sábado, 30 de diciembre de 2023

John Ford, el espíritu de la frontera

He recordado alguna vez que las películas "del Oeste" no representan sino una porción minoritaria de la obra madura - y conocida - de Ford: unas quince en todo el periodo sonoro, de más de sesenta. De hecho, rodó 28 largometrajes sonoros antes de hacer de nuevo un western, y pese al éxito de La diligencia tardó siete años en volver al género, con Pasión de los fuertes, del que se mantuvo alejado entre Rio Grande (1950) y Centauros del desierto (1956). Sin embargo, el apellido artístico de John Martin Feeney es desde hace medio siglo tan sinónimo de western como el que le tocó a Henry lo fue del automóvil, y eso es algo que no tiene remedio.

Ni falta que le hace, por lo demás, ya que si a mí, por ejemplo, me gustan más 3 películas de Ford de otros géneros (Escrito bajo el sol, 7 mujeres y El hombre tranquilo) que el western suyo que prefiero, Centauros del desierto, también es verdad que entre las que considero las 36 mejores películas de este director hay unas 14 que se aproximan mucho al género (es decir, incluyendo Misión de audaces, el breve episodio La guerra civil de La conquista del Oeste y Corazones indomables); y entre sus doce máximas obras maestras cuatro son westerns que, obviamente, se cuentan entre lo más sublime que ha dado este ilustre género cinematográfico. Y, como además de Centauros, El hombre que mató a Liberty Valance, Pasión de los fuertes y Dos cabalgan juntos, es también el autor de Fort Apache, 3 Godfathers, Rio Grande, Wagon Master, La legión invencible, La diligencia y Cheyenne Autumn... ¿cómo no va a ser casi unánimemente considerado como uno de los grandes creadores de cine del Oeste, si la porción de su filmografía que le ha dedicado supera con creces la importancia - cuantitativa y cualitativa - de casi cualquier otra aportación individual al género?

Pero hay más: si uno puede encontrar abusiva, por limitadora, y porque puede hacer olvidar o menospreciar otras grandes películas fordianas, la identificación de Ford con el western, hay que reconocer que ese espejismo, como casi todos los efectos ópticos, y como la mayor parte de los tópicos, no carece de fundamento.

Porque hay algo que convierte en westerns casi todas las películas de John Ford, y no sólo las que ocurren en la misma época, pero en el Este - con caballos o colonos, con indios o soldados -, como las tres citadas más arriba, sino también las que suceden en otras épocas - casi siempre, de todos modos, pretéritas - y en los lugares más distantes y variados: desde el Kentucky de Judge Priest y The Sun Shines Bright hasta la China de 7 mujeres, desde el África de Mogambo hasta el México de The Fugitive, desde la mitad de los Estados Unidos que cubre el periplo de los agricultores desterrados de Las uvas de la ira hasta el pueblecito donde defendió su primer caso como abogado El joven Lincoln.

Son películas todas ellas formalmente muy próximas a sus westerns propiamente dichos, y el ánimo que las preside es siempre el mismo: el espíritu de la frontera. Esto explica que los westerns de Ford sean algo más que "películas del Oeste", y que en ellos la reflexión acompañe siempre a la acción y tengan la "comunidad", la sociedad, la historia, una presencia de la que otras muestras del género, más abstractas, más apoyadas en los mitos o más deudoras de las convenciones, carecen casi por completo. Al mismo tiempo, esos rasgos que distinguen de las demás las películas del Oeste de Ford son precisamente los que caracterizan el resto de su cine: por eso no tiene mucho sentido, como ha hecho en dos libros notables Janey A. Place, dividir su obra entre westerns y no-westerns. Todas tratan de procesos de transformación, de situaciones de crisis, y de las dificultades que encuentran tanto los individuos como los grupos para adaptarse a los cambios.

De hecho, la noción de género no es útil para entender o analizar el cine de John Ford, porque no responde a su planteamiento: él no hacía "películas de género", como lo prueban categóricamente varias de las peculiaridades que sirven para identificarlas como inequívocamente suyas.

