viernes, 31 de octubre de 2025

A History of Violence (David Cronenberg, 2005)

En inglés, el título original de esta película significa, un tanto exageradamente (pero debiera dar que pensar, pues la convertiría en un apólogo moral, en una metáfora) “Una Historia de la violencia”, y en el sentido para el que aquí, a falta de “story” para diferenciar de “history”, requeriría mayúscula. Nada, pues, equivalente a “Una historia violenta”, que es el sentido que adquiere la demasiado literal traducción española, en un curioso afán de no dar una (dejar Saraband en sueco, cuando se trata de una adaptación de la palabra española zarabanda...).

Eso aparte, lo que más sorprende de la última película de Cronenberg –el más contemporáneo, creo yo, de los directores en activo, desde que Godard se ha dado a la reflexión histórica, y el más inquietante desde la muerte de Hitchcock–, y supongo que a algunos les habrá decepcionado, es su clasicismo, la sobriedad y precisión absolutas de lo que no puede llamarse de otro modo que “puesta en escena”, a mi entender más exacta y funcional todavía que la de Eastwood, y ello a pesar de que A History of Violence se base, como eXistenZ (1999) en un juego de ordenador, en un comic, del que, dicho sea de paso, no quedarían más rastros que algún rasgo caricaturescamente ominoso (pero muy amenazador en ambos casos, tan distintos) de los personajes de Ed Harris y William Hurt –resultan inquietantes como en una pesadilla–, y la extremada precisión de encuadres y composiciones que caracteriza tan sólo a los mejores ejemplares de este género (como los que admiraba en los años 50 Nicholas Ray, por ejemplo). Pero ya demostraron los clásicos que a partir de la pulp fiction se puede llegar a lo sublime y a lo más profundo, con tal de que uno crea lo que cuente y se tome en serio el cine, y respete por igual a personajes y espectadores, sin caer ni en el esquematismo ni en la puerilidad. Actitud que permite ser simple, claro y directo, sin por ello dejar de ser profundo, alarmante y misterioso.


Yo apostaría que Cronenberg –aunque no me conste– se ha preguntado a veces, viendo Out of the Past (Retorno al pasado, 1947) o Nightfall (1956) de Jacques Tourneur, o Ride the Pink Horse (1947) de Robert Montgomery, o The Killers en ambas versiones, la de Robert Siodmak (Forajidos, 1946) y la de Don Siegel (Código del hampa, 1964), o leyendo el relato de Ernest Hemingway en que se basan las dos, qué hubiera pasado si sus héroes respectivos, en lugar de rendirse a la fatalidad y el cansancio, como el “Sueco”, o debatirse inútilmente en una tela de araña seductora, como Jeff Bailey y otros, hubieran conseguido seguir ocultos, bajo un nombre falso, en algún pequeño pueblo perdido del Medio Oeste (o entre la anónima muchedumbre de una gran ciudad), o si Jeff (Robert Mitchum) se hubiera casado con su leal novia, antes de la confesión en flashback, camino del lago Tahoe. Aunque pasen unos 20 años, y uno no mencione nunca su pasado, ¿lo olvida? ¿Deja de ser el que alguna vez fue, y fue primero y durante bastante tiempo? ¿Es posible esconderse, y despreocuparse de los perseguidores más increíblemente tenaces, de los sabuesos a sueldo enviados para hacerle volver al pasado del que surgen y del que uno mismo, por mucho que se aleje, procede? Quizá, como aquí sucede, cuando uno llega a estar por fin más o menos seguro, y respira, y se confía, llega un día un coche y su conductor te hace una visita que es, más que una amenaza o una llamada al “orden”, un seísmo vital. Es más, como el protagonista Tom Stall (o Joey Cusack) ha ocultado su pasado a su mujer y a sus hijos, cuando estos descubren quién es realmente, su mundo de los últimos años se verá amenazado. De hecho, la creencia (tan irrenunciable para uno mismo) en que la identidad permanece, tiene por contrapartida que, por mucho que alguien se esfuerce por cambiar, y modifique su nombre, su forma de ser y su conducta, y el tiempo pase, resulta imposible (hasta si se lograra olvidar) sepultar el pasado de un modo definitivo. Este factor, se convierte, de modo implícito, en el verdadero drama máximo de la película. De repente, cuenta menos que veinte años (más o menos) felices, modestamente satisfactorios, de los que la mujer no parece tener queja, y los hijos –lógicamente, durante el tiempo más breve que, sin embargo, supone toda la vida respectiva– tampoco, que el hecho, uno, de que les haya ocultado su verdadero nombre, origen y actividades, y dos, de que haya sido un feroz criminal, aunque ya no lo sea, y miembro de una familia mafiosa de la que no tiene otro modo de liberarse definitivamente más que recurriendo, una vez más, a la violencia, matando a su propio (y más bien dementoide) hermano. Lógicamente –y hay que tener presente que para Cronenberg las mutaciones, la genética, la clonación, el sexo y las diversas formas de reproducción existentes en la naturaleza, los injertos, la cirugía, el sida, el contagio, todas las vías de trasmisión, comunicación y transporte son no meros “temas de actualidad”, sino elementos fundamentales de su alarmante visión del mundo–, podemos los espectadores (no digamos su familia) preguntarnos si el cambio es real, si puede ser definitivo. La admiración por el héroe que ha sabido eficazmente defenderlos y defenderse, aparte de atraerle a Tom provocadores desafiantes como los que con infinito cansancio se veía obligado a liquidar el protagonista de The Gunfighter (El pistolero, 1950) de Henry King (y de los que tampoco se libra su hijo adolescente), se torna instintiva, casi física repugnancia, desconfianza, pánico cerval, hasta temor a haber heredado sus rasgos más violentos: sin que nada haya cambiado en su exterior, es como cuando Jeff Goldblum se convierte en mosca, en la película de Cronenberg The Fly (1986). Y recuerda el dato preocupante (que en M. Butterfly, 1993, aunque basado en un caso real, resultaba inconcebible) de lo poco que llega a saberse o intuirse o sospecharse acerca de la verdadera naturaleza –incluso sexual– de la persona con la que se convive. Nos encontramos, pues, en el arquetípico y obsesivo conflicto cronenbergiano, presente de un modo u otro en toda su filmografía, unas veces orientado hacia el futuro, otras hacia el pasado, de naturaleza predominantemente física, carnal y hasta morfológica, pero siempre con consecuencias psíquicas, aquí centrado en la mente y su control, pero con manifestaciones ciertamente corporales. Si hay en la historia del cine una obra preocupada por los fenómenos psicosomáticos es precisamente la del canadiense David Cronenberg, y en nada ha cambiado este hecho con A History of Violence, incluso si la película, localizada en Estados Unidos y no en el Canadá, es algo más “realista” –en términos relativos– de lo habitual y no contiene elementos de “ciencia-ficción” ni de anticipación futurista. El final, que no tiene nada de feliz, salvo para el que se empeñe a toda costa en no ver las consecuencias inevitables de actos irreversibles y no ocultables como los que se ha visto obligado a llevar a cabo Joey/Tom, no puede ser más pesimista: tanto la mafia como la ley estarán detrás de él de inmediato y antes o después le alcanzarán. Era su vida tranquila, razonablemente feliz y discreta de los últimos años, lo que era un sueño, y la película es su violento y definitivo despertar.

En Letras de Cine nº 10 (2006)

miércoles, 29 de octubre de 2025

Smorgasbord (Jerry Lewis, 1983)

No sé quién será el culpable de haber rebautizado El loco mundo de Jerry la última película de Jerry Lewis, pero podía haberse ahorrado tal dispendio de imaginación —es obvio que no le sobra— y haber respetado el título original, no inglés sino escandinavo, pero cuyo significado, siquiera vagamente, entiende todo el mundo, y que está ahí para algo: no, evidentemente, para atraer colas de espectadores, pues muy «comercial» no es, sino para advertirles de que lo que se les va a ofrecer es un plato variado, frío, poco elaborado y ligero. No precisamente «un mundo», por loco que pueda ser, y por mucho que la sucesión de gags, viñetas, chistes y «números» que constituyen Smorgasbord (1983) ilustren, como todas sus películas precedentes, la visión del mundo de Jerry Lewis, su forma de entender la vida, que no ha cambiado desde la anterior, Hardly Working (Dále fuerte, Jerry, 1979), ni desde la primera que realizó en solitario, The Bellboy (El botones, 1960), ni siquiera, si se me apura, desde la primera que admite haber codirigido, You're Never Too Young (Un fresco en apuros, 1955), por mucho que haya evolucionado su estilo interpretativo y su manera de dirigir.

Por supuesto, puede reprochársele a Smorgasbord, si no se conoce su título verdadero, que no cuente una historia; que carezca de argumento, de continuidad «dramática» y de homogeneidad estilística; que parezca una antología privada de temas obsesivos, un muestrario de habilidades o una recopilación de descartes, de ideas no utilizadas en películas anteriores, porque quebraban el ritmo o la lógica narrativa, que, todavía en The Nutty Professor (El profesor chiflado, 1963) o The Patsy (Jerry Calamidad, 1964), Lewis trataba de preservar, siquiera en una medida residual, como armazón. Por eso, para evitar malentendidos, es importante anunciar al espectador lo que va a ver: una película tan absolutamente personal que apenas cuenta con él, sino —en todo caso— con su participación activa y despierta, ya que sólo así es posible apreciar la variedad de registros a que ha llegado Lewis en su triple cometido de guionista, director y cómico.

Como inventor de situaciones y gags no es fácil que destaque su labor en esta película: para un público ocasional, no hay guión propiamente dicho, y el paso de unas escenas a las siguientes es a menudo arbitrario, cuando no desconcertante; para sus íntimos, hay pocas novedades llamativas —quizá la más notable sea la casi total desaparición de las mujeres—, e incluso las variaciones sobre temas conocidos son escasas: se trata, más bien, de tomar escenas e ideas ya presentes en su obra anterior y llevarlas más lejos, unas veces hasta el límite de lo soportable —cuando, en lugar de hilaridad, producen agobio—, otras más allá de lo verosímil, incluso en el más fantástico de los contextos —el surrealismo campa más que nunca por sus respetos—, casi siempre de forma explícita y directa —todas las alusiones sexuales de antaño son hoy evidentes, los detalles de «mal gusto» más pronunciados—, al desnudo. La ausencia de impulso narrativo suprime el envoltorio que antes pudo hacer más «digeribles» las películas de Jerry.

Pese a los años de inactividad como director transcurridos, por decisión propia o por falta de financiación, entre Which Way to the Front? (¿Dónde está el frente?, 1970) y la aún inconclusa The Day the Clown Cried (1973), entre ésta y Hardly Working, y desde entonces hasta Smorgasbord, Jerry ha seguido actuando y pensando, en salas de fiesta y en la televisión, y parece haber ampliado notablemente su radio de acción y su gama interpretativa; además, los años no pasan en balde, y tanto el ritmo de sus movimientos como su capacidad de esfuerzo físico han disminuido, obligándole a recurrir a un enfoque más sencillo, en ocasiones, y más complejo y sutil en otras, lo que contribuye a que el resultado conjunto sea de una mayor heterogeneidad. La secuencia inicial —sobre todo el larguísimo plano hitchcockiano con que empieza— es un auténtico prodigio de puesta en escena y mantenimiento del ritmo, en un terreno que, en principio, parecía fuera del alcance de Lewis; por otra parte, es difícil imaginar una escena más simple y eficaz que la del restaurante donde una camarera insoportable (Zane Buzby) agota a Jerry, dándole a elegir entre una infinidad de platos y, una vez que ha decidido, entre cientos de variantes.

Es cierto que en Smorgasbord hay de todo un poco, que el grado de acierto dista de ser uniforme, que —pese a su brevedad— hay baches, que algunos chistes son insignificantes y otros no dan en el blanco, que ciertas escenas se dilatan excesivamente y otras podrían haber mejorado si hubiesen continuado, pero esa irregularidad tal vez sea, como la patente escasez de medios materiales que a veces la aflige, el precio que hay que pagar si se quiere hacer una obra personal, sin concesiones a la galería. Y veo en Smorgasbord mucha más inventiva cómica, imaginación visual y energía creadora que en el cuidado trabajo de miniaturista de Woody Allen en Zelig (1983), pese a que éste se las apaña siempre para que sus películas se conviertan en acontecimientos proclamados por los medios de comunicación, por poca cosa que sean realmente. Es posible que Smorgasbord sea simplemente una obra de transición —como Passion en la carrera de Godard—, y que, a la larga, pueda prescindirse de ella; por ahora, aun comprendiendo que no resulte plenamente satisfactoria, me parece una de las pocas películas estrenadas este año que vale la pena ver.

En Casablanca nº 35 (noviembre de 1983)

lunes, 27 de octubre de 2025

Simón del desierto (Luis Buñuel, 1965)

Simón del desierto está directamente entroncada con Nazarín (1958) y Viridiana (1961). Como en ellas, el tema, reducido a sus líneas esenciales, es la inutilidad de la religión. Si en Nazarín Buñuel mostraba la ineficacia del padre Nazario, incluso cuando abandona los hábitos y se dedica a predicar y ejercer la caridad por su cuenta, y en Viridiana insistía, con mayor virulencia, en este segundo aspecto, en Simón del desierto son el ascetismo y el ideal de pureza los que se revelan inútiles y prácticamente imposibles. Estas tres películas, escritas en colaboración con el escritor católico Julio Alejandro, no son, sin embargo, los esquemáticos panfletos que muchos han querido ver, sino que se ven enriquecidas por una cierta admiración y simpatía que siente Buñuel por la obstinación y sinceridad de los personajes que dan título a los tres films, y que se articula dialécticamente con la postura crítica del autor de Un chien andalou. Por otra parte, Simón del desierto es el mejor prólogo de La Voie lactée (1968) que pueda imaginarse, completando así el esperpéntico retablo "religioso" de Buñuel.

Como es normal en Buñuel, la crítica se ejerce sutilmente a través del humor y un agudo sentido de la caricatura, por un lado, y de una estructuración muy rigurosa, que alcanza en La Voie lactée su punto culminante al unir la mayor complejidad y la máxima claridad, por otra parte. Sin que este segundo aspecto haya sido descuidado, en Simón del desierto predomina el primero, hasta el punto de convertirla en la más bufa y burlona de todas sus películas, superando incluso a Ensayo de un crimen (1955), L'Âge d'or (1930) o Susana (1951), apartándose en eso de Nazarín, su film más serio junto con Los olvidados (1950). Estructuralmente, en cambio, tiene su más claro precedente en El Ángel Exterminador (1962), ya que concentra la acción en un espacio único y bien delimitado —aunque abierto, como en Robinson Crusoe (1952)—: la columna en que Simón ayuna, ora y medita, apartado del mundo, sus pompas y sus tentaciones, en medio del desierto y a gran altura. Como en todos sus films mexicanos, Buñuel saca partido de los pésimos actores que suele tener a su disposición a través de la caricatura y de los diálogos, aquí más hilarantes que nunca.

