miércoles, 15 de mayo de 2024

Mercado de futuros (Mercedes Álvarez, 2010/1)

Estuvo a punto de llamarse “Tierras bajo un sol invernal favorable”, que hubiera hecho esperar un film relacionado con el anterior, y que hubiera decepcionado, en lugar de sorprender. Podría también haberse titulado "Burbujas", "Pompas de jabón"; hasta "Vendedores de alfombras", "Puro aire", "Guiados por ciegos", "Un mundo virtual" o "Se vende todo". En cualquier caso, recoge de un modo sorprendente e impresionante las causas de la crisis sobrevenida en el año 2008, pero que llevaba varios más gestándose e incubándose en los mercados globales.

Sorprende sobre todo, para quien conozca la única película larga anterior de Mercedes Álvarez, El cielo gira (2004), porque, a primera vista, nada tiene que ver con ella, nos habla de otro mundo, con otro sonido, otra estética, otras preocupaciones, otra ética. Frente al mundo rural, casi vacío, despoblado, en vías de desaparición, invadido por bosques de molinos de energía eólica, en los campos áridos de las afueras de Soria capital, nos movemos aquí en territorios urbanos globales, si no idénticos sí equivalentes y a menudo confundibles, en los que se habla (mal) inglés y sin pensar, donde importa más decidir (comprar, vender) con rapidez que con razones y fundamentos económicos, dejando la determinación total del valor en el valor de cambio, olvidado por completo el de uso. Las escenas capturadas a los brokers, quizá más aún las de IFEMA (la Feria de Madrid) o lugar paralelo de Barcelona, con esos vendedores inmobiliarios que dicen con impertinente seguridad y rapidez párrafos de retórica publicitaria hueca, que no significan nada, que mienten más que hablan, que hablan mal y no dicen nada, que sudan y son desatentos y maleducados, camelistas profesionales, que erigen literales castillos de papel para engatusar a clientes e inversores. Al contrario que Michael Moore, Mercedes Álvarez no dice nada, ni caricaturiza (porque ya es grotesco eso que muestra), pero enseña cómo son, da a ver cómo funcionan, el desorden frenético con que se mueven y en el que se toman precipitadas decisiones sin base real en esos “mercados de valores” que se ha dejado que, sin reglas, dominen la economía y a través de ella el mundo. Son vendedores de felicidad en porciones, sobre folleto, en foto, en vídeo, en power point, en maqueta. O esos wizards o gurús que dicen enfáticamente verdaderas tonterías sin sentido, convirtiéndolas en dogmas a base de repetirlas a gritos, y que recuerdan, en el fondo, a Hitler, y su crédulo público hipnotizado a los que votaron y siguieron a Hitler (y lo cierto es que quien les hace caso haría caso a un Hitler). Está bien sugerida (sin énfasis) la conexión guerra-negocios, tan patente también en el entramado religioso-militar-jerárquico de todos los manuales o masters de recursos humanos. Hay que ver cómo pasan al (mal, atrozmente pronunciado) inglés, con qué voces, con qué gestos, con qué tensión corporal actúan. Una imagen en movimiento y con sonido sí que vale más que mil discursos con palabras.


Encuentro la película muy densa, aterradoramente real, una auténtica muestra de cine-ensayo avanzado. Por suerte, hay algún momento de pausa, de reposo, de silencio; por ejemplo, los frutales cultivándose junto a la autovía y las vías del tren, el viejo del rastro barcelonés que no va allí a vender, sino a pasar el rato. Escenas que tienen el ritmo más lento que precisan para contrastar por sí mismos, sin apoyaturas explícitas. No sé si Mercedes habría visto antes ni ahora, casi cuatro años después, Nicht ohne Risiko (2004) de Harun Farocki ni Staub (2007) de Hartmut Bitomsky, que son, con Film Socialisme (2010) de Godard, las películas en que me ha hecho pensar (y también un poco Play Time (1967) de Jacques Tati). En cualquier caso, Mercado de futuros explica implícitamente parte de lo que ha pasado, está pasando y va a seguir pasando.

Escrito para los Encontros Cinematográficos de Fundão (30 de marzo de 2014)

lunes, 13 de mayo de 2024

The Arrangement (Elia Kazan, 1969)

Un arte esquizofrénico

El primer libro de Elia Kazan era muy breve; más que una novela, era una sinopsis de película, el apunte esquemático de una serie de ideas, vivencias y recuerdos que bullían en su mente y que se manifestaron explosiva e impetuosamente en un film de tres horas, América, América (1963), cuyo fracaso comercial apartó a Kazan del cine. Sin duda por ello, el segundo fue muy grueso, una verdadera novela en la que Kazan se volcaba por entero y que se convirtió en uno de los grandes éxitos editoriales de los últimos años, permitiendo a Kazan hacer de ella un film de dos horas, El compromiso (The Arrangement, 1969). Se encontraba con una novela enorme, que debía adaptar como si no fuera suya, suprimiendo escenas, abreviando, seleccionando, corrigiendo, de tal forma que The Arrangement (cuya verdadera traducción sería "El arreglo") es una nueva obra, que gana en potencia y eficacia, toda la riqueza que pierde con respecto a la novela. La película es enormemente sintética, brutalmente elíptica, un tanto esquemática —como es habitual en Kazan, nunca demasiado sutil—, sobre todo en su primera parte, que es a la obra anterior de Kazan —tan recargada y barroca siempre— lo que una acuarela a un óleo, y que representa el punto extremo al que ha llegado el esencialismo (que, a partir de Río salvaje (Wild River, 1960), caracteriza su cine.

Cineasta del tiempo, como señaló Rivette, Kazan utiliza ahora esta dimensión del cine como una variable: por primera vez la estructura narrativa no es lineal, sino que se ve quebrada por flashbacks que reconstruyen una visión caleidoscópica (un poco a la manera de A quemarropa de Boorman); es decir, que para evitar el desconcierto conviene ver The Arrangement como si de Pierrot el loco se tratara: sólo así resultarán admisibles esos flashbacks subliminales, o esos otros en los que —un poco como en Fresas salvajes, de Bergman, pero no como mero espectador, sino activamente— el personaje actual convive con la imagen de su pasado irreversible, o las alucinaciones y desdoblamientos del personaje —más de esperar en Fuller que en Kazan—, que revelan la naturaleza subjetiva del film.

En su excelente libro sobre Kazan, Roger Tailleur ha expuesto cómo, tras una serie de películas "en tercera persona", pasó a la segunda y finalmente a la primera persona; pues bien, The Arrangement supone la culminación de esta última etapa —la mejor— de su carrera, en tanto que, si bien sus películas han tenido con frecuencia un planteamiento subjetivo a partir de Viva Zapata (1952), La ley del silencio (1954) y Al Este del Edén (1955), nunca habían sido tan explícita y totalmente autobiográficas. Si A Face in the Crowd (1957), Rio salvaje, Esplendor en la yerba (1961) e incluso América, América eran transposiciones objetivas de sus problemas personales, The Arrangement abandona toda apariencia de "exterioridad" y asume de principio a fin su carácter subjetivo y poético, con claro predominio de la expresión personal subjetiva y directa sobre la narración.