Recuérdese, por ejemplo, cómo, pese a ser Ford, sin la menor duda, un gran narrador cuando quería - conciso, claro y lineal como pocos -, sistemáticamente interrumpía o detenía el relato en medio del camino para recrearse y recrearnos con digresiones centradas más en los personajes o el ambiente que en la trama que nos estaba contando; cómo se resistía a separar el drama de la comedia, mostrándose en ello más realista que los cineastas "serios" de todas las épocas y todos los países, ya que en la vida están inextricablemente mezclados, de forma a veces desesperante, otras salvadora; cómo, más que superponerlos, yuxtaponía los hechos y la leyenda - sin confundirlos, sino cotejándolos y revelando cómo la historia se transforma en ficción, y cómo luego se trasmite y se difunde, inocente o interesadamente, hasta llegar a suplantar la verdad -; cómo, si se quiere, combinaba varios géneros para crear uno propio y exclusivo: hay películas de Ford, más que películas suyas de aventuras, sociales, irlandesas, de guerra, del Oeste o de los Trópicos. De hecho, de esos rasgos originales provienen muchas de las reticencias y de las reservas que siempre ha suscitado el cine de Ford entre los críticos y cineastas más academicistas, y entre todos aquellos que tienden a analizar y valorar por separado los diferentes componentes de una película, como si fuese posible - por ejemplo - leer el guión al contemplarla. Se ha tendido a considerar como "errores de estructura" lo que no es sino una forma no convencional y arriesgada de contar historias.

Obsérvese también que las relaciones más profundas que pueden establecerse entre sus películas - a menudo múltiples, dada la riqueza y complejidad temática de todas ellas, la abundancia de personajes y su variable importancia en el curso de la narración - siempre trascienden las barreras genéricas: a poco que se arañe su superficie, se puede formar un elocuente grupo con, entre otras, La diligencia, Hombres intrépidos (The Long Voyage Home podría ser el título de buena parte de su obra), Las uvas de la ira, Wagon Master, Cheyenne Autumn, por un lado; otro, no menos revelador, con La patrulla perdida, La diligencia, They Were Expendable, Fort Apache, Wagon Master, 7 mujeres, por ejemplo; otro - al que no se ha prestado suficiente atención - con Mother Machree, Peregrinos, The World Goes On, Mary of Scotland, Las uvas de la ira, Qué verde era mi valle, El hombre tranquilo, Mogambo, Escrito bajo el sol, Misión de audaces, 7 mujeres; otro más con Judge Priest, The Sun Shines Bright, El último hurra, El sargento negro; aún otro que enlazaría Las uvas de la ira, Qué verde era mi valle, Pasión de los fuertes, Centauros del desierto, Dos cabalgan juntos; otro compuesto por Cuna de héroes, Centauros, Escrito bajo el sol, El último hurra, Misión de audaces, El hombre que mató a Liberty Valance, El soñador rebelde, 7 mujeres; otro con They Were Expendable, Fort Apache, La legión invencible, Rio Grande, Cuna de héroes, Escrito bajo el sol, El sargento negro, Dos cabalgan juntos, La taberna del irlandés; y así sucesivamente, casi hasta el infinito.

Y es que los temas favoritos de Ford, los mismos que ha abordado una y otra vez en diferentes épocas y ambientes, son temas clásicos del western y, pese a la amplitud de su obra, los ha estado tratando - con las lógicas variaciones de énfasis y perspectiva - durante toda su dilatada carrera: los conflictos entre minorías y mayorías; la soledad de los individualistas; la necesidad de integrarse en una comunidad; la disolución de las familias; la solidaridad de los proscritos o los oprimidos. Cuestiones de permanente actualidad, por cierto, aunque no esté de moda planteárselas, sino más bien apartar la mirada de esos problemas y hacer como que "el mundo es así" y no tiene remedio. Si puede sostenerse, en general, que no existen películas visualmente más hermosas y, sobre todo, más emocionantes que las de John Ford, es evidente que tampoco hay westerns de mayor belleza plástica y más profunda riqueza humana, con más sentido del humor o más escalofriante capacidad de conmover que los de Ford. Puede haber películas del Oeste que, en cuanto tales, sean más clásicas y perfectas, o más ortodoxas y representativas del género que las de Ford, puesto que las suyas tendían a apartarse de la norma, pero es difícil encontrar muchas que sean afectivamente tan imborrables como las suyas.

