miércoles, 30 de abril de 2025

El vértigo de la creación

Puede que extrañe a alguien, pero confieso tener prevención frente a las monografías sobre una sola película. No es que crea imposible –aunque quizá no sea muy útil– la empresa de llevar a cabo un análisis exhaustivo de una obra; de hecho, las hay tan ricas y complejas, tan repletas de ecos y resonancias que requerirían un libro de grandes dimensiones y que no dejaría espacio para ocuparse de otras; aunque mucho me temo que tanto detalle y tanta glosa fueran agotadores para autor y lectores, sin por ello llegar nadie al fondo de la película ni cubrir todos sus aspectos y facetas, y que, en resumidas cuentas, resultaría más productivo para todos volver a verla.

Para colmo, no es el análisis puro, ni siquiera la especulación cultural más o menos imaginativa –un poco como la practicada dos veces por Eugenio Trías con Vertigo (1958), quizá no la mejor pero sí la película más inagotable y la que más se presta a las disquisiciones e inquisiciones intrépidamente borgesianas–, ni siquiera el delirio interpretativo más descabellado y audaz –que en el caso citado sería indesmentible-, lo que suelen prodigarnos las piezas monográficas de gran volumen, sino algo mucho más prosaico y a menudo menos fiable: documentación, y casi siempre de segunda mano, recopilada bien en caliente, bien mucho después y a merced de la mala memoria o de las peores pasiones –el rencor, la venganza, los celos, la envidia-; cada vez más, testimonios de quienes ocupaban puestos de poca categoría y que de poco fueron testigos presenciales, o incapaces de juzgar lo que les llegaba, y a menudo guiados por ánimos hostiles o interesados.

Además, si se entra un poco en detalle, y en un relato pormenorizado de las peripecias que rodean la concepción, la preparación, la financiación, el rodaje y la postproducción de casi cualquier película, es fácil que nos topemos con una intriga alarmantemente kafkiana, con varios sinsentidos y abundantes contradicciones, con procedimientos que distan tanto de la lógica como de ser ejemplares. Se diría, tal vez con razón, puede que sin exagerar, que la confección de una película –por perfecta y hasta “feliz” y gozosa o relajada que pueda parecerle a sus espectadores– suele ser un disparate, una guerra fratricida y, en el mejor de los casos, una carrera de obstáculos, repleta de despropósitos. Podemos pensar en Macbeth –“a tale of sound and fury, told by an idiot”- y en las palabras de Samuel Fuller –un experto– en una escena de Pierrot le fou (1965): “film is a battlefield”. Por buenos e interesantes que sean esos libros, incluso si reflejan fidedignamente los hechos reales, acaban siendo desanimantes, casi disuasorios para el aspirante a convertirse en cineasta, y mayoritariamente decepcionantes para el que no sienta esa tentación pero admire la película en cuestión. Por no citar muchos, permítaseme aludir tan sólo al tomito de la serie BFI Film Classics consagrado por Frieda Grafe a The Ghost of Mrs. Muir (1947) de Joseph L. Mankiewicz, o Max Ophuls in Hollywood de Lutz Bacher, dedicado a las cuatro obras maestras que ese cineasta rodó en la llamada “Meca del Cine”, pero los ejemplos son legión, y afectan a películas tan ampliamente admiradas como The Magnificent Ambersons (1942) de Orson Welles, Johnny Guitar (1954) o Rebel Without A Cause (1955) de Nicholas Ray, Casablanca (1942) de Michael Curtiz, The Third Man (1949) de Carol Reed o Gone With The Wind (1939) de Victor Fleming, George Cukor y unos cuantos más... Todos ellos son como un jarro de agua fría sobre las ilusiones que nos podamos hacer los cinéfilos acerca del cine, y de cómo se hace y en qué condiciones, incluso cuando era mítico y atravesaba sus épocas mejores, no aquí y ahora.

Para colmo, tal cúmulo de disparates y contratiempos aparece, casi infaliblemente, en cualquiera de las muchas películas producidas en Hollywood por los más reputados productores, los “grandes magnates”, de Darryl F. Zanuck a Irving Thalberg, de David O. Selznick a Howard Hughes. La conclusión que se saca es, inevitablemente, que toda gran película se hizo casi a pesar de buena parte de sus artífices, casi por milagro, al menos por obra de una mezcla improbable de suerte, buena voluntad de algunos, empeño de otros, talento y esfuerzo de muchos, y siempre a pesar de los pesares, es decir, casi por casualidad, y pese a que muchos dedicaron la mayor parte de sus energías a tratar de evitarlo o frustrarlo y si no a estropear la película una vez acabada.

Son escasos, en cambio, los diarios de rodaje no meramente esquemáticos y elípticos y que apenas cuentan nada -recuerdo que Cahiers du Cinéma publicó el muy fragmentario de Fahrenheit 451 (1966) de François Truffaut- , y es muy posible que el más profundo, el subterráneamente más influyente (y por ello, aunque lo ignorásemos, en el fondo el más célebre, por lo menos el más memorable para algunos) y el mejor escrito además, sea el que Jean Cocteau –no lo olvidemos, artista polifacético, pero ante todo escritor– redactó mientras dirigía su segunda película (dieciséis años después de Le Sang d’un poète, 1930), La Belle et la Bête (1946), supervisada por René Clément.

He ido descubriendo, mucho después y muy poco a poco, al hilo de entrevistas o apuntes autobiográficos, que este libro fue, casi sin excepción, el primero “de cine” que no fuera una Historia, un manual o una teoría, que leyeron, más o menos cuando se editó y cuando ellos tenían entre catorce –el más joven– y veintiocho –el mayor-, la mayoría alrededor de los dieciséis años, los principales artífices de la Nouvelle Vague francesa surgida en 1958-1959. Del primero que leí, sin sorpresa alguna, la confesión de que este libro de Cocteau había decidido su vocación cinematográfica, fue Jacques Rivette; luego he visto que otros lo leyeron por las mismas fechas y fueron igualmente seducidos: Alain Resnais, Éric Rohmer, François Truffaut, Jean-Luc Godard, Claude Chabrol, seguro que Jacques Demy también, si no me engaña la memoria hasta Jean Rouch.

Y no me sorprendió por dos razones: una, que también había sido, mucho más tarde, el primer libro de cine que leí –en una edición hermosísima y lujosísima, propiedad de Heliodoro Carpintero, un estudioso de la literatura que vivía en Soria y era gran amigo de nuestros padres y de todos nosotros-, y además, que ya había detectado, sin tener muy claras las referencias cinematográficas, un poco vagamente, que el punto común de todos ellos, más allá de Hitchcock y Renoir y Rossellini y Bresson, era precisamente Cocteau, una influencia soterrada pero ubicua y permanente, que alcanza incluso a los continuadores de la Nouvelle Vague de generaciones sucesivas: Maurice Pialat, Jean Eustache, Paul Vecchiali, Jean-Claude Guiguet, Jean-Claude Biette, Jean-Claude Brisseau, Marie-Claire Treilhou, Claire Denis, Leos Carax...

¿Por qué? No es precisamente una visión edulcorada de lo que es el rodaje de una película. No es Jauja lo que muestra, ni Hollywood lo que describe, sino la Francia liberada pero empobrecida, recién acabada la II Guerra Mundial y la ocupación alemana, con la vergüenza colaboracionista aún sin asimilar ni superar, con escasez de todo, con racionamiento, con cortes de electricidad y apagones constantes. Con parte del equipo técnico y artístico sufriendo todavía secuelas de la guerra. Con Cocteau y su actor Jean Marais enfermos y dolientes. No es, en modo alguno, un texto proselitista ni un banderín de enganche; no es, desde luego, como para alentar vocaciones ni para “reclutar” cineastas.

