (pero no inflados) westerns de Budd Boetticher con Randolph Scott abusivamente agrupados bajo la incorrecta etiqueta de "ciclo Ranown". Por no hablar de sus tres primeras películas, series Z muy pobres y más bien sosas, en la esfera de Corman o la de Lippert, dos rodadas en las Filipinas, y que como mucho pueden, en algún caso, resultar simpáticas o entretenidas, pero sobre las que lo más piadoso es no entrar en muchos detalles.

No niego que sea un director extremadamente interesante, sobre todo para lo que ha dado de sí (y de nuevo) el cine americano desde mediados de los años 60, pero su carrera ha sido tan accidentada, intermitente y errática que las promesas raramente se han visto confirmadas, pese a lo cual su inicial consagración como "director de culto" se ha mantenido intacta, exagerándose para ello los valores de sus tres film míticos, en detrimento de varios de los que yo considero mejores (pero que ha sido difícil lograr ver en buenas condiciones, es decir, sin manipulaciones destructivas o en versiones repudiadas), y tratándose con excesiva benevolencia algunos films alimenticios simplemente bien hechos (los más "recientes" entre Iguana y Road to Nowhere, 2010, que es de nuevo un proyecto personal e independiente) o magnificando sus poco perceptibles y evaluables aportaciones a películas (notables o mediocres) en las que intervino a títulos diversos y no siempre definidos ni acreditados (desde The Killer Elite de Peckinpah o Reservoir Dogs de Tarantino hasta RoboCop de Verhoeven, Avalanche Express de Mark Robson o The Greatest de Tom Gries) o a proyectos que fueron confiados finalmente a otros directores (Pat Garrett & Billy the Kid, 1973, de Sam Peckinpah).

Iguana es una pobre co-producción con Italia, que se rodó en buena parte en Lanzarote, con algunos técnicos y actores españoles, y aquí se estrenó como La iguana, remontada, mutilada y delictivamente doblada, por lo que goza de una pésima reputación, y encuentro deplorable que la Filmoteca Española se haya molestado en proyectar (y más veces que la original) versiones espúreas (o espurias, si se prefiere) tanto de esta película como de la igualmente o más maldita China 9 Liberty 37, que es para mí (en su difícil de ver versión en inglés, con el montaje del director, completa, en Scope) la obra maestra de Hellman, pese a ser, en apariencia, un vulgar spaghetti-western. En su versión verdadera, montada (como, en principio, todas las películas de Hellman) por su director, es uno de sus cuatro mayores logros, y una obra absolutamente insólita. Basada en una novela de Vázquez Figueroa (a quien me abstendré de vilipendiar sin haberlo leído; a fin de cuentas, además de Hellman, se ha apoyado en él Fleischer) inspirada por la leyenda de un marino inglés llamado Watkins del que ya había escrito Herman Melville en The Encantadas (Hood's Isle and the Hermit Oberlus), cuenta una historia tan rara como misteriosa e interesante, digna de alguna de las películas de Jacques Tourneur producidas por Val Lewton o de alguna de las de Jack Arnold que produjo la Universal en los años 50, y relacionada a su vez con algunos mitos literarios de ilustre estirpe y con abundante y variada prole cinematográfica (La Bella y la Bestia, El Fantasma de la Ópera); plásticamente y en parte por su espíritu, puede evocar conexiones que con casi total seguridad Hellman ignoraba: Moonfleet de Fritz Lang, Anne of the Indies de Tourneur, The Spanish Main de Borzage y el Robinson Crusoe de Buñuel, cumbres de varios subgéneros conexos o contiguos hoy (y ya en 1988) extintos.