La idea de la película, como ocurre con frecuencia en Buñuel, se relaciona con sus lecturas bíblicas, ya que no sólo se inspira en la vida y milagros de Simeón el Estilita, sino también en las tentaciones del Diablo a Jesucristo cuando éste se retiró al desierto: mientras Simón (admirablemente interpretado por Claudio Brook) rechaza obstinadamente la farisaica adulación de sus seguidores y los víveres que intentan proporcionarle, el Diablo (Silvia Pinal) le tienta bajo los más diversos y divertidos disfraces (desde el de colegiala, que le enseña sus inocentes piernas y pechos, al de Buen Pastor, que pega una patada al cordero pascual). Simón, sin embargo, resiste estoicamente, y se mantiene firme y casi imperturbable en su columna. Paralelamente, Buñuel nos hace una crónica "entomológica" de la vida del estilita, señalando todos los problemas de orden práctico que se le pueden presentar a un hombre en la situación de Simón: el calor, el hambre, el aburrimiento ("esto de las bendiciones, además de santo, resulta muy entretenido", se dice, buscando algo que bendecir), la suciedad, el mal olor, las moscas (interrumpe sus oraciones en latín para comentar "hoy no hay moscas"), la locura ("empiezo a darme cuenta de que no me doy cuenta de lo que hago"). La película, como se ve, es muy sencilla de personajes y situaciones, y está resuelta casi únicamente a base de grúas hacia y alrededor de la columna, siempre funcionales y de gran claridad espacial. A ello se unen las divertidas y absurdas discusiones teológicas que Simón mantiene con sus discípulos (una de ellas, gritando "viva la hipóstasis" y "muera la hipóstasis", evoca La Voie lactée, construida casi enteramente sobre este principio), su exigencia (les reprocha volverse a mirar a Silvia Pinal cuando pasa por allí, no acepta ser ordenado sacerdote), sus relaciones con un pastor enano, su anciana madre y un fraile saltarín, o con los insectos y otros animalillos. Pero quizá lo más disparatado sean las tentaciones del Diablo (que aparece, por ejemplo, en un veloz féretro que se desliza por el desierto), y sus discusiones con Simón ("aunque te asombre", le dice, "tú y yo nos diferenciamos en muy poco: creo en Dios Padre, aunque en cuanto a su único Hijo tendríamos mucho que hablar", palabras que recuerdan las del "buen ladrón" a Nazarín). Finalmente, acosado por el Diablo y por alucinaciones extrañas, harto de sus aduladores discípulos (que acaban por acusarle de ser un "rebelde enviado de Satanás"), Simón no consigue alejar de sí al Demonio, que le lleva en jet a Nueva York, en un salto de quince siglos que sería el primero de los muchos viajes a través del tiempo y de las tentaciones que hubieran constituido la película si estuviera acabada. Pero resulta que, por desavenencias con el productor, Buñuel no pudo terminarla y sólo nos quedan los primeros 45 minutos que, por supuesto, se nos hacen cortos. Sin embargo, esto no quiere decir que a la película le falte nada o se quede en suspenso. Por un lado, Buñuel ha logrado llevar a cabo sus propósitos en ese viaje a través del tiempo y de las herejías que es La Voie lactée, y, por otro, Simón del desierto, tal como está, es una obra acabada, autosuficiente y llena de sentido, cuyo final se convierte, accidentalmente, en un equivalente del de El Ángel Exterminador, sugiriéndonos de forma evidente, aunque sin mostrarlo, lo que iba a suceder después: Simón, convertido en beatnik, abandona, aburrido y con un "vade retro" cansino, a Silvia Pinal, que baila un desenfrenado jerk en un club nocturno de Nueva York.

En Hablemos de Cine nº 47 (mayo-junio de 1969)

viernes, 24 de octubre de 2025

El cine sin secretos de Yasujirô Ozu

Han tenido que cumplirse el centenario de su nacimiento y cuarenta años de su muerte para que al fin se estrene en España una película de Yasujirô Ozu, pese a tratarse, sin duda alguna, de uno de los más grandes cineastas de la historia. Conviene advertir que no es un cine raro ni difícil, menos aún para eruditos y especialistas. Se asocia demasiado a menudo, por culpa de Paul Schrader, el nombre de Ozu con la “trascendencia”. De golpe, parece que sus equivalentes occidentales serían Dreyer y Bresson. Aunque el primero pertenezca a su generación, creo que serían referencias más adecuadas y más próximas Howard Hawks, Raoul Walsh, John Ford o, sobre todo, Jean Renoir y Leo McCarey. Como todos ellos, Ozu se formó durante el periodo mudo y sabe unos secretos del arte cinematográfico que no ha logrado aprender ninguno de los que llegaron más tarde a la realización. Ozu no era un marginal en el cine de su país; al contrario, era un cineasta integrado en el sistema, casi toda su vida ligado a la Shôchiku, y que, en apariencia, rodaba una tras otra películas “standard” de los géneros habituales dentro de las películas “no de época”, situadas en el presente, es decir, comedias y dramas, casi siempre familiares, a veces centradas en los niños, aunque también otras en los ancianos, objeto de su interés lo mismo que los adultos y los jóvenes.

Raramente largas, tranquilas y sosegadas, claras y de aire sencillo, a menudo divertidas, no hace falta cursar Cultura Japonesa para entenderlas tan perfectamente como las de cualquier otro país y época que no sean estrictamente los nuestros. Sin documentarse en lo más mínimo, simplemente mirando con atención, aunque se nos escape algún matiz, nos enteramos de todo. Que hoy casi todo el mundo –y en particular los cineastas jóvenes o maduros del mundo entero– le admire con devoción no significa que hayamos de tomarnos como un deber cultural la tarea de conocer la obra de Ozu. Simplemente, nos trae cuenta, porque de verdad vale la pena y se puede disfrutar como pocas cosas en el cine. Hace sonreír, aunque deje con frecuencia un poso de amargura o de melancolía que invita a la reflexión y da que pensar, permite conocer mejor a los demás y por tanto nos ayuda a orientarnos, a mirar la vida con más calma y lucidez, de manera más penetrante. Hay en sus personajes, más que el conformismo, la resignación o la abnegación que demasiadas veces se les ha atribuido, un cierto estoicismo, bastante reticencia para la queja, un pudor que es lo que hoy, aquí y ahora, más puede sorprender de su cine, y mucha tozuda resistencia, no siempre pacífica, aunque sí, a menudo –entre los mayores– callada. Ah, y olvídense, de haber oído o leído algo acerca de ellos, de los desafortunadamente llamados “planos almohada” o “planos cojín”, demasiado concretos y breves para perderse en la meditación trascendental, y que son meros planos de transición, que indican un cambio de tono entre dos escenas sucesivas, o el paso de un cierto tiempo, o un traslado de lugar.

“Cuento de Tokio” o “Historia de Tokio” o “Viaje a Tokio”, o como quiera llamarse a Tôkyô monogatari, es quizá su obra hoy más famosa, sin duda una de las más grandes de la historia del cine, sobriamente conmovedora como pocas. Se puede preferir “Primavera tardía” o “Verano precoz”, o su obra final, Samma no aji, “Una tarde de otoño”, o “Crepúsculo en Tokio”, “Fin de Otoño”, “Flores del equinoccio” o “Los últimos días del verano”, porque son muchas sus películas modestamente perfectas y armoniosas, disimuladamente geniales, hasta tal punto emparentadas entre sí que al final queda de Ozu la impresión de continuidad y fluidez de una obra que es como un río, más que la individualidad cerrada en sí misma de las cumbres que la jalonan, eslabones de una cadena ininterrumpida. Ohayô o Buenos días es una de sus obras tardías, pero es una versión actualizada y en color de una película suya de 1932, muda aún, “He nacido, pero...”, centrada en el mundo de la infancia, una comedia cuyo único equivalente occidental sería Zéro de conduite de Vigo, mientras que el de Buenos días sería, si acaso, la espléndida comedia de Vincente Minnelli El noviazgo del padre de Eddie.

Texto preparatorio para la intervención en El Séptimo Vicio, en Radio 3. Escrito el 7 de noviembre de 2003.

miércoles, 22 de octubre de 2025

The Killers (Don Siegel, 1964)

"¡Qué grande es el cine!" (03/04/1995)


***

Proyecto de productora: Universal tenía los derechos y el título del relato breve de Ernest Hemingway, y había hecho ya la versión de 1946, dirigida por Robert Siodmak.

Siegel quiso hacerla entonces, pero no le dejaron. Ahora no estaba dispuesto a hacer un mero remake. De hecho, quiso titularla "Johnny North"; no usó más que la idea de arranque, que es lo que escribió Hemingway, y el título a la fuerza; el resto -incluidos los diálogos- poco tienen que ver con el film de Siodmak y nada con el cuento de Hemingway.

Como implica ese punto de partida, algo raro sucede. La astucia de Siegel y su guionista, Gene L. Coon, es no dejar que sean sólo los espectadores quienes se pregunten por la causa de que alguien se deje matar sin tratar siquiera de huir, sino que sea uno de sus ejecutores, un asesino a sueldo, el que, picado por la curiosidad, decida investigar.

Esto es un golpe maestro, porque convierte al asesino en investigador, fusionando en un sólo personaje al killer y al detective de la novela negra. Con el añadido no poco curioso de que, al dejarse picar por la curiosidad, "Charley Strong" (Lee Marvin) no se conduce como el impecable "profesional" que ha sido hasta entonces, sin que a ello le muevan ni la venganza (como en Point Blank, A quemarropa, 1967, de John Boorman) ni medie, como suele suceder con los detectives privados, de Chandler a Macdonald, un encargo. Esta curiosidad es destructiva -como las de los infiltrados o vengadores fullerianos- y además suicida.

Es una película singularmente fría, porque nada sabemos de sus principales protagonistas, salvo lo que revelan su aspecto y sus gestos, su manera de andar o, en general, su conducta; y lo que sabemos de los otros es retrospectivo e indirecto: hasta cuando los supervivientes cuentan su versión de lo que sucedió hace cuatro años, lo hacen un poco "de oídas" y desde fuera, o bien mienten, como "Sheilah Farr" (Angie Dickinson) y "Jack Browning" (Ronald Reagan). El que podría ser más simpático, "Johnny North/Jerry Nichols" (John Cassavetes), aparte de morir a los pocos minutos de empezar la película es demasiado pasivo al final, e ingenuo y crédulo y manipulable, pese a ser irascible e impulsivo, como para despertar excesivas simpatías.

De una gran precisión, sequedad y homogeneidad, pocos momentos destacan, y ninguno quizá llame la atención por su fuerza emotiva. Quizá lo más llamativo e inolvidable sea la actuación inquieta e inquietante de Clu Gulagher, incapaz de estar tranquilo, lleno gestos caprichosos, inexplicables e imprevisibles.

1er flashback a los 13', dura 15' (Claude Akins); 2º a los 48', dura 21' (Norman Fell); 3º a los 80', dura 5'(AD)

Hacia 86', picado al salir, cae CG, LM herido, AD huye.

Texto preparatorio para la intervención en ¡Qué grande es el cine! (3 de abril de 1995)

lunes, 20 de octubre de 2025

Fat City (John Huston, 1971)

Esta película, probablemente la mejor de Huston, cuenta la historia de un puñado de supervivientes a los que se les está acabando el tiempo. Todos han experimentado ese terrible y vertiginoso momento en que se les revela que nunca llegarán a nada, ni siquiera a descansar, a encontrar un rincón estable o unos brazos seguros en que refugiarse permanentemente, y tratan de olvidarlo, de embotar su desesperación. No les queda esperanza, ni apenas aguante para resistir, están desfondados, pero la inercia les impulsa a seguir pegando tumbos, a nuevos encontronazos: en un bar, en una cama, en el ring…

Cuentan con la simpatía de su director, y saben ganarse la del espectador, que no puede sustraerse a la preocupación que siente por ellos, aunque tampoco confíe en su futuro. Algo flota en el ambiente de la película que nos indica que ya nada tiene solución, que ni Orna (Susan Tyrrel) ni Billy Tully (Stacy Keach) tienen remedio, que Ernie Munger (Jeff Bridges) no será un campeón. Tal vez sea la luz, el ritmo que le ha imprimido Huston a cada escena, o la terrible autenticidad de las peleas alcohólicas entre Orna y Billy, que pueden compartir una copa y un lecho, pero muy poco más, y nunca durante mucho tiempo. Todo es pasajero, y está minado. No hay salida.

Y, a pesar de todo eso, no es una película tan pesimista como suena. Hay un vigor, una generosidad, una serenidad por parte del director que impiden que Fat City se convierta en un lamento quejumbroso o una denuncia esquemática de la sociedad. Huston reconoce que sus personajes están abocados a la soledad y al fracaso, pero no siente por ellos compasión ni desprecio; ni siquiera cae en la tentación de mitificar su derrota: no es el éxito o la condición de perdedores lo que le importa, sino la grandeza, la humanidad que, cada uno a su manera, con sus fallos y limitaciones, demuestran. Sin duda, Huston ha conocido y querido a personas reales que se parecían a los personajes de Leonard Gardner y ha querido rendirles un modesto homenaje.


En Casablanca nº 35 (noviembre de 1983)

viernes, 17 de octubre de 2025

La Mariée était en noir (François Truffaut, 1967)

La novia vestía de negro es la más extraña de las películas de Truffaut que se han estrenado en España. Si se tiene en cuenta que solamente Tirez sur le pianiste (1960) y Baisers volés (1968), permanecen inéditas, se puede afirmar sin temor a equivocarse que La novia vestía de negro es la más rara de las películas de este director, y esto significa, sin duda alguna, un nuevo paso en su carrera.

Para comprender la trascendencia de este film en la obra del antiguo crítico de Cahiers du Cinéma y Arts es conveniente hacer un repaso de aquella parte de su obra que se conoce en este país. Los cuatrocientos golpes (Les Quatre Cents Coups, 1959), su primera película, sigue siendo probablemente la mejor. Tras las huellas del Jean Vigo de Zéro de conduite (1933), de Renoir y —aunque no lo parezca a simple vista— ya de Alfred Hitchcock, este film sencillo y emocionante, parcialmente autobiográfico, señalaba el nacimiento del más clásico de los directores de la "nueva ola", y revelaba ante todo una gran sensibilidad y una sorprendente maestría en la dirección de actores (sobre todo del entonces niño Jean-Pierre Léaud, que se revelaría en 1966, a las órdenes de Godard, como uno de los mejores intérpretes de toda la historia del cine, en Masculin Féminin). Su film siguiente, Tirez, sigue inexplicablemente sin estrenar en España (y debía serlo, en Arte y Ensayo, a toda prisa), y se trataba de la trasposición de una novela negra americana del gran David Goodis. El tercero, Jules et Jim (1961), continuaba en la misma línea poética que caracteriza a estos tres films en Scope, que forman la primera etapa de la obra de François Truffaut. Su film siguiente, La piel suave (La Peau douce, 1964), conserva algunas de estas características, pero supone ya algo muy diferente, debido sin duda a que Truffaut ya ha comenzado la larga serie de entrevistas que darían lugar al excelente libro de cine y ejemplar libro de texto que es Le cinéma selon Alfred Hitchcock. No quiere esto decir, por supuesto, que Truffaut esperase hasta entonces para recibir la influencia capital de todo el cine moderno, en especial francés. Es de sobra conocida la admiración que Truffaut ha profesado siempre al autor de Vertigo, y todas sus películas llevan las huellas inconscientes del maestro. Pero antes de rodar La piel suave, Truffaut empezó a ir a Hitchcock como los antiguos griegos al Oráculo de Delfos, y la influencia del "mago del suspense" se hizo consciente y deliberada. La piel suave es un film casi clínico, preciso y riguroso, en el que Truffaut aplica de un modo quizá excesivamente sistemático los métodos hitchcockianos (la película está claramente basada en el primer tercio de Psicosis). Esto dio lugar a una oleada de críticas adversas, sólo en parte justificadas, ya que se olvidaba la madurez que revelaba este admirable film. Sólo que aquí las influencias de Jacques Becker o de Renoir que hacían el encanto y el lirismo de films como Jules estaban ausentes y no quedaba otra presencia que la de Hitchcock, en detrimento incluso de la de Truffaut, que imitaba muy bien a Hitch, pero perdía originalidad y, además, no lograba igualar a su modelo.

Fahrenheit 451 (1966), continuaba en esta línea, siendo algo así como el resultado de mezclar Marnie, la ladrona con Los paraguas de Cherburgo, de Demy, y aunque es un film admirable, inducía a temer por la suerte de Truffaut, que se hundía cada vez más en un hitchcockismo que acabaría degenerando en puro academicismo.

Entonces surge La novia vestía de negro, film que, si bien no iguala en calidad sus primeros films, que son también los más personales, devuelve la confianza en Truffaut a cualquiera que la haya tenido alguna vez y se detenga a examinar a fondo esta curiosísima y hermosa película. Ante todo, conviene recordar que Truffaut, incluso en sus más recientes declaraciones, se ha manifestado como un inamovible defensor del cine "clásico", entendiendo por tal el que "cuenta correcta y claramente historias interesantes con personajes interesantes" o algo parecido. Además, su afán de claridad le llevaba, sobre todo en sus dos films anteriores, a ser excesivamente explicativo, y sus películas se veían limitadas por su obsesión con la verosimilitud de las situaciones, la lógica en el desarrollo de la historia y su deseo de que el espectador comprendiese hasta el menor matiz de todo. Sin embargo —sorpresa— La novia vestía de negro es un film totalmente inverosímil, bastante absurdo, muy divertido, casi sin verdaderos personajes, sin la menor explicación (sobre todo en la planificación) y, a pesar de ello, de una claridad deslumbrante. Una vez visto esto, es fácil darse cuenta del enorme paso adelante que supone el que Truffaut se haya atrevido a hacer un film como éste, que haya logrado desembarazarse de la rémora que suponía su excesivo deseo de explicar todo, de que todo fuera realista y verosímil, que le mantenía estancado y en la peligrosa situación de quedarse anticuado (como le puede pasar a Roman Polanski si no evoluciona en Rosemary's Baby).

Y lo más interesante de este progreso es que Truffaut lo ha llevado a cabo con éxito y sin abandonar a Hitchcock, sino partiendo de él, pero para ir en otra dirección. Así tenemos que, en lo que se refiere a despreocupación por la intriga, en favor de las situaciones, La novia vestía de negro, es en la obra de Truffaut algo semejante a lo que representa Cortina rasgada (Torn Curtain, 1966), en la de Hitchcock.


La novia está inspirada en una novela de William Irish, al igual que el próximo Truffaut, La Sirène du Mississippi. Se trata de una novela policiaca, pero Truffaut la ha despojado de todo "suspense" y de cualquier tipo de sorpresas efectistas; la ha llenado, en cambio, de misterio. Se trata de una atractiva mujer, con algo de estatua y de esfinge (Jeanne Moreau) que, no se sabe por qué, va matando a una serie de hombres a los que ni siquiera conocía antes de presentarse ante ellos. Su relación con cada uno de estos hombres da lugar a cinco episodios aislados y sin mucha determinación temporal o geográfica. La primera víctima es Claude Rich, al que tira desde una terraza el día de su boda (es su venganza más perfecta, como luego se verá). El segundo es Michel Bouquet, un tímido solterón al que envenena mientras ella baila, sola, tras unas flores naranjas y al son de un disco de mandolina que escucha continuamente, dando lugar a una de las mejores escenas de la obra entera de Truffaut. Mientras agoniza dolorosamente, ella le empieza a explicar la historia que su siguiente víctima, un petulante burócrata con ambiciones políticas (Michel Lonsdale), acabará de explicarnos mientras se ahoga en una carbonera cuyas rendijas la "novia" ha cerrado con cinta adhesiva: por un juego estúpido, cinco amigos que, desde entonces, no se han vuelto a ver causaron la muerte del marido de Jeanne en el momento que salían de la iglesia. Al perder el amor de su vida, ella intentó suicidarse y luego decidió vengarse fría e implacablemente. El cuarto en la lista es el famoso pintor Fergus (Charles Denner), al cual se presenta como modelo de Diana cazadora. Esto es lo mejor y más emocionante, más sutil, más relacionado con los primeros Truffaut, de la película. Fergus se enamora de ella, y ella tiene esta vez que hacer un esfuerzo para matarle. Después se deja detener para así asesinar al culpable material, un ladrón de automóviles que está en la cárcel. Y así acaba, de una forma que recuerda Jules et Jim y La piel suave, esta excelente película en que, con más libertad que nunca, Truffaut ha hecho su obra más moderna y positiva, donde bajo la aparente frialdad de una narración elíptica y sencilla, más clara que nunca, surge el lirismo de Truffaut, que nunca perdió y que aparece ahora con más fuerza y perfección.

Por todo esto hay que esperar con verdadera impaciencia esa continuación de Los 400 golpes que es Baisers volés, y en la que Truffaut sigue por el mismo camino, no ya hitchcockiano, sino lubitschiano, wilderiano, chabroliano incluso, que comienza en La Mariée était en noir y que representa, por fin, una auténtica y profunda asimilación personal de los procedimientos de Hitchcock (como Les Biches, 1968, en Claude Chabrol), lo que dará lugar, seguramente, a una obra admirable en esa especie de remake de Vertigo y Con la muerte en los talones, que parece ser La Sirène du Mississippi.

En El Noticiero Universal (diciembre de 1968)

miércoles, 15 de octubre de 2025

Blood Work (Clint Eastwood, 2002)

Acogida con cierta frialdad e indiferencia en el momento de su estreno y hoy "muy antigua" según la medición del tiempo imperante (y con otras películas dirigidas por Eastwood después), Deuda de sangre me confirmaba en dos viejas sospechas: una, que incluso a muchos sedicentes cinéfilos la excelencia les aburre, y la constancia en ella les fatiga (ha sucedido con Mankiewicz, con Bergman, con Rohmer), y les obliga a introducir altibajos subjetivos en las obras cuyo rasgo básico es la regularidad, mientras alivia poder repetir que "hasta los mejores hacen películas malas" (lo cual es una obviedad estadística, pero no quiere decir nada, y no ha de servir de excusa a los vagos ni de consuelo a los ineptos); otra, que pese al prestigio del que gozan de modo casi universal, en realidad no gustan gran cosa ni el "cine negro" ni la "novela negra", sino que atraen su iconografía y su mitología, y que los pretendidos aficionados al género son, por tanto, incapaces de reconocer y valorar sus encarnaciones actuales. Tengo Blood Work por uno de los máximos logros –con Honkytonk Man, A Perfect World, The Bridges of Madison County, Bird y Space Cowboys- de Eastwood como director, y lo mucho y bueno que ha hecho después no la ha desplazado. Se observará que entre ellas predominan las más modestas y de "tono menor" (que es el de sus propias composiciones musicales), las que no tratan (o sólo marginalmente y de refilón) "grandes temas" de actualidad, es decir, las que no pueden dar pie a un editorial periodístico ni equivalen a una muestra de ese hoy patético género literario. Sucede que en el cine americano, tan hostil a los autores, al arte y a las declaraciones personales o las confidencias autobiográficas, se mueven con mayor libertad o soltura los que disimulan sus ambiciones y no subrayan el significado global de lo que realizan. De lo contrario, pueden caer en la tentación y la trampa de hacer películas que –por sobrio que sea su estilo– resulten enfáticas y pretenciosas, cuando no retóricas o discursivas. En todo cineasta americano que ha recibido un Óscar o es susceptible de que se lo den (hasta si no aspira a ello) está latente el peligro de caer en la abstracción, de hacer cine programático y "significativo", como el que a partir de cierto momento hicieron Fred Zinnemmann, George Stevens, Stanley Kramer y otros frecuentes galardonados por la Academia –hasta John Ford, Capra o Wyler bordearon más o menos de cerca ese precipicio- en lugar de contar historias de seres humanos de las que puedan extraerse las mismas conclusiones. Eastwood ha estado repetidamente a punto de caer en esa tentación desde el Óscar de la excelente –pero tampoco tanto, ni tan única– Unforgiven, y que en última instancia esas películas algo solemnes (quizá el fallo esté en que Eastwood no escriba sus propios guiones) sean casi siempre muy buenas no me impide preferir las que en ningún caso podría haber pensado ni un Coen, ni un Anderson, ni un Soderbergh ni un Sam Mendes.


Para poner un ejemplo: Blood Work no tiene un ápice de racismo, pero afortunadamente no es una película sobre/contra el racismo; es una película cuyo protagonista fue policía y que narra una intriga policiaca, pero no es una película sobre la corrupción/brutalidad/rutina policial; asistimos en ella al nacimiento de una relación amorosa, pero no es una película sobre el Amor; descubrimos que quien parece un amigo de confianza no lo es, pero tampoco es un discurso sobre "lo engañoso de las apariencias"; se centra en la búsqueda de un asesino en serie, pero tampoco es una película del subgénero "serial killers" ni hurga en las claves psiquiátricas de la conducta del culpable. De igual modo, el de "Terry McCaleb" no es "un papelón" de esos que hacen a un actor frotarse las manos y esperar la estatuilla, pero permite a un Eastwood más relajado y tranquilo, hasta cansado y frágil, que nunca "estar y ser" ante la cámara y en la pantalla con más naturalidad y presencia que nunca.

En “El universo de Clint Eastwood”. Madrid : Notorious, diciembre de 2009.

lunes, 13 de octubre de 2025

Feroz (Manuel Gutiérrez Aragón, 1984)

Podía haber elegido como capricho Luna de verano (1958) de Pedro Lazaga, Las dos y media y… veneno (1959) de Mariano Ozores, El Cerro de los Locos (1959) de Agustín Navarro o Tenemos 18 años (1959) de Jesús Franco, pero al final he pensado que la ignorancia y el menosprecio de nuestro cine son tan grandes que son demasiadas las películas españolas por las que mi aprecio a la mayoría se le antojaría un capricho o una manía como para no optar por una película que, además de caerme simpática y hacerme gracia, me parezca realmente muy buena.

Y he acabado de convencerme, al no remediar la situación el paso de doce años y varios pases televisivos, de que mi entusiasmo por Feroz debe ser caprichoso, ya que nadie ha llegado a compartirlo. Me encantó cuando se estrenó, me sorprendió su fracaso, y sigue gustándome mucho después de cuatro revisiones.

Parece que a nadie le apeteció ir a verla, y los pocos que la vieron se sintieron desconcertados. Se le ha reprochado no ser realista. Pero tampoco lo es, por poner un ejemplo ilustre, Vertigo (1958) de Hitchcock, y eso no impide que sea una de las películas favoritas de muchos. Y no creo, además, que sea el realismo lo que distinga las otras películas de Manolo Gutiérrez Aragón.

Afinando más, se ha argumentado que no es verosímil. De nuevo, si se analiza con un poco de lógica, tampoco lo es Vertigo, y nada importa: dentro de sus reglas, que va estableciendo a medida que avanza, funciona. Además, hay muchas obras de arte, leyendas o mitos populares, no digamos los cuentos de hadas, que ni siquiera pretenden ser verosímiles. Y como, en el fondo, Feroz es un cuento, no habría por qué pedirle aquello a lo que no aspira, porque no lo necesita e incluso sería, si no me equivoco, contraproducente.

Por cierto, que como se confunde el cuento con la fábula, se espera de Feroz una moraleja y, al no hallarla, se le atribuye una confusión que no veo por ninguna parte. Su ambigüedad, típica del cuento, ha hecho que muchos acusen a Gutiérrez Aragón de no haber sabido transmitir claramente el mensaje de la película. Claro está que nadie sabe cuál es ese mensaje que se imputa a Gutiérrez Aragón y el supuesto emisor no ha logrado hacer llegar.

Sospecho, por tanto, que lo que de verdad desasosiega o no convence no es realmente la historia que Feroz relata, sino su representación. Y con ella no apunto a ninguna deficiencia en escenarios -naturales o artificiales, exteriores o interiores- ni en la interpretación -Fernando Fernán-Gómez, Frédéric de Pasquale, Elena Lizarralde-, ni complejidades de estructura narrativa que pudieran desconcertar, y que no existen en este relato perfectamente lineal.

No nos engañemos, el problema es el Oso. Obsérvese que, en un cine en el que abundan las historias de hombres-lobo y en el que tampoco han faltado los émulos del Dr. Frankenstein ni las incursiones en el vampirismo, y pese a que el oso forme parte del escudo de la capital, no hay apenas antecedentes osunos en nuestra cinematografía, quizá acomplejados actores y cineastas por el escaso prestigio de la frase hacer el oso.

Admitiré de buen grado que Julio César Sanz, el joven Pablo, es demasiado delgado, para sugerir el oso que lleva dentro, pese a conducirse como tal; igualmente, estoy dispuesto a reconocer que el disfraz de oso que se pone Javier García cuando el lado animal de Pablo pasa a sumergir su parte humana no es muy convincente: no parece un oso de verdad, es un tanto cabezón y desproporcionado en general; es cierto, además, que se mueve con una patosería que no es exactamente la que se atribuye a ese animal (aunque los que exigen verosimilitud debieran recordar que no es exactamente un oso, y en todo caso sería un oso novato y un tanto esquizoide).

Pero lo que, evidentemente, sería un grave fallo si Feroz tratase de hacernos creer a los espectadores que un actor disfrazado de eso es un oso de verdad, no lo es tanto si entramos en el juego que es de lo que, creo yo, se trata. Cuando, de niño, jugaba con mis hermanos, no soñábamos con que nadie nos tomase por Peter Pan, Mandrake el mago, Gasparín, Batman, Superman, Robin Hood, Sherlock Holmes, Wyatt Earp, el Llanero Solitario, los Tres Tejanos, Fu Manchú o ningún animal de verdad, sino que jugábamos a ser todas esas cosas, y lo que nos divertía era hacer como si, no la precisión de nuestros disfraces, a menudo improvisados y con escasez de medios materiales. Es una cuestión de fe y de entusiasmo, que exige la voluntaria suspensión de la incredulidad de que hablaba certeramente Coleridge. Y darles de vez en cuando vacaciones -al menos, un permiso, un día libre– al realismo es algo muy sano, y que a los escépticos nos divierte mucho.

Naturalmente, es un ejercicio que no está al alcance de los que se toman literalmente cuanto se les dice, los habitualmente crédulos en la vida real, los que carecen de sentido del humor y no comprenden la ironía ni captan los juegos de palabras. Y es posible que el grueso del público de 1984 estuviese demasiado predispuesto a comulgar con ruedas de molino como para ejercer sus dotes de razonamiento abstracto sin empeñarse en ver metáforas y mensajes donde hay mera especulación reflexiva y un planteamiento hipotético forzosamente desarraigado del realismo.

El caso es que a mí me encanta -esa es la palabra- Feroz, y me cae muy bien que no dé la razón ni a Luis (Fernán-Gómez) ni a Andrés (De Pasquale), y siga manteniendo hasta el final la naturaleza dual de Pablo, como hombre y oso, que no puede arrinconar del todo su naturaleza animal, cuando le adiestran para el trabajo y le enseñan a comportarse en sociedad, ni es capaz de suprimir su humanidad cuando alguien se comporta con naturalidad infantil, sin temor, y le muestra afecto, como Ana (Lizarralde). Y me fascina en todas sus partes, tan lacónicas, tan próximas al cine mudo.

De hecho, no me extrañaría nada que fuesen sus silencios lo que más rechazo causa de Feroz. No es simplemente que los nueve primeros minutos carezcan de diálogo, es que luego abundan los tramos de cuatro, cinco o seis minutos en los que apenas se habla. Y además, nada se explica. Se arranca -sin pronunciar la fórmula mágica- del Érase una vez… que exime de todo antecedente, y luego se pasa de una cosa a otra, y de ésta a la siguiente sin la menor explicación, sin resolver los misterios, y así sucesivamente. Sólo habla, didácticamente, el maestro, Luis, y tampoco da demasiadas explicaciones. De su debate con Andrés tenemos el planteamiento sin llegar a ninguna conclusión. Eso, que para mí es algo natural y hasta lógico, o por lo menos coherente, parece irritar a los que constantemente piden cuentas al cuento, y se pregunta una y otra vez ¿por qué?, naturalmente sin obtener respuesta, porque ni la hay ni hace ninguna falta. Es triste pensarlo, pero mucho me temo que a Querejeta y Gutiérrez Aragón les faltó esta vez la astucia de fingir que contestaban estos interrogantes, de hacer como si tuvieran alguna respuesta. Debo confesar que a mí esa ingenuidad me resulta conmovedora, del mismo modo que me hace especial gracia que Ana toque Blue Moon, que al oso le guste que le canten La Cucaracha y que estas dos piezas compartan la banda sonora con Franz Schubert, como la tan próxima pero menos infantil -y menos audaz- Habla, mudita (1973), la anterior colaboración de Querejeta y Gutiérrez Aragón.

En Nickel Odeon, nº 1 (invierno de 1995) [película elegida para la sección Capricho español]

viernes, 10 de octubre de 2025

El oscurecimiento de Losey

En 1960 el director americano Joseph Losey dejó de ser lo que se conoce por «cineasta maldito» y se convirtió en uno de los grandes para la crítica y los cinéfilos de París. Desde allí su fama ha ido irradiando a otros países, incluso a España. El primer Losey que se vio en nuestro país, Blind Date (La clave del enigma, 1959) fue mal, o nulamente, acogido, y cuando fue defendido se hizo torpe y tímidamente. Nadie la vio y nadie le hizo caso. Algunos «enterados» decidieron que Losey era un mito. Después llegó Eva (1962), que fue muy comentada, aunque en general desfavorablemente y sin centrarse en Losey (sino en Jeanne Moreau, cuestiones morales, etc.). En 1966 llegó su peor película, Modesty Blaise (1966), que fue recibida místicamente. Y he aquí que en 1967, a los tres años de La clave del enigma, nos llega el Losey pinterizado de The Servant (El sirviente, 1963) y Accident (Accidente, 1967), y de pronto Losey pasa de ser «director maldito» a ser «director-estrella» (en grande, lo que le ha ocurrido a Carlos Saura desde Los golfos, 1961, hasta La caza, 1965, y Peppermint frappé, 1967).

Con el éxito crítico ha venido el comercial, el Arte y Ensayo (pero con cortes) y todo lo demás. Y he aquí que, en general, se prefiere Accident a The Servant (repitiéndose el director, algunos actores, el guionista, el productor y el músico, y dada la simultaneidad de estrenos la comparación era inevitable).

Aclarando para empezar que The Servant y Blind Date me parecen las mejores (y esta última la más satisfactoria, aunque no la más perfecta), que defiendo Eva y que The Criminal me ha gustado menos cada vez que la he visto, que odio Modesty Blaise y que Accident me parece un bluff de una pobreza sobrecogedora, pasaré a analizar el camino que ha llevado a Losey de La clave del enigma a Accidente, aunque, por desgracia, tenga que saltarme algunas etapas (The Damned, 1961, King and Country, 1964) que no hemos podido ver en España. También es de lamentar que no se haya estrenado The Boy With Green Hair (1948), The Lawless (1949), Time Without Pity (1956) y The Gypsy and the Gentleman (1957), buen material, y de éxito seguro (que es lo que les importa) para «salas especiales».


Pues bien, Losey, tras haber hecho varias películas social-policíacas en Estados Unidos, se encontraba rodando en Europa cuando fue citado por McCarthy para declarar, y decidió no hacerlo y, por tanto, no volver a su país. Después de muchas dificultades, logra dirigir algunas películas personales, aunque le siguen fracasando muchos proyectos. A consecuencia de uno de éstos, acepta hacer La clave del enigma, como ejercicio de estilo (es sabido que muchas grandes películas han sido planteadas así por sus autores), y se dedica a aplicar algunas enseñanzas de Brecht, a experimentar con la iluminación, dar gran importancia al decorado, a la música, a pequeños detalles de los personajes y a la estructuración clasista de la sociedad inglesa. Así nació su obra más sencilla, pura, característica y lúcida de las que hemos visto en España, y, casualmente, la menos pretenciosa. El criminal (1960, el «pariente pobre» de los tres Losey llegados en 1967) sigue en el mismo camino, quizá con más fuerza y violencia, pero también con menos sencillez y modestia, resultando una obra un tanto vacía y muy dañada por la manía de Losey de cortar mucho sus películas al montarlas (a veces le «ayudan» sus productores, pero no siempre), lo que vacía a varios personajes y daña el ritmo y la estructura del film.Tras The Damned, que no conozco, llegan los fascinantes restos mortales de Eva, donde la sencillez ha desaparecido por completo y las sombras han empezado a ganar terreno, tanto a nivel de la composición del plano como de un decorado barroco e invasor al que se unen las influencias más diversas, intelectuales y europeas (Antonioni, Resnais), a las que Losey, al ser considerado «director serio» o «de festival», se abre cada vez más, y a las que suman las de Fellini y Pinter en The Servant, que pese a su barroquismo (a veces justificado, pero no siempre) y sus enormes pretensiones es una obra admirablemente alegórica y analítica, con una puesta en escena segura, precisa, elegante y medida. Es, como tantas, una obra imperfecta y desequilibrada, sobre la que no me extiendo, pues se han vertido sobre ella elogiosos (y, en general, acertados) ríos de tinta, tanto sobre su fundamental dimensión ideológica como sobre su estilo. Saltando la ignorada King and Country (es antibelicista...) y Modesty Blaise, que no me parece tener nada que ver con Losey, aunque él pretenda haber mostrado «la irresponsabilidad, el nihilismo, el egoísmo y la vulgaridad en que la juventud actual se arriesga a quedar prisionera» (sic) y que estilísticamente significa una vulgarización reblandecida del barroquismo previamente señalado. A todo esto, como ha pasado a otros modestos directores americanos, Losey ha sido elevado a un pedestal por la crítica, y él se lo ha creído. Desde entonces ha decidido hacer «arte», «revolucionar el montaje clásico» y otras audacias, que se polarizan en las muy superficiales y peligrosas manías de dar a sus films estructuras cíclicas, simétricas incluso (con lo cual ha acabado mordiéndose la cola, claro), y, sobre todo de desterrar de sus films a su bête noire: los efectos ópticos (fundidos, encadenados, etc.), pues según él «ensucian y ralentizan» las películas. Esto es a veces cierto, si se abusa, pero con no abusar se está al cabo de la calle. Nadie pretende abolir las comas de una novela, aunque, por supuesto, si cada dos palabras hubiese una coma, la novela sería insoportable. Y lo peor es que Losey, para eliminar los fundidos y sustituirlos por cortes directos, se cree obligado (no sé por qué) a acabar una escena con un movimiento de cámara (totalmente inútil, y por tanto largo) hacia un objeto (casi siempre insignificante, o bien burdamente simbólico) y empezar el siguiente plano de la siguiente secuencia con un movimiento a partir de otro objeto (con frecuencia parecido). Este manierismo sí que ensucia y frena la marcha de la película, y es uno de los defectos de El sirviente (y eso que ahí está mejor hecho que otras veces: Eva, de cuya versión original Losey está muy orgulloso porque sólo tenía un fundido). Todos los directores tienen alguna manía, pero Preminger (uno que, por el contrario, se ha convertido en «autor maldito»), por ejemplo, que desearía rodar sus películas en un solo plano, no duda en hacer planos-contraplanos o cortar cuando hace falta, demostrando así más lucidez y menos autocomplacencia. Incluso la tan vilipendiada e «irresponsable» Nouvelle Vague, que, si creemos a sus enemigos, odia los fundidos, los planos-contraplanos y es fanática de la cámara «a mano», ha declarado (Godard, Truffaut) desde el principio que si usaban la cámara a mano era por falta de tiempo y dinero y por comodidad espacial, que los planos-contraplanos hay que hacerlos cuando hace falta, y lo mismo con los fundidos (À bout de souffle por ejemplo, tiene cinco), mostrando ser más juiciosos que el cerebral Losey.


Y así nos vamos explicando la decepción de Accidente, donde todos los tics de Losey (eso le da la apariencia de ser muy «personal») se alían a la vaciez, blandenguería y frialdad de Modesty Blaise bajo el dominio de un guión de Pinter no especialmente inteligente pero que se «come» a Losey, que no consigue realizar lo que el guión le daba en potencia. Eso se ve muy claramente en la mejor escena de la película, cuando Stanley Baker indica a Michael York cómo se podía calar en la profundidad de una situación que veía sólo superficialmente. Pues bien (de ahí gran parte de la fascinación de la escena) Pinter es S. Baker y Losey es M. York, y se queda fuera, no ve nada: de ahí esa vaciez, esa frialdad, esa «objetividad» que es falta de opinión, esos seres irreales, sin circunstancia, mecánicos. Me hace gracia que se considere «social» una película tan abstracta, en la que no se conoce Oxford, ni a los estudiantes, ni a nadie (como en Crónica familiar de Zurlini), al revés de, por ejemplo, Blind Date o The Servant (más abstracta en teoría, pero con una resonancia generalizadora asombrosa) o Some Came Running (Como un torrente, 1958, Minnelli) o Anatomy of a Murder (Anatomía de un asesinato, 1959, Preminger) o Deux ou trois choses que je sais d'elle (1966, Godard).


Y encima a Losey le da ahora por imitar los planos «vacíos» que a Bresson se le dan tan bien (el caballo blanco, la luna, las viñas) pero que en Losey pierden las comillas. Y así sale una obra esteticista, superficial, con un arbitrario y efectista fin cíclico, bien hecha, muy correcta, muy «inglesa», con muy buena dirección de actores, bonito (demasiado) color, sensible (también en exceso: arpas) música, etc. En total, un film muy académico (aunque Losey cree que aporta mucho al cine), esteticista y aburridillo. Desde luego, no hay casi nada malo, mucho mediocre y algo bueno, pero prefiero lo mucho horrible, bastante bueno y un par de escenas geniales de la peor película de Otto Preminger, Hurry Sundown (La noche deseada, 1966), que pese a su mediocridad y a su demasiado ingenuo (y por ello inútil) antirracismo ha sido demasiado despreciada y atacada, mientras se glorifica una obra tan vacía, pretenciosa y cinematográficamente aburguesada (pese a lo que Losey piensa realmente) como Accidente, que me hace pensar en Losey levantándose todas las mañanas para ir a rodar, y diciéndose: «Voy a hacer Arte, a romper el montaje clásico, a evitar los fundidos, a hacer planos a lo Antonioni, Resnais, Fellini, Bresson» y, muy ufano, ponerse a «obviar» (palabra muy de moda entre los exégetas de Accidente) «las relaciones de dominio y de clase de la universidad inglesa». Losey se ha convertido en un confortable y egocentrista «artista de salón».

En El Noticiero Universal (4 de abril de 1968)

miércoles, 8 de octubre de 2025

The Road to Glory (Howard Hawks, 1936)

Quizá porque pasa por tratarse de un remake de una excelente película –de lo mejor que hizo el irregular Raymond Bernard, basada en la famosa novela de Roland Dorgelès–, al parecer muy apreciada por todos los directores (y productores) del cine clásico americano, Les Croix de bois (1931/2), The Road to Glory ha sido más bien ignorada o ninguneada como si fuese una creación poco original e incluso parasitaria, cuando, a mi manera de ver, supera incluso a su supuesto modelo y además lo consigue con naturalidad, sin depender de él prácticamente para nada: no es, como suele pretenderse atendiendo en exclusiva a la temática general (la Primera Guerra Mundial) o la línea argumental –aquí urdida libérrimamente con la inestimable colaboración de William Faulkner–, una copia del original, ni siquiera una variación, ni una enmienda o una crítica, y parece deberse fundamentalmente a una diferencia de carácter y de visión de la vida y la muerte, más que a una voluntad de enmendar la plana a nadie.

Simplemente, el punto de vista es otro, lo mismo que la perspectiva, más amplia, y la actitud de los autores e intérpretes también es diferente. Hawks, para resumir, es mucho menos retórico y enfático que Bernard, menos quejumbroso, y su film no es nada belicista, pero tampoco es una muestra más de la (desgraciadamente muy ineficaz) corriente de cine pacifista que se hizo más o menos en todas partes en el periodo de poco más de veinte años que separó las dos guerras mundiales del siglo XX. Aparte de que, al no ser francés, Hawks sea, lógicamente, mucho menos “patriótico” que Bernard.

Como parece que William Fox (el admirador de Murnau) era un gran fan de la película de Bernard y compró los derechos, se pueden encontrar algunos fragmentos de ella intercalados en varias películas Fox de John Ford, de Frank Borzage, creo recordar que de Henry King y, desde luego, en The Road to Glory: principalmente, el no muy hawksiano plano de la iglesia en la que cantan el Ave María de Schubert con un travelling que muestra que otra parte del templo está convertida en un hospital de campaña (del que aquí se han eliminado los detalles más cruentos, como los múltiples amputados) y algunos planos más bien anónimos, a veces con largos travellings funcionales, de trincheras, cargas, explosiones y cañoneos, en los que a veces se puede vislumbrar y casi reconocer a Charles Vanel, Pierre Blanchar o Gabriel Gabrio, los actores principales de Bernard.

Fuera de esos fragmentos, hábilmente montados y empleados -como otras veces los stock shots de noticiarios y documentales- básicamente para ahorrar y al mismo tiempo tratar de garantizar un cierto grado de autenticidad, ambas películas tienen bastante poco que ver de argumento, estructura, tono, diálogos y estilo. La francesa arranca con la declaración de guerra en 1914 (acogida, como siempre, por lo visto, todas las guerras, con alegría, fervor patriótico e injustificada confianza en una rápida victoria), mientras que la americana arranca ya en 1916, mediada y empantanada la contienda. Bernard se centra en el colectivo de soldados franceses de infantería, mientras Hawks, como es habitual en él, atiende sobre todo a los dilemas de la jefatura y el mando, con el conflicto permanente entre el pragmatismo y el humanitarismo. Y además, en una variante que se reputará “poco seria”, no muy realista y desde luego “hollywoodense”, frente al film de guerra sin mujeres que se considera más ejemplar, y que yo sin embargo bienvengo con entusiasmo, introduce, como cabría esperar de Hawks, una mujer maravillosa, muy hawksiana (prolonga otros ejemplares y anuncia los de todo su cine futuro) y muy moderna, June Lang, que aman al instante tanto el capitán veterano (Warner Baxter) como el joven teniente recién incorporado a ese sufrido batallón (Fredric March), además de, diría yo, el propio Hawks.

Sabido es que, desde muy pronto, Hawks tendía a repetirse, y así enlazamos con Today We Live (1933), y con la irrupción de conflictos sentimentales en una situación extrema, sean amigos o no, entre rivales del mismo bando. La presencia, no sé yo hasta qué punto influyente o decisiva, de Faulkner en ambos guiones, como en alguna otra de las películas más emotivas de Hawks, le hace a uno pensar si no sería quizá el gran escritor un impulso desinhibidor para el usualmente más contenido, más sobrio, menos sentimental y más frío director, que es un rasgo suyo que se ha elogiado mucho en general, como síntoma de su modernidad, pero que para mí supone su única limitación con respecto a otros grandes cineastas de su generación como John Ford, Raoul Walsh, Leo McCarey, Frank Borzage, Allan Dwan o Henry King.

Prueba de la madurez ya alcanzada por Hawks en los años 30 es su dominio sobre tres actores sumamente peligrosos y tendentes al exceso en diversas modalidades de histrionismo interpretativo: Fredric March, Warner Baxter y Lionel Barrymore, frente a lo que se podía temer, están, cada uno en su estilo, ejemplares.

En “El universo de Howard Hawks”. Madrid : Notorious, noviembre de 2018.

lunes, 6 de octubre de 2025

El fantasma de John Carpenter recorre el mundo

Hace unos años, probablemente hubiera parecido a muchos algo un poco prematuro la idea misma de dedicarle un libro a John Carpenter. No tanto por la –para mí evidente– entidad, consistencia y calidad media de su obra, ni por el número (considerable en estos tiempos) de películas en su haber (sobre todo contando las supervisadas, producidas, infiltradas o “encarriladas”), sino porque se hubiera presumido que tal trabajo quedaría incompleto casi de inmediato: todo hacía suponer que Carpenter seguiría su carrera y el libro se iría llenando de omisiones o lagunas, es decir, que rápidamente se quedaría obsoleto. Hoy, por desgracia, tales objeciones o reparos carecerían de sentido.

Carpenter –que es sólo 25 días más joven que yo, e igualmente Capricornio– tiene ya 65 años y desde 2010 no ha vuelto a dirigir nada, ni siquiera un telefilm; de hecho, lo más alarmante es que desde 1996 sólo ha rodado tres largos y dos mediometrajes destinados a la pantalla chica y de producción canadiense. Está, pues, a punto de convertirse –creo yo que muy prematuramente- en un cineasta del pasado.

Para colmo, proyectos tanto atractivos como inquietantes que se le atribuyeron hará un par de años se fueron al garete, o a ese limbo que para la iglesia ha dejado de existir justamente cuando su superpoblación de vivos –con casi todos los políticos y financieros a la cabeza- empieza a crear presagios de futuro desasosegantemente hobbesianos, que darían pie, precisamente, a una típica intriga carpenteriana –siempre economicista y politizado bajo otras capas y máscaras más carnavalescas-, a lo They Live (Están vivos, 1988).

¿Razones para este sorprendente paro forzoso, para esta “prejubilación”? No se ven, por lo menos lógicas. Al contrario, el espionaje del que era víctima Lauren Hutton en Someone Is Watching Me! (1978) no ha hecho más que perfeccionarse y generalizarse a escala global. Y por falta de ganas de Carpenter no será, desde luego. Ni siquiera cabe la excusa de que el tipo de películas que hace ya no tiene demanda, pues no parece que ninguno de los géneros conexos que ha explorado y abordado esté hoy en vías de extinción.

Sólo parece que lo que hace molesta. Sin incurrir en teorías paranoides ni ver conspiraciones en cada contratiempo, le veo a Carpenter dos virtudes que, sospecho, son hoy más contraproducentes que ventajosas para conseguir hacer cine: por un lado, el carácter personal de su cine, que no se limita, como suele suceder, a que a menudo sea guionista y productor de lo que dirige, sino que se extiende a otras tareas, y muy en particular a la composición musical; por otro, su visión política de lo que sucede, que le hace ser visto como un enemigo al que hay que silenciar. Como Michael Cimino o Abel Ferrara, parece que John Carpenter es hoy UnAmerican, curiosa palabra que ni siquiera significa anti-americano, sino no americano o hasta poco americano.

Prólogo de “John Carpenter : un fantasma americano” de Juan A. Pedrero Santos. Madrid : T & B, noviembre de 2013.