El futuro autor de L’Aigle à deux têtes (1947), Les Parents terribles (1948), Orphée (1950) y Le Testament d’Orphée (1960) más bien advierte lealmente y con realismo, sin exageraciones y sin desánimo alguno –Cocteau era, por lo visto, más “hawksiano” de lo que cabría imaginar-, de las dificultades que es normal encontrar y con las que hay que contar, de los accidentes imprevisibles que hay que aguantar y hasta tratar de aprovechar, de la consiguiente necesidad de improvisar sobre la marcha, por muy preparado, escrito y diseñado que esté todo. Y muestra cómo un verdadero autor cinematográfico ha de trabajar continuamente y sin descanso, resistiendo la fatiga y el desánimo, e inventando nuevas soluciones cuando las previstas se revelan imposibles o ineficaces o insuficientes. Que crear tiene un precio y que cada creación lo exige siempre. Y que hay que apuntar muy alto para lograr, si hay suerte, que la mitad de lo deseado pueda resultar maravillosa.

Prólogo para “La Bella y la Bestia, diario de rodaje” de Jean Cocteau. Barcelona : Intermedio, noviembre de 2014

lunes, 28 de abril de 2025

Amore mio (Raffaello Matarazzo, 1964)

I don’t think I’ve ever written about Raffaello Matarazzo, which is for me, after Roberto Rossellini, perhaps with Vittorio Cottafavi, the greatest of the many great Italian filmmakers. I don’t even know yet if I ever will feel able to do so, even if now, at long last, I have finally managed to watch Amore mio (1964), his last movie, and Guai ai vinti! (1957), and therefore seen at least 33 of the 42 films he directed. Because, for all my admiration for Matarazzo, I still have a (small) reserve about several of even his greatest movies, of which he can even be not wholly guilty, since this (very common) “fault” could (or rather, should) be attributed to his various screenwriters: the (for my taste) too frequent presence (and machinations) of evil people as causes of the misfortunes and melodramatic sufferings, misunderstandings and conflicts of the protagonists (mostly women and children, but also men).

Since precisely that does not happen in Amore mio, which is one of the very few rare films by Matarazzo whose screenplay was single-handedly written by him, and furthermore, based on a storyline of his own, I am tempted to think this may have been his belated chance to free himself from the manicheist conventions of Italian melodrama.



Amore mio, I must warn you, was made exactly half a century ago. It is therefore a quite old-fashioned movie. Since it happens in Italy, roughly at that time, the religious beliefs and social or moral prejudices were those then at work for a large part of society. Fifty years is a long time, and really lots of things have radically changed during these last 50 years, usually making our life better, at least more free, more comfortable and somewhat easier to live, although this has deprived the genre of melodrama and even the tragic visions of life it usually conveys of a lot of the issues which were its foundation or its most dramatic assets. Most of the things that happen in Amore mio and drive a young girl to an attempted suicide and several other characters to sadness or despair would be nowadays seen as something much more common and less serious, easier to solve or remedy or at least to cope with, perhaps as problems, hardly as tragedies. This the melodrama has lost, along with the sense of guilt, the notion of sin and a lot of barriers and of acts which were forbidden or considered dishonorable, and therefore is now a film genre almost as vanishing as the western and the musical. And this change in society, individual behavior and values has made old melodramas to age spectacularly.

But for me the main thing is not how ancient Amore mio has become, specially to younger people, but the fact that probably it was already when it was conceived and made, an old-fashioned movie in every sense, the same as it happened with some other “last films” by great filmmakers, in particular another made also in 1964 an equally naked and swift, Carl Theodor Dreyer’s Gertrud. The secret of both is pure emotion, without antics or embellishments.

And Matarazzo makes melodrama exist despite a complete absence of evil people: everybody in this film is good or learns to be better, everyone acts generously, even if sometimes mistakenly. And yet there is no happy ending. Which was not realistically feasible.

Texto preparatorio para la presentación de la película en el Festival de Locarno el 12 de agosto de 2014.

viernes, 25 de abril de 2025

La Torre de los Siete Jorobados (Edgar Neville, 1944)


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Aunque no parece que en su momento se le prestase mucha atención -fue clasificada en 2ª categoría y aguantó una semana en cartel-, lo cierto es que La Torre de los Siete Jorobados es una película asombrosa, que cuanto mejor se conoce el cine español de los 40 más sorprende, pero que, en todo caso, no creo que nadie entonces pudiese esperar, ni que hoy quepa imaginar que en 1944 y en España a alguien se le ocurriese hacer una película tan rara y, todavía menos, que consiguiese realizarla.

Hoy chocan, tras un arranque que parece convencional, con el habitual número de "revista" a cargo de la Bella Medusa cantando "Manola", y con el muy asainetado y castizo Antonio Casal como Basilio, un espectador que se confiesa muy supersticioso y que luego resulta el pretendiente de la vedette, primero el tono enloquecidamente caricaturesco, de farsa satírica, con que se nos presenta a la voraz y avasalladora madre de la estrella, Doña Magdalena (Julia Lajos, la fabulosa actriz-fetiche de Neville); en segundo lugar, la naturalidad con que se nos presenta, sin mayores explicaciones, al espectro de un personaje llamado -nada menos- Robinsón de Mantua, que -pronto advertimos- sólo ve y oye Basilio, e interpretado con su imponente porte y su llamativa estatura por Félix de Pomés; en tercer lugar, y a pesar de una cierta afectación de dicción y pose, que cuadra con el personaje de Inés, la sobrina del muerto, llama la atención la fina belleza de Isabel de Pomés; en cuarto lugar, la aviesa catadura de los numerosos jorobados que, como el título promete, pueblan la película, y entre ellos, más que el pobre Malato o el par de atemorizados esbirros, el omnipresente y ubicuo Doctor Sabatino (encarnado por un insólitamente villano Guillermo Marín); en quinto lugar, la curiosa mezcla del costumbrismo casticista con la novela de entregas, tipo los Misterios de París, es decir, la confluencia de Arniches y los hermanos Álvarez Quintero con Spione o el primer Mabuse de Fritz Lang, o, si se prefiere, con seriales mudos como Judex, Fantômas y Les Vampires de Louis Feuillade; en sexto lugar, los fastuosos decorados, construidos en los Estudios CEA, que recrean algunas calles del viejo Madrid y una fantástica ciudad subterránea construida por los judíos que desobedecieron la orden de expulsión, aprovechando grutas naturales...

Y no conviene seguir, porque es casi todo lo que en esta estupenda película puede maravillar y dejar perplejo. Sólo cabe decir que si, en su tiempo, esa perplejidad, tan alejada del tono solemne y monumental de otras películas "de época" que se hacían por entonces y que constituían un género benévolamente calificado de "histórico", se tradujo en desinterés e indiferencia, hoy debiera, pasada la primera sensación de extrañeza, causar la admiración y casi diría que el alivio retrospectivo de descubrir que, a pesar de los pesares, y hasta en los periodos más oscuros, ha habido en nuestro país empresas individuales tan originales, osadas y disidentes como ésta.

Por otra parte, y pese a que Neville sea famoso como humorista y hombre de teatro, no es La Torre de los Siete Jorobados una experiencia única y sin continuidad en la obra de este cineasta: al año siguiente, tanto La vida en un hilo como Domingo de Carnaval inciden de nuevo en esta veta fantástica; y lo mismo esta última que, al año siguiente, El crimen de la calle de Bordadores se presentan como extrañas combinaciones -con dosis variables de cada ingrediente- de sainete, intriga policiaca, humorismo y relato más o menos fantástico. Bastaría con ello para sospechar que Neville, a pesar de no hacer escuela, fue la figura capital de nuestro cine en los años 40, el cineasta menos prisionero del ambiente y de los gustos o las imposiciones vigentes en la época, el más moderno si se quiere, aunque también es raro, si se piensa, que estas películas sean casi exactamente contemporáneas de las primeras experiencias neorrealistas.

Aunque puede deberse a que no todas sus obras se conserven en condiciones que hagan posible su revisión, y que las disponibles no suelen circular mucho, no deja de llamar la atención que todavía no exista un estudio a fondo de la obra cinematográfica de Neville; muerto él desde hace mucho, quedaba hasta hace unos meses una testigo de excepción, la actriz Conchita Montes, cuya desaparición parece poner fin a toda esperanza de tener acceso a información de primera mano. Aparte de eso, quizá valga la pena mencionar otra figura notable que colaboró con Neville en esta ocasión, y de la que, como sucede en general con los guionistas de nuestro cine, es asombrosa la falta de información que padecemos: me refiero a José Santugini, un humorista que pronto se interesó por el cine, llegando a dirigir, sobre argumento y guión propios, una película que sería interesante rescatar, Una mujer en peligro (1935); pero Santugini es -o debería ser- famoso, sobre todo, como guionista: parece excesiva casualidad que casi todas las películas en las que colaboró se cuenten entre las verdaderamente notables de nuestro cine, aunque es posible que se deba a que escribió con frecuencia para Ladislao Vajda; aparte de la de Neville que hoy hemos visto, cabe recordar Doña Francisquita, Carne de horca, Mi tío Jacinto y hasta Un Ángel pasó por Brooklyn, todas ellas de Vajda.

Tanto Henry Berreyre, o Enrique Barreyre González, que ya había fotografiado para Neville su versión de La Señorita de Trevélez (1935) y que se ocuparía de la imagen de sus cuatro películas siguientes, como el maestro Azagra -no el músico habitual de Neville, Muñoz Molleda-, se revelan colaboradores de excepción, entre los que no cabe dejar de mencionar a Pierre Schild y Antonio Simont, responsables de los decorados, que hicieron maravillas con medios evidentemente muy escasos, aunque, eso sí, dentro de la infraestructura mínima que suponen unos estudios como los que había en España en los años 40 y 50.

Ya sé que a Neville le envuelve, como a Sacha Guitry y a Marcel Pagnol en Francia, cierta reputación de "hombre de letras", incluso del teatro, sin conocimientos ni interés alguno por la técnica, y que hasta tiene fama de descuidado -como, curiosamente, Buñuel, Chaplin, Renoir y Rossellini- por la factura de sus películas; se cuenta que se dormía o que se ausentaba a menudo del plató, dejando todo en manos de sus ayudantes o de los técnicos... pero yo sospecho que todo esto, si no es pura leyenda, son exageraciones... de lo contrario, sus ayudantes de dirección se habrían hecho famosos, y les habrían confiado tareas de dirección. De todos modos, aunque fuera cierto, no lo parece, ni hay nada que lo haga sospechar; en todo caso, habría que investigar, de demostrarse la veracidad de esas historias, cómo se las apañaba Neville para que no sólo todas sus películas cuenten argumentos magníficos, y a menudo originales y precursores, adelantados a su tiempo aquí y en cualquier lugar, sino que además estén siempre tan bien narradas, con una tan hábil y compleja estructura -tan hábil que su complejidad no se nota durante la proyección-, con una ligereza que es en nuestro cine, y sobre todo en los años 40, realmente excepcional.

Porque no es sólo que sus películas estén, sin excepción, muy bien escritas. Los diálogos, llenos de humor, son magníficos, pero no porque estén hechos a base de juegos de palabras ni brillen a toda costa por su ingeniosidad, no son epigramáticos ni están plagados de lo que los franceses - especialistas en esa plaga - llaman mots d'auteur, sino que suenan auténticos, parecen tomados al oído, les cuadran a los personajes que, en cada caso y en cada ambiente o circunstancia, los dicen. No, lo que me llama la atención en Neville, tanto aquí como en sus dos películas últimas, El baile (1959) y Mi calle (1960), lo que realmente me maravilla no son ni sus historias, ni sus diálogos, ni siquiera su humorismo ni su excelente dirección de actores o su gusto para elegir decorados y vestuario, muebles y objetos que juegan un papel tanto en la trama como en el drama, sino, sobre todo, su capacidad para crear espacios y explorarlos con la cámara, y su no menos asombrosa habilidad para ligar un plano con otro y una escena con la siguiente, sin atenerse a los usos convencionales sino, casi siempre, de un modo inesperado o sinuoso, que sólo a posteriori se justifica y que tiene como consecuencia primera que el espectador, al preguntarse a menudo qué ha sucedido, por qué se pasa a esto, participe en el proceso narrativo, poniendo algo de su parte en la conducción del relato.

Es posible, simplemente, que Neville, muy madrileño pero de origen parcialmente británico, que había trabajado en Hollywood, que había rodado en Italia, que era amigo de Chaplin y no había sido nunca nada provinciano, estuviese en sintonía con las mentes más adelantadas de su tiempo, y tuviese más confianza que sus colegas y la mayor parte de los productores en las facultades, el discernimiento y la curiosidad o la buena disposición del público, y se negase a rebajarse al nivel de menores de edad que estos tienden a suponerle.

En 1948, escribía Neville en la revista Primer Plano un artículo titulado Defensa de mi cine que resulta pertinente y revelador citar fragmentariamente a propósito de esta película: "He intentado llevar a la pantalla la pequeña clase media pobretona de El malvado Carabel, tan amarga al tiempo que irónica. He llevado la más exquisita cursilería de la provincia de tercer orden envolviendo la tragicomedia de La Señorita de Trevélez. Luego me he metido en el Madrid del novecientos en La Torre de los Siete Jorobados y El crimen de la calle de Bordadores, y he querido traer, por primera vez a nuestra pantalla, el 1917 barriobajero de Domingo de Carnaval. El argumento de todo ella era para mí lo que tenía menos importancia; lo que era preciso fotografiar y conseguir era el ambiente, el espeso ambiente de cada época, los ademanes, los costumbres y las frases de los personajes, el darle el valor necesario a los muebles de aquellas épocas, a los bibelots y a lo que colgaba de las paredes, a los portiers y a las borlas de peluche que colgaban de las butacas, y, sobre todo, a las reacciones de los personajes, que también tienen su "época", ya que todos los términos de valoración han cambiado de tal modo que casi ninguno de los conflictos de los dramas clásicos justifican hoy para nosotros la actitud extrema de sus personajes.// Mucho me temo que voy a persistir en esto del costumbrismo y, a veces, darme una vuelta por el folklore; pero luego hay que inventar una fórmula totalmente inédita, hay que inventar, pues el cine no es sólo crónica del pasado, sino sueño del porvenir y buceo en el espacio. Ese es el buen cine que yo preparo para el año que viene, o tal vez para el otro año, y, sin embargo, sé que por muy lanzado que esté en la aventura, que por muy altas que sean mis cabriolas, siempre habrá costumbrismo y sello nacional en lo que haga, pues no en vano pertenece uno al mundo que pulula en un lugar geográfico y espiritual determinado y en una época determinada de la historia."

Lo que más me gusta de La Torre de los Siete Jorobados es la creación de ese Madrid subterráneo, de origen judío, que parece tener sus vértices en la Plaza de la Paja, la calle de la Morería, el Paseo de la Virgen del Puerto, ese Madrid en la superficie tan castizo, tan de los Austrias. Pero como eso no es mostrable ahora en imágenes, salvo quizá con esa primera visión alucinante de la gran escalinata circular que desciende hacia las catacumbas, habrá que conformarse con cuestiones más de detalle.

Y hay mucho que me encanta, y en varias direcciones diferentes: por su comicidad, y antes de que sepamos quién es, me matan de risa los gestos embriagados con que lleva el ritmo de la canción de la Bella Medusa su madre (Julia Lajos), así como todo lo que hace y dice cuando Antonio Casal las invita a cenar. Desde otro ángulo, me encanta el interrogatorio al que somete a Casal el Dr. Sabatino, un Guillermo Marín más untuoso que nunca. También encuentro fascinante la aparición de Félix de Pomés, como el espectral y tuerto Robinsón de Mantua, y las primeras palabras que dirige al protagonista. O el pobre jorobado Malato, pocos instantes antes de ser asesinado por ello, explicándole al protagonista lo que sucede; o el enloquecido arqueólogo Don Zacarías -el fantástico Riquelme- canturreando alocadamente mientras estudia objetos y documentos, ajeno por completo a la realidad; o el curioso archivero de la policía, capaz de descifrar jeroglíficos asirios como si tal cosa. También encuentro impagable la interpretación por Manolita Morán de la canción "Manola", que canta la Bella Medusa y que sus fieles parroquianos corean. O la escena en que, antes de siquiera imaginar que es sobrina del espectro, Casal conoce a Inés.

Texto preparatorio para la intervención en ¡Qué grande es el cine español! (8 de abril de 1996)

miércoles, 23 de abril de 2025

Las difusas fronteras entre el documental y la ficción

No sabría datar con precisión en qué momento, pero desde muy pronto, probablemente ya desde las primeras recensiones o reseñas de los iniciales programas cinematográficos, compuestos por varias piezas muy breves y a menudo muy heterogéneas, se estableció una especie de barrera artificial entre las películas que, al menos en apariencia, se limitaban a fotografiar –ahora en movimiento– la “realidad” y aquellas otras que, por el contrario, empleaban todo tipo de trucos o simples medios de paliar las carencias iniciales del cine, es decir, el sonido y el color (desde los rótulos intercalados entre las imágenes hasta los primitivos efectos especiales), y que solían ilustrar o escenificar algún tipo de anécdota, alegoría, moraleja o relato.

La antítesis tan machaconamente reiterada de un cine escindido desde sus comienzos entre la “tendencia Lumière” y la “tendencia Méliès” ilustra muy gráficamente este cisma originario, tan dudoso y, en todo caso, relativo como persistente. Por supuesto, era una muestra de la omnipresente manía de etiquetar y simplificar las cosas, pronto reforzada por los métodos publicitarios empleados por quienes, más que hacer cine, se limitaban a comerciar con él. Así hemos llegado a que se mantenga una especie de telón de acero o barrera infranqueable entre lo que ni siquiera son dos extremos de un “continuum” dentro del cual los cineastas debieran poder moverse con entera libertad, fluctuando en esa vasta zona de posibilidades no sólo de una película a otra, sino incluso dentro de un mismo film.

Por supuesto, más en unos sitios que en otros, se diferencia desde el inicio de un proyecto el tratamiento que reciben un film de ficción y otro de carácter o intención documental. El primero, que resultará luego más o menos comercial, se ha convertido en la norma o “lo normal”: suele contar una historia, con personajes representados por actores, cuanto más conocidos mejor. Frente a ello, un documental es considerado “a priori” como algo no comercial: se supone que muestra algo, expone un “caso” o hace la crónica de un acontecimiento, se le atribuye una cierta economía de medios y un acabado “industrialmente deficiente”, y por definición carece de actores. Su único atractivo para un productor es que, al no contar con estrellas ni requerir decorados o vestuario “de época”, suele tener un coste más bajo; aunque también atraerá a un menor número de espectadores, sobre todo ahora que se viaja mucho más que en 1895 o en 1945 y que los documentales se programan muy a menudo en la televisión; salvo, claro está, que se trate de un documental sobre una estrella, sea Bob Dylan, los Rolling Stones, Brigitte Bardot o Fidel Castro.

Yo entiendo, sin embargo, que el interés principal de un documental ni siquiera está en el sujeto o la cuestión sobre la que presuntamente vaya a “documentarnos” –recuerdo ahora uno fascinante de Hartmut Bitomsky sobre el polvo–, sino en que permite, tanto a los realizadores como a los espectadores (y para mí un crítico no es más que un espectador asiduo que idealmente procura estar informado y que escribe o habla sobre lo que encuentra de interés), salirse un poco (a veces un mucho) de los caminos más transitados, contra los que nada ha de tener, salvo un cierto ocasional cansancio o un tipo de imaginación o experiencias que no se inclinan o prestan a la narración.

Se sabe ahora, con certeza, que los hermanos Lumière no eran meros “reporteros” que salían a la calle a filmar improvisadamente un fuego o un accidente, sino que medían el tiempo disponible en sus primitivas bobinas, calculaban lo que tardaba un tranvía o un caballo en cruzar el encuadre inicialmente escogido, y cambiaban la ubicación de la cámara si no era el adecuado, y repetían tomas hasta para registrar algo tan cotidiano y natural como la salida de los operarios de su fábrica. Por otra parte, algunas de sus piezas “documentales”, que recogían eventos tan “puestos en escena” de acuerdo con un protocolo como el desembarco de congresistas o la llegada de unos monarcas extranjeros, eran a veces meras “reconstrucciones” de los hechos reales, y por tanto, doblemente ficción: no sólo el suceso era en sí teatral y a menudo ensayado, sino la filmación se producía a partir de un acto simulado “a posteriori”. En cambio, el mago Georges Méliès, que no sólo consideraba lícitos sino divertidos y magníficos sus trucos de profesional, combinaba los trucajes que permitía el cine con la filmación frontal de un escenario teatral como aquel en el que solía hacer sus números, y por tanto, en buena medida, se limitaba a registrarlos con la cámara. La diferencia, como se ve, no era tanta, y en cualquier caso, más que radical e irreconciliable, era muy variable y siempre relativa.

Ahora bien, si el cine no tenía por qué haber sido narrativo, pese a que uno de sus factores clave, y gran diferencia frente a fotografía y pintura, fuese –junto al movimiento– el tiempo, y por ello se viese más o menos abocado a estructurarse como una sucesión de planos o escenas, como se suceden las fotos fijas o fotogramas para producir la ilusión del movimiento, el caso es que muy pronto, mayoritariamente, lo fue, sobre todo a medida que se fue alargando el metraje y la duración de las películas. Para la mayoría de los espectadores, es soportable un paisaje, el mar, una puesta de sol, una estatua, durante apenas unos segundos; de prolongarse, empiezan a preguntarse por qué “no pasa nada”, y dan por visto de una ojeada lo que bien puede estar cambiando, como la forma de una nube o el oleaje, durante un buen rato. Durante algunos minutos, temo que no más de diez o quince, se aguanta una sucesión aparentemente desordenada o incluso arbitraria de imágenes, como puede contemplarse con decreciente curiosidad y creciente impaciencia un viejo álbum de fotos de familia o la serie de instantáneas tomadas por unos amigos durante sus vacaciones, pero todo tiene un límite, y cuando (hacia 1914) las películas o los programas de cine se acomodaron al “standard” –en torno a la hora y media o dos– de casi todos los espectáculos públicos ordinarios, el cine acabó convirtiéndose en un arte (o más bien un entretenimiento) esencial y mayoritariamente dramático-narrativo.

El cineasta que no tiene mucho que contar o que se siente carente de imaginación fabuladora puede encontrar, por ello, no sólo un buen terreno de aprendizaje, sino un refugio en el documental. Si, además, ni tiene pericia en la dirección de actores, o le intimidan las estrellas, y no siente curiosidad por combinar a unas con otras y ver si hay “química” entre ellas, y en cambio se interesa por personas normales o excepcionales, incluso pintorescas, encontrará todavía más razones para optar por esa forma de hacer cine, e incluso sabrá sacarle partido a cualquier encargo que pueda caerle sobre algún lugar o asunto del que todo lo ignora y sobre el que tendrá que empezar por documentarse él mismo.

Además, a poco inquieto que sea, tendrá que reflexionar para encontrar la forma adecuada para adentrarse en la materia, el enfoque más idóneo, que suele estar menos dado o predeterminado por las convenciones y las modas que el campo de la ficción narrativa. Cuestiones como el punto de vista, la postura moral, el empleo o no de un comentario –sea o no en off–, etc., se plantean desde la concepción del documental de un modo más acuciante, entre otras cosas porque tratan de personas reales, no de personajes imaginarios, y han de conseguir que se expresen ante la cámara personas no acostumbradas a ello y para los que hablar o moverse ante un equipo de filmación puede ser difícil. A diferencia de un reportaje –antes de un noticiero filmado, hoy más bien de la televisión–, no abordan a desconocidos de improviso, sino que tratan de establecer una relación con esas personas, a veces durante un periodo de tiempo bastante prolongado. No puede extrañar, por ello, que a menudo un documental derive hacia el ensayo cinematográfico e incluya una cierta autorreflexión, ya que lo mismo que la cámara ha de permanecer fuera de campo en el cine de ficción, en el de “no ficción” –por englobar variantes no estrictamente documentalistas– es algo permitido e incluso puede ser obligado.

El caso es que pueden emplearse métodos de rodaje y figuras de estilo propias del documental para dar un aire de realidad o aligerar el coste en una película de ficción –la Nouvelle Vague, como antes el neorrealismo, son dos pruebas de ello– y es frecuente, incluso no deliberadamente, que el cine más rigurosamente documental recurra igualmente, sobre todo en el montaje, a elementos muy típicos del cine narrativo de ficción.

Teniendo en cuenta las limitaciones de tiempo, disponibilidad de copias subtituladas, etc., y mi escasa afición a mostrar escenas aisladas –que pueden ser excepción dentro de la película a la que pertenecen– querría mostraros algunas piezas en las que, sean o no documentales, resulta a menudo difícil desentrañar, sin información externa, y sobre todo en una primera visión, hasta qué punto son o no ficción, si hay en ellas poco o mucho de lo que se ha venido a llamar “puesta en escena”. Advierto que, en todo caso, cualquier película que de verdad valga la pena será el resultado de una serie coherente de elecciones y decisiones, más o menos previstas o intuitivas, a veces modificadas sobre el terreno y en el momento de la filmación, y que hasta dentro de “lo real” suponen “incisiones” o recortes o selecciones de tiempo y espacio.

Texto de preparación para una sesión conjunta con Mercedes Álvarez, dentro de un cursillo a su cargo, en el Cine Bellas Artes. Escrito el 5 de julio de 2012.

lunes, 21 de abril de 2025

La Captive (Chantal Akerman, 2000)

Hace casi dos semanas, sin el menor aviso, sin publicidad alguna, se estrenó en un pequeño cine madrileño una película que, cuando la vi hace dos años en París, me pareció de lo mejor que había visto en los últimos tiempos, y que temí que nunca se estrenara en España. Por fin ha llegado, pero no sé si de modo que valga la pena, a menos que se trate de demostrar que es inútil distribuir este tipo de películas en España, porque no tienen público. Pero ¿cómo van a tenerlo si se estrenan de tapadillo, embozadas, vergonzantemente, de incógnito, sin apostar por ellas ni siquiera lo que cueste uno de esos microscópicos reclamos, casi ilegibles, tamaño sello postal? Si, sabiendo de su existencia y habiéndola visto dos veces, me arriesgué a perder el tiempo acudiendo el día del estreno -no fuese a haber volado el viernes siguiente-, porque parecía ser esa y no otra la película que por casualidad, al buscar el horario de otra, me topé en la copiosa (aunque harto reiterativa y poco apetitosa) cartelera de Madrid. ¿Cómo el que ni sepa de su existencia o, tan escéptico ya como yo, no crea que pueda ser esa la película, sino quizá una sudamericana del mismo o muy parecido título va a ir a verla? Y además, tal vez por eso y no ofrecer pases de prensa, no he visto críticas (desde luego, no atentas ni inmediatas ni favorables) en los diarios, con lo cual menos serán aún los que se enteren, no digamos los que se animen. Para los oyentes que depositen un mínimo de confianza en mis opiniones, si se dan mucha prisa, pues tal vez mañana no se siga proyectando, advierto que todavía hoy, tras dos semanas, se sigue exhibiendo la última película de la antaño célebre realizadora belga Chantal Akerman, cuyas obras no suelen llegar a nuestras tierras y que, por eso, pocos recuerdan y menos aún conocen. Se trata de La cautiva, basada en una novela, actualizada, de Marcel Proust, e interpretada por excelentes actores desconocidos para nosotros. Y no es, como dirá algún perezoso, basándose en la reputación o el aire externo de una película de hace 27 años que no vió, una película no narrativa, ni hermética, ni pedante, ni aburrida, ni vanguardista ni minoritaria... al menos por vocación, aunque arropada como viene suerte será si calificarla de tal no es una exageración optimista. Es un film admirable, preciso, rápido, conciso, riguroso y plásticamente hermoso y funcional, sobre la pasión, el amor, los celos, que a veces recuerda el famoso Vertigo de Hitchcock, en la que sin duda parcialmente se inspira, que resulta, por tanto, fascinante, misteriosa, inquietante, abismal y emocionante. Yo no me la perdería...


Texto preparatorio para la intervención en El Séptimo Vicio, en Radio 3. Escrito el 30 de mayo de 2002.

viernes, 11 de abril de 2025

Al ritmo de Jerry

CASABLANCA: ¿Intervino en el guión de King of Comedy, o añadió algo de su cosecha durante el rodaje?

JERRY LEWIS: Durante la preparación de la película, Marty (Scorsese), De Niro y yo trabajamos juntos. Ellos no salen nada, no van a ningún sitio. Bobby de Niro disfruta del más completo anonimato, y no sabe lo que supone ser una celebridad. Puede ir por la calle igual que vosotros, podría andar entre vosotros dos y nadie se daría cuenta, nadie le reconocería. Así que necesitaba que yo le dijera en qué consiste. Les contaba cosas que me habían pasado y ellos las metían en la película. El guionista, Paul Zimmerman, había escrito una historia diferente de la que se ve en la pantalla. A mí me gustaba la primera versión, pero dijeron que era un poco larga... A De Niro se le da una página —es maravilloso, un gran actor— donde pone «Dice "hola" a la chica», y él va y dice (imitación de De Niro): «Hola..., ¿cómo estás?, ¿cómo te va?, ¿qué haces?, ¿a qué de te dedicas? ¿Te gustaría que te presentara a mi madre? Este es mi amigo Lou... Tengo dos coches, tengo una chaqueta...», y sigue, y sigue, sigue... y se hace de noche.

C.: Como en New York, New York...

L.: Y en Raging Bull...

C.: ¿Es un actor muy «técnico»?

L.: Es maravilloso, porque De Niro conoce a De Niro, sabe qué es lo que más le conviene a De Niro. Pero si le dices que lo haga perfecto en una toma, no hay manera..., imposible. Necesita hacer veinticinco tomas de todo. Yo le hacía rabiar, le decía en broma: «Haciendo veinticinco tomas, Reagan estaría aún en Hollywood.» Pero lo maravilloso es que Marty tiene todas esas tomas para escoger pedacitos de ellas, y puede construir con ellos una gran actuación, hacer de él un gran artista. Ayer, en la conferencia de prensa de Cannes, le hicieron una pregunta a De Niro, y él empezó a balbucir «Mmmm..., eeeh..., ah..., mmmm». Hay que plantarle algo en la cabeza, y él es el primero en admitirlo, así que yo me quedo sentado mirándole, es maravilloso contemplarle, un gran actor... Pero tenemos en Hollywood un director que es inglés, David Lean, que trabajaría con De Niro durante quince segundos... (da palmadas) y adiós... Joe Mankiewicz (palmadas), igual.

C.: ¿Y usted?

L.: Podría trabajar con De Niro como director, porque comprendo que ésa es su magia, y tendría que adaptar mi cabeza, mi corazón y mi estómago, tendría que cambiar todo, porque a mí me gusta tratar de conseguir todo a la primera toma. Pero ensayo mucho tiempo, le dedico a cada plano mucho trabajo y así, muy a menudo, sale bien a la primera toma: a positivar, lo tengo todo... ¿Queréis chicle?

C.: No, gracias.

L.: Ya no fumo. Nunca más. Así que estoy cogiendo una mandíbula trabada. Cuando uno tiene algo de corazón, lo primero que hacen es prohibir que uno fume. No me dijeron si dentro de cinco años tendré una enfermedad de las encías de tanto mascar chicle (1). He fumado de tres a tres paquetes y medio de cigarrillos al día durante cuarenta y tres años, y esto es lo que he conseguido (enseña el comienzo de una cicatriz que parece atravesarle el pecho de arriba abajo y otra en una pierna). Fumar hace esto. ¿Leyeron algo en la prensa acerca de mi operación?

C.: Bueno, vino una pequeña noticia, pero luego no contaron nada acerca del resultado. Dedujimos que había sobrevivido, ya que no aparecieron notas necrológicas.

L.: Cuando George cumplió ochenta y siete años le preguntaron cómo se sentía uno a esa edad, y contestó: «Me levanto, miro el periódico y si no está mi nombre en la sección de defunciones me afeito.»

C.: Está bien, ¡es tan latoso afeitarse!

L.: ¡Es tan latoso tener ochenta y siete años!

C.: Depende, supongo.

L.: Bueno, George lo pasa muy bien.

The King of Comedy (1982)

C.: ¿No le resulta difícil actuar en películas de otros directores, como King of Comedy, dada la diferencia de ritmo que hay entre su forma de moverse y la habitual? Sus películas, sus personajes se mueven a otra velocidad, que además es variable.

L.: Sí, es difícil...

C.: Quiero decir que, sobre todo en las primeras películas que dirigió usted mismo, todo dependía de sus movimientos como actor, captados en planos a menudo amplios y largos, fijos o con pequeñas panorámicas, que seguían sus evoluciones... Por ejemplo, aquella escena en que se acostaba...

L.: ¿En The Ladies' Man (2)?

C.: Sí. Y tal vez con otro actor no podría conseguir ese ritmo, y tendría que cambiar la planificación, como de hecho fue ocurriendo en películas posteriores, como The Big Mouth (3), en que empezó a distribuir los gags, las muecas cómicas, etc., entre otros actores, como Buddy Lester o Harold Stone.

L.: Exacto. Planos más cortos. Es interesante que me hablen del ritmo, (timing), porque para mí el ritmo..., mi ritmo, no es el de Scorsese, y para interpretar ese papel de King of Comedy yo no necesitaba mi timing, sino el de Scorsese. Y era fácil para mí adaptarme, ponerme a su ritmo. Pero si Scorsese quiere hacer el tipo de películas que yo hago, tendrá problemas, porque no podrá hacerlo a su ritmo. Como él me dijo un día: «Me encantaría hacer comedias, pero mi ritmo es demasiado toc..., toc..., toc... y tendría que ser tac tac tac.» Y si de eso se da cuenta un director en la sala de montaje, peor todavía.

C.: ¿Cree que le es más fácil a un actor adaptarse a otro ritmo que a un director?

L.: Bueno..., para un actor —para un actor de cine— depende de cómo le conduzca el director. Es como cuando, una vez al año, hacen el encierro de los toros: tienen que hacer que arranquen en algún sitio y desde allí guiarles, porque si no se meterían en el hotel. A un actor hay que guiarle, y su ritmo debe ser el originado por el director. Mi ventaja sobre otros directores consiste en que actúo ante el público en Las Vegas, Nueva York, París, Londres o cualquier otra ciudad, y ese timing es muy parecido al del cine. Como no puedo determinarlo igual que en el Palladium de Londres, lo ajusto en la sala de montaje.

C.: Pero cuando actúa en escena las reacciones del público le sirven de guía, y en el cine no cuenta con esa indicación...

L.: Pero me siento en la sala de proyección y tengo mi reacción.

C.: ¿Sólo la suya?

L.: La de todos los presentes. Pero si mi trasero se queda quieto en el asiento, el ritmo es correcto; si empiezo a moverme sé que tengo que cortar.

C.: Esa especie de reparto de la comicidad entre usted y los restantes actores que comentaba antes, ¿fue algo deliberado y consciente, o sucedió sin que se diese cuenta? Primero dividió su propio personaje en dos, en tres, hasta en siete personalidades en The Family Jewels (4), cuatro en Three on a Couch (5), y al mismo tiempo fue distribuyendo rasgos o gestos cómicos entre otros personajes, y su propia interpretación se hizo más sobria.

L.: Creo que tuvo que ser una evolución natural, porque no era consciente de ello por entonces.

C.: Volviendo a la cuestión del ritmo, algunas de las películas que interpretó con otros directores tienen un ritmo muy distinto que otras y más parecido al de las primeras que dirigió usted mismo. Por ejemplo, la que más me gusta de las que no ha dirigido, You’re Never Too Young (6) tiene ya el timing de The Bellboy (7) o The Ladies' Man, mientras que Partners (8), también de Taurog y de aquella época, no. O, entre las de Tashlin, The Disorderly Orderly (9) tiene su ritmo, y Artists and Models (10) no. ¿Cree que es una sensación gratuita?

L.: No. Lo que ocurre es que en las películas que menciona que hice con mi ex socio mi ritmo está partido por la mitad, ya que tenía que darle a él parte, mientras que en The Disorderly Orderly no tenía compañero y podía entregar esa parte al ritmo de Tashlin.

C.: Pero You’re Never Too Young era con Dean Martin...

L.: Sí, pero allí no era tan «pareja», porque en esa película yo hacía el papel de un niño, y podía actuar como si él no estuviese allí, porque el ritmo debía ser absolutamente el del niño, no el de uno y otro.

C.: Aunque no conste en los títulos de crédito, ¿intervenía ya activamente como guionista o productor en sus películas de esa época?

L.: Las produje yo... Y codirigí You're Never Too Young... Y codirigí The Disorderly Orderly también. Lo encantador de Tashlin es que yo le consideraba mi maestro y él me llamaba su maestro, y era una forma maravillosa de pensar el uno acerca del otro.

C.: Es curioso, porque su ritmo y el de Tashlin son muy diferentes.

L.: Completamente.

The Disorderly Orderly (1964)

C.: Y tal vez sea el ritmo lo que más distingue a un cómico de otro. Por ejemplo, Harry Langdon era mucho más lento...

L.: Pero no tenía un director que le cambiara el ritmo. El director de Harry Langdon hacía lo que Harry Langdon hacía.

C.: O Keaton.

L.: Igual con Keaton. Los directores aprendían timing de los actores. Pero un buen director coge el verdadero ritmo de los actores y trabaja con él, lo integra en lo que hace, sin tratar de cambiar su ritmo.

C.: ¿Cree que eso hay que conseguirlo durante el rodaje o que se puede hacer en el montaje?

L.: Si se rueda una escena suelta, con holgura, y se quiere concentrar, se puede. En cambio, si se rueda demasiado apretada no se puede estirar en el montaje. Uno pasa desde tantos fotogramas a unos cuantos fotogramas menos para hacer la escena perfecta y luego le añade algunos para hacerla más que perfecta.

C.: En general, construye los gags en el rodaje más que en el montaje, ¿no?

L.: No, no, no. Los gags se hacen al escribir el guión. Luego se filman. Aquí está el ejemplo (abre por las páginas de ilustraciones su libro The Total FilmMaker (11) y señala unos diagramas de movimientos y colocación de cámara). Y se siguen construyendo al rodar, al montar, al añadir ruidos y hacer las mezclas..., durante todo el proceso.

C.: ¿Qué sucede con The Day the Clown Cried (12)?

L.: Es una larga historia...

C.: Llevamos unos diez años esperándola...

L.: Yo también. La veréis. Os prometo que algún día la veréis.

C.: Hay versiones contradictorias acerca de si está terminada o no.

L.: Está acabada de rodar, pero falta la postproduction. De todos modos, pronto veréis mi mejor trabajo, Smorgasbord (13). ¿Cómo van a llamarla en España?

C.: No suelen cambiar tanto como en Francia los títulos de sus películas, pero cualquiera sabe...

L.: Oh, es terrible, en Francia lo cambiaron... Bueno, el caso es que todo lo que hemos hablado acerca del timing tiene mucho que ver con Smorgasbord, el ritmo está más logrado que nunca. Creo que es lo mejor que he hecho desde The Nutty Professor (14).

C.: ¿Está seguro de que va a estrenarse aquí pronto?

L.: Seguro. ¿Por qué?

C.: Porque algunas de sus películas se han estrenado con muchos años de retraso, o nunca...

L.: ¿Cuál?

C.: La que dirigió pero no interpretó, One More Time (15). Y tampoco hemos visto, claro, aquella que hizo para TV, In Dreams They Run (16).

L.: Si, para Ben Casey, sobre los niños imposibilitados. La hice hará veinte años.

C.: ¿Tanto? Creí que era de 1970 o así.

L.: No, no... Estábamos aún con la Paramount..., la hice en 1963, ¡hace ya veinte años!

C.: Y, por otra parte, cuando llegan no siempre lo hacen en buenas condiciones.

L.: ¿Las copias?

C.: Bueno, por lo pronto, suelen estar atrozmente dobladas, y le ponen una voz...

L.: Sí, lo sé... Alguien me dijo que sonaba como Alan Ladd, Burt Lancaster, Kirk Douglas y cuatro actores más, pero no como yo.

C.: Y no sólo eso: suelen desaparecer ruidos y música, algunos gags sonoros, el color no es el mismo, a Which Way to the Front? (17) le faltaban unos veinte minutos... y no siempre se estrenan en cines adecuados....

L.: Desgraciadamente, el mercado exterior es tan autónomo que no puede evitarse..., no se puede controlar. Miren, la única posibilidad de hacer algo consistiría en realizar una película específicamente para el mercado europeo, cosa con la que siempre amenazo. Estrictamente para el público europeo, y distribuirla directamente yo mismo en los principales países, y hacerla sin palabras, sólo con música y efectos de sonido, y estrenarla en Europa y no exhibirla nunca en los Estados Unidos. Los distribuidores, a menudo, tienen el mismo sentido del humor que las corporations (18): lo que les interesa es, ante todo, el rendimiento, así que cortan veinte minutos y así pueden dar cinco sesiones en lugar de cuatro o diez en lugar de ocho. Y eso es un desastre.

Which Way to the Front? (1970)

C.: He oído que el final, la media hora final de King of Comedy era diferente, que Scorsese hizo una preview y lo cambió. ¿Es cierto? (Asiente con un gesto de cabeza). ¿Por qué? (Gesto de ignorancia). No le gusta... (Mudo gesto de asentimiento). ¿El final o la película?

L.: El final.

C.: Es muy extraño: en cierto sentido, no tiene final.

L.: No hay final.

C.: Aquí suele extrañamos el efecto que tienen las previews, porque cuando nos enteramos de cómo eran antes de cambiarlas o cortarlas a menudo nos parece que estaban mejor antes.

L.: Scorsese lo cambió. Tenían miedo de repetir el final de Taxi Driver (19), que fue muy discutido, y en el fondo es lo que, al cambiarlo, hicieron. Tienen el mismo final. Pero ésa es una decisión del director, y es algo que hay que respetar. No tiene que gustarte, pero tienes que respetarla.

C.: ¿Cree que es más difícil hacer cine ahora que hace veinte años?

L.: Sí, lo es. Es más difícil porque las películas ahora están casadas con las corporations.

C.: Y la gente de las corporations no sabe nada de cine.

L.: ¡No sabe nada de las corporations! Son todos «herederos». El viejo se muere y les deja el dinero, así que tienen corporations. Y entonces se meten en el negocio del cine. Ocurre lo mismo en España, en Francia, en Italia, en todas partes. Todo el mundo quiere tener dos negocios: el suyo y el negocio del espectáculo. Y no pueden hacerlo. Es como proponerle a un cirujano del cerebro: «¿Por qué no hace una película alguna vez?» Deje a ese hombre esperando en la mesa de operaciones mientras yo me voy a rodar una película.

C.: Tal vez una de las causas de las dificultades que ha tenido en los últimos años sea precisamente que su timing sigue siendo el mismo y que los financieros piensen que hace falta otro distinto, porque «los tiempos han cambiado»...

L.: Ciertas cosas no cambian. Pueden maquillarse, disfrazarse, pero no cambian. No cambia la forma de nacer los niños. El timing, tampoco.

C.: Ni el humor.

L.: El humor, tampoco. Hay una frase muy buena..., alguien dijo algo muy bueno sobre el cambio: «Un pecador puede convertirse, pero un estúpido lo es para siempre.» ¿Sabe por qué mis películas funcionan mejor en España, en Francia, en Italia, en Alemania...? Porque es un lenguaje internacional, y él, Jerry, en la pantalla, habla muchas lenguas a través de su cuerpo y de su risa. La risa estimula la atención: se presta una atención muy intensa, así que se aprenden cosas, se ven cosas que ni siquiera estaba previsto que pudieran verse, que el director ni siquiera era consciente de estar haciendo, así que por eso tiene esa popularidad en todo el mundo. En todo el «mundo libre», y si conseguimos introducir en Rusia alguna de nuestras películas, seguro que también conseguimos que se rían allí.

C.: Para mí, Hardly Working (20) es algo así como una «película E. T.», que viene de Marte, porque tiene un punto de vista moral que hoy, por hipocresía, no se admite en Hollywood, y trata, además, sobre el paro, que es hoy el principal problema en todo el mundo, de una manera que calificaría de revolucionaria.

L.: Debería ser un político.

C.: Noooo, no, gracias.

L.: Pues en América necesitamos unos cuantos buenos..., aunque, de todos modos, la mayor parte de nuestros actores son comediantes... Como medio de expresión, el cine permite decir muchas cosas... Tengo muchos amigos en Francia, en los países escandinavos o belgas que piensan como usted y me han dicho cosas parecidas. Prestan atención, se molestan en mirar y ver..., y eso es lo que hace falta. En cambio, cuando se está en la sala de montaje y hay que tomar las grandes decisiones tiene uno que oír cada cosa, lo que dice gente que no sabe de qué habla... Pero yo no hago caso, de todos modos. Es mi obra y aquí está. Pero siempre tiene uno un montón de gente alrededor diciendo lo que cree que uno quiere oír o intentando que uno corte tal o cuál cosa, y tengo que decirles que antes les mataré. También aprendemos de vosotros, aunque no tenemos muchas ocasiones de charlar...

Hardly Working (1980)

C.: No acabamos de entender por qué la crítica americana no le toma en serio.

L.: En Estados Unidos no tenemos críticos.

C.: Si, hay algunos buenos.

L.: Los hay en Europa, no allí.

C.: Empieza a haberlos.

L.: Demasiado tarde. Ya no los quiero.

C.: A los críticos americanos tampoco les gustaban los westerns y ahora les encantan..., así que puede que dentro de diez años...

L.: Me adorarán cuando esté muerto. Entonces dirán cosas maravillosas sobre mi trabajo.

C.: Eso siempre ocurre.

L.: No lo quiero para entonces, lo quiero ahora. Que me digan ahora que hago un buen trabajo. Pero el público americano ha sido tan bueno como el de cualquier país de Europa. Hardly Working fue destrozada por los críticos, lo peor que he visto en mi vida, un desastre..., pero hicimos una fortuna.

C.: ¿Qué hizo durante los últimos años? Porque, aparte del asunto de The Day the Clown Cried, no tuvimos noticias de usted desde 1970 hasta 1979, y leímos que después de Hardly Working iba a rodar una o dos películas más para el mismo productor, y luego resultó que no...

L.: Vuestras palomas mensajeras mueren siempre...

C.: Pasó lo mismo con Godard durante esos años...

L.: Todavía no he podido ver a Jean-Luc desde que estoy en Europa... Godard, Louis Malle, François Truffaut y yo nos reunimos una noche en mi camerino del teatro Olympia y estuvimos hasta las siete o las ocho de la mañana hablando de planos, de películas...; es lo que hacemos cuando nos reunimos... Todos tenemos dificultades, Louis estuvo tres años haciendo Atlantic City (21), porque no conseguía dinero para acabarla.