Evangelos Topozoglou, alias Evans Arness, alias Eddie Anderson (que encarna muy bien Kirk Douglas y —cosa nueva en Kazan— con mucho humor) es muy claramente el propio Kazan, y a través de su rebelión contra el "pacto" que había hecho con la sociedad, Kazan nos transmite su visión personal, parabólica y amarga, de los Estados Unidos en 1969. Porque resulta que el "arreglo" es represivo, insatisfactorio, aplastante, y por eso Anderson intenta el suicidio, se niega a hablar y a volver al trabajo, vuelve la espalda al éxito, se enfrenta con su padre (un hermano menor de aquel griego que besó el suelo de Ellis Island al final de América, América), abandona a su esposa (Deborah Kerr), intenta refugiarse en la locura, protegiéndose en un manicomio (la relación con Lilith, la última obra de Rossen, es evidente) y se va con su antigua amante (Faye Dunaway). Comprendemos entonces que la estructura caótica y subjetiva de la película correspondía a un caos vital, a una crisis moral, al desgarramiento esquizofrénico de Anderson-Kazan entre dos mundos: el interior (la felicidad personal, real, la sinceridad y la libertad, el ser uno mismo y nada más) y el exterior (el éxito, la reputación, el bienestar, el dinero, la familia, el comportamiento que la sociedad considera "normal"; en suma, el "arreglo" que Ie permite vivir, cómodamente pero en falso, una vida que no es la suya). Por eso, cuando —por primera vez en Kazan— el personaje deja de quejarse, de autocompadecerse masoquistamente y de pedir perdón, y actúa para liberarse de sus doradas cadenas, la película se distiende, se serena, se amplifica, se hace más lírica y nos revela que Kazan ha madurado. The Arrangement es, por tanto, si no la mejor película de Kazan, sí en cambio la obra del Kazan mejor, el más lúcido y el más valiente, el más moderno y el más responsable.

En El Noticiero Universal (22 de julio de 1970).

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Al parecer, no he sido el único que se ha quedado horrorizado al revisar El compromiso, que —no entiendo cómo— cuando se estrenó me pareció, pese a ciertos recursos formales ridículos, francamente admirable. Ahora, en cambio, considero esta película como un grotesco e incomprensible error de Kazan, de la que apenas se salvan —y parcialmente— algunas escenas con Faye Dunaway, y que constituye un muestrario particularmente detestable de todos los «tics» y defectos que —excepto en Wild River (1960) y America America (1963)— enturbian hasta sus grandes películas —como Splendor in the Grass (1961)— y hacen insufribles las peores: efectismo, histeria, enfatismo, discursivismo explícito y machacón, teatrería, falsas coartadas, actitud autojustificatoria y plañidera.

Lo que más me sorprende de El compromiso es que un hombre de la experiencia y talento de Kazan, con la libertad de actuar como productor, guionista y director y contar con un elevadísimo presupuesto, haya sido capaz de adaptar tan mal su propia —y excelente, además de muy personal— novela; que haya caído tan bajo, tras seis años sin hacer cine y justo después de las que considero sus tres mejores películas, como para fallar hasta en la dirección de actores (Kirk Douglas y Deborah Kerr están particularmente ridículos) e incurrir en coqueterías espacio-temporales de principiante (todos los flashbacks, el «alter ego» de Douglas), caída que, dos películas después —Los visitantes (1972) y El último magnate (1976)— sigue sin remontar.

En Dirigido por nº 63 (abril de 1979)

viernes, 10 de mayo de 2024

Concordancia y cordura : entrevista a José Luis Cuerda

Pares y nones (1982) es el primer largometraje de una persona que lleva muchos años reflexionando sobre el cine, escribiendo guiones o tratamientos y dirigiendo documentales (y algún dramático) para televisión. No debe, por ello, sorprender la madurez de su primera obra cinematográfica, modesta y realista en su planteamiento, pero exigente y ambiciosa en cuanto a los resultados. Hay en esta comedia sobre personajes inmaduros e indecisos, en la que las cosas «por un lado, tienen gracia, pero, por otro, maldita la gracia que tienen» —para emplear la certera fórmula de los fugitivos del autobús de Cortina rasgada—, algo más que una anécdota, unos diálogos brillantes o una eficiente dirección de actores. Es, también, algo más que la «tarjeta de presentación» —ante el público, ante la industria de un nuevo director. Se trata, sobre todo, de la materialización en la pantalla de una concepción del cine y de una manera de ver las cosas, que concuerda —como un retrato— con todo lo que yo sé o intuyo de José Luis Cuerda, persona a la que conozco desde hace mucho, con la que no había hablado demasiado de cine, pero con la que daba por supuestos muchos puntos comunes. De la conversación que mantuvimos ante el magnetófono podría elaborarse un libro —Cuerda sobre cuerda o Cuerda entre las cuerdas—, de modo que he procurado extraer y resumir aquello que, no siempre circunscrito a esta película concreta, más puede iluminar acerca de su manera de entender el cine o que no ha contado en otras ocasiones, a otras publicaciones o a la propia Casablanca (número 19-20).

CASABLANCA: Para empezar, hablemos de la comedia. ¿Es un género que te interesa especialmente o Pares y nones es una comedia simplemente porque hoy por hoy este género parece rentable en el cine español y de los proyectos que tuvieras éste es el que, por eso mismo, has conseguido que te produjeran? ¿Es una comedia por encargo o lo es casi por casualidad, sin que el guión tuviese que desembocar forzosamente en la comedia?

JOSE LUIS CUERDA: Es una comedia por montones de razones, y tú las has dicho prácticamente todas. A mí se me encargó una comedia de un determinado presupuesto económico y que cumpliese unas ciertas pautas: comedia de relaciones personales entre gente de nuestra generación. Entonces entregué un guión que cumpliese esas condiciones, aunque lo del bajo costo se fue a la porra inmediatamente porque se vio que era imposible. A mí me daba miedo hacer una comedia de esas características, porque ya las hay en este país, y algunas han dado mucho dinero. Así que me planteé si valía la pena hacerla, si me apetecía de verdad hacer una película de estas características. Porque yo había renunciado a hacer películas en las siguientes circunstancias: por supuesto, que repugnasen a mi ideología o mi moral; que fuesen en cooperativa, porque me parece regalar a las distribuidoras una serie de cosas que no hay que regalarles; que sirviesen simple y llanamente para hacer una película o ganar dinero, porque estos dos aspectos ya los tengo cubiertos con mi trabajo en Televisión Española. Y lo primero que pensé es que hacerla era un reto en varios frentes. Uno, que las comedias de este tipo que se han hecho en este país a mí no me gustan. Otro, que no había nada de malo en hacer una comedia, sino todo lo contrario, y para una primera película todo eran ventajas: había de permitirme saber si era capaz de conseguir lo que me había propuesto, y si yo estaba de acuerdo conmigo mismo a la vista de los resultados, eso me daría un mínimo de seguridad en este oficio, cosa muy necesaria al principio, cuando todo lo que tienes es inseguridad. Eso me llevó a escribir solo el guión —cuando antes había hecho guiones o tratamientos con Manolo Matji, con Manolo Marinero, con Fernando Méndez-Leite, etcétera— y luego a no enseñárselo a nadie, porque lo que tenía de apuesta, de ver si salía bien o no el producto final —y eso no depende de que tenga más o menos éxito popular o crítico, sino de que me guste a mí—, dependía de que la hiciese yo solito para que me sirviese como termómetro de mí mismo.

