miércoles, 28 de agosto de 2024

Aquilea nos pertenece

Invasión (Hugo Santiago, 1968)

A Cuca...

Un camión surca las oscuras calles de una ciudad desierta, camino del puerto. El amanecer empieza a permitirnos vislumbrar las extrañas actividades de un grupo sigiloso. Dos disparos rompen el silencio y el primer camión cruza la frontera de Aquilea. Estamos en 1957 y la invasión acaba de empezar. Don Porfirio, un viejito solitario, conversa con un gato negro y llama por teléfono. Una mujer sale de su casa; su marido la espía y echa a andar en dirección contraria. Un hombre sigue a la mujer, le susurra unas palabras al oído, ella cruza la calle y compra un periódico con un mensaje oculto. En el mayor secreto, se corre la noticia. Don Porfirio da instrucciones ante un mapa mural de la región: hay que detener la invasión. El enemigo acecha en todas las fronteras. La situación es grave y encierra mil peligros. Un hombre entra en un cine; al acabar el western se encienden las luces, todos se levantan menos su cadáver. Un hombre con bigotes rasguea una guitarra, cantando una milonga llena de presagios. Las muertes se suceden. Se combate en la sombra y todo es clandestino.

Invasión (1968) es el primer largometraje del argentino Hugo Santiago, antiguo colaborador de Bresson, y ha contado con la ayuda de Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares, que inventaron esta misteriosa maquinación. La trama laberíntica de esta película nos lleva a recordar otras conspiraciones igualmente maléficas que tuvieron por autor a Fritz Lang (y al doctor Mabuse), o a Jacques Rivette, cuyo primer film, Paris nous appartient (1960), tiene numerosos puntos de contacto con esta enigmática película, donde reina la duda y la incertidumbre, donde nada es seguro y todo es fascinante. Contrariamente a lo que sucedería en un film convencional, nada se nos explica: de los diálogos ha sido suprimida cualquier información, los personajes nos son desconocidos y no sabemos las relaciones que los unen. Ni siquiera sabremos la identidad del invasor, ni su propósito; no importan los motivos ni las causas. Sólo los hechos tienen importancia. La inescrutable fotografía de Ricardo Aronovich apenas nos permite distinguir sombras errantes que se deslizan en la noche, que se agrupan y dispersan, se esconden y se siguen, que planean y ejecutan oscuras instrucciones. La situación es clara: alguien está invadiendo la región —pero ¿es una región o una ciudad, o un país?— y un cierto grupo no identificado está dispuesto a morir para impedirlo, porque morir parece no importarles si la muerte es bella. Todos son cómplices de unos o de otros. Asistiremos a acciones guerrilleras sin saber a qué bando pertenecen sus autores, ni cuál es el objeto de sus actividades. El espectador no puede tomar partido. Los personajes se cruzan y se pierden para encontrarse de nuevo, tal vez sin vida, pero eso es lo de menos.

Hasta tal punto todo resulta misterioso que se llega a dudar de la verdadera existencia de la invasión. Se puede sospechar que tal vez sea el fruto de la imaginación mabusiana de Don Porfirio, que mueve los hilos desde la sombra. Pero ¿no será el propio Borges quien, desde la sombra de su casi ceguera, maneje a su antojo a estos personajes? Porque, en el fondo, todo es ficción en la película, y son Borges, Casares y Santiago quienes la han tramado. Para colmo, la película no tiene desenlace, pues continúa después de aparecer en la pantalla la palabra "fin", sin que por ello nada se explique o se resuelva. El misterio reina todavía, regido todo por el "hacedor", por el autor, que no es —me parece— Santiago, sino Borges, sin que esto signifique que el director carezca de importancia. Lo verdaderamente genial de esta película es su concepción, la idea rectora, su estructura convergente pero que nunca se cruza, esa ausencia de datos que nos hunde en el misterio, esos personajes fabulosos que van hacia la muerte, pero hay que reconocer la precisión y neutralidad casi digna de Lang que tiene la planificación de Santiago, su excelente y sobria dirección de actores, el ritmo que ha sabido imprimir a una historia tan indescifrable y larga como ésta. Podría decirse, al fin de esta película, que "nada ha tenido lugar más que el lugar" (palabras de Rivette sobre Paris nous appartient), porque todo lo que sucedió en Aquilea será siempre un enigma irresoluble: no sabremos nunca si la invasión tuvo lugar, ni quién la efectuó, ni quienes intentaron impedirla, ni quién murió ni qué pasó, si fue realidad o el sueño de un vejete solitario que para distraerse le contó esta historia a su gato negro. Y nunca lo sabremos, porque las líneas paralelas se cortan en el infinito.

En El Noticiero Universal (2 de febrero de 1970)

viernes, 16 de agosto de 2024

Alfred Hitchcock : el suspense como estilo

Advertencia

Este artículo tiene una larga historia.

Hitchcock es el culpable... de todo lo que soy ahora. Casi tanto como mis padres, más responsables de la materia prima, del punto de partida, que del punto de llegada. Parecerá raro, pero de no ser por el efecto combinado de Vertigo y North by Northwest, con repetición de la primera, en un programa doble del cine Azul, hace ya 25 años, nunca hubiera sido un cinéfilo, sino una persona normal a la que le gusta el cine. De no ser, pocos meses después, por The Birds, nunca hubiese leído una revista de cine. Al año siguiente, Marnie me impulsó a escribir —para mí mismo— la primera crítica que cometí (ya de 25 folios). En 1968, la revisión de Vertigo en la Semana del Cine en Color de Barcelona me ayudó a no volverme completamente loco, a salir de entre los muertos y a conseguir casarme, cuatro años después, con la que desde hace dieciséis es mi mujer y a la que ya amaba cuando vi por primera vez esa película.

Por eso, Hitchcock es el verdadero culpable de casi todo lo que me pasa, bueno, malo y regular. Gracias a él soy feliz, gracias a él he progresado de la nada a la más absoluta miseria, como dijo el Marx que más sabía de cine. Gracias, en el fondo, a él, hago ahora lo que de verdad me gusta, y por eso cualquier día la insatisfacción permanente se convertirá en frustración definitiva.

A finales de 1970, la conducta de múltiples personas durante el Festival de Benalmádena me dejó lo bastante asqueado como para estar un mes sin ir al cine. Volví por culpa de Topaz, que me entusiasmó y sigue entusiasmándome. Sin embargo, no le sucedió lo mismo a la mayor parte de mis compañeros de redacción, por lo que decidí dejar definitivamente la revista Nuestro Cine, que además me debía un año de activísima colaboración (nunca cobrado). Me fui sin intentar que publicaran mi defensa del entonces último film de Hitch, aunque llevaba redactadas doce o trece holandesas.

Al año siguiente, acabé esa crítica, dejándola crecer hasta unas 70 páginas mecanografiadas, para que sirviese de introducción a una monografía sobre Hitchcock que me habían encargado. Quizá por suerte —mi desconfianza se reveló pronto acertada—, tuve la precaución de no continuar antes de que se despejase la sospecha de que ninguno de los que habíamos empezado a escribir diversos libros de cine llegaríamos a ser editados.

Algo más tarde, cuando fui colaborador inédito de Film Ideal, rehíce la introducción, abreviándola a unos 50 folios y dándole una forma más cerrada en sí misma, es decir, transformándola en un artículo. Pero antes de entregarlo, se vio que Film Ideal, no volvería a salir, con lo que quedaron sin publicarse éste y unos treinta y cinco artículos más escritos en un par de meses de febril actividad (mi historia de amor empezó a enderezar el rumbo).

Nada más morir Hitchcock, y cuando trabajaba en un banco y escribía asiduamente en Dirigido por ..., se me ocurrió desempolvar el artículo, reescribirlo íntegramente, acortándolo otro poco... pero en esta revista opinaron que sus lectores estarían ya hartos de Hitchcock... así que me guardé el nuevo original.

Ya en Casablanca, en los años 80, abrevié y redacté de nuevo el artículo maldito, pero carecía, por lo visto, de suficiente "actualidad" y era, en cambio, demasiado largo todavía. Así quedó, ya quinceañero y aún nonato, este texto que hoy, obligado por la falta de tiempo libre suficiente para inventarme otra cosa, y empeñado en que es esto, aunque sea reducido ya a 32 holandesas, lo menos que puedo decir sobre Hitchcock que encuentre de algún posible interés, por lo menos para mí (no he leído lo que digo), se lo entrego, a ver si hay más suerte, a la Fundación Municipal de Cultura del Ayuntamiento de Oviedo, que organiza una retrospectiva Hitchcock y publica un amplio catálogo para acompañarla. Aunque nacido Under Capricorn, y por tanto tenaz, y firme creyente en el dicho popular más optimista que existe ("el que la sigue la consigue"), debo aclarar que no es pura obstinación lo que me impulsa a responder con este madurado y añejo artículo a la solicitud de colaboración: no sé si es bueno o no, pero puedo garantizar que ni tengo capacidad y paciencia para abreviar o mejorar en otro sentido este artículo ni podría ahora hacer uno mejor partiendo de cero. (Septiembre, 1988).

Muerto Hitchcock y desaparecida con él la posibilidad de que nos sorprendiese con un nuevo giro en su carrera, nos quedan todavía sus películas, que incompletos ciclos y dudosos homenajes nos permitirán ver y disfrutar una vez más. Todo ello debería obligarnos a reflexionar con cuidado —aprovechado la mejor perspectiva que ofrece la revisión, siquiera parcial, de una obra cerrada— acerca del verdadero significado de uno de los más grandes creadores cinematográficos que han existido y —no me cabe duda— existirán.

Conviene, pues, hacer un esfuerzo para olvidar las apresuradas reseñas necrológicas que se publicaron, so pena de dejarse llevar por la justificada irritación que producen tan disparatadas como súbitas "intronizaciones" póstumas, tan sospechosas e inesperadas —por venir de donde vienen— "canonizaciones", tantos tópicos y falsedades repetidos una vez más con rutinaria monotonía, y que no hacen sino contribuir a la perpetuación de una imagen falsa y, en el mejor de los casos, muy superficial e inexacta, de la personalidad de Hitchcock y de la importancia de sus películas.