Sin embargo, lo que aporta de nuevo Iguana, y resulta ser decididamente "hellmaniano" es su distancia de los personajes, que transmite al espectador, colocándole en la incómoda posición de testigo externo de actos a menudo brutales (y "escandalosos" para timoratos de todos los pelajes), y en la aún más difícil (si en tal quiere alguien erigirse) de juez de unos personajes poco articulados y elocuentes, que nunca se explican (ni apenas reflexionan, que a menudo no se entienden a sí mismos) y a los que sólo conocemos por sus hechos, de motivaciones a menudo impenetrables (aunque no inimaginables) y nunca manifestadas, pues se guían por impulsos, reacciones incontroladas, deseos, rencores o instintos muy primarios. Esto, que sucede prácticamente en todas las películas de Hellman, pudo deberse inicialmente a guiones chapuceros y falta de tiempo y de actores competentes, pero a partir de The Shooting y Ride in the Whirlwind parece un rasgo asumido. Por eso, pueden resultar muy desconcertantes –e incluso frustrantes– sus películas, casi siempre de estructura circular (o se vuelve al punto de partida o se salda la partida con un empate, o la victoria es pírrica o efímera), sobre todo cuando cuentan historias muy románticas –como en este caso, El fantasma de la Ópera en una isla desierta– con un espíritu no ya escéptico, pesimista y totalmente ajeno al romanticismo (como sucede en Jacques Tourneur), sino agresivamente contrario a toda ilusión idealista. Por eso, ninguna acaba bien, o al menos no realmente bien, y los muy raros happy endings teóricos quedan teñidos por la duda y la melancolía, puestos en tela de juicio como apuestas a largo plazo, como reconciliaciones definitivas, lo que puede hacerlos, en un extraño y retorcido segundo grado, particularmente conmovedores (como en China 9 Liberty 37), pero casi siempre las dejan sin punto final, con puntos suspensivos (estruendosamente llamativos en el caso de Two-Lane Blacktop: la proyección simula atrancarse y la película "se quema"). En cambio, el final de Iguana es verdaderamente trágico, con algo de la lacónica y ambigua (no se ve la cara del recién nacido) gravedad desolada del cierre de Moonfleet.

Por último, y aunque pueda parecer una frivolidad, no creo lícito hablar de Iguana sin lamentar que el cine español en su conjunto se haya permitido desaprovechar (salvo Medem en Los amantes del Círculo Polar) a una actriz como Maru Valdivieso (o Valdivielso, como reza en la película), sin duda, con la Jenny Agutter de China 9 Liberty 37 la más atractiva de las "heroínas" (si puede decirse, la palabra es tan inadecuada como su contraria) hellmanianas. Entonces tenía 24 años, han pasado 22, y seguro que todavía hay papeles para ella.

En Miradas de Cine nº 96 (marzo de 2010)

miércoles, 12 de noviembre de 2025

Recordando a Becker

Este año se cumple el primer centenario de la muerte del gran Gustavo Adolfo Bécquer, y se conmemora justamente. Sin embargo, se olvida que el 21 de febrero hizo diez años que Jacques Becker, uno de los más grandes cineastas franceses, abandonó este mundo, horas después de acabar la sonorización de una de sus obras maestras, La evasión (Le Trou, 1960). Si París, bajos fondos (Casque d'or, 1952) queda ya demasiado lejos, otras dos de sus más grandes películas circulan esporádicamente por nuestros cineclubs: Montparnasse 19 (o Les Amants de Montparnasse, 1957) y Touchez pas au grisbi (1954).

Si Montparnasse 19 es un film febril, patético, sublime, "mal hecho" por un gran técnico al que las prisas y las dificultades imponían encuadres y movimientos de cámara elegidos casi al azar, a toda velocidad, sin pararse a pensar, Touchez pas au grisbi es un film claro, sereno y reposado. En Montparnasse 19 había que mostrar rápido, y hacer sentir: Modigliani intenta vender sus dibujos, Becker le dice a Gérard Philippe que haga cuatro gestos, coloca la cámara delante, donde sea, y la mueve para intentar captar la emoción de la escena. Entonces todo es verdadero, desgarrador y desgarrado, sincero y personal. Becker, con todo en contra, se juega todo a una carta, en cada plano (perdiendo y no dándose por vencido, jugando obstinadamente, como un suicida), y consigue así la que es tal vez su mejor obra, la más cercana a Nicholas Ray, con À bout de souffle y Pierrot le fou, que se ha rodado en Europa.

Touchez pas au grisbi es, en apariencia, un film de gangsters, y como tal no desmerece demasiado frente a Scarface. Pero en el fondo su tema es otro: ante todo, la amistad; y, además, el envejecimiento de los hombres de acción. Becker lograba plenamente, en 1954, lo que luego otros muchos directores franceses han intentado, con éxito limitado unos, como Claude Sautet en A todo riesgo (Classe tous risques, 1959), de forma artificiosa otros, como Jean-Pierre Melville (El confidente, El guardaespaldas, El silencio de un hombre), o —la mayoría— cayendo en el ridículo: Enrico, Jean Becker, Cavalier, Herman, Deray. Porque Becker no ha intentado trasplantar a Francia una mitología y un estilo americanos, sino que ha buscado en su país el equivalente de los gangsters americanos. Sus personajes, sus métodos, su forma de vivir y de pensar es francesa, y el estilo de Becker también.