C.: La pega de hacer ahora una comedia es que, aunque se han hecho muy pocas en realidad y ni siquiera puede decirse que exista un género, a mucha gente le va a parecer que es lo mismo; quizá mejor, o más madurado, pero algo ya visto...

J. L. C.: Yo sabía muy bien los riesgos de ese proyecto y las pegas que se le iban a poner. Se me iba a incluir en una «escuela» desde ya, sin verla, porque, aparte del género y los personajes treintañeros, los presupuestos en este país dan para eso, dan dinero para hacer películas en apartamentos de amigos; eso es evidente. Pero, aparte de eso, a mí la comedia me parece el género más difícil con mucho; sobre todo desde un punto de vista técnico, porque hay que darle un ritmo que en otros géneros es menos fundamental, pero en una comedia o te ajustas mucho o vas de cráneo, porque se deshilacha todo. Yo no entiendo que se sobrevaloren tanto las Guerras de las galaxias, que —unas más u otras menos— me divierten mucho, me gustan y tienen mucho mérito, pero no sé por qué es más La guerra de las galaxias que el enfrentamiento de un hombre y una mujer en un momento determinado si aquello que estás contando va a algún sitio y es serio. A mí, la verdad, en cine me ha emocionado más un plano-contraplano, dos primeros planos de un tío y una tía mirándose en un momento dado que todo el Universo Mundo que pongan a mi disposición en un travelling maravilloso. Así que me dije: voy a hacer, más que una comedia, una película con la que la mayoría de la gente se ría, y eso, por lo que he podido apreciar en San Sebastián, funciona casi matemáticamente. Pero, por otro lado, se ha producido un fenómeno que yo pretendía, pero que quizá se esté produciendo en exceso, que es que mientras... —voy a emplear la palabra esa—, mientras una «primera lectura» o una «lectura mayoritaria» está basada en la risa, yo quería también que el espectador, en una —voy a utilizar otra vez la cosa— «segunda lectura», se arrepintiera de su risa... mínimamente, tampoco lo he echado por la tremenda..., pero que a la gente le joda un poco haberse reído. Pero esto, por lo visto, se ha producido en exceso y a determinada gente le jode tanto haberse reído que se queja de que sea una comedía. Pero eso es por una proyección suya, una mala conciencia suya, y yo creo que está muy bien que la comedia sirva de vehículo para contar un poco en profundidad las cosas, y con la distancia suficiente como para no tomarlas a lo trágico. Y me parece muy sano el que, por estar en tono de comedia, te puedas reír de tus propias vergüenzas.

C.: En el fondo, y aunque sea una comedia, yo creo que tiene más en común con una película tan triste como El hombre de moda que con Opera prima, Colomo, Vecinos u otras comedias con las que tenderá a asimilarse.

J. L. C.: Hablamos de lo que conocemos, sobre todo los que tenemos más o menos la misma edad. No es que haya una táctica, pero lo que hemos visto es esto, y por eso hay una serie de películas que parecen tener en común algo así como una actitud de «acoso y derribo del macho»; por ejemplo, El hombre de moda, o Pares y nones.

C.: Yo me refería, más allá de puntos de contacto temáticos o de enfoque, a una actitud frente a la forma de hacer las películas; yo creo que influye tanto como lo que se ha vivido el cine que se ha visto, y que eso marca, más que otras cosas, las similitudes entre directores de una misma generación y sus diferencias con los de otra. Por ejemplo, tu película, aunque superficialmente pueda parecerse algo a otras comedias recientes, se separa de ellas en que está muy planificada, mientras que las demás, me gusten más o menos, lo cierto es que, hablando con propiedad, no están planificadas.

J. L. C.: Cuando decía antes que esas otras comedias no me gustaban no quería decir que no me gusten en absoluto, sino que, como cada maestrillo tenemos nuestro librillo, yo no las hubiera hecho nunca así. Es decir, para mí hay una clara renuncia a la que creo que es la única arma expresiva que tenemos en mano los que queremos hacer cine, que es la planificación. Hay una especie de renuncia a la jerarquización de planos, y el sistema de «planos-secuencia» que se usa es, para mí, una coartada para no complicarse la vida. Lo más autobiográfico de un director es su planificación, cómo planifica sus películas, mucho más que el tema sobre el que está hablando. Tú, que eres economista, lo sabes mejor que yo: la economía existe porque los bienes son escasos. Y, en contra de lo que se puede pensar, o quizá crea un profano, los medios con que uno cuenta para hacer una película, y no estoy hablando de medios materiales, sino de medios expresivos, son muy escasos. Y si malgastas un travelling en enseñar cómo un señor cruza una calle, pues la has fastidiado, porque cuando tengas que echar mano del travelling como medio expresivo de algo en lo que de verdad quieres comprometer al espectador con lo que estás contando en la pantalla, pues ya lo has devaluado, porque lo has usado antes. Y ese tipo de reflexión creo que ha sido siempre lo que más me ha interesado al hacer cine, sea documental o dramático, y que es —como aquello que se decía tanto de lo «específico televisivo»— lo «específico cinematográfico». Yo estoy hasta las narices de hablar de «historias» en cine, creía que lo de los argumentos estaba ya olvidado totalmente: si todas las historias están contadas, si todas se van a parecer mucho, lo que importa es que se hacen de una manera o se hacen de otra. Además, ahora que lo sacas, hay otra cosa elemental, que la crítica de este país debía saber, y es que quien se inventa lo de los personajes indecisos ante la primera batalla a dar, que es la del amor, es Antonio Drove en ¿Qué se puede hacer con una chica? Es decir, que el cine de comedia español no empieza con Opera prima, ni mucho menos, sino diez años antes, con ¿Qué se puede hacer con una chica?, que, a su vez, tiene sus sabios antecedentes en Truffaut, por un lado, y en Rohmer, por otro... Bueno, Ma nuit chez Maud no se había estrenado todavía, así que Rohmer no... No puede ser.

C.: Pero se parece también, tal vez porque hay cosas de Rohmer que vienen de Hawks...

J. L. C.: Bueno, es que el problema enorme que tenemos con respecto al cine americano, y que yo creo insoluble, es que, claro, es dificilísimo pensar, sentir más que pensar, que las películas de Howard Hawks son documentales de vivencias personales de él: que cuando a John Wayne le ponen en jaque de matar y aparece una chica muy delgada, y al tío se le conmueve esa osamenta durísima que tiene, es muy parecido a... cuando Trintignant se niega a aceptar que puede ser frágil ante una chica que..., claro, lo que pasa es que a John Wayne le has visto siempre en carteleras enormes y Trintignant podría ser un amigo tuyo...