Sobre Hitchcock se ha escrito mucho —tal vez demasiado— y con varia fortuna; no siempre, desde luego, con acierto ni inteligentemente; a menudo, sin sentido de la medida, dejándose llevar por el entusiasmo apasionado que suscitó —como muy pocos otros directores— entre activos y numerosos grupos de cinéfilos; otras veces con odio, con saña, con despectiva ceguera; en general, con un apresuramiento que contrasta con la cuidadosa preparación y ejecución que hace de las películas de Hitchcock las más profundas e inagotables que existen. Con todo, hay que reconocer que, a partir del trabajo pionero —aunque no muy satisfactorio, y que sólo llega hasta The Wrong Man— de Claude Chabrol & Eric Rohmer (1), son bastantes las aportaciones valiosas —a veces contradictorias, pero no necesariamente incompatibles; discutibles casi siempre— de algunos críticos, en particular Jean Douchet (2), Ian Cameron (3), Robin Wood (4), Jean-Luc Godard (5), Jean-François Tarnowski (6); sin olvidar las de Victor F. Perkins (7), Michael Walker (8), Ramón G. Redondo (9), Mauricio Ponzi (10), Michael Tarantino (11), François Truffaut (12), Raymond Bellour (13), Adriano Aprà (14), Enzo Ungari (15), David Morse (16), Maurice Yacowar (17), Joseph Sgammato (18), y, por encima de todas, la del propio Hitchcock en diálogo con Truffaut (19). Estos trabajos han contribuido a un mejor —aunque siempre parcial e incompleto— conocimiento de Hitchcock y su cine, pero parece que aún es pronto para esperar un estudio total de esta obra, si es que alguien lo consigue y suponiendo que esa visión del conjunto resultase válida o al menos aceptable para otro que el propio autor de ese hipotético libro futuro (ya que la riqueza de Hitchcock hace que cada uno de sus admiradores tengamos «nuestro» propio Hitch particular). Con estas consideraciones previas intento subrayar el carácter forzoso e incluso deliberadamente parcial de estas páginas, advirtiendo al lector que —no faltaba más— cuanto diga ha de ser puesto en tela de juicio, contrastado con las películas en cuestión, y tomado simplemente como lo que es: el modesto producto de una casi constante reflexión sobre el cine de Hitchcock, al hilo de las visiones y revisiones, lecturas y relecturas o conversaciones relacionadas con este apasionante tema durante los dieciocho años que separan este artículo de la preparación de un libro (que nunca llegué a escribir) acerca de este cineasta, tal vez el que más permanente e intensamente ha estimulado la imaginación de los cinéfilos de mi generación.

Como también en este país hay personas —José María Carreño (20), José María Latorre (21) o el que suscribe, por ejemplo— que, una vez que empiezan, no saben dejar de hablar sobre Hitchcock, y como es mucho lo que acerca de él puede decirse, creo conveniente acotar con la mayor precisión el limitado terreno que trato de explorar, tanto por ser uno de los menos «batidos» como por resultar particularmente interesante desde mi punto de vista, y muy esclarecedor de la idea que yo me hago de Hitchcock: se trata del nacimiento, el paulatino perfeccionamiento y la final transformación del procedimiento dramático-estilístico mediante el cual analiza la realidad y expresa su visión del mundo: el famoso suspense. En este recorrido del laberinto hitchcockiano me han servido de guías, principalmente, los films que he visto más veces y que, en consecuencia, creo conocer más a fondo, y muy particularmente el que hace dieciocho años era el último que había hecho y el que todavía hoy considero la culminación de esta trayectoria, Topaz (1969).

1. Punto de partida

Los primeros films de Hitchcock fueron historias de amor, planteadas en términos morales y desarrolladas de una forma que suele calificarse, esquemáticamente y con unos matices injustificadamente despectivos, de melodramática. Si el frecuente empleo —por lo general, como arma arrojadiza— de este calificativo no refleja, a fin de cuentas, sino una opinión, totalmente subjetiva, acerca del relieve excesivo dado a los sentimientos en juego —relieve que puede ser desmedido para unas personas, adecuado para otras e incluso insuficiente para algunas, según sus respectivos caracteres—, hay que reconocer que resulta, en cambio, muy revelador, y que nos indica algunos de los rasgos esenciales del cine de Hitchcock:

a) Un interés manifiesto —desde el principio y durante toda su carrera— por los problemas o conflictos amorosos (en Hitchcock, como, por lo demás, en la vida real, el amor es siempre problemático y difícil, por unas causas u otras). Esto conduce directamente, como es lógico, a la figura clave de la pareja (que admite, sin embargo, diversas combinaciones, dando lugar a triángulos y cuadriláteros, con las consiguientes tensiones). Aparece también, junto a todo esto, una cierta dimensión erótica, que suele traducirse dramáticamente siguiendo —desde muy pronto: no olvidemos que Hitchcock trabajó en Alemania a comienzos de los años 20, antes de dirigir su primera película— esquemas freudianos más o menos del dominio público (sobre todo, en América, a partir de 1940), sin que ello atente contra la real complejidad y exactitud de los casos presentados, y tanto de forma explícita, como en Spellbound (Recuerda, 1945) e incluso irónica —Marnie (Marnie, la ladrona, 1964)—, como implícita pero evidente y hasta «ortodoxa»: Suspicion (Sospecha, 1941), Vertigo (De entre los muertos, 1958), Psycho (Psicosis, 1960) o Frenzy (Frenesí, 1972), por ejemplo.

b) Un afán de comunicar al público en general, y no sólo a un grupo más o menos «selecto» de iniciados, sus reflexiones personales sobre el amor, deseo que se manifiesta en una voluntaria —aunque más aparente y «formal» que real y efectiva— sumisión a una serie de normas y convenciones (el melodrama, el thriller, la comedia, el uso de «estrellas») que el espectador conoce y entiende o, por lo menos, admite inconscientemente. De hecho, Hitchcock se sirve a menudo, y a veces con gran osadía, de las expectativas que crean en el público estas reglas para, violándolas, lograr más plenamente lo que se propone: recuérdese la brutal impresión —más que de horror, de estupor y asombro, de no dar crédito a nuestros ojos— causada por el asesinato de Marion Crane en la ducha, hacia la mitad de Psicosis, debida en gran parte a que no cabía esperar que la actriz más famosa de la película (Janet Leigh), a la que habíamos acompañado desde el comienzo, muriese de forma tan violenta y menos todavía cuando aún faltaba tanto tiempo para que Hitchcock acabase de contarnos lo que creíamos que iba a ser «su» historia.

c) Como consecuencia de lo anterior, hay en Hitchcock un cierto grado de simplificación inicial de los datos, las situaciones, los personajes y sus sentimientos, pero siempre en superficie, ya que al final de cada película la profundidad ha sido alcanzada mediante el calculado desarrollo de la intriga y la excelente y «abierta» dirección de los actores, que, lejos de definir y limitar clara e irreversiblemente a los personajes y sus relaciones, permite que tengan un carácter dinámico, variable e inasible —que les acerca a la vida real— y que adquieran una complejidad a menudo inquietante. Esto hace que cobren libertad, ambigüedad e incertidumbre, e invita tanto a sus compañeros de aventura como a los espectadores a abstenerse de juicios precipitados, basados en la apariencia, y a poner más atención en la conducta de los personajes.

d) Por las razones ya expuestas, Hitchcock suele operar en el marco de las convenciones ideológicas (políticas, sociales, religiosas, raciales) admitidas por las sociedades en que trabaja (inglesa, americana) y que integran a la mayor parte de su público (occidental en general). De ahí que a veces recurra a una imaginería y a una dramaturgia (a una mitología, en suma) de origen vagamente cristiano; hecho que se da, por lo demás, en casi todo el arte occidental, y en particular en los artistas formados por religiosos, no ya aquéllos que, como Hitchcock, se conforman con rechazar que se les etiquete como «artistas católicos», sino incluso los que se declaran abiertamente antirreligiosos o agnósticos (como Buñuel). De ahí también que Hitchcock parezca adoptar una postura política cínicamente «aliada» tanto frente a los nazis como frente a los comunistas; sin embargo, un poco de objetividad —que a veces no viene mal— y otro poco de información —que nunca sobra— llevan a observar lo siguiente: el anti-nazismo de Hitchcock no responde simplemente al «esfuerzo de guerra» que se exigió de Hollywood desde la entrada de los Estados Unidos en la contienda, pues, aparte de films militantes como Bon voyage y Aventure malgache —producidos ambos en 1944 por el Ministerio de Información británico, y que nadie parece haber visto desde entonces—, había ya advertencias sobre el peligro fascista en The 39 Steps (Los 39 escalones, 1935), Secret Agent (El agente secreto, 1936), Sabotage (1936) o The Lady Vanishes (Alarma en el expreso, 1938) y Foreign Correspondent (Enviado especial, 1940, rodada y estrenada antes del ataque japonés a Pearl Harbor) acababa con un mensaje radiado desde Londres por un periodista americano (Joel McCrea) a sus compatriotas, exhortándoles a dejar su aislacionismo e intervenir contra Hitler en defensa de Inglaterra (22); esta actitud se mantiene durante la Segunda Guerra Mundial Saboteur (Sabotaje, 1942), Lifeboat (Náufragos, 1943)—y aun después—Notorious (Encadenados, 1946), ideológicamente en Rope (1948)— mientras que Hitchcock no colaboró nunca, en cambio, en la serie «antiroja» que prosperó durante los primeros años de la guerra fría, cuando McCarthy y sus cazadores de brujas acosaban Hollywood y a raíz de la Guerra de Corea (1950-53); las únicas películas de Hitchcock en las que algunos de los «malos» son comunistas son dos de las últimas, Torn Curtain (Cortina rasgada, 1966) y la ya mencionada Topaz, realizadas —con evidente falta de oportunismo— en plena «coexistencia pacífica» y sin aludir para nada a la (contemporánea) Guerra de Vietnam. Por lo demás, el conformismo político de Hitchcock es, probablemente, una forma cómoda de apoliticismo, pues —pasada cierta indignación «juvenil» con los nazis y cuanto representaban, sobre todo intelectualmente— no hay en su pasivo respaldo a las tesis oficiales americanas la menor convicción, el menor entusiasmo: ni huella de triunfalismo, ni asomo de ademanes patrioteros o belicosos, sino más bien desconfianza, escepticismo e ironía; en todo caso, si Hitchcock rehúye la controversia ideológica se debe a que necesita evitar cualquier reacción de oposición por parte de la mayoría de sus espectadores potenciales, a fin de hacerles admitir sin razonamientos ni reservas, casi sin que se den cuenta —o demasiado tarde para ofrecer resistencia—, lo que realmente quiere expresar o dar a entender —a veces simplemente hacer sospechar o poner en duda—, que es con bastante frecuencia algo distinto de lo que parece a primera vista, cuando no precisamente lo contrario.