Así, lo más importante de esta película no son los tiroteos, ni los ajustes de cuentas, ni los estallidos de violencia —que son excelentes—, sino la amistad que une a Max (Jean Gabin) y Ritone (René Dary), su soledad, su esperanza de que éste sea su último golpe y poder así retirarse y vivir en paz, con una mujer. Este es el sentido de aquella admirable secuencia en que Max hace que Ritone se dé cuenta de las arrugas que surcan sus rostros, de sus ojeras, de sus canas. Ritone se contempla en el espejo, con la misma y serena tristeza que Chaplin en Candilejas. La aventura está tocando a su fin, la fatiga les paralizará pronto. La nostalgia domina a Max, aún consciente y cauteloso, que escucha sin cesar su disco favorito. Ritone, que no quiere reconocer que ya está viejo, actúa imprudentemente, y es capturado por Angelo (Lino Ventura). Para salvarle —aunque eso significa no poder descansar, volver a empezar—, Max acepta entregarle el botín. Una cita nocturna en la carretera, un intercambio —cercano a Río Bravo y a Eldorado, dos films sobre la amistad—, la trampa de Angelo, la batalla. Ritone resulta herido.

Max entra con Betty, su amante, en un restaurante. Llama por teléfono para preguntar por Ritone. Una panorámica, al otro lado del teléfono, nos lo muestra sin vida. Max vuelve al comedor, echa una moneda en el juke-box y, mientras suena su disco favorito, se sienta a comer, hecho polvo, llevando el ritmo con el cuchillo. Betty le mira, lo nota, sonríe con tristeza, y la cámara gira hacia el juke-box.

Así termina este film seco y preciso —como los de Hawks—, humano —como los de Chaplin—, horizontal —como los de Mizoguchi—, hecho de cortas panorámicas laterales —como los primeros de Godard—, cuyo secreto está en la mirada fraternal que tiene Becker para con sus personajes. Por eso decía Becker: "Los argumentos no me interesan en sí. La historia (la anécdota, la narración) me importa un poco más. Sólo les personajes, que se convierten en mis personajes, me apasionan hasta el extremo de pensar en ellos sin cesar".

En El Noticiero Universal (2 de mayo de 1970)

lunes, 10 de noviembre de 2025

Los rostros de Alonso Quijano

Cada lector tiene de Don Alonso Quijano y Sancho Panza una idea visual concreta, no sé si generada por el texto cervantino o por la ilustración de diversas ediciones, sean ilustres (Doré) o no. Y es difícil que el cine o la televisión acierten a restituirnos nuestra imagen de estos seres de ficción, porque recrearán la de sus autores.

A fin de cuentas, el caballero de la triste figura y su compañero de peripecias no son sino criaturas imaginarias y cada cual ha de ser su propio «imaginero». Así, por mucho que admire a Fernando Rey, me cuesta verle en el papel de Don Quijote que Manuel Gutiérrez Aragón le ha asignado en una serie televisiva aún inédita (y no sé si truncada). En cambio, para mí, Fernando Fernán-Gómez puede unir la locura, la melancolía y el desgarbo que requiere el personaje, sin que por ello sea aceptable la película que, prematuramente, interpretó a las órdenes de Gavaldón. Quizá de haberla dirigido el propio Fernán-Gómez...

El problema es que El Quijote es un libro maravilloso, y que no hace falta ninguna versión cinematográfica. Cosa, además, harto difícil, pues es un relato muy largo, en el que lo grandioso no es el argumento al que tiende a reducirlo, condensándolo, cualquier guión, ni la supuesta moraleja, sino su tono narrativo, su estilo literario, su empleo de la lengua, —todo ello intrasladable al cine—, además, claro está, de sus personajes. Por este lado también ha fracasado los que han tenido la osadía de dejarse tentar por la obra de Cervantes: ni Pabst ni Rafael Gil —no digamos Arthur Hiller en su versión musical— dieron con los intérpretes adecuados. El muy digno y físicamente acertado Nicolai Cherkassov no pudo redimir la pesada y académica realización de Grigori Kozintsev. Alguien propuso a Gary Cooper, y al verle con las piernas más largas que la alzada del caballo en El hombre del Oeste, o «desfaciendo entuertos» con molinos de viento en las películas de Capra, puede pensarse que no era mala idea.

Por otra parte, siempre me intrigó que Howard Hawks pensase seriamente en Cary Grant como el Quijote y en Cantinflas como Sancho (y esto último lo llevó a la práctica, con resultados penosos, alguien que no era Howard Hawks).

Pero la dificultad no radica sólo en los actores, ni en la adaptación, sino en hallar un cineasta que tenga algo que ver con Miguel de Cervantes o, al menos, comprenda y admire El Quijote. Por eso la tentativa más prometedora fue la de Orson Welles, que desde 1956 hasta su muerte fue rodando planos sueltos de una versión muy personal, con Francisco Reiguera y Akim Tamiroff, que dan perfectamente el físico y la actitud de Don Alonso Quijano y Sancho Panza.

Por desgracia, Orson Welles no llegó a terminar la película, pero existe un importante metraje, en parte montado, que la Filmoteca Nacional está tratando de recopilar desde hace años.

Esperemos que estas gestiones den resultado y que algún día sea visible el trabajo de Orson Welles, el único con posibilidades, incluso estando inacabado, de acercarse a la esencia de El Quijote.

En Cambio16 (5 de agosto de 1991)

viernes, 7 de noviembre de 2025

The Band Wagon (Vincente Minnelli, 1953)

"¡Qué grande es el cine!" (05/07/1999)


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El argumento de Melodías de Broadway 1955, elaborado sobre la marcha a partir del repertorio de canciones de Howard Dietz -vicepresidente y jefe de publicidad de la Metro- y su músico Arthur Schwartz y de los recuerdos teatrales del heterogéneo "brain trust" montado por Arthur Freed para la ocasión, con los compositores, Roger Edens, Michael Kidd, Astaire, Minnelli, Oliver Smith y algún otro, es el que más se asemeja, de todos los musicals producidos por él, a los vehículos Warner de comienzos del sonoro, que solía dirigir Lloyd Bacon -en la parte dramática- con la colaboración de Busby Berkeley para los números musicales. Este parecido, inesperado en 1953, y por tanto después de El pirata, Un día en Nueva York, Un americano en París, Cantando bajo la lluvia, y antes de Brigadoon y Siempre hace buen tiempo, permite apreciar más claramente todavía en qué medida las muestras del género debidas a este productor ejemplar a finales de los 40 y comienzos de los 50 suponen una radical innovación con respecto a los "musicales" realizados 20 años antes. En los backstage musicals o "musicales entre bastidores" de los primeros años del sonoro, se canta y se baila, salvo ocasionales serenatas y romanzas, que parecen importadas de las operetas de Lubitsch, cuando tales números son ensayados o representados ante el público sobre el escenario. Con Freed, en cambio, la música, cantada o bailada, es una expresión espontánea, casi irreprimible, de los estados de ánimo de los personajes, que se ponen a canturrear o cantar, a pasear rítmicamente o a bailar, en solitario, en pareja o en masa, cuando les embargan la tristeza o la alegría, la melancolía o la dicha, y pasan del silencio y el estatismo de los comportamientos "normales", correctos, al movimiento y la melodía sin ruptura alguna, sin "solución de continuidad", como si fuera -porque lo es, para ellos- lo más natural del mundo ponerse a cantar o danzar.

Esto, además de hacer más realistas las historias y a la vez estilizar la interpretación hasta extremos que desde el mudo parecían perdidos para el cine, hizo que, narrativamente, las películas de Freed -dirigidas por Berkeley, Mamoulian, Walters, Minnelli o Kelly & Donen- lograran una fluidez narrativa que parecía hasta entonces reñida con el género, y dan a estas obras una hondura y verosimilitud en su tratamiento psicológico de los personajes de las que habitualmente carecía el musical.

Quizá por eso, los momentos más "mágicos" y emocionantes de The Band Wagon, pese a ser una película literalmente rebosante de canciones espléndidas y números bailados especialmente magníficos, tienden a ser los de "transición", en los que insensiblemente uno de los intérpretes pasa del silencio o el diálogo normal, hablado, a un diálogo prohibido por la realidad, censurado por la "verosimilitud", entre dos voces o dos cuerpos.