C.: Volviendo a la planificación, ¿estaba ya indicada en el guión y pensada de antemano?

J. L. C.: El proceso en esta película fue el siguiente: yo escribí el guión mucho más como una lista de diálogos que como un guión, entre otras razones porque era la primera vez que escribía sabiendo que lo iba a dirigir yo. Después hice un guión técnico detallado, con una escala de planos, secuencia a secuencia. Luego, en el rodaje, no seguía exactamente esa planificación, pero siempre contrastándola y aplicando los mismos criterios. Tuve la suerte de tener la cabeza fresca durante el rodaje para permitirme no respetar íntegramente lo que llevaba escrito, porque esas cosas siempre quedan un poco... En El túnel me pasó, y queda un poco hierática.

C.: A mí El túnel, aunque tal vez influyera que estaba hecha para televisión, me pareció mecánica, falta de vida, un tanto impersonal.

J. L. C.: Esta puede que también sea un poco mecánica, pero quizá a esta historia le venga bien...

C.: No, no resulta mecánica, lo que sucede es que ahora es tan raro encontrar una película muy planificada, con «planificación invisible», que llama la atención; paradójicamente se nota mucho. Cambiando de tema, entre los guiones que tienes, ¿hay alguno que veas como más adecuado para hacerlo en televisión que en cine? ¿Te parece un medio interesante?

J. L. C.: A mí, de entrada, lo que me parece un absoluto descabello —voy a poner los demás casos, y me voy a quitar yo—, lo que yo no entiendo es que Antonio Drove esté en esa casa y no esté haciendo dos películas al año, pagadas por Televisión; que estén Jaime Chávarri, Emilio Martínez-Lázaro, Josefina Molina, Pilar Miró... y otra gente a la que, cuando la contratan fuera, le pagan un millón, como Antonio Giménez-Rico: el sueldo que nos paga Televisión es un millón al año, y por ese sueldo estamos obligados a hacer lo que le dé la gana. Lo triste es que lo que le dé la gana sean documentalitos, reportajes y entrevistas. ¿Y por qué no le da la gana que hagan películas? Eso no lo entenderé nunca, y me parece un desperdicio absoluto. Y además, Televisión sólo tiene que cubrir una determinada parte del espectro para el que se hacen películas, mientras que producir en cine, sea cual sea el productor, cualquiera, es una heroicidad tal que no se entiende... y es algo que no tiene solución en este país, como no sea política. Y Televisión lo único que tendría que hacer es... buenas películas.

Publicado en el nº 23 de Casablanca (noviembre de 1982)

miércoles, 8 de mayo de 2024

Los contrastes de Werner Hochbaum

Werner Hochbaum (1899-1946) tuvo una vida breve y una carrera como cineasta bastante paradójica; su nombre no figura en muchos diccionarios y es casi habitual que las historias del cine omitan mencionar una sola de sus películas. Ni siquiera Georges Sadoul pareció tomar nota de su primer largo, Brüder (Hermanos, 1929), pese a tratarse de una obra decididamente proletaria, claramente influida por Eisenstein y con una fuerza notable tanto en la creación de imágenes como en su mensaje militante; hasta sus mayores limitaciones – un maniqueísmo algo caricaturesco y ciertos efectos de montaje simbólico procedentes de La huelga (1924) y Octubre (1927/8) – se ven compensadas por rasgos pre-neorrealistas: no utilizó actores, sino auténticos obreros portuarios y sus familias (muy convincentes) para narrar una histórica huelga del puerto de Hamburgo aplastada en 1896-1897.

Aparte de un par de documentales y otro par de corto o mediometrajes, al parecer perdidos (o destruidos), la filmografía de Hochbaum comprende catorce largos, divididos entre dos periodos muy claramente diferenciados: de 1929 a 1933 y de 1934 a 1939. Algunos le reprocharon, tras su primera etapa izquierdista, que se convirtiese en un sólido artesano “de la UFA”, sin tener en cuenta que en medio Hitler se hizo con el poder y que durante el nazismo los antecedentes de Hochbaum eran peligrosos en extremo ni tampoco que, por lo general, a partir de 1934 procuró hacer películas austriacas, además de una húngara y otra austriacosuiza, hasta que, a partir de 1938, tras la anexión de Austria, ya dio lo mismo, por lo que hizo en Alemania sus dos últimas películas (en 1938 y 1939) y durante la guerra permaneció inactivo; hay que señalar que recurrió a la astucia de rodar operetas vienesas o melodramas de época, que era la mejor manera de tratar de eludir la propaganda y hasta la omnipresente imaginería nazi (banderas, svásticas y uniformes por doquier). Por otra parte, y aunque las escapistas no son ciertamente sus mejores películas ni las más interesantes, el cine de Hochbaum no dejó de tener un acusado vigor estético, ideas visuales brillantes y muy notable dirección de actores, sobre todo, creo yo, en Man spricht über Jacqueline (1937); pero todas las que he visto resisten la comparación con las “guerras de valses” de Ludwig Berger y similares, y son muy superiores a las películas de Ernst Marischka en los años 50, aunque a ciertos paladares puedan resultar excesivamente almibaradas, y estén, desde luego, en los antípodas de la tradición social (o comunista) del cine alemán que ilustraron, al menos ocasionalmente, entre otros, Carl Junghans, Joe May, Richard Oswald, Lupu Pick, Karl Heinz Martin, Phil Jutzi, G.W. Pabst o Slatan Dudow.


Pero lo más valioso de Hochbaum es, por supuesto, ese primer periodo, en el que retrospectivamente pudo parecer la promesa de un Jean Vigo alemán, con obras tan asombrosas y vivas aún hoy como Razzia in St Pauli (1932), Schleppzug M 17 (1933, empezada e interpretada por Heinrich George), y Morgen kommt das Glück/Mord im Café Central)/Morgen beginnt das Leben (1933), que conjugan sorprendentemente la militancia con el lirismo, la descripción e ilustración de ambientes obreros y de marginales al borde de la ley, más cerca de imágenes, rostros, gestos y actitudes (a menudo acompañados de canciones) que tendemos a asociar con el cine francés, desde L’Hirondelle et la Mésange (1920) de André Antoine a L’Atalante (1934), desde los Renoir, Duvivier y Grémillon de esa época hasta el posterior Jacques Becker; incluso encuentro que algunos rasgos muy deslumbrantes y originales para 1932 de Razzia in St. Pauli anticipan cosas semejantes de un film como À bout de souffle (1959) de Jean-Luc Godard y recuerdan que los años en que se consumó la transición al cine sonoro fueron de los más innovadores y aventureros en aspectos como la estructura narrativa, la diversa duración de las escenas, las elipsis que daban paso a otras secuencias, la iluminación y la textura visual.