e) Esta serie de convenciones de todo tipo —ideológicas, dramáticas, narrativas, formales, comerciales, publicitarias o espectaculares— que Hitchcock utiliza en provecho propio le permiten, además, escapar del aburrido naturalismo, prescindir de las explicaciones no estrictamente necesarias, manipular a su antojo el tiempo y el espacio, y librarse de la engorrosa tarea de mantener la «verosimilitud». Esto hace posible, a su vez, abordar a fondo —aunque indirecta, disimulada o solapadamente, de forma un tanto oblicua o marginal en ocasiones— las cuestiones o problemas que le interesan o preocupan de verdad, sin por ello correr permanentemente el grave riesgo que para la continuidad de su carrera supondría el bajo rendimiento económico que, de otro modo, si no enmascarase astutamente su «discurso», tendrían probablemente muchas de sus películas. Esto es, Hitchcock simula aceptar las reglas del juego vigentes en el cine comercial de un sistema de producción como el imperante en Hollywood, y paga un precio por ello, pero se sirve de ese sistema para obtener el dinero, los medios técnicos y los actores que precisa, se impone a él al convertirse calculadoramente en un director-estrella, famoso y rentable, y consigue maniobrar en su interior con el máximo de libertad y el mínimo de interferencia posibles. Resulta así que Hitchcock, director «integrado», ha sido durante muchos años más independiente —y más audaz también— que la mayor parte de los directores «marginales», a los que él mismo, por otra parte, al convertirse —con Hawks, Preminger, Wilder y algún otro—en su propio productor, señaló una vía de liberación.

f) Como puede deducirse de lo dicho hasta ahora, el cine de Hitchcock es un arte de la apariencia, y todas sus películas están construidas en varios pisos o capas o niveles superpuestos, de tal forma que los más superficiales —los más visibles, pero tal vez los menos originales— resulten aceptables para financiadores, intermediarios y consumidores, y los más subterráneos —siempre operantes: no se trata de que sólo los pueda captar una minoría de especialistas, sino de que, distinguiéndolos conscientemente tal vez sólo éstos, actúen sobre la totalidad del público; también el gas es invisible y no puede cogerse, y sin embargo embriaga, ahoga o envenena— expresen de forma muy definida y clara su visión personal de la realidad. Por ello, el cine de Hitchcock es fundamentalmente visual —es un hecho comprobable que la gente se guía más por los diálogos que por lo que ve proyectado en la pantalla—, y las verdaderas relaciones que existen entre sus personajes se establecen de forma implícita y «muda» —en gestos y miradas, encuadres y asociaciones de planos—, más que en la narración o en el diálogo: lo importante al respecto no es la peripecia que sirve de pretexto, punto de partida, envoltorio o motor, sino la historia intimista —casi siempre de amor, fascinación o seducción— que es su auténtico centro de gravedad; no es lo que los personajes nos dicen o se dicen lo que cuenta, sino lo que Hitchcock capta, revela o hace comprender combinando imágenes. La prueba de ello está en la frecuente disociación entre lo que se dice, entre aquello de lo que se habla en una escena y lo que en ella, bajo la acción rutinaria, está sucediendo realmente, en silencio, sin que nadie lo mencione, sin que algunos de los personajes se percaten de ello; por ejemplo: Alma Kruger sirviendo el desayuno al P. Logan y otros sacerdotes que charlan, en I Confess (Yo confieso, 1953). También pueden encontrarse indicios de ello en el carácter alusivo (y elusivo) que suelen tener los propios diálogos; en las asociaciones entre una y otra escena que sugieren encuadres parecidos o composiciones semejantes, colores dominantes y llamativos o la presencia de determinados objetos; en la aparente —y a veces ostentosa— arbitrariedad de los desplazamientos de la cámara (que no responden a una necesidad espacial, sino que tienen una función indicativa, unas veces, y el fin de crear incertidumbre, ansiedad o curiosidad, otras); en los cambios de plano y del tamaño de éstos (que señalan lo que en cada momento hay que mirar y su relevancia, y que permiten detectar, por tanto, lo que en cada caso es más importante para Hitchcock).

2. El suspense: función y significado

La primera película de Hitchcock que, además de ser bien acogida por la crítica, tuvo éxito de público fue The Lodger (El enemigo de las rubias, 1926). Era, como las dos anteriores y varias de las siguientes, un melodrama; no suponía novedad alguna —ya que, por accidente o como consecuencia de un arrebato pasional, la muerte había hecho muy pronto su presentación en la obra de Hitchcock— la inclusión de un criminal entre sus personajes, pero sí la importancia de un falso culpable, sospechoso de varios asesinatos y cercado por la policía. Es decir, que The Lodger es la primera película adscribible al género «policiaco» que rodó Hitchcock. A partir de este film, y dentro de la evolución que se ha producido en el curso de su carrera, Hitchcock empezó a planear su estrategia para llegar al público: tras un par de tentativas —económicamente decepcionantes— en el terreno del melodrama, Hitchcock decidió adoptar por lo menos la apariencia y la dramaturgia del thriller (literalmente, «estremecedor» o «emocionante»), enriquecido siempre por el contacto con otros géneros, en especial la comedia y, por supuesto, el melodrama. Hay que insistir en que el género escogido como base, el thriller, es muy amplio y bastante indefinido (y, por ello, poco rígido, muy flexible), y que su objetivo primordial es el de emocionar (no asustar, aterrorizar o preocupar, sino mantener en vilo, provocar agradables escalofríos). El mismo Hitchcock señaló a Truffaut (19) que lo que le interesa no es el Whodonit («¿Quién lo hizo?») a lo Agatha Christie, pues de hecho en sus películas lo que cuenta no es nunca quién fue el asesino, sino si el sospechoso —para otros personajes, para el público o para todos ellos— es o no culpable, sin que importe quién cometió en realidad el crimen: véase The Wrong Man (Falso culpable, 1956); o que va a ocurrir una cosa u otra y desear saber cuál de ellas; o saber que algo va a suceder, pero no cuándo. La desconfianza instintiva de Hitchcock hacia la policía y la administración de la justicia le aleja, por otra parte, de lo estrictamente «policiaco» y del estudio del crimen profesional u organizado y le lleva a desinteresarse del castigo que —de acuerdo con las convenciones— han de recibir los asesinos: al final de Vertigo, nada se sabe de la suerte de Gavin Elster, el marido de Madeleine, que la asesinó y urdió toda la trama, y todo hace pensar que a Hitchcock le trae sin cuidado que «el asesino ande suelto», ya que, evidentemente, no cree que «el que la hace la paga» y además, seguramente, le divierte la inquietante idea de que el mundo esté lleno de asesinos en libertad, de aspecto inocente y respetados por todos.

Ya que tanto Downhill, Easy Virtue, The Ring (1927) y The Manxman (1929) —obstinados intentos de tratar dramas de amor, infidelidad, celos y corrupción sin recurrir a elementos criminales ni al formato del thriller— como la deliciosa comedia The Farmer's Wife (1928) fueron sin excepción fracasos de taquilla, por mucho que recibiesen elogios de la crítica, Hitchcock decidió —sospecho que con cierta resignación— que su camino era el del thriller, y se dedicó desde entonces —estamos ya en Blackmail (1929), film parcialmente sonorizado— a perfeccionar la fórmula que había descubierto para lograr un mayor control de las reacciones del público y para adaptarla cuanto pudiese a sus verdaderos fines.

El arma empleada por Hitchcock, el medio del que desde entonces —pero cada vez mejor y más sutilmente— se serviría para lograr sus propósitos, es el suspense, término de por sí significativo, ya que sugiere tanto una suspensión anímica de los personajes y, con ellos, del público, como una suspensión del sentido de la obra, que quedará pendiente, en suspenso, hasta la conclusión del film, puesto que este sentido varía, en ocasiones diametralmente, de una escena a la siguiente, o permanece incierto, dividido entre la sospecha y la duda, entre el afán de saber y la incredulidad, por un lado, y relativizado por los datos parciales e inseguros que se nos suministran, por otro, hasta que llega el desenlace, que en los últimos años empezó a resultar también ambiguo, paradójico o abierto, es decir, que puede renovar la suspensión: The Birds (Los pájaros, 1963) en especial, pero también Marnie, o Vertigo.

Adoptemos, por su amplitud y simplicidad, la definición del suspense hitchcockiano que propuso Jean Douchet (23): «la dilatación de un presente atrapado entre las dos posibilidades contrarias de un futuro inminente». Su funcionamiento es semejante, como observa también Douchet, al de la espada de Damocles: la situación actual (en cada instante, en cada plano, en cada escena) se mantiene en un equilibrio inestable y precario, que puede resolverse de dos modos o en dos sentidos totalmente opuestos; además, como este equilibrio provisional no puede durar, el desenlace ha de ocurrir inmediatamente, sin que el sujeto (ni los que asistimos a sus tribulaciones) sepa (sepamos) cómo, en qué dirección ni en qué preciso momento va a romperse el equilibrio. Mientras esta tensión dialéctica entre dos futuros posibles —que, por ser virtuales o potenciales, son compatibles y, en principio, equiprobables, aunque casi siempre se tema que tenga más probabilidades de ocurrir lo peor que lo menos malo o lo bueno— que van a hacerse efectivos —excluyéndose, pues, mutuamente— es mantenida por Hitchcock (que la dilata por minuciosidad, fragmentación analítica del espacio, acumulación de planos, etc., o que retrasa y elude su resolución mediante elipsis temporales o espaciales), se produce el suspense: el espectador está pendiente de todo lo que ocurre, esperando impacientemente la solución del dilema, temiendo lo que imagina que va a suceder y a la vez deseando que pase de una vez lo que tenga que pasar, y cesen así su angustia y la tensión; procurando adivinar lo que va a ocurrir, tratando de anticiparse al desarrollo del film. Con esta actitud del espectador juega Hitchcock, suministrando pistas —casi nunca falsas, pero siempre engañosas o incompletas— que nos inviten a prever sus consecuencias, que nos impulsen a esperar tal cosa o deducir tal otra, para luego confirmar los temores que ha sembrado, o sustituirlos por acontecimientos inesperados y contrarios.