Ford supo conjurar para su Oeste un territorio mítico impresionante, que le pertenece: recordamos la presencia del Monument Valley incluso en películas en las que no aparece, sin duda porque encuadraba del mismo modo otros lugares y porque, en complicidad con los más variados fotógrafos (de Gregg Toland a Bert Glennon, de William H. Clothier a Paul C. Vogel, de Joe August a Archie Stout, de Joseph La Shelle a Joe MacDonald, de Robert Krasker a Ted Scaife, de Robert Surtees a Arthur Edeson, de Arthur C. Miller a Frederick A. Young, de Charles Lawton,Jr. a George Schneiderman, y sobre todo Winton C. Hoch), este tuerto -que según A.C. Miller apenas veía con el ojo sano cuando rodaron Qué verde era mi valle en 1941 - supo retratar el paisaje y repartir la luz en interiores como nadie, absolutamente nadie, en la historia del cine.

Y tuvo el talento y la intuición necesarios para crear una galería de tipos del Oeste - a los que dieron vida exactamente los mismos actores principales y de reparto que pululan por sus restantes películas, hecho que resalta nuevamente la continuidad entre unas y otras - que contribuyó, desde el periodo mudo, con figuras como Harry Carey padre, a establecer las bases iconográficas y dramáticas del género.

Secundarios como su propio hermano Francis, Ben Johnson y Harry Carey,Jr. - que elevó a protagonistas en Wagon Master -, Ward Bond, Walter Brennan, Alan Mowbray, Thomas Mitchell, Ken Curtis, Charley Grapewin, J.Farrell MacDonald, Willis Bouchey, Cathy Downs, Joanne Dru, Anna Lee, Dorothy Jordan, Hank Worden, John Qualen, Shug Fisher, Lee Van Cleef, Lee Marvin, Vera Miles, Mae Marsh, Victor McLaglen, Chill Wills, J.Carrol Naish, Russell Simpson, Charles Kemper, James Arness, Arthur Shields, Mildred Natwick, George O'Brien, Pedro Armendáriz, Rhys Williams, John Carradine, Andy Devine, John Ireland, Grant Withers, Olive Carey, Henry Brandon, Carleton Young, Judson Pratt, O.Z. Whitehead, Denver Pyle, Walter Reed, Cliff Lyons, Charles Seel, Chuck Hayward, Chuck Roberson, Fred Libby, John McIntire, Jeanette Nolan, Ruth Clifford, Billie Burke, Dan Borzage, Strother Martin, Jack Pennick, Mike Mazurki, Woody Strode, Edmond O'Brien... nombres que a muchos no dirán nada, a los que otros no serán capaces de poner rostro, pero que corresponden a caras y actitudes que nos son familiares y que reconocemos de inmediato en cuanto empezamos a ver una película de Ford. Y es curioso que no hace falta que pertenezcan a su "compañía estable": se incorporan a ella como si nunca hubiesen hecho otra cosa, y quedan convertidos para siempre en "actores fordianos" (véase el caso de Edmond O'Brien en Liberty Valance, digno sucesor del Thomas Mitchell de La diligencia).

Y no hay que olvidar la dignidad trágica que supo conferir a Victor Mature en Pasión de los fuertes, a Tyrone Power en Cuna de héroes y a Jeffrey Hunter en varias ocasiones, que son también buenas muestras de esta proverbial habilidad de Ford con los actores, a la que sin duda no es ajena la costumbre de escribir la biografía de cada uno de los personajes que aparecen - aunque sea un momento - en la pantalla.