La historia, en sí misma, no pasa de ser la muy convencional del montaje "a la desesperada" de una obra musical que pasa del fracaso en su preestreno, tras enmiendas y nuevo rodaje en provincias, al clamoroso éxito del estreno en Broadway, hasta si se le han añadido aquí divertidos ribetes satíricos, dardos certeramente apuntados contra los pedantes que quieren "trascender" lo divertido y alegre, el entretenimiento, lastrando con retórica, efectos especiales, histrionismo, parábolas y tétricas moralejas lo que por definición ha de ser ligero y contagiosamente estimulante y festivo, como si la agilidad y la gracia fuesen frivolidades que hubiera que exterminar, como si fuese motivo para avergonzarse tratar de amenizar una tarde.

La intriga se adensa también con un enfrentamiento no sólo entre el arte high brow y el low brow, representados por el ballet clásico y el baile de los musicals, entre el teatro y la revista si se quiere, sino también entre dos generaciones y los dos sexos, cuyos representantes veterano y en decadencia (Tony Hunter, es decir, Fred Astaire) y juvenil ascendente (Gabrielle Gerard, Cyd Charisse en su primer papel estelar) desconfían, mutuamente acomplejados frente al otro, chocan, se reconcilian y finalmente, ya perfectamente acoplados como bailarines, se aman.

Es, pues, además de todo lo ya enunciado, una bonita aunque muy clásica historia de amor, cuyo proceso de adaptación mutua cabe trasponer a aspectos más cotidianos sin que pierda valor.

Si se sabe algo acerca de sus creadores, hay que añadir otra resonancia no menos representativa: los personajes son trasuntos apenas velados de las personas que, ante la cámara y detrás de ella, hicieron The Band Wagon. Así, el Tony Hunter que hace tres años que no rueda, y que duda entre el retiro o emprender una nueva etapa, puesto al día, es sin duda alguna el propio Fred Astaire, como Gabrielle es la bailarina debutante, que pasa con éxito pero sin seguridad en sí misma de la escena y el arte "legítimo" a su vulgarizada dinamización cinematográfica, es decir, Cyd Charisse; la pareja de libretistas y músicos formada por Lester & Lily Marton, Oscar Levant y Nanette Fabray, apenas encubre, casándolos, a los geniales Betty Comden y Adolph Green. Jeffrey Cordova, el megalómano genio vanguardista polifacético, está inspirado en José Ferrer, Orson Welles, Norman Bel Geddes, George S. Kaufman... con algunos rasgos tomados del propio Minnnelli.

Si se sabe un poco más acerca de la elaboración y rodaje, tras largos ensayos, de la película, se puede descubrir con sorpresa que este film fluido, feliz, entusiasta y redondo tuvo un proceso de gestación casi tan duro, tenso, sobresaltado, conflictivo e incierto como el de la obra teatral del mismo nombre que tratan de poner en pie sus personajes. Aunque no lo parezca, el rodaje de The Band Wagon fue largo y estuvo lleno de choques entre talentos tan grandes como difícilmente conciliables y sumamente orgullosos, que sólo la extremada diplomacia y la aguda capacidad de síntesis de Freed logró conducir al éxito total en circunstancias decididamente adversas.


* Travelling en Grand Central Station con FA en el andén cantando "I'll go my way By myself alone in the midst of a crowd". Tema 1º de Two Weeks in Another Town (VM, 1962).

*FA: "What happened to 42nd Street?", Penny Arcade, limpiabotas negro (LeRoy Daniels) con el que monta "Shine on My Shoes" ("Cheer yourself up and change your attitude"). Tema 2º de Two Weeks in Another Town (VM, 1962).

* Muy buen discurso teórico de Jeffrey Cordova (Jack Buchanan): "I'm sick of these artificial barriers between musical and drama". Que es el pie para el himno programático "That's Entertainment!", que tiene claros precedentes en The Pirate (VM, 1948) y Singin' In The Rain. "Everything that happens in life/can happen on a stage.../The world is a stage/The stage is a world of entertainment". FA y JB, con bombines, imitan (dos flacos altos) a Laurel & Hardy.

*Maravilloso Jeffrey cuando cita de madrugada, sacándole de la cama, con Paul Byrd (James Mitchell), el coreógrafo de ballet y novio de Gabrielle, embaucándole y tentándole para conseguir no sólo que la deje actuar, sino que sea casi él quien lo sugiera, exija, pida y suplique.

*FA y CC salen juntos para averiguar a solas si son compatibles a pesar de todo, para ver si pese a la altura de ella, a sus diferencias de background, experiencia, medio y estilo, pueden acoplarse y si, por tanto, pueden bailar juntos. Una calesa ("Leave it to the horse", dice FA a la pregunta del cochero acerca de su destino) les conduce, de noche, a Central Park. Caminan ya acompasándose, con soltura, relajados, captados en grúa, entre farolas y gente que baila. ESTE es mi momento.

*Inmediatamente después, ya no andan al mismo ritmo y juntos, sino que empiezan a bailar "Dancing in the Dark", en una especie de plano-secuencia quebrado en tres fragmentos, que es sin duda uno de los máximos números musicales, y de los más espontáneos e íntimos, de todo el género.

*Otro gran momento: FA y CC descansan sentados en escalones, FA enciende cigarrillo, tiende uno a CC, que esta vez lo coge, pero no sabe fumar; FA le da a CC un masaje en los hombros. Es tan musical como un baile, al tiempo que intimismo realista.

*Música de "You and the Night and the Music" y excesivas explosiones desconcertantes para FA y CC.

*Preview desastrosa en New Haven; fiesta privada de la compañía, en la que cae primero -y es aceptado- FA, luego llega -y es absorbida- CC, y en la que, inadvertido, resulta estar -y se rinde a la evidencia, cediendo el liderazgo a FA y pidiendo seguir con ellos, si le aceptan- JB. "Paul" se va, Gaby se queda.

*Naranjas y amarillos, sol pintado, CC en "NewSun in the Sky".

*Dúo con chistera, bastón y frac de FA y JB.

*Loco e hilarante "Triplets", con FA, NF y JB de bebés.

*Apoteósico "Girl Hunt - A Murder Mystery in Jazz", de unos 13 minutos, parodia a la vez que lograda síntesis estilizada (anuncia Guys and Dolls de Mankiewicz, 1955) del "cine negro", con FA y doble Cyd Charisse rubia/morena, con prodigiosos decorados estilizados de calle, night club, estación de metro de Times Square.

Texto preparatorio para la intervención en ¡Qué grande es el cine! (5 de julio de 1999)

miércoles, 5 de noviembre de 2025

Look Who's Talking (Amy Heckerling, 1989)

Ver el mundo a través de los ojos y el cerebro de un bebé, desde el instante de su nacimiento hasta que, todavía incapaz de hablar, empieza a comprender lo que dicen los adultos, es —creo yo— la ambición de cualquier padre, especialmente cuando tiene su primer hijo, y aún es tan ingenuo como para creer que va a lograr desentrañar ciertos misterios... como, por ejemplo, de qué modo aprenden el sentido de las palabras abstractas —es decir, las que no designan un objeto o una acción visible— y de los calificativos morales. La idea argumental de Mira quién habla era, pues, atractiva y tentadora, y sin duda por eso "picó" algún productor, sin reparar en que, para llevarla a la pantalla, hacía falta alguien más hábil que Amy Heckerling. Claro que, contrariamente a lo que puede hacer pensar la película, tiene ya en su haber cuatro o cinco largometrajes como realizadora, y encima, por lo que la taquilla indica, en los tiempos que corren, no es preciso andarse con sutilezas: Mira quién habla ha sido tal negocio que ya están rodando la continuación.


Cabe preguntarse por las razones de este inmerecido éxito, y no es fácil hallar motivos suficientes. Es discreta, y nunca resulta ofensiva. No es brillante ni muy inteligente, pero tampoco es una idiotez, y tiene algunos detalles de comicidad irresistible, de esos que hacen reír al leer el guión y que ni el más torpe director es capaz de anular, porque lo que cuenta es la idea. Los niños que encarnan el bebé en fases sucesivas tienen gracia, y no están mal los actores (Kristie Alley sobre todo, pero hasta John Travolta resulta simpático). Los pensamientos atribuidos por los guionistas al pequeño —dichos por Bruce Willis en la V.O., doblados por Moncho Borrajo en la V.E.— son verosímiles, y suscitan humorística complicidad. En resumen, es una película cómoda, y más bien bondadosa, para espectadores de todas las edades, y parece que todos los públicos, desacostumbrados a este trato, muestran su gratitud corriendo a verla, y ocupándose ellos mismos de hacerle publicidad: no puede decirse que su lanzamiento haya sido espectacular, ni ha tenido en general buena crítica.

En “Todos los estrenos. 1990”. Madrid : Ediciones JC, diciembre de 1990.

lunes, 3 de noviembre de 2025

La destrucción de Play Time

Durante varios años, y hasta 1967, Jacques Tati ha realizado, a un elevado precio, un film llamado Play Time. Este film ha sido diversa y absolutamente destruido por los exhibidores o distribuidores españoles de la forma que ahora expondré.

El cine es el arte del tiempo y el espacio a través de imágenes y sonidos. Pues bien, nada de esto permanece en su forma original en la versión española del film de Tati.

1) El tiempo. El Play Time de Tati duraba ciento cincuenta y dos minutos. Tras tres meses de éxito, los distribuidores franceses obligaron a Tati a abreviarlo a ciento treinta y siete minutos. Esta es una medida desgraciada (un corte nunca hace más corta una película, ya que el ritmo es cuestión de estructura y equilibrio, y no de duración), dictada sobre todo para hacer un intermedio cuyo único beneficiario es el "esmerado servicio de bar en el entresuelo" de los cines, ya que la película no cansa y este entreacto lo único que hace es distanciar, destruyendo el ritmo y la estructura de la película. Con todo, era un mal menor: quince minutos es bastante, pero no demasiado; el descanso dividía al film lógicamente en dos partes equivalentes (la segunda ocurre casi enteramente en el club "Royal Garden") y los cortes habían sido realizados por el mismo Tati. Nada obligaba a los exhibidores extranjeros a proyectar la versión mutilada, pero era de suponer que en España se haría. Lo que era ya inimaginable es que se permitieran amputarle veintiséis minutos más, llegando a un total de cuarenta y un minutos de cortes y dejando el film en ciento once, a costa de perder varias escenas fundamentales. Encima, el descanso ha sido colocado, de modo absurdo, a los cuarenta y dos minutos (siendo ya injustificable en un film de menos de dos horas de duración), lo que deja a Play Time convertido en una serie de fragmentos dispersos.

2) El espacio. Tras estudiar varios tipos de formatos (CinemaScope, Panavisión, Cinerama, pantalla normal, pantalla panorámica, etcétera), Tati decidió rodar el film en 70 milímetros (por cuestiones de nitidez), pero no en panavisión (1 x 2,20 ó 1 x 2,5), sino en panorámica ancha (más o menos 1 x 1,85), colocando bandas de negativo a los lados. Los encuadres de Tati son siempre minuciosos y milimetrados, y más aún en esta película. Pues bien, en algunos sitios —por ejemplo aquí— se proyecta en Cinerama —lo que da derecho a cobrar más caro—, cambiando así el formato y las dimensiones de las imágenes, destrozando los encuadres y estropeando la calidad visual de la película.

3) Las imágenes. La proyección en Cinerama (debido al cambio de formato y a la pantalla curva) distorsiona, sobre todo en los lados, las imágenes, y hace que los fondos de plano pierdan nitidez, lo cual en Play Time es desastroso, ya que se usaba constantemente la profundidad de campo para que el espectador pueda ver los "gags" que ocurren al fondo del escenario. Además, el contratipo es muy malo, empobrece el color y lo emborrona, de tal forma que el trabajo de Tati y su fotógrafo, Jean Badal, ha sido arruinado casi totalmente.

4) El sonido. El film, en su versión original, no tiene casi diálogo, la mayor parte de él está en inglés (sin subtitular) y el resto no tiene tampoco importancia (y era casi inaudible). Era, por tanto, innecesario doblar la película. Pero aquí ha sido —espantosamente— doblada, traducido lo que estaba en inglés, aclarado lo que era innecesario oír, etcétera. Por si fuera poco, el doblaje ha ensuciado y estropeado la admirable banda sonora, lo cual es, en cambio, extremadamente grave, dada la importancia de los ruidos en los modernos films cómicos (véase el caso de Jerry Lewis, al que se suma una voz aguda y cretina que no tiene nada que ver con la del gran actor y director americano).

En total, de Play Time en España no quedan más que despojos, restos de una obra perfectamente armónica y coherente y que ya, por el afán comercialista o los caprichos de los que en Francia, muy adecuadamente, se llama "explotadores" —del cine y del público—, no es ni equilibrada ni tan rica como lo era en su versión original.

Es hora, pues, de que los organismos competentes del ministerio correspondiente pongan fin a este tipo de atropellos, vigilando este tipo de manipulaciones —y sancionándolas como corresponde— que vulneran los más elementales derechos de los autores y de los espectadores.

En Nuestro Cine nº 83 (marzo de 1969)