El funcionamiento continuo de tal dramaturgia exige que se cumplan ciertas condiciones previas, pues la tensión no sólo debe ser creada —cosa no difícil y en el fondo mecánica—, sino mantenida, prolongada, acentuada o sustituida por otra, no externa, sino consecuencia de la anterior. Estos requisitos básicos serían los siguientes:

a) Que el público y a veces algún personaje —que suele representar al espectador o al autor dentro de la obra; por ejemplo, en The Birds, Suzanne Pleshette y Jessica Tandy, respectivamente—, sepa más que el o los protagonistas (que son todos los personajes sometidos al suspense). Para que el suspense se produzca, es necesario que el espectador conozca las dos soluciones posibles y contrarias a que puede conducir la situación en la que el protagonista se debate, y que sea consciente de los peligros que —tal vez sin darse cuenta— corre.

b) Que el espectador se «deje llevar» por la película, que no oponga resistencia a su desarrollo, que no ponga en duda aspectos secundarios y, en el fondo, sin importancia alguna, y que entienda todo aquello que no le intrigue (y, por tanto, que todo lo que a Hitchcock no le conviene explicarle se le antoje misterioso e inteligente y despierte su curiosidad). Para lograr este objetivo es preciso, además de someterse —al menos aparentemente— a las convenciones de toda índole ya enumeradas, recubrir la inverosimilitud total o parcial de la historia y la funcional improbabilidad de ciertas «coincidencias» o «casualidades» mediante un realismo minucioso en los detalles (que, precisamente, no se nota: se notaría su ausencia), que impide que el espectador se distraiga —o se haga preguntas— con elementos accesorios (por ejemplo, el apartamento de James Stewart en Vertigo fue reconstruido en estudio a partir de numerosas fotografías tomadas en las viviendas de varios detectives retirados de San Francisco que, como el personaje de Scottie, habían estudiado Derecho). Es también conveniente disimular los puntos de fisura —los llamados «cabos sueltos»— de la trama-pretexto, rodeándolos del misterio, haciéndolos extraños, subrayando su ininteligibilidad (las desapariciones de MadeleineKim Novak— en la primera parte de Vértigo), de forma que el interés del espectador, en lugar de decrecer, aumente, o dándoles una intensidad emocional que incapacite al público para analizar fríamente lo que ve (los asesinatos de Janet Leigh y Martin Balsam en Psycho), o planificando de forma tan extraña y precisa que, al intentar nosotros ver una cosa, no veamos la que Hitchcock quiere ocultarnos (cfr. el picado que en Psycho muestra a Norman Bates-Anthony Perkins llevando a su «madre» en brazos, ángulo que impide que sospechemos siquiera que su función es precisamente la de evitar que nos demos cuenta de que Mrs. Bates es un esqueleto) (24).

c) Que el público pueda sentirse identificado, en mayor o menor medida y más o menos consciente y voluntariamente, con los protagonistas, de modo que, al ponerse en su lugar, entienda mejor sus reacciones y su conducta y, simultáneamente, le importe más lo que pueda sucederles. Para conseguir este objetivo, Hitchcock suele elegir como intérpretes a actores muy conocidos y atractivos, que —además de contribuir al éxito comercial de sus películas— normalmente son grandes actores, muy sobrios, dotados de una personalidad bien definida y suficientemente vulnerables como para que se tema por ellos pero lo bastante enérgicos como para que sea creíble que logren salvarse de los peligros que les acechan. Suelen poseer también —por su rostro, por los papeles anteriormente interpretados o por el carácter desacostumbrado del personaje que encarna a las órdenes de Hitchcock— una cierta ambigüedad moral y psíquica, que les mantiene a la vez cerca y lejos del público (al alcance tanto de su confianza como de sus sospechas, sobre todo en los casos de culpabilidad dudosa): los ejemplos más típicos serían James Stewart, Cary Grant y Joseph Cotten, que Hitchcock ha empleado cuatro, cuatro y tres veces, respectivamente. Estos actores tienden a interpretar personajes nada extraordinarios, con alguna función concreta en la sociedad (no suelen ser marginados ni delincuentes habituales, sino médicos, detectives —a ser posible retirados—, sacerdotes, editores, fotógrafos, deportistas, políticos, hombres de negocios, músicos, abogados, profesores, investigadores científicos, etc.). Las «heroínas» hitchcockianas, por su parte, suelen ser mujeres ociosas, frías, calculadoras, rubias, relativamente independientes, elegantes y misteriosas, presentadas inicialmente con un matiz negativo, crítico (la Tippi Hedren de The Birds y Marnie, sobre todo), aunque a veces maduren o «se abran» en el curso de la película, revelando facetas insospechadas de su carácter. Con cierta frecuencia son —sin proponérselo casi nunca— «mujeres fatales», peligrosas y fascinantes, de las que crean problemas o hacen a los hombres embarcarse en aventuras para las que no están preparados, y sólo en muy contadas ocasiones son mujeres casadas, que llevan una vida corriente y vulgar en compañía de su familia: Doris Day en la segunda versión de The Man Who Knew Too Much (El hombre que sabía demasiado, 1956), Vera Miles en Falso culpable, casi Julie Andrews en Torn Curtain, y aun en tales casos suelen trabajar por su cuenta (Doris Day quiere reanudar su carrera de cantante, Julie Andrews piensa seguir colaborando con Paul Newman cuando consiga casarse con él). Por otra parte, Hitchcock acostumbra a poner a sus personajes en una situación de pasividad voluntaria o forzada (de viaje, de vacaciones, en retiro, descanso, convaleciendo, en un fin de semana), paralela a la del espectador mientras contempla la película, y les hace caer —sobre todo si se quejan de la monotonía de sus vidas vulgares y aburridas y, como el público habitual de Hitchcock, quieren emociones— en una intriga que, en principio, les es ajena —Cary Grant en North by Northwest (Con la muerte en los talones, 1959) y Henry Fonda en The Wrong Man por un error; James Stewart en El hombre que sabía demasiado por la confidencia de un moribundo; Stewart en Rear Window (La ventana indiscreta, 1954), Sean Connery en Marnie, Newman en Cortina rasgada por curiosidad; Farley Granger en Strangers on a Train (Extraños en un tren, 1951) y Montgomery Clift en Yo confieso por un encuentro casual que parece responder a sus deseos subconscientes más reprimidos; Grant en Notorious por obligación, etc.— y de la que intentarán salir con bien sin poder servirse casi nunca de sus recursos o conocimientos profesionales: un abogado habrá de combatir los inexplicables ataques de los pájaros, un profesor —en vez de enseñar— intentará aprender lo que no sabe actuando como espía "incontrolado", un ejecutivo de publicidad tendrá que atravesar los Estados Unidos huyendo de la policía y de una banda de espías y se verá obligado, después, a convertirse en el inexistente agente de contraespionaje con el que le han confundido y a practicar el alpinismo en el monte Rushmore, un médico tendrá que evitar que se cometa un asesinato político y rescatar a su hijo secuestrado, etc. Para colmo, Hitchcock saca a sus personajes de su medio habitual, y les hace abandonar su ciudad —o país—, obligándoles a llevar una vida de nómadas —sobre todo si son sedentarios—, o bien les inmoviliza y aísla en el interior de sus casas (Rear Window, The Birds) o incluso combina ambas situaciones (Náufragos). Cuando Scottie actúa en Vertigo como detective, ha sido elegido para esa misión precisamente porque ha tenido que retirarse de la policía a causa del vértigo que padece y será, por tanto, incapaz de llevar a cabo su cometido ficticio. De esta manera, con un inicio plácido y cotidiano, tranquilizador, agradable, generalmente lleno de humor y en clave de comedia (Los pájaros, El hombre que sabía demasiado, Con la muerte en los talones), Hitchcock facilita el "despegue" del espectador, y le pone, desprevenido, en condiciones de alarmarse: de lo normal y realista pasamos súbitamente a lo extraordinario e improbable, descubriendo lo inquietante que se oculta bajo lo aparentemente inofensivo, los imprevistos que acechan en las vacaciones más meticulosamente programadas, y aprendiendo así a desconfiar de todo, pues en el fondo nada es lo que parece y nada es seguro. Todo este recorrido lo hacemos de la mano de los protagonistas, con los que compartimos sorpresas, decepciones y angustias, compensada nuestra posible indiferencia ante lo que le sucede a una criatura de ficción por una serie de datos que poseemos (y él no), que nos hacen más conscientes de los riesgos que corre (tenemos más motivos de preocupación que él mismo). Este proceso de identificación se traduce estilísticamente en una planificación que tiende moderadamente a ser subjetiva del personaje que en cada momento actúa como figura de identificación (pues pueden ser varios en un mismo film: la introducción de uno nuevo supone una ruptura, ya que se señala por la repentina adopción del punto de vista de dicho personaje, cuyas emociones pasamos a compartir desde entonces, en el interior de una escena planificada objetivamente): Hitchcock ha integrado al "estilo clásico americano", con algunas influencias de origen expresionista (iluminación, encuadres, trucajes, decorados presentados como tales, distorsiones, efectos de luz y sombra o de color), el método de montaje teorizado por el soviético Lev Kulechov, consistente, como se sabe, en la sucesión "plano del que mira/contraplano de lo que ve" pero perfeccionado de tal forma que la mirada del espectador se cruza tantas veces con la del actor —viendo luego lo mismo que él y tal como él lo ve— que ambas miradas —y las sensaciones que provocan— acaban por coincidir. Por si fuera poco, la neutralidad de los gestos de los actores de Hitchcock —cuyos rostros no suelen expresar nada— hace de ellos un "hueco" o espacio en blanco que ha de ser rellenado activamente por el espectador, que se cree libre sin serlo, ya que lo que se puede leer en la cara del protagonista está condicionado, si no totalmente predeterminado, por lo que ve —y con él el espectador—, de tal forma que la identificación se hace recíproca: prestamos al personaje nuestros sentimientos a la vez que compartimos los "suyos". Este sistema de "vasos comunicantes", este flujo de ida y vuelta entre la pantalla y la sala, crea una tensión adicional que contribuye decisivamente a la consolidación y al mantenimiento de la inicialmente creada: es lógico, pues, que Hitchcock piense en el público tanto como en la historia que cuente, y tanto en su psicología como en la de los personajes, ya que a fin de cuentas el espectador de Con la muerte en los talones o de Psicosis es también un intérprete de la película y ha de ser dirigido, lo mismo que Eva Marie-Saint o Janet Leigh. Hitchcock es plenamente consciente de que también ha de intentar tener en cuenta y controlar las reacciones de su público, y considera que los espectadores son elementos de la película tan importantes como la fotografía, la música o el decorado.

Se podría decir, por tanto, que para Hitchcock el suspense no es —como para la mayoría de sus pretendidos imitadores— un fin, sino un medio. No es tampoco un género, sino un método, una forma, un estilo, un instrumento con el que penetrar en la realidad sin detenerse en las apariencias ni en las convenciones naturalistas, comparable por ello a lo que representa para Jean Rouch el llamado cinéma-vérité, para Roberto Rossellini el "neorrealismo", para Rohmer la transparencia, para Eisenstein el "montaje de atracciones" (o, más tarde, la estilización operística), para Godard la improvisación, el collage y la entrevista, para Buñuel el surrealismo y el humor, para Lubitsch las elipsis alusivas que constituyen su famoso touch, para Sirk el melodrama, para Lang la abstracción, para Fuller la paradoja y la violencia, etc. Es, simplemente, su forma personal y particular de abordar y examinar los aspectos que más le interesan de la realidad, abandonando gracias al dramatismo del suspense los pasos intermedios que considera superfluos para sus fines. El suspense es, por tanto, una forma de ver tan válida y respetable como cualquier otra, y más dramática que casi ninguna; hay que tener en cuenta, además, que en Hitchcock no supone un mecanismo abstracto superpuesto artificialmente a lo real, forzándolo si fuera preciso, sino que se trata de una estructura dramática que refleja fielmente la realidad de la vida: la constante, el dilema de la elección, las diferentes posibilidades que se nos ofrecen y que requieren que a cada instante tomemos una decisión y escojamos entre dos opciones contrarias, a veces sin tiempo suficiente o sin datos como para evaluar las consecuencias de cada uno de nuestros actos u omisiones.

Algunas películas de Hitchcock —muy raras en la etapa americana de su carrera—, abandonando el terreno habitual del thriller (misterio, crimen, investigación, persecución), constituyen el corolario de lo antes expuesto, pues se sirven de la misma estructura dramática: Mr. and Mrs. Smith (Matrimonio original, 1941), que es una comedia acerca de los dramas conyugales de una pareja supuestamente casada muy próxima al Lubitsch de Angel (1937) o de Lady Windermere's Fan (El abanico de Lady Windermere, 1925) —película esta última, por cierto, en la que puede fecharse la invención del suspense hitchcockiano, pues todos los elementos que luego Hitchcock desarrolló y perfeccionó están presentes en ella, y aplicados a una trama amorosa y familiar, carentes de factores criminales aunque no de misterio y culpabilidad—, es también un film de suspense; la única diferencia que existe entre Mr. and Mrs. Smith y Suspicion es de tonalidad (más cómica que dramática) y de grado —lo que está en juego no es una cuestión de vida o muerte, sino de felicidad o soledad, de unión o separación—, por lo que las soluciones contrapuestas del incierto presente no se plantean criminalmente, sino eróticamente. Los procedimientos utilizados por Hitchcock no varían sustancialmente (malentendido, enigma a esclarecer, confusión de identidad, juegos de miradas, intrigas, persecuciones), con lo que queda claro, además, que el tema que de verdad interesa a Hitchcock —aquí explícito, no encubierto— es el de las relaciones amorosas entre el hombre y la mujer, cosa que sus thrillers, bajo el manto de una peripecia más sensacional, de mayor peso narrativo y dramático, dejan clara con frecuencia: Sospecha no hace sino resaltar dramáticamente el problema de la mutua confianza, abordado más a fondo (gracias a una perfecta integración entre la historia de amor y la historia de espionaje) en Encadenados; Spellbound narra un enamoramiento, aunque utilice como trampolín una doble trama psicoanalítica y criminal (de la que Hitchcock no consigue deshacerse a tiempo y que supone un estorbo durante la segunda parte de la película); Vertigo soluciona —y descarta— el enigma criminal a los dos tercios de su desarrollo, para continuar como pura historia de amor obsesivo; Marnie convierte la cleptomanía que ha servido de hilo conductor del relato en el efecto compensatorio de una frigidez cuyas causas Mark Rutland-Sean Connery tendrá que averiguar para tratar de estabilizar (tal vez un tanto vampíricamente, no sin peligros para su amada-paciente) las relaciones de la pareja, etc., etc.

3. Evolución del suspense

El empleo del suspense en Hitchcock se ha ido perfeccionando progresivamente sin convertirse en una fórmula inmutable, estereotipada y cómoda. Tras los primeros tanteos de la época muda, el edificio dramático-narrativo que puso a punto en The Lodger y Blackmail se fue consolidando durante el periodo sonoro de la etapa inglesa, aunque siempre a un nivel menos profundo, con más humor que dramatismo, que en la etapa americana: compárense The 39 Steps o The Lady Vanishes con North by Northwest o Torn Curtain, el primer The Man Who Knew Too Much (1934) con el realizado veintidós años después en Estados Unidos. Al llegar a Hollywood, poco antes de estallar la Segunda Guerra Mundial, con un cierto prestigio artístico y comercial que le permitía actuar con libertad y con medios materiales con los que no contaba en Inglaterra y que estaba echando en falta, Hitchcock dirige un misterioso melodrama romántico y onírico-surrealista (cercano a novelas como Cumbres borrascosas de Emily Brontë, o Jane Eyre, de su hermana Charlotte), que contiene ya, al menos en esbozo, a menudo en forma plenamente desarrollada, los temas fundamentales de casi todas sus películas posteriores más significativas o características (la confesión, la desconfianza, el amor, la locura, el suicidio, las relaciones turbias, el peso del pasado, la falsa culpabilidad, etc.), en especial de las que no pueden asociarse al subgénero de "espionaje". Este film decisivo es Rebecca (Rebeca, 1940), cuya voz interior inicial nos indica algunas de las claves de su estilo, sobre todo en lo que se refiere a sus aspectos onírico y de cuento de hadas inquietante —es decir, a lo Alicia en el País de las Maravillas—: "Anoche soñé que volvía a Manderley... atravesé como un espíritu la barrera que se alzaba ante mí".

El suspense es lo que permite a Hitchcock franquear la barrera de lo aparente —ese muro que el naturalismo se complace en reforzar y hacer cada vez más elevado e impenetrable— y desvelar así lo que las personas, las cosas y los hechos ocultan en su interior (todo film de Hitchcock es una investigación, aunque no de un crimen, como pudiera pensarse, sino más bien acerca de unas personas y sus relaciones afectivas). A partir de Rebeca Hitchcock va aplicando el suspense con creciente rigor y con más matices. Encadenados o Extraños en un tren son puntos fundamentales de este progreso, que culmina en el período comprendido entre El hombre que sabía demasiado (no en vano remake de un film rodado en Inglaterra) y Psicosis, su mayor éxito comercial y una de sus películas de presupuesto más reducido (intuyo que Rear Window, que no he visto jamás, puede ser una obra de capital importancia al respecto). Entre la antología personal, especie de summa hitchcockiana, que representa North by Northwest y el punto-límite que señala Psycho al año siguiente, Hitchcock da por completada una etapa de su carrera, y tras tres años sin hacer cine, sino breves episodios de TV que le permiten experimentar con las situaciones más que con la narración (siguiendo, en cierto sentido, la vía elegida en Francia por los más conspicuos de sus admiradores, los ahora directores de la Nueva Ola), se replantea la naturaleza del suspense y pasa a explorar nuevos terrenos, infringiendo las reglas que él mismo estableció para sí mismo, empíricamente, sin la menor aspiración normativa —de ahí el escaso éxito de tantos cineastas que, sin serles propia y esencial esta visión del mundo, han tratado de imitarle aplicando tales reglas como si se tratase de una fórmula mágica trasmisible y de validez universal—, siempre que lo considera necesario para el mejor logro de sus nuevos objetivos.