Fue también un cineasta capaz de ver la cara oculta de muchos actores célebres: el lado cínico, humorístico, indolente y perezoso de James Stewart, el aspecto más noble, ingenuo y serio de Richard Widmark, o el puritanismo y la altivez que puede ocultar esa perenne encarnación de la honradez y la sinceridad que fue habitualmente Henry Fonda (en Fort Apache). Y fue, sobre todo, el auténtico creador de un actor mayúsculo llamado John Wayne, que fue quien más a menudo dio cobijo en su cuerpo, en su voz y en su mirada a los solitarios protagonistas fordianos, tan fuertes como vulnerables, en particular - aunque no sólo - los del Oeste. Su Ethan Edwards de Centauros ha pasado ya a la leyenda, como arquetipo del héroe fordiano, siempre en crisis, siempre descontento, lleno de rasgos neuróticos, obsesivos, irracionales y negativos; parco en palabras, tímido, resentido, pero capaz de consumirse de amor y de añoranza, de rabia y de indignación, y de delatarse sólo por el brillo de los ojos, un ademán tajante, un gesto de desconcierto herido. Condenado a errar en solitario, sin familia, sin tierra en la que echar raíces, autoexcluido de la vida en común, marginado de la sociedad, derrotado pero invicto, tenaz y astuto, envejecido e infatigable, pudoroso y bravucón, provocador e iracundo, vengativo y solapadamente tierno, el personaje de Wayne va adquiriendo a lo largo de su trabajo con Ford una complejidad creciente - no sólo Ethan Edwards o el "Spig" Wead de Escrito bajo el sol, también el Sean Thornton de El hombre tranquilo, el Tom Doniphon de El hombre que mató a Liberty Valance, el Nathan Brittles de La legión invencible -, que era capaz de trasmitir con los medios más elementales y directos, menos afectados y llamativos, razón por la que es, todavía, un intérprete subvalorado, pese a representar, a mi entender, la esencia de lo que es un actor cinematográfico: parece limitarse a ser y estar, como si no estuviese interpretando un papel.

En el fondo, es una suerte para el género que Ford no se dedicase a él con la constancia que se le suele atribuir, ya que, sin pretenderlo, lo transformó en cada década: en los años 20 con El caballo de hierro y 3 Bad Men, en los 30 con La diligencia, en los 40 con Pasión de los fuertes y Fort Apache - que no fue el primer western que defendió a los indios, pero abrió camino en esa dirección -, en los 50 con Centauros del desierto y en los 60 con El hombre que mató a Liberty Valance, obras todas ellas que han tenido una duradera influencia - subterránea o evidente- en la evolución del western, mientras permaneció vivo en cuanto género, y que siguen ejerciéndola en las películas aisladas que, todavía hoy, tratan de infundirle nueva vida, generalmente sin continuidad (tras las de Peckinpah en los años 60, el último ejemplo es Sin perdón). Puede decirse, por tanto, que Ford es el cineasta que más ha contribuido al desarrollo del western.

En Nickel Odeon nº 4 (otoño de 1996)

jueves, 28 de diciembre de 2023

Ride the Pink Horse (Robert Montgomery, 1947)

De un admirable clasicismo, evitando el error conceptual que dio fama pero limitó el alcance de la casi excelente Lady in the Lake (La dama del lago, 1946), esta segunda incursión como director (si no se cuentan unos planos que rodó en They Were Expendable, 1945, de John Ford) del sobrio actor Robert Montgomery debiera bastar para asegurarle —con más justicia que la primera— un puesto en la historia del cine, y más concretamente en la del género "negro", en el que insistía de nuevo con verdadera dedicación.

Pasar de Raymond Chandler a la muy poco prolífica pero siempre sumamente interesante Dorothy B. Hughes —también punto de partida de In A Lonely Place (1950) de Nicholas Ray— es prueba del buen gusto literario de Montgomery y sugiere que lo que verdaderamente le interesaba como director era contar historias, y no lucirse: si en Lady in the Lake se ocupó en exceso del cómo —cosa no del todo excepcional en un neófito—, en Ride The Pink Horse (segunda) se deja de experimentos (ocasionalmente apasionantes) y va al grano, como demuestra el ejemplar plano-secuencia de arranque (en la estación de autobuses), uno de esos planos iniciales que tienen la virtud de atrapar al espectador para no soltarle. Aunque sea, por supuesto, infinitamente menos espectacular y complejo que el que prende la mecha de Touch of Evil (Sed de mal, 1958) de Orson Welles, es un comienzo que no permite poner en duda su talento cinematográfico.


Aunque en Ride The Pink Horse Montgomery sí sale (en Lady in the Lake apenas se le ve, dado el punto de vista subjetivo adoptado sistemáticamente por la cámara), y es de nuevo el protagonista, no hay en el actor asomo de narcisismo, extremo que corrobora la importancia y la atención prestada a numerosos personajes y actores secundarios; si casi cayó en el egocentrismo como director en Lady in the Lake, en Ride The Pink Horse Montgomery opta por un estilo tan aparentemente impersonal y sometido al ambiente, los escenarios (el tiovivo al que pertenece el caballo rosa del título original, la taberna Las Tres Violetas, la plaza de San Pablo) y al clima caluroso como el adoptado por Michelangelo Antonioni en su muy personal film "negro" Professione: Reporter (El reportero, 1975), que tiene con Ride The Pink Horse algunas curiosas semejanzas.

Cada plano, cada gesto, cada encuadre, cada movimiento, cada imagen, cada frase, cada escenario de Persecución en la noche y muchos de sus ingredientes temáticos, éticos y narrativos son típicos, característicos del cine negro; es una película que casi serviría como muestra elocuente, de ejemplo concreto para tratar de definir este resbaladizo y muy ambiguo género. Si viéramos cualquiera de sus fotogramas reproducido en un libro, seríamos sin duda incapaces de identificar al director, pero reconoceríamos de inmediato el género.

Y, sin embargo, es un film "negro" sumamente anómalo, inusual, incluso francamente raro, como lo son, cada cual a su manera, los de Jacques Tourneur y Allan Dwan, y quizá por los mismos motivos: el carácter de sus personajes y la mirada del director, muy distantes tanto de la ortodoxia como de la rutina.


Admito que no es fácil imaginar un film negro hecho por John Ford; pero, por las pistas que pueden dar The Whole Town's Talking, The Informer y Gideon's Day en medio urbano y The Fugitive, The Grapes of Wrath y Tobacco Road en sus respectivos ambientes rurales, sospecho que no habría de quedar muy lejos de Ride The Pink Horse, que es —o mejor, que sorprendentemente resulta ser— un thriller épico, lírico, generoso y compasivo. Como los de Dwan, y más todavía como los westerns de este veteranísimo director, el más célebre de Edgar G. Ulmer (The Naked Dawn, 1954) y el único que dirigió el guionista James Edward Grant (con Yakima Canutt), Angel and the Badman (1946), pero bastante más optimista; por una vez, del agobio y la desesperación nocturna salimos al menos con una esperanza de luminosidad y paz. Cosa infrecuente —por no decir excepcional— en un género que, cuando no coquetea con el cinismo, y a pesar de cierta propensión a la rebeldía y la protesta, casi siempre bordea la desesperanza.

Y es que, a pesar de la imprescindible presencia de malvados (entre los que destaca un inusitado Fred Clark), lo cierto es que al final del trayecto predomina el recuerdo de buenas personas —como Pancho (Thomas Gomez)— y, más iconoclasta todavía para un género tan misógino de mujeres mucho más "providenciales" que "fatales", sobre todo la muy generosa y leal Pila (la inolvidable Wanda Hendrix), hasta tal punto que la conclusión —a pesar de tratarse de una despedida, como en My Darling Clementine (Pasión de los fuertes, 1946) de Ford o en Shane (Raíