«El arte podría ser una mueca.
Tú lo reduces a no ser más que una ventana
abierta por la que entra la vida.»
(Paul Éluard)
La novia vestía de negro (La Mariée était en noir, 1967) con su abandono del hitchcockismo un poco superficial de La piel suave (La Peau douce, 1964) y Fahrenheit 451 (1966), por un lado, y de la excesiva voluntad de verosimilitud que hacía siempre demasiado explicativos los anteriores films de François Truffaut, por otro, permitía esperar la nueva continuación de los Los 400 golpes (Les Quatre Cents Coups, 1959) que es —tras el sketch de L'Amour à vingt ans, 1961— Besos robados con una impaciencia que no se ha visto defraudada: nos encontramos ante la obra maestra del autor de Jules et Jim (1961) y Tirez sur le pianiste (1960).
Lento pero seguro, Truffaut avanzaba poco a poco hacia la madurez que testimonia su último film. Voluntariamente "tradicional", huyendo de los "signos externos de la modernidad" que caracterizan a un Lester (por poner un ejemplo respetable), Truffaut ha llegado indirectamente, y quizá sin querer, a hacer una obra absolutamente moderna, a través precisamente de esa modernidad eterna que da el clasicismo esforzadamente conquistado, con modestia y sin prisas. Baisers volés está estructurada, como La novia vestía de negro, en zig-zag, cambiando de tono y de dirección en cada une de los episodios que constituyen sus breves y numerosas secuencias, aisladas por violentas elipsis que indeterminan temporalmente la acción y que pulverizan la narración lineal característica de Truffaut para construir el film a base de digresiones, notas, pequeños toques, recuerdos y acotaciones.
Baisers volés no es un film realista, pero está muy cerca de la vida. Es un film libre, sincero y espontáneo, aparentemente aleatorio, pero en el fondo muy construido. Los films de Truffaut siempre han sido directos y verdaderos, pero nunca, excepto en el primero, había llegado al impudor que caracteriza a Baisers volés: películas más o menos autobiográficas, conservando en bruto algunos sucesos y trasponiendo otros, contando unas veces experiencias propias y otras las de sus amigos, podrían ser los eslabones discontinuos de la biografía espiritual de la generación de la nouvelle vague, pues, aunque el film se sitúa en 1968, Truffaut reconoce ciertos anacronismos debidos a que le es imposible hablar de lo que no conoce, siente o ha vivido.
Reencontramos, pues, a un viejo conocido, Antoine Doinel, encarnado de nuevo por Jean-Pierre Léaud (sin duda el mejor actor del momento), y asistimos a sus peripecias laborales (soldado, recepcionista de hotel, detective, vendedor de zapatos, reparador de TV) y sentimentales (prostitutas, la mujer del dueño de la zapatería, una jovencita), que fluctúan siempre —como en Renoir, como en Lubitsch, como en McCarey— de lo cómico a lo trágico, de la ironía a la nostalgia, de la crueldad a la ternura. Este perpetuo cambio de tono, este ágil paso de un polo a otro, va acompañado de una seguridad y de una calma al filmar tan solo comparable a la de los viejos maestros, y que tiene su origen en la coincidencia del rodaje con las luchas de Truffaut y otros para defender a Langlois (la película empieza con un plano del Palais de Chaillot cerrado y un cartel: "dedicado a la Cinemateca Francesa de Henri Langlois"), lo que no permitió a Truffaut ocuparse a fondo de la película, y que unido al bajo presupuesto y a la rapidez del rodaje, le obligó a improvisar constantemente. No se piense por esto en un film sucio, mal acabado, torpe, feo: jamás un joven cineasta ha hecho una obra tan perfecta, tan clara y ordenada, con la aparente sencillez que da el conseguir con éxito las cosas más difíciles (planos larguísimos casi siempre) y con una belleza formal sorprendente (fotografía, color "marchito", un poco oscuro, nada chillón, precisión de los actores, adecuación de los decorados). Por el contrario, esta proximidad del arte y la vida, esta identificación entre vivir y filmar ha dado lugar a un film espontáneo, sereno como Renoir a la vez que amargo y desgarrado como Godard o Nicholas Ray, un film que es como la vida misma y por ello más auténtico que muchos "realismos" prefabricados.
No debe pensarse, por otra parte, que Truffaut ha abandonado a Hitchcock: simplemente, aquí está profundamente asimilado, subterráneo, a través de la influencia de Lubitsch (que le precedió en tantas cosas). A finales de 1967, Langlois dedicó una retrospectiva a Lubitsch, y poco después Truffaut escribía que lo que hacía no era "contar una historia, sino buscar el medio de no contarla", abandonando el terreno de la acción con ese estilo indirecto que se ha llamado el "Lubitsch Touch", para permitir que el espectador participe activamente (uno de los principios del cine moderno, de Godard a Delvaux pasando por Resnais o Chytilová). Esto es lo que Truffaut ha hecho en Baisers volés, revelándose, tras Forman, como uno de los pocos discípulos europeos de este director. Así tenemos el "toque Truffaut" (trayectoria subterránea del "pneumatique" que envía Léaud a Delphine Seyrig; travelling sobre piezas de TV hasta la cama en que están Léaud y Claude Jade) y esos memorables personajes que salpican el film (Michel Bouquet, que va a la agencia de detectives para que averigüen por qué nadie le quiere, el hombre que se presenta como "amor permanente y definitivo", el mago y su amigo, etc.) y lo enriquecen. Y sobre todo, este film, que sitúa a Truffaut entre los grandes, es un film abierto, lleno de lubitschianos "huecos" que son ventanas por donde entra —y se escapa también, un poco, con tristeza— la vida, por donde entra el viento que se lleva los recuerdos nostálgicos, la felicidad marchita, los viejos besos robados que canta Trénet y que abren, cierran y dan título a este film genial, clásico y moderno a la vez, que nos revela, entre emociones y risas, a uno de los grandes autores del cine francés: François Truffaut.
En El Noticiero Universal (5 de junio de 1969)
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