Así, nos encontramos con que en The Birds el espectador ya no sabe más que los personajes (lo que explica, probablemente, la profusión de personajes-espectadores, que aventuran las más variadas hipótesis acerca de las causas posibles del insólito comportamiento de los plumíferos de la zona): nadie sabe por qué atacan los pájaros, y Hitchcock se permite no explicárnoslo; la verosimilitud se ve reemplazada por una suspensión del sentido semejante a la que tiene lugar en un film que encuentro muy parecido, El Ángel Exterminador (1962) de Luis Buñuel (en el que tampoco se llega a saber nunca por qué los invitados del matrimonio Nobile no pueden salir de la casa de sus anfitriones, y en la que abundan los personajes especulativos y las hipótesis no confirmadas, para desembocar en un final en suspenso, amenazador y profundamente inquietante por su resonancia universal; todo ello permite una posible lectura parabólica de ambos films, que convierten las causas respectivas del ataque y del encierro en parte de su intriga). En Marnie, tal vez su película más explícita y reveladora, Hitchcock divulga sus claves de forma casi didáctica (compárese con Suspicion, Spellbound, Notorious, The Paradine Case, Under Capricorn y Vertigo), pero repitiendo el final ominoso, ambiguo y no resolutivo de Los pájaros y Vértigo (la aparente curación de Marnie tiene no poco de destrucción, lo mismo que la de Scottie parece llevar aparejados el vacío y la desorientación: los dos acaban como sonámbulos en trance, como zombies). En Torn Curtain se produce una ruptura aún más radical, que puede detectarse en una serie de hechos llamativos; la mecánica del suspense funciona por sí sola, creando tensiones y subrayando la importancia de ciertas cosas —o su verdadero sentido— mediante la planificación; el escenario de la acción no sólo es extraño a los personajes, sino que también resulta desconocido para el público (una Alemania Oriental totalmente ficticia, irreal, onírica, "de transparencia") y toda la trama bordea el absurdo y lo grotesco de forma intranquilizadora y hasta desasosegante; durante su desarrollo se invierte el aparente parti pris político del film, que se convierte en juego de espejos cóncavo-convexos que se reflejan mutuamente hasta el infinito y la pérdida de la perspectiva y del sentido de la orientación; su funcionamiento es también opuesto al de los films de espionaje anteriores: como el curioso (véase Rear Window, e incluso el Devlin de Notorious, y todos los espías de Topaz) es siempre culpable (sus deseos suelen materializarse, y su ansia de saber o de ver parece provenir de alguna perversión), hasta ahora todos los espías habían sido "enemigos" —extranjeros infiltrados en territorio "propio", o traidores por convicción o a sueldo—, mientras que aquí el espía es un americano ignorante (25) e interesado, que va a Alemania Oriental mintiendo y engañando a todo el mundo —a su gobierno, a los comunistas, a la opinión pública e incluso a su novia—, con el único fin de robar la fórmula que un sabio alemán ha descubierto y que él no es capaz de encontrar; además, los personajes principales carecen de entidad y resultan muy poco simpáticos —Paul Newman y Julie Andrews—, saben siempre mucho menos que el espectador —que, por tanto, no se queda quieto esperándoles, no les acompaña, sino que, casi sin darse cuenta, les abandona— y que, incluso, los numerosos y absorbentes comparsas pintorescos y estrafalarios que aparecen y desaparecen constantemente, robando plano e introduciendo digresiones durante todo el transcurso de la película. Es también importante el que Hitchcock nos haga asistir a un largo y penoso asesinato, cometido con gran torpeza y chapucería por el supuesto héroe del film, espectáculo lamentable que pone fin a nuestra momentánea identificación con él (que había sustituido a la heroína como figura conductora del relato, justo desde el momento en que, muy de mañana, sale del hotel para establecer contacto con la organización ilegal de fugas), adoptando la película desde entonces un carácter exterior a los personajes, enloquecido y disparatadamente rocambolesco que enlaza más con la etapa británica (The 39 Steps, Secret Agent, The Lady Vanishes) que con North by Northwest, el segundo The Man Who Knew Too Much, Topaz, Notorious o Foreign Correspondent (si acaso, tendría algo que ver con la delirante Saboteur, sin duda la más descabellada y gratuita de sus obras americanas), lo cual marca en Hitchcock, como en Ford, Hawks, Lang, Renoir, Chaplin, Walsh, Capra y otros viejos cineastas, un retorno al cine que hacía en los años 20, 30 ó 40, desde una perspectiva vital diferente, y con una cierta actitud crítica, en este caso añadiéndole, encima, escenas distanciadoramente festivas con personajes-espectadores que comentan irónicamente las peripecias que están viviendo (la huida en autobús), lo que, junto con la estructuración en secuencias aisladas, la tonalidad irrealista que indican ya los títulos de crédito y los múltiples elementos paródicos que la llenan, acaban por «deshumanizar» casi totalmente la película y convertirla en un juego de luces, sombras y colores en movimiento.

4. Del suspense a Topaz

Topaz demostró, en el momento de su estreno —y no parece que la situación haya cambiado, si nos atenemos a las advertencias prodigadas por algunos con motivo de su pase televisivo, muerto ya Hitchcock y a los once años de la realización de la película—, que casi nadie —y muy particularmente la crítica de cine, que es la que tendría que ir aprendiendo— sabe todavía mirar un film, "leer" o "descifrar" instantáneamente sus imágenes, enterándose de lo que muestran y significan, y relacionándolas entre sí. Y casi nada hay tan nocivo —ya lo señaló Goethe— como la ignorancia activa de los que pretenden enseñar sin querer antes comprender, de los que se proponen deliberadamente no entender —es decir, no ser inteligentes—, de los que no se han enterado todavía de que el sentido de una película no hay que buscarlo —porque suele no encontrarse— en la peripecia argumental que puede recomponerse a partir de los fragmentos de acción narrados y de los diálogos —muchos diálogos son mentiras, caprichos o equivocaciones de los personajes, y en todo caso no serían sino su expresión más explícita, superficial, deliberada y aparente—, sino en la forma (que es lo cinematográfico, lo que justifica que, después de escribir el guión, se ruede, monte y sonorice un film) en que dicha historia está realizada mediante una serie de elementos visuales y sonoros, espaciales y temporales, rítmicos y luminosos, etc. La puesta en escena no es sino la estructura dada a cada encuadre, a cada plano, a cada secuencia y al film en su conjunto, como resultante de todas las decisiones tomadas por el director con el fin de contar unos hechos —lo mismo da que sean históricos o ficticios— y de expresar y comunicar ciertos significados. En un film de Hitchcock lo importante, lo significativo y lo revelador no es nunca lo que dicen los personajes —sean o no los protagonistas—, sino cómo lo dice Hitchcock: las películas de este autor han de verse con una atención constante, observando lo que cada plano muestra y enlazándolo con lo que contienen los planos contiguos, y teniendo bien presente, además, la intensidad (proximidad-tamaño, angulación, color, grado de aislamiento, movimiento) con que lo muestra.

Cualquiera que haya visto algún film del autor de Vertigo con suficiente atención y se haya molestado en reflexionar un poco, habrá observado que nadie es tan opuesto al maniqueísmo como Hitchcock. Curiosamente uno de los reproches que lanzan contra él sus más contumaces detractores consiste precisamente en acusarle de maniqueísta, como si en su cine pudiesen apreciarse nítidas líneas de separación entre los "buenos" y los "malos", entre el "Bien" y el "Mal", entre la "luz" y las "tinieblas", entre la "culpabilidad" y la "inocencia", entre la "razón" y la "locura" entre lo "real" y lo "imaginario", entre la "vigilia" y el "sueño", entre el "orden" y el "caos", cuando resulta que, por el contrario, como en la obra de Edgar Allan Poe, cada término de esta serie de oposiciones lleva en sí a su contrario, y está indisociablemente unido a él, es su doble y su reflejo. Por eso lo más pacífico y vulgar (un gorrión, un molino de viento, una organización pacifista) se puede revelar anómalo y peligroso (un animal feroz, un nido de espías, una organización de sabotaje), el presunto culpable puede no serlo (H. Fonda en Falso culpable) y el inocente nunca lo es del todo (Extraños en un tren es la muestra más clara), la sensación de culpabilidad puede ser mental, y es siempre transferible o contagiosa (Robert Walker-Farley Granger-Ruth Roman-Patricia Hitchcock en el último film citado). Todo esto divierte enormemente a Hitchcock, que, siempre socarrón, disfruta inquietando, y, siempre moralista, pretende poner todo en duda, minar la buena conciencia, el conformismo, la satisfacción con uno mismo, hacer sospechar del fundamento de las nociones más arraigadas y universalmente admitidas como válidas e incluso hacer que se tambalee nuestra forma habitual de percibir e interpretar la realidad. El propio Hitchcock declaró que había hecho Los pájaros para minar la complacencia que reina en el mundo, la inconsciente tranquilidad en que vive mucha gente. Porque sabe reflejar el mundo invirtiendo sus apariencias, es decir, enseñándonoslo tal cual es, mostrándonos el revés y lo que este revés esconde, Hitchcock es, con Luis Buñuel, el más subversivo de los cineastas (no en vano Ensayo de un Crimen, 1955, y —sobre todo— Él, 1952, son las películas más hitchcockianas que no ha realizado Hitch; y no olvidemos el asombroso paralelismo existente entre El Ángel Exterminador y The Birds). Como decía Ramón G. Redondo al empezar su crítica de Extraños en un tren: «¿Cuántos reversos tiene una medalla? Hitchcock —fachada apacible, ojos dormidos— responde: "Tres". Y en realidad miente. Cada reverso tiene otro reverso. Cada espejo refleja otro espejo. Son infinitos los espejos. Al fondo, alguien se derrumba (¿o canta?). Y, de repente, estamos en el caos. Hemos sido llevados de la mano por un hombre peligroso. Ni siquiera existe la medalla. Sólo el miedo, la conciencia, la culpa, el vértigo, el amor» (9).

Por eso las películas de Hitchcock no tienen fondo, son inagotables, insondables, interminables; pueden verse cien veces sin tocar nunca tierra firme, profundizando cada vez más sin avanzar por ello un palmo hacia la meta de la comprensión total. Con Hitchcock no sabemos nunca a qué atenernos, perdemos pie, nos hundimos más y más en las arenas movedizas de la complejidad, de la ambigüedad, de la imaginación estimulada, fascinada, tentada, desafiada a buscar tras cada superficie, tras cada apariencia, un secreto, un enigma, un disimulo, una motivación oscura o, por lo menos, turbia. Hitchcock nos muestra la imagen —una foto o un dibujo, tanto da— del fondo de un pozo (o de los ojos de una mujer desconocida), nos conduce hasta el borde del perfil y nos obliga a encaramarnos y asomarnos para ver mejor; de pronto, hace un juego de manos y nos sonríe diciendo que la evidencia segunda —lo que habíamos tomado por la verdad escondida— también era mentira, una máscara, una ilusión, y nos promete —con mirada burlona— que la verdad de verdad viene ahora. Y caemos entonces, o seguimos cayendo si ya habíamos resbalado, presas del vértigo del conocimiento, del afán de comprender y de esclarecer el misterio, hacia el fondo invisible, cada vez más distante, de un pozo inexistente del que ya no podremos salir; no hay escapatoria. Y seguimos cayendo, girando en espiral, cada vez más deprisa; cuando creemos haber parado la caída libre y nos aferramos a los muros descubrimos poco después que en realidad seguimos descendiendo, hundiéndonos, bajando por escaleras de caracol que se deslizan sin fin hacia el vacío.