En el programa de la Filmoteca Española (mayo de 2016)

lunes, 6 de mayo de 2024

Outcast of the Islands (Carol Reed, 1951)

It is hard to believe that it was only by chance that so many –if not all-- of the characters in Carol Reed’s films are exiles, outlaws, outcasts, pariahs, the hunted, or the damned, either in their own lands or outside them, and it seems likely that Reed had an affinity --perhaps an unconscious one-- for such type. It is also remarkable that none of Reed’s protagonists could be described as heroes in the conventional Hollywood sense –consider Odd Man Out, in which James Mason plays Johnny McQueen-- though most of his films were made in a period when almost all leading men played the hero.

If the most classic and obvious example is Trevor Howard in Outcast of the Islands, yet such characters appeared in Reed’s films covering the entire spectrum of genres and fashions. In The Third Man, there were Cotten, Welles, Valli, Howard, and even Hyde White, the aristocratic Rumanian or the Soviet official (nobody seems to be Viennese in the movie), and all the leading characters in The Man Between fit into this category, as did Alec Guinness in Our Man in Havana, and William Holden, Sophia Loren, Oscar Homolka and others in The Key, the entire travelling circus troupe in Trapeze, and the orphans, beggars, swindlers and outlaws in Oliver! More curious still is that such characters predominate even in Reed’s least personal and poorest films, such as The Running Man (with Laurence Harvey), Flap/The Last Warrior (with Anthony Quinn); and Mutiny on the Bounty, which he planned but did not direct.

For the psychologically inclined, Nicholas Wapshott’s recent biography of Reed may supply some clues to the reasons, but I am more interested in the phenomenon itself than its origins, whether personal, unconscious, or otherwise.

It is also curious to find such unity in the work of a director who never wrote his own films nor aspired to the status of auteur, who confined himself to making minor changes to screenplays and dialogue to adapt them to the actors, and who sought to make the best possible film of the ingredients he was given, with truthfully acted dramatics, and the maximum efficiency and economy in storytelling. In addition, in the last half of his career he was rarely the producer of his films, the promoter of his own film projects, or the even the person who chose the screenplays.

Graham Greene, Max Catto, Jan de Hartog, J.B. Priestley, H.G. Wells, Charles Dickens, F.L. Green are among the authors –and they could hardly be more varied– that he brought to the screen. In Outcast of the Islands his raw material was one of the great adventure stories by Joseph Conrad, surely one of the masters of the novel and, above all, the short story, whose large and attractive bibliography has always been a dangerous temptation for directors. He was such a marvellous narrator, his characters were so rich and fascinating, so ambiguous and contradictory, and they lived such surprising adventures, often in exotic locations, that it is not surprising that his work was hastily and rather superficially seized upon as “filmable”. A legion of unwary directors tried their luck, almost always without success, or with only partial success. To succeed at all, they were often obliged to diverge substantially from the original material, and from Conrad’s unique way of telling his stories –complicating, developing, or combining two or three short stories, or abbreviating and drastically summarising the massive, torrential novels that were so laden not only with plot and historical context, but also with introspective reflections.

Elsewhere in this book the reader will find a more scholarly analysis of Carol Reed’s skill in adapting literary works to the screen. As a reader and admirer of Conrad, I can say that Outcast of the Islands, though filmed in black and white and with some major omissions from the original, came the closest to conjuring up the Conrad I knew from his books, and did so far more effectively than the Americans William A. Wellman or Richard Brooks were able to manage, not to mention the Pole Andrzej Wajda, and even Hitchcock. The only significant exception is probably Francis Ford Coppola’s Apocalypse Now, a very freely adapted, transposed, modernised and delirious version of The Heart of Darkness¸ which succeeds in summoning Conrad’s spirit despite the lack of fidelity to his text.

I very much doubt that Reed planned it that way, but he managed to create a heavy and oppressive atmosphere, with a tenser pace than was usual in his films, which, along with other devices, gives rise to the same sensations that were elicited by Conrad’s dense and complicated prose, the construction of his speeches, his play with the different points of view and with the “mediators” of the narrative, although the film relies more on silences and expressions than does the book, and completely dispenses with the superimposition or alternation of perspectives and flashbacks. It is certainly a simplification of Conrad, but one that is entirely justified in adapting it to the medium of film. It is Conrad’s story told from outside, in the third person, in the present and face-on, live, in spite of Reed’s usual propensity towards the oblique and the intermittent.

The casting of the film was masterly: Reed’s frequent accomplice Trevor Howard as Willems; the beautiful and silent Kerima (who, it seems, married his assistant director and disciple Guy Hamilton) as Aissa; Robert Morley as Almayer; his daughter Anabel as Almayer's insufferable young daughter Nina; Wendy Hiller as his wife; Ralph Richardson as Lingard –each is perfect, and when I reread Conrad it is their faces I now see. To such perfect casting, perfect direction was added, as Reed boldly incited his cast to reach the limits of excess and frenzy, madness and desperation, but restrained them there, so that they never went over the top and broke the tension. Some come dangerously close to overacting, but Reed’s hand is always firm on the reins, ensuring that the characters remain plausible throughout.

Visually and narratively, it is the most lovely, dynamic and elliptical of Reed’s films, and is rivalled only by The Key for excitement without recourse to rhetorical flourishes or pathos. Reed’s own character, phlegmatic, even rather cold and calculating, enables him to avoid sympathising too much with his film characters, freeing him from the risk of sentimentality that necessarily attends stories like this one.

Many European artists --more writers than filmmakers-- have tried to convey the madness of exile, whether forced or voluntary, addressing the phenomena of rootlessness and the impossibility of real social adaptation as suffered by so many adventurers during the colonial period. But few have managed to show it as clearly and succinctly as Carol Reed in this intense and exciting film, which compares favourably to the best American adventure films, though its treatment of the characters differs radically from them.


No sé si es pura casualidad - aunque mucha parece, realmente demasiada - o producto de una cierta y quizá inconsciente predisposición o afinidad personal, pero el caso es que gran parte de los protagonistas - si no todos - de las películas dirigidas por Carol Reed a lo largo de su carrera - y entre los que, por cierto, cuesta hallar uno solo al que pudiera razonablemente calificarse de "héroe", y esta coincidencia adicional es todavía más extraña, ya que va a totalmente a contracorriente de las arraigadas y persistentes convenciones cinematográficas, particularmente vigentes durante su etapa de mayor actividad - resultan ser, de un modo u otro, incluso en su propia tierra - ahí tenemos, por ejemplo, al Johnny McQuinn (James Mason) de Odd Man Out (Larga es la noche, 1946) -, exiliados, proscritos, marginados, perseguidos, parias, malditos.

El caso más clásico y evidente es quizá el de Trevor Howard en Outcast of the Islands (Desterrado de las islas, 1951), pero no cabe olvidar, entre otros varios, y tomándolos de todas las décadas y géneros, para que se compruebe que no depende de modas ni de exigencias arquetípicas - a cuantos tienen un protagonismo más o menos pronunciado - Cotten, Welles, Valli, Howard, incluso Hyde White, el aristócrata rumano o el oficial soviético: nadie parece ser vienés - en The Third Man (El tercer hombre, 1948) los protagonistas de The Man Between (Se interpone un hombre, 1952), Alec Guinness en Our Man in Havana (Nuestro hombre en La Habana, 1958), William Holden y Sophia Loren (por lo menos, también Oscar Homolka y alguno más de menor relieve) en The Key (La llave, 1957), casi todos los de la itinerante troupe circense Trapeze (Trapecio, 1955), y huérfanos, mendigos, estafadores y proscritos varios de Oliver! (Oliver, 1968),... lo curioso es que, si se fija uno al volver a verlas, no escapan de esta regla ni los de las películas más impersonales y menos logradas - que suelen ser las mismas, las de encargo -, como - por poner un par de ejemplos - Laurence Harvey en The Running Man (El precio de la muerte, 1962) o Anthony Quinn en Flap/The Last Warrior (El indio altivo, 1970); incluso lo hubieran sido los de algunas de las películas que preparó pero no llegó a dirigir, como Mutiny on the Bounty (Rebelión a bordo, Lewis Milestone, 1962).

Para los amantes del psicologismo, Nicholas Whapshott, autor de una reciente biografía de Reed, proporcionaría, sin duda, algunas posibles explicaciones de este fenómeno; a mí, sin embargo, me interesa más el hecho en sí mismo que sus causas, que no necesito que sean personales, ni siquiera inconscientes, porque resultan fundamentales.

Porque lo más curioso es que tal cosa suceda en la obra de un director que nunca pretendió ser un "autor", que no escribía más que ajustes y variaciones de los diálogos para adaptarlos a los actores, que de los guiones se limitaba a quitar y tachar, sin duda, más que a añadir "detalles personales", y cuyo objetivo profesional parecía limitarse a realizar cinematográficamente lo mejor posible esa historia, plasmándola en escenas dramáticas interpretadas con veracidad y contándola con un máximo de economía y eficacia. Sobre todo, si se tiene en cuenta que no siempre - no en todos los casos que he citado, desde luego - fue, como a menudo al principio de su carrera, su propio productor, el promotor del proyecto, el que sugirió o eligió el argumento que quería convertir en película.

Graham Greene, Max Catto, Jan de Hartog, J.B. Priestley, H.G. Wells, Charles Dickens, F.L. Green están entre los autores - más diversos no cabe - que llevó a la pantalla. En el caso de Outcast of the Islands su materia prima era uno de los grandes relatos de aventuras de Joseph Conrad, sin duda uno de los maestros de la novela y, sobre todo, del cuento, cuya copiosa y atractiva bibliografía ha sido siempre para los cineastas una peligrosa tentación. Era un narrador tan prodigioso, sus personajes eran tan ricos y fascinantes, tan ambiguos y contradictorios, y vivían aventuras tan sorprendentes, a menudo en parajes exóticos, que no es extraño que tengan una precipitada y superficial reputación de "cinematográficos" y que sean legión, por ello, los incautos cineastas que han probado suerte, casi siempre sin fortuna, o con un éxito muy limitado; en los casos en que han salido mejor librados de la empresa, lo han logrado a costa de traicionar, simplificar o alterar sustancialmente las historias que contaba Conrad y, sobre todo, su característico modo de referirlas: complicando y desarrollando, o combinando entre sí dos o tres short stories, o abreviando y sintetizando drásticamente las voluminosas y torrenciales novelas, repletas, además de la trama y el contexto histórico, de reflexiones introspectivas.

Otro texto de este volumen se ocupa de analizar, con mayor conocimiento de causa, las aptitudes de Carol Reed como adaptador literario. Como lector y admirador de Conrad, sin entrar en detalles, sólo puedo decir que es precisamente en Outcast of the Islands, a pesar del blanco y negro y una a veces perceptible escasez de medios, donde mejor he visto reflejado y materializado lo que imagino al leer a Conrad. Mejor que en las tentativas de los americanos William A. Wellman y Richard Brooks, mejor que en la de su compatriota Andrzej Wajda, mejor que en Hitchcock. Sólo la muy libre versión traspuesta, modernizada y delirante de su Heart of Darkness (El corazón de las tinieblas) que es, de modo tan extraoficial como innegable, el Apocalypse Now finalizado en 1979 por Francis Ford Coppola consigue resultados comparablemente satisfactorios, aunque, obviamente, mucho menos fieles a Conrad.

Dudo mucho que Reed se lo propusiera, pero consigue crear una atmósfera densa y agobiante, con un ritmo más tenso de lo habitual en su cine, que produce, con otros medios, las mismas sensaciones que la complicada y tupida prosa de Conrad, la construcción de sus oraciones, su juego con los puntos de vista y con los "mediadores" de la narración, pero apoyándose más en los silencios y las miradas que en el texto y prescindiendo por completo de la superposición o alternancia de perspectivas y de los flashbacks. Es, efectivamente, una simplificación de Conrad, pero una simplificación cinematográficamente oportuna: es, si se quiere, el relato de Conrad contado desde fuera, en tercera persona, en presente y "frontalmente", en directo, pese a la usual propensión de Reed hacia la visión intermitente y superficialmente oblicua.

Quizá la primera y decisiva baza de su acierto fuese un casting perfecto: su frecuente cómplice Trevor Howard como Willems, la hermosa y silenciosa Kerima (con la que, por lo visto, se casó su ayudante de dirección y discípulo Guy Hamilton) como Aissa, Robert Morley como Almayer, su hija Anabel como su insufrible hijita Nina, Wendy Hiller como su mujer, Ralph Richardson como Lingold... todos están perfectos, hasta el punto de instalarse en nuestra imaginación para siempre cuando releamos a Conrad. No es sólo, claro, que den admirablemente el tipo; están - como es costumbre en el cine de Reed - ejemplarmente dirigidos, arriesgadamente impelidos al exceso y el frenesí, a la locura y la desesperación, pero retenidos allí, en el mismo límite, para que ni se pasen ni dejen caer la tensión creada. Varios de ellos bordean peligrosamente el histrionismo, pero Reed tira de las riendas a tiempo, justo antes de que la desmesura les haga caer en la inverosimilitud o, peor aún, en el ridículo.

Es también, visual y narrativamente, el más hermoso, elíptico y dinámico de todos los films de Reed, quizá - con The Key - el que logra resultar más emocionante sin recurrir a la retórica plástica ni al patetismo de las situaciones. El carácter algo frío y calculador, vagamente flemático, de Reed le permite no sentirse nunca obligado a simpatizar con sus personajes, e impide automáticamente, casi sin esfuerzo, que se deje arrastrar al sentimentalismo en el que podrían desembocar ciertas escenas.

Son muchos los artistas europeos - más escritores que cineastas - que han tratado de transmitir la locura del exilio, sea forzoso o voluntario, la pérdida de raíces sin posibilidad real de aclimatación social y el desclasamiento que supuso para muchos la aventura colonial, pero pocos han logrado plasmarlo con tal fuerza de evidencia y de modo tan poco discursivo como Carol Reed en esta intensa y emocionante película, comparable en esas virtudes - pero sin deberles nada -a las mejores muestras del cine americano de aventuras, de las que se aparta radicalmente por su forma de tratar a los protagonistas.