C.: Pero ¿dónde empezaron sus problemas? ¿Es que Which Way to the Front? no fue bien recibida en América?

L.: Si, fue bien, y mucho mejor en Alemania, donde fue un gran éxito. Lo que sucedió es que el cine se lanzó a lo «porno», y yo no quise tomar parte de ese movimiento, así que me retiré por una temporada.

C.: Luego, tuvo una cadena de pequeños cines...

L.: Sí, pero se hundió porque no había buenos productos que, además, fueran limpios.

C.: ¿Y qué fue de la serie de televisión Bonjour, Monsieur Lewis?

L.: Se va a empezar a emitir este verano, creo. Son seis horas y hay en ella muchas cosas buenas.

C.: ¿Es cierto que filma sus actuaciones en Las Vegas y otros lugares?

L.: Todo. Si van a los Estados Unidos pueden verlo. Aunque tendrían que pasarse cuatro años en la sala de proyección para verlo todo.

The Ladies Man (1961)

NOTAS

(1) Juego de palabras intraducible con gums (encías) y chewing gum (goma de mascar).

(2) El terror de las chicas (1961), segundo largometraje dirigido por Lewis.

(3) La otra cara del gángster (1967).

(4) Las joyas de la familia (1965).

(5) Tres en un sofá (1966).

(6) Un fresco en apuros (1955), dirigida por Norman Taurog.

(7) El botones (1960), primer largo dirigido por Lewis.

(8) Juntos ante el peligro (1956).

(9) Caso clínico en la clínica (1964).

(10) 1955.

(11) Random House, Nueva York, 1971.

(12) Le Jour le clown pleura, rodada en 1973.

(13) 1983.

(14) El profesor chiflado (1963).

(15) 1969.

(16) In Dreams They Run es un episodio de la serie The Bold Ones-The Doctors (NBC, 1970). Para la serie Ben Casey (ABC), Lewis rodó en 1964 un episodio, también de casi una hora, titulado A Litte Bit of Fun to Match the Sorrow.

(17) ¿Dónde está el frente? (1970).

(18) Puede traducirse por Sociedades Anónimas, pero en realidad designa grandes compañías, casi siempre con filiales en diversos campos de actividad económica.

(19) 1976.

(20) Dale fuerte, Jerry (1979).

(21) Aunque acabada en 1980, Atlantic City, USA, empezó a rodarse en 1978.

(Entrevista realizada el 9 de mayo de 1983, en Madrid, por Miguel Marías y Felipe Vega)

En Casablanca nº 30 (junio de 1983)

miércoles, 9 de abril de 2025

El baile (Edgar Neville, 1959)

Como ciertas obras tardías de Jean Renoir situadas en la belle époque -French Cancan, Elena y los hombres-, y a las que se parece bastante, El Baile, que ocupa una posición similar en la filmografía de Edgar Neville, goza de una doble mala reputación. Serían todas ellas, según el consenso hoy reinante, películas "teatrales" y "anticuadas".

Se me antojan dos reproches curiosos por lo menos. En el caso de Neville se juega, además con la ventaja de su palmario origen teatral: la película El Baile es, obviamente, posterior a una pieza teatral de éxito... del propio Edgar Neville, y repite varios actores de la versión escénica (sobre todo, la insustituible Conchita Montes; presente y primordial, por lo demás, en toda la obra de Neville, por lo menos desde el sublime melodrama romántico Correo de Indias, de 1942). Es un origen que comparte con muchas otras películas, sean de Ernst Lubitsch -cuyo Heaven Can Wait (El diablo dijo ¡no!, 1943) no está muy lejos del espíritu nostálgico-humorístico que preside la antepenúltima incursión fílmica de Neville-, de Hitchcock, de Welles o de Ford. Incluso no hay pocas obras maestras del cine que recrean con fidelidad absoluta dramas o comedias teatrales escritas por el propio autor, pese a ser esta última circunstancia excepcional y nada frecuente; pero basta con recordar a Marcel Pagnol, y, más pertinentemente, por su mayor proximidad a Neville, a Sacha Guitry. Naturalmente, que una película parta de una obra de teatro no la hace "teatral", como no tiene que ser novelesca o "cuentesca" si parte de una novela o de un relato breve, ni forzosamente "poética" por el mero hecho de inspirarse en una composición en verso. Ni las antecitadas obras maestras de Renoir ni la de Neville tienen la menor relación con el "teatro filmado", ni en ellas la cámara adopta una posición fija y distante, equivalente a la de un posible espectador. Asistimos, eso sí, a hechos y acciones que tienen -como tantos en la vida cotidiana- algo de representación, de rito, de comedia, de farsa, de disimulo o de simulación; y vemos con meridiana claridad que a veces fingen, acondicionan el "decorado" (hay una memorable escena en la que recuperan los muebles arrinconados para recrear un suceso del pasado), que bajo las exageradas y bromistas declaraciones de amor o celos hay verdaderos celos y auténtico amor, contenidos, "puestos en solfa" para no hacer daño (ni sentir tanto dolor) y preservar la amistad que solo así conserva el trio formado por Adela (Conchita Montes), su marido Pedro (Alberto Closas) y su amigo Julián (Rafael Alonso), y que se mantiene años y años, incluso cuando la elipsis temporal más drástica del teatro (el cambio de acto) se convierte en una brillante elipsis cinematográfica y ha desaparecido el centro de esa relación, sustituida ahora, por una última vez, simbólicamente, por su idéntica nieta, tan igual en todo (aunque más "moderna") que se diría una reencarnación... o un fantasma, el fantasma de Adela que vuelve para hacer compañía a los dos hombres que la siguen amando, que tan mal se valen sin ella, y que sobreviven a base de mantener su recuerdo vivo.


Los tres actores (salen otros, pero apenas) están prodigiosos, quizá como nunca. El ritmo no tiene un desmayo; el diálogo (no olvidemos que lo que más hacen es hablar) de un ingenio permanente, aunando siempre brillantez y elegancia, romanticismo y sentido del absurdo, humorismo y añoranza (de lo que no pudo ser para Julián, primero; de lo que fue, luego, también para Pedro).

La otra acusación es más cierta, en cambio, cada año que pasa... pero menos justificada como queja. 1959 es el año de la Nouvelle Vague, ciertamente, pero sería un tanto absurdo pedirle a Edgar Neville un À bout de souffle, y tampoco se le exigió (ni lo hubieran podido dar) a los jóvenes que ese año, como Carlos Saura, debutaban en España; aparte de lo cual, es pintoresco que se le hiciese tal reproche precisamente en nuestro país, ya que, como película, vista hoy, es evidente que en ese año no se rodó nada ni la mitad de moderno en su planificación, en su estructura narrativa, en su concepción de los personajes ni en su forma de dirigir a los actores. Dejando de lado el pequeño detalle de que ya la acción se situase, en su parte primera, a principios de siglo, y que sus temas sean, en buena parte, el paso del tiempo y el recuerdo -que no el olvido: Pedro y Julián van perdiendo con la edad sus otras facultades, pero no la memoria, ni el humor, ni la infancia conservada dentro, que es la clave de su amistad-, el caso es que ahora, en el año final del siglo XX, El Baile no es que sea anticuada, sino simplemente antigua, tan cargada de años y tan viva, por lo demás -ese es el secreto de los clásicos- como À bout de souffle, como El tigre de Esnapur-La tumba india, Con la muerte en los talones, como El testamento del doctor Cordelier y Comida en la hierba, como Anatomía de un asesinato, como El general de la Rovere, como Hiroshima mon amour, como Días sin vida, como Con él llegó el escándalo, como La Pyramide humaine, como Los cuatrocientos golpes, como Le Signe du Lion, como Misión de audaces, como Pickpocket, como Ojos sin rostro, como Ride Lonesome y Comanche Station, como Más allá de Rio Grande. Qué lejos está ese año, en efecto, pero qué cerca sus películas más grandes.

En Nickel Odeon nº 17 (invierno de 1999)