Ante tal obra, conviene pensar dos veces antes de dar un paso, o, mejor todavía, tres: de lo contrario, se puede pillar uno los dedos (y los que no usan la cabeza, indefectiblemente, se la parten). Por eso, y una vez que se haya admitido que Hitchcock es todo lo contrario que un maniqueísta —y no creo que, con un mínimo de datos y de buena fe se pueda discutir esta premisa— resultará patético leer la mayor parte de lo que se ha escrito sobre Topaz incluso en ambientes pretendidamente hitchcockistas (más bien, diría yo, "hitchcockeros"; desde luego, no hitchcockianos). Porque Topaz es la culminación liberadora y superadora de toda la trayectoria creadora de Hitchcock, el cierre de un círculo que abarca en su interior todo lo que había sido hasta entonces su cine, el retorno a cuerpo descubierto —y con la mayor sabiduría— a sus más íntimas, auténticas y profundas preocupaciones.

Como ya indicaba la elección de actores muy poco conocidos —sobre todo en América, pues gran parte de ellos son europeos y ninguno muy célebre ni en su país natal— y bastante vulgares o neutros (Karin Dor, una muy mediocre actriz alemana, nunca podría haber imaginado que Hitchcock iba a ser capaz de convertirla en una cubana maravillosa, apasionada, morena y emocionante en cada gesto, cada mirada), sin que resaltase como claro protagonista cualquiera de ellos —es un film de mosaico colectivo—, Hitchcock, que estaba avanzando hacia la depuración absoluta —a partir de la riqueza, el espesor y la complejidad iniciales, no cortándose el camino hacia ellas; es decir, más como Fritz Lang que como Robert Bresson), decidió renunciar en Topaz a la identificación del espectador, situándole, en cambio, en una posición de observador privilegiado y externo —aunque concernido más o menos por la suerte de todos los personajes— de un drama cruel y doloroso en el que los individuos, desposeídos de su condición de héroes, dejan de actuar libremente, por propia iniciativa, para ser despiadadamente manipulados, manejados y utilizados por entidades superiores e inhumanas, que se sirven de ellos sin escrúpulo alguno, sin la menor consideración para con sus derechos, sus sentimientos, sus vidas particulares o sus deseos. Y Hitchcock, como Lang, se limita a contemplar —no sin indignación moral, con desgarro contenido, sin esperanza, con escepticismo— cómo las fuerzas implacables no ya del destino, sino del Estado —o sus ramificaciones excesivamente desarrolladas, protegidas, irresponsables y poderosas— en su movimiento inexorable y sinuoso, destruyen, corrompen, explotan o siegan brutal e hipócritamente varias relaciones amorosas, varias vidas. La postura de Hitchcock frente al espionaje es inequívocamente condenatoria, y por razones muy semejantes a las implícitamente esgrimidas por Josef von Sternberg— otro romántico pudoroso— en Dishonored (Fatalidad, 1931): critica y ataca a todos los gobiernos que participan en la despiadada partida de ajedrez, analiza y desenmascara sus diversas tácticas (por ejemplo, queda bien claro que los americanos, que son los que ponen en marcha todo el tinglado y provocan el desencadenamiento de la tragedia, se lavan siempre las manos —o las esconden— para poder enseñárselas al mundo en el momento oportuno y proclamar su buena voluntad y su inocencia, utilizando a otros, comprados unas veces, seducidos otras, para que hagan por ellos los trabajos sucios o más peligrosos y delatores; por eso, y sólo por eso, directamente no llegan a matar a nadie). Y Hitchcock cierra la película mostrando con desprecio la inutilidad de tanta mentira, tanta suciedad, tanta muerte y tantos sacrificios (enlazando, en este sentido, con Anatomy of a Murder, Anatomía de un asesinato, 1959, y, sobre todo, Advise & Consent, Tempestad sobre Washington, 1962, de Otto Preminger, y prefigurando ciertos aspectos de la última obra del gran cineasta vienés, The Human Factor, El factor humano, 1979): una mano anónima lanza despectivamente sobre un banco de los Campos Elíseos un periódico americano cuyos titulares proclaman la "pacífica solución" de la crisis de los missiles en Cuba, mientras se percibe, al fondo, irónicamente, el Arco del Triunfo de l'Etoile, y resuena la marcha militar soviética del inicio de la película, y unas rápidas sobreimpresiones recuerdan algunas de las víctimas de los esfuerzos americanos por mantener el statu quo, el inestable y ominoso equilibrio de fuerzas que hace que este final haga pensar en el de Los pájaros.

Se ha dicho —sin aducir pruebas, por supuesto— que Topaz es un film vulgar y anodino, hecho con tal desinterés que parece rodado no por Hitchcock sino por el más rutinario artesano del celuloide. Sin duda, es delator de falta de interés por parte de Hitchcock comprar los costosos derechos de la nefasta y reaccionaria —pero con elementos interesantes y aprovechables— novela de Leon Uris; pasarse un año expurgándola de su propaganda anti-cubana y pro-C.I.A., con gran descontento del autor del libro (que se sentía, por lo demás con razón, traicionado); pasarse otro año rodando, con elevados gastos, en un montón de países diferentes, montar el film durante varios meses y tantear sucesivamente tres finales diferentes (de los que el exhibido en España es el menos cínico y el menos brillante, pero el que, creo yo, mejor expresa, pese a ser el último, y por lo visto sugerido por la productora, el pensamiento de Hitchcock); no utilizar ni una sola "estrella" (pues era preciso que los actores no fuesen caras conocidas, que pudiesen pasar, como los espías, por burócratas, funcionarios y hombres de negocios de no excesiva importancia, de los que no llaman la atención), pese al fracaso comercial relativo de Los pájaros, Marnie, la ladrona y Cortina rasgada, y a sabiendas de que Topaz tampoco iba a tener demasiado éxito (ya que declaró a Truffaut menos de dos años antes de emprenderla, a punto de acabar el montaje de Torn Curtain, que las películas con tema político no solían ser taquilleras). Las restantes acusaciones de que Topaz ha sido objeto no merecen respuesta, pues se caerían por su propio peso si los que las profieren se molestasen en analizar objetivamente la película: el que no reconozca a Hitchcock en cada plano es que no tiene ojos, carece de memoria, simplemente, no le conoce (o muy mal, superficial y fragmentariamente), o tiene de este cineasta un idea tan esquemática, teórica y rígida que no está dispuesto a aceptar que experimente y se salga de los límites que le ha impuesto toda una tradición crítica basada en sus películas más célebres y características. Hitchcock le dijo a Truffaut en 1966: «Me he preguntado con frecuencia si podría hacer una historia de suspense dentro de una película más suelta, en una forma que no sea tan compacta» y en Topaz se atrevió a poner en práctica esa tentadora idea —para él desafío— recurriendo a una estructura en facetas, episódica, compuesta en su mayor parte de secuencias aisladas y casi independientes, enlazadas más elípticamente que nunca por relaciones de sumisión, dependencia y corrupción de unos personajes y otros; rehuyendo la tensión, el ritmo trepidante —acelerado incluso— y el esplendor formal que caracterizó sus obras cumbre de los años 50 (Vertigo, North by Northwest), probablemente las mejores de toda su carrera. Topaz es un film de colores planos, mate, sin brillo ni profundidad, con una iluminación uniformadora (e indirecta, como ya en Cortina rasgada), en el que toda sorpresa es evitada y todo misterio es elucidado en cuanto se presenta, sin que quede ya, por tanto, más fuente de emoción que el puro suspense a que se ven sometidos —con muy escasas probabilidades de salir con bien— los personajes. En este film, el espectador lo sabe casi todo, y los personajes, aunque mientan o disimulen, aunque finjan ignorancia o no se den por aludidos, aunque traten de engañarse o de justificarse ante sí mismos y ante los demás, también saben, y no pueden eludir su parte de responsabilidad, de complicidad, de culpa.

Topaz es, por eso, el film más amargo de cuantos rodó Hitchcock, el más escéptico y el más serio: hay poco lugar para el humor —salvo algún detalle absurdo o macabramente irónico, de esos que hielan la sonrisa apenas esbozada— en una obra que trata sobre la corrupción y el abuso, la explotación y el chantaje, la traición y la falsedad, la destrucción del amor y la degradación de la amistad a manos del utilitarismo y la cínica invocación de las relaciones afectivas y de la confianza en provecho propio o de un gobierno al que algunos de los personajes parecen dispuestos a entregar todo, casi siempre sin tener siquiera la disculpa del fanatismo. Eso explica que los personajes que salen mejor parados —de la película, a los ojos de Hitchcock y del espectador que acepte su punto de vista; no, desde luego, de la trama— sean precisamente los que aman más allá del deber (Juanita de Córdoba) y, sobre todo, los que, además, no espían ni mienten, se niegan no ya a utilizar a las personas queridas, sino incluso a dejar que sean otros los que las exploten o torturen (Rico Parra). Esta postura queda especialmente clara, para tomar un ejemplo entre muchos posibles, en las escenas que enfrentan a Juanita (K. Dor) con André Devereaux (Frederick Stafford) y Parra (John Vernon): mientras, en un dormitorio, con atuendo e iluminación convencionalmente amatorios, Juanita mira con amor e intensidad al francés, tratando de establecer ya un contacto físico del que hace muchos meses que se ha visto privada, el espía enamorado de su profesión le hace "regalos" (cámaras, contadores Geiger, etc.) y le da instrucciones para que lleve a cabo —o haga llevar a cabo— la misión que él ha aceptado por cuenta de la C.I.A.; cuando se besan —y siempre que lo hacen—, Hitchcock nos muestra el rostro apasionado y trágico de Juanita, y nunca de frente el de Devereaux —sino, por lo general, la nuca— pues se sirve del amor que siente por él la cubana para utilizarla como agente y "tapadera", amor que sólo llega a valorar (y tal vez corresponder, durante un segundo) cuando lo ha perdido, al morir Juanita por su culpa, a manos de Parra, un dirigente castrista que está enamorado de ella y que, al no poder ya defenderla de las cuestiones de actividades antirrevolucionarias que pesan sobre ella, dispara sobre Juanita mientras la abraza, para evitarle las torturas a que sería sometida a fin de desarticular la red de sabotaje que dirige, todo ello a pesar de que Juanita no sólo le es infiel y no le corresponde sino que le utiliza como coartada y le acusa de inventar historias (por tener celos), para defender a Devereaux —casualmente descubierto—, al que Parra advierte lealmente, dándole —para no comprometer a Juanita— la ocasión de huir. Al hilo de sus sucesivas apariciones en la película, Parra es mucho mejor tratado que Devereaux —espía por gusto, por vicio, por deformación profesional llevada a la obsesión—, que el sobrio americano Michael Nordstrom (John Forsyth) —que aprovecha su amistad con el americanófilo André para recabar su ayuda sin ensuciarse él las manos, ni comprometer a su país—, que sus superiores de la C.I.A. —torpes, como les dice el desertor ruso, y presentados por Hitchcock como groseros, amenazadores y carentes de escrúpulos—, que Boris Kusenov (Per-Axel Arosenius), —rápidamente corrompido por las comodidades y ventajas materiales del American Way of Life, pasa a desempeñar para los americanos funciones equivalentes a las que tenía en la K.G.B. y que tanto repugnaban a su conciencia que le indujeron a desertar—, que todos los restantes gobernantes y agentes que usan a los demás o se dejan usar a cambio de algo: el yerno de Devereaux (Michael Subor), el economista cojo de la N.A.T.O. que es miembro de "Topaz" (Philippe Noiret), su jefe "Columbine" (Michel Piccoli), amigo y compañero de la Resistencia de los Devereaux, el florista de Harlem que trabaja para los franceses (Roscoe Lee Brown), el sobornable secretario de Parra, la servidumbre de Juanita, etc. Juanita recibe un último homenaje en el momento de su muerte, puesto que al menos se sacrificó por amor, y no por obedecer órdenes ni por dinero, ni por la patria, ni por manía: al recibir el disparo de Rico Parra, un picado nos la muestra cayendo, lentamente, y, al tocar el suelo, ya cadáver, su bata se abre, violeta, como una flor. Rico Parra, desolado, se aleja: él, que no se ha servido nunca de nadie, acaba de traicionar los intereses de su país en nombre de un amor no correspondido y precisamente matando por amor lo que más amaba. Ya no le queda nada, salvo tal vez el recuerdo.

Con Topaz, Hitchcock pudo dar por concluida su obra. Frenzy, en su relajada "perfección", no supone un progreso; y Family Plot (La trama, 1976) no logró dar el paso adelante que, sin duda, pretendió. El círculo cerrado, todo dicho y hecho, la meta alcanzada tras mil rodeos, experimentos, perfeccionamientos y ensayos, Hitchcock podía morir tranquilo, y así lo hizo... mientras preparaba un nuevo film.

(1) Eric Rohmer & Claude Chabrol: Hitchcock (Editions Universitaires, París, 1957; reimpresión: Editions d'Aujourd'hui, París, 1975).

(2) Jean Douchet: Alfred Hitchcock (Cahiers de L'Herne-Cinéma n. 1, París, 1967).

(3) Ian A. Cameron: The Mechanics of Suspense (Movie n. 3); Suspense and Meaning (Movie n. 6); (con Richard Jeffery) The Universal Hitchcock (Movie n. 12). Los tres artículos están recopilados en Movie Reader (November Paperbacks, Londres, 1973).

(4) Robin Wood: Hitchcock's Films (A. Zwemmer Ltd., Londres, 1965; traducción castellana: Cine Club Era, México, D.F.; ediciones aumentadas de la versión inglesa en años posteriores).

(5) Jean-Luc Godard: Le Cinéma et son double (crítica de The Wrong Man) Cahiers du Cinéma n. 72). Recogida en Jean-Luc Godard par Jean-Luc Gordard (Editions Pierre Belfond, París, 1968; versión castellana en Seix Barral, Barcelona).

(6) Jean-François Tarnowski: De quelques problèmes de mise-en-scéne (à propos de “Frenzy” d'Alfred Hitchcock), en Positif n. 158; De quelques points de théorie du cinéma (à propos d'une lettre de Jean Mitry), en Positif n. 188 (versión castellana: Hitchcock-Frenesí/Psicosis, Fernando Torres, Valencia, 1978).

(7) Victor F. Perkins: Rope (Movie n. 7); cfr. también su libro Film as Film (Understanding and Judging Movies (A Pelican Original, Penguin Books, Londres, 1972); traducido al castellano como El lenguaje del cine, Editorial Fundamentos).

(8) Michael Walker: The Old Age of Alfred Hitchcock (Topaz), en Movie n. 18.

(9) Ramón Gómez Redondo: Extraños en un tren (Griffith n. 2).

(10) Maurizio Ponzi: Topaz (Cinema & Film n. 10).

(11) Michael Tarantino: How He Does It (Take One vol. 5, n. 2).

(12) François Truffaut: artículos sobre Rear Window, To Catch a Thief, The Wrong Man, The Birds y Frenzy recopilados en Les Films de ma vie (Flamarion, París, 1975; traducido al castellano como Las películas de mi vida, Ediciones Mensajero, Bilbao, 1976); Hitchcock in 1976 (Take One vol. 5, no. 2).

(13) Raymond Bellour: Le Blocage symbolique (sobre North by Northwest), en Communications n. 23).

(14) Adriano Aprà: II sipario strappato (Torn Curtain), en Cinema & Film n. 2.

(15) Enzo Ungari & Franco Ferrini: "Topaz" la politica del cento fiori, en Cinema & Film n. 11-12.

(16) David Morse: Topaz (The Brighton Film Review no. 17).

(17) Maurice Yacowar: The Farmer's Wife (Bright Lights no. 8) y el libro Hitchcock's British Films (Scarecrow, 1977).

(18) Joseph Sgammato: The Discreet Qualms of the Bourgeoisie (sobre Frenzy en Sight & Sound Summer 1973).

(19) Hitchcock by Truffaut (Secker & Warburg, Londres, 1967) o Le Cinéma selon Hitchcock (Rober Laffont, París, 1966), traducido al castellano como El cine según Hitchcock (Alianza Editorial, Madrid, 1974).

(20) José María Carreño: Alfred Hitchcock (Ediciones J.C., Madrid, 1980).

(21) José María Latorre: ver colecciones de Film Ideal, y Dirigido por ...

(22) Aquí tal vez sea oportuno recordar que, pese a vivir en Estados Unidos desde 1939, Hitchcock no renunció jamás a la nacionalidad británica.

(23) Op. cit., «Le Suspense», p. 8.

(24) Cfr. cuanto Hitchcock explicó a Truffaut acerca de Psicosis.

(25) Cortina rasgada podría haberse titulado El hombre que no sabía lo bastante o El hombre que sabía demasiado poco.

En “Alfred Hitchcock”. Oviedo : Fundación Municipal de Cultura, 1989

lunes, 12 de agosto de 2024

Summer Storm (Douglas Sirk, 1944)

If you are following the Douglas Sirk retrospective, you may have noticed that his films were often, like so many of his central characters, split or even, in some extreme instances, torn between opposite or conflicting drives. In the case of the movies, this is not the result of a deliberate aim, but rather the result of Sirk’s trying to achieve, in changing circumstances, the fusion of two diverse kinds of cinema.

On one hand, he was many times involved in the making of violent melodramas of passion and deception, of burning conflicts and disenchantments, of love, rivalry and mixed emotions, and intended and expected by the producers to intrigue, interest and move the cinema audiences. But, on the other hand, Sirk tended to show the strengths and the weaknesses of his main characters, regarding them with a critical eye, from a certain distance but also with some degree of compassion, and at certain moments through the transparent glass of a window or, sometimes, reflected on a mirror or some other reflecting surface, therefore stylizing the story with some detachment and thus preventing excessive or automatic identification with the characters.

Thus he tried to manage and make compatible the overwhelming musical emotion of the pure melodrama and the Brechtian distance that could allow to view these clashes of characters and their different interests and desires in a larger context, as a part of social conflict, and also to underline the hardships and the psychological and emotional costs of the frenzied “pursuit of happiness” and, in many instances, of economic or social success that characterized the United States of America during the ‘50s and early `60s of the twentieth century.

Although Detlef Sierck had directed already several kinds of melodramas in Germany and other European countries, Summer Storm (1944) was only his second American film directed with his new name of Douglas Sirk. It was again an independent production and well before signing his decisive long-term contract (1950-1958) with Universal Pictures, mainly devoted to that much maligned genre, although with some explorations of different genres. So far and still for two or three more films, he had not become a “genre director” specialized in melodrama, and was making more “respectable” or “prestige” films, with European themes or literary sources, from the point of view of the critical establishment, always very dismissive of melodrama or the so-called “women’s pictures”.

Apparently a rather faithful adaptation of Anton Chekhov’s first (and only) novel, The Shooting Party, which I would not describe as a melodrama, Summer Storm is really, if you compare both works, a rather free version of only a part of the book. Curiously, the best scenes in the film do not come from the great Russian playwright and story-teller, but from Sirk (his credited co-writer “Michael O’Hara” was one of his own pseudonyms) and Rowland Leigh, including the presentation of the character of Olga, surprised in her sleep, whereas remaining very close to the original in the portraits of the judge Fedor Petroff (superbly played by George Sanders in the first of his collaborations with Sirk) and the decadent count Volsky as embodied by Edward Everett Horton, while Olga has changed a lot, more mature and less negative, as Linda Darnell looks older than Chekhov’s depiction of the character, and also very different physically.

The main changes, however, are neither the invention of a servant, Clara (Lori Lahner), who is wholly infatuated for the judge, and therefore an utterly unreliable witness, nor the turning of Nadina (Anna Lee) into the woman Petroff was about to marry until hemet Olga, and therefore much closer to him than in the book, but very particularly the new beginning and ending, both placed after the 1917 Soviet Revolution, while the main story starts and ends in 1912.

More decisively, the last scenes, with a set of hesitations that finally will show the true morality of the judge neither to for the benefit of the citizen of the small provincial town, nor for any of the other relevant characters in the film, who do not witness his contradictory impulses and movements, but only for the audience watching the movie. This ending poses a moral dilemma which makes Sirk’s Summer Storm a melodrama, curiously and unexpectedly close to Otto Preminger’s film noir or thriller Fallen Angel (1945), and not only for Linda Darnell’s presence. About these final scenes, I can’t give a clue, because it would spoil you what no doubt for Sirk is the real core of the drama. I can only, therefore, advise you to watch very attentively George Sanders during the trial and also in the final scene, when he goes to the mail office.

Texto preparatorio para la presentación de la película en el ciclo Sirk del Festival de Locarno (4 de agosto de 2022)