En “Carol Reed”, edición de Valeria Ciompi y Miguel Marías. San Sebastián-Madrid : Festival Internacional de Cine-Filmoteca Española, septiembre del 2000.

jueves, 2 de mayo de 2024

2001: a Space Odyssey (Stanley Kubrick, 1968)

¡Qué grande es el cine! (31/07/1995)


No me cuento entre los fanáticos de Stanley Kubrick, pero lo cierto es que, al cabo de los años, he acabado por apreciarle, y reconozco que, aunque con ramalazos que no me resultan simpáticos y con al menos una película en su haber que me parece detestable - La naranja mecánica -, es un notable director. A mí no me gustó demasiado, en el momento de su estreno, 2001, pero he de decir que, con el tiempo y las sucesivas revisiones, me ha ido creciendo, hasta tal punto que ha dejado de parecerme pretenciosa y confusa; ahora diría, si acaso, que es desmedidamente ambiciosa, y que encima lo proclama, con lo que bordea la solemnidad, y que su relativa pero persistente oscuridad no carece de misterio, aunque no estoy seguro de si tiene sentido.

Hay que tener en cuenta que, bajo su apariencia de espectáculo de ciencia-ficción futurista, 2001 plantea - sin resolverlas - cuestiones no estrictamente relacionadas con los viajes espaciales, la conquista de otros planetas y la amenaza extraterrestre para los terrícolas, sino con el Cosmos, la inteligencia, el conocimiento, la evolución, el tiempo, la historia, la 4ª dimensión, la reencarnación, la convivencia con los cerebros artificiales, hoy tan cotidianos que todos tenemos uno en casa o lo usamos a diario en nuestro trabajo, pero entonces aún algo desconocido y vagamente ominoso, si no mágico... Naturalmente, Kubrick y Clarke no ofrecen respuestas a estas interrogantes; si acaso, formulan hipótesis, y ni siquiera brindan la cómoda oportunidad de acogerse a alguna de ellas, ya que la mayoría de ellas siguen indemostradas casi 30 años después. Sin que se conviertan deliberadamente en arcanos como Los pájaros (1963) de Hitchcock o El ángel exterminador (1962) de Buñuel, algo comparte del carácter vagamente desazonador e inquietante de estas películas, y del riesgo que supone lanzarlas al mercado tomando como objetivo a todos los públicos, y no a una minoría especializada.

Otro aspecto digno de mención son sus efectos especiales, que indudablemente supusieron una especie de revolución en su época. Después, por supuesto, se han ido mejorando y perfeccionando, aunque suelen ser más vistosos y ostentosos y hay que advertir que se ha ido facilitando considerablemente su realización, entre otras cosas mediante el vídeo, los ordenadores, la realidad virtual, etc., al tiempo que escapaban casi por completo al control del director de la película, y pasan a convertirse en segundas o terceras unidades de rodaje, totalmente autónomas, cuando no en sucesivas capas de película que luego van a superponerse o fusionarse de algún modo, mientras el realizador se limita a dar instrucciones a sus actores dentro de un vacío espacial, con un fondo negro, y con unas limitaciones de movimientos que deben ser sumamente molestas. Pero el concepto, me parece, no ha cambiado apreciablemente desde entonces, y no creo que, vista hoy, 2001 parezca tan anticuada y tosca en sus trucajes como en 1968 parecían las películas de ciencia-ficción de los 50, incluso las pocas que no eran de serie B y que contaban con un presupuesto apreciable. La verdadera expedición a la Luna, año y pico después del estreno de 2001, fue mucho menos espectacular, más cercana a las películas de ciencia ficción de serie B o hasta Z, como la ahora famosa y estupenda Plan 9 from Outer Space de Ed Wood. Y cito las pobretonas porque en este terreno, la verdad, no ayudaba mucho contar con más dinero: hasta en buenas películas como Planeta prohibido (1956) de Fred McLeod Wilcox, que es en CinemaScope y de un estudio como la Metro, y que además tiene aspectos precursores de 2001 que invitan a la comparación, el color tendía a hacer más evidentes las transparencias, daba mayor cancha al mal gusto, y sustituía trucajes miserables pero inventivos con decorados pobres y que hoy se han quedado, decididamente, en los años 50.

2001 supuso no ya un salto cualitativo, sino un nuevo enfoque, del que no me extrañaría nada que fuese en gran parte responsable Douglas Trumbull, director de Naves silenciosas (1971) y Brainstrorm. Habría un nuevo camino por el que Lucas o Spielberg, James Cameron o Ridley Scott, han seguido avanzando, pero sin que realmente pueda decirse que han pasado a otro nivel.

Una de las cosas más raras y curiosas de 2001 es que tuviera éxito, porque a mi entender contraviene muchas de las reglas narrativas más sólidamente arraigadas. Fue, como recordaréis, una película polémica, con entusiastas y detractores bastante equilibradamente repartidos, y que aburrió o desconcertó a muchos de los que pagaron su entrada para verla, y por tanto contribuyeron a su éxito comercial. No sé si en la actualidad Kubrick habría logrado hacer la película tal y como la concibió, pero mucho me temo que, de haberse hecho ahora, con lo impaciente que se ha vuelto el público, con la manía del "zapping" y la posibilidad de acelerar la velocidad de un vídeo, no creo que llegase a amortizar su coste - que además hubiera resultado hoy mucho mayor -, porque lo cierto es que se trata de una película que "empieza" varias veces, y sólo arranca definitivamente, de veras, y ya con los personajes centrales de la historia, a los 51 minutos.

Para una película no tan larga - sólo dura 2 horas 18, con independencia de que por mucho que guste se haga más larga, a causa de su estructura, de sus variaciones de ritmo y de sus saltos temporales -, es un tiempo de puesta en marcha verdaderamente largo y arriesgado, que, para colmo, se produce en varias fases: primero, el prólogo "El amanecer del hombre", que dura 16 minutos; después, todavía hay que esperar otros seis minutos hasta que se produce el primer diálogo, que no es, sin embargo, más que la entrada en juego de un "McGuffin" que sirve para seguir dilatando el arranque. A los 42 minutos todavía seguimos sin "despegar", como quien dice. Hasta que, por fin, tras un rótulo que reza "Jupiter Mission. 18 months later", conocemos a Keir Dullea, Gary Lockwood y el ordenador parlante HAL 9000, que van a ser durante la parte central, el núcleo de la película, nuestros únicos puntos tangibles de referencia.

A propósito de HAL, hay que advertir a quienes vean la película doblada que la voz original es mucho más neutra, menos ominosa, que la que, con notable maniqueísmo y efecto destripador de la intriga, le han puesto en España. A mi modo, se desvirtúa así y no poco, y del modo más convencional, la "personalidad” no humana que le han programado a HAL y el progresivo deterioro de su psicología aparente. En inglés, HAL suena siempre con un tono mecánico, entre electrónico y metálico, y a pesar de ello resulta dramático cuando, en mi escena preferida de la película, trata de convencer a Keir Dullea de que no necesita desactivarlo, pues está mejor, y patético cuando, ya agónico, recita modosamente su ficha de fabricación y programación - su "biografía" - y canta, ya apagándose, una canción titulada "Daisy".

Por si toda la estructura del relato no hubiese sido ya bastante extraña - en propiedad, hay continuidad narrativa y dramática sólo durante una hora -, a los 111 minutos y durante unos 25 la película estalla en una coda final que resulta fascinante si uno se deja llevar, pero puede desconcertar al que se niegue a "entrar en el juego", y que además de su carácter pirotécnico y no narrativo, tiene la virtud de multiplicar súbitamente el número de preguntas sin respuesta, dejando invalidadas varias de las hipótesis que habíamos asumido y recordando las cuestiones pendientes del inicio, de las que nos habíamos olvidado durante cerca de una hora, bajo la presión del "suspense" provocado por la sorda lucha entre HAL y los dos astronautas interpretados por Dullea y Lockwood.

Se trata, pues, de una película de bastante difícil acceso, que requiere varios esfuerzos y sucesivas adaptaciones a las misteriosas estrategias envolventes que va poniendo en funcionamiento Kubrick, como si se tratase de las fases de un cohete necesarias para vencer la fuerza de la gravitación terrestre; encima, tiene un final extraño, como una especie de descompresión antes de salir de la nave espacial, en la que no se resuelve el misterio de la placa; por el contrario, las sucesivas apariciones del chirimbolo, al que puede atribuirse un cierto efecto maléfico, o al menos influyente y perturbador - que yo veo muy diferente del que describe Arthur C. Clarke en la novela que hizo a partir de su guión con Kubrick - , sirven para descolocar cada vez más al que se empeñe por racionalizar lo que sucede (o se insinúa, más bien) ante sus ojos. Y más bien esto último, puesto que casi nunca se explica con palabras lo que está sucediendo, ni se cierran las tramas secundarias que, como falsas pistas generadoras de misterio, se han ido abriendo.

Texto preparatorio para la intervención en “¡Qué grande es el cine!” (31 de julio de 1995).

lunes, 29 de abril de 2024

Demonios en el jardín (Manuel Gutiérrez Aragón, 1982)

La trayectoria de Manolo Gutiérrez es una de las más imprevisibles del cine español. Al contrario que otros, más apegados a un «proyecto de obra» preconcebido, con un sentido más rígido de lo que significa ser «un autor» o, simplemente, más propensos a vivir de las rentas (comerciales o críticas) de las películas precedentes, parece como si Manolo Gutiérrez se plantease cada guión como algo totalmente independiente, producto en parte del azar —las ideas que se le ocurran, las personas que conozca, los lugares que visite— y en parte, también, de un secreto afán de experimentación.

No se trata de etiquetar su cine de «experimental», pues afortunadamente poco o nada tiene que ver con el que trata de justificar sus deficiencias o su falta de rigor blandiendo ese adjetivo, ni hay en sus declaraciones ninguna pretensión de ir en vanguardia o de «abrir al cine nuevos caminos». Para Gutiérrez se trata, más que nada, de recorrerlos él en persona, es decir, que basta para que le tienten con que sean nuevos para él, y le da lo mismo que hayan sido transitados con frecuencia en el pasado: los hallazgos ajenos de nada le sirven si no los hace suyos, si no llega a ellos por su cuenta, por su propio pie. Y no sólo no le apetece reandar el camino ya recorrido, sino que puede no interesarle recorrer del desconocido más que un trecho; por ejemplo, hasta llegar a una encrucijada que le permita cambiar de sendero o atravesar el bosque. Por eso, cada una de sus películas, guste más o menos, esté conseguida o no, supone una aventura, y no la misma, sino una diferente cada vez, por lo menos para él; puede que también para el espectador, al que consiga fascinar desde el comienzo —por eso son tan importantes los arranques de sus películas— para que le acompañe, al menos durante una parte del viaje (porque también es cierto que es fácil «salir» de ellas, y que, incluso, algunas parecen incitar a que la atención que les prestamos no sea uniformemente intensa, sino oscilante y con cambios de perspectiva).

De modo que no ha de sorprender que Demonios en el jardín (1982) esté a gran distancia de Maravillas (1980), ya que la misma más o menos separaba a esta de El corazón del bosque (1979). Se podrá preferir una u otra, pero no hay que juzgar ninguna con los criterios establecidos por la película anterior, sino con los suyos.

Mientras Maravillas podría calificarse de centrífuga y concéntrica, Demonios en el jardín es más bien centrípeta, lineal y discontinua. Es una película oblicua, como vista por una rendija —un poco clandestinamente— y «en contrapicado» (sin que eso signifique que abunden planos con ese ángulo de toma). Es, en cierto sentido, una película dividida en dos partes, aunque su fragmentación narrativa, con frecuentes elipsis en todo momento, entre secuencias y hasta dentro de ellas, lo disimule: hay un «prólogo», para mí lo más logrado, antes de que nazca el niño Juanito (Alvaro Sánchez-Prieto), muy rápido, algo jocoso y a la vez amenazador y tenso, sin protagonista ni punto de vista definido; veinte minutos más tarde, un rótulo («Años después») deja paso al grueso de la historia, que tiene ahora un centro —agazapado, silencioso y pasivo— y está narrada de forma más reposada —aunque más elíptica aún— y aparentemente realista, aunque «lateralmente», porque, sin ser una película subjetiva, lo cierto es que comparte la visión de un personaje que, por su doble condición de niño y enfermo, no puede ser motor de la acción, sino espectador inadvertido o indeseado, que a lo sumo tiene capacidad para influir, condicionar, variar o impedir algunos hechos.

Como este punto de mira no es nada usual, y el niño tampoco tiene nada que ver con lo que suelen ser los niños en el cine, la película mantiene en todo momento un extraño y tenso equilibrio, que contribuye a hacer interesante y misterioso el itinerario. Todo permanece imprevisible e inseguro mientras dura la proyección: sólo al final, cuando las luces se encienden en la sala y las imágenes abandonan la pantalla para empezar a vivir su exilio en la memoria de los espectadores —y siempre hay algunas que consiguen grabarse en las películas de Manolo Gutiérrez—, termina la aventura para el director y empieza verdaderamente para nosotros. Y lo que cada cual haga con lo que recoja de la película es asunto suyo, no del autor, que ya ha cumplido con poner a nuestra disposición algunos materiales adicionales con los que alimentar nuestra imaginación. Que a uno puedan gustarle o estimularle más otros ingredientes, o que otras obras los proporcionen más abundantes y ricos, o más sugerentes para uno, es cuestión aparte. El caso es que hay pocos directores actuales —y si nos limitamos al cine español, menos todavía— que sean capaces de imaginar, primero, y de plasmar en la pantalla, a continuación, unas imágenes, unos rostros, unos fragmentos de una historia que permanezcan y que merezca la pena tratar de recomponer, y que Manolo Gutiérrez es uno de ellos.

Publicado en el nº 24 de Casablanca (diciembre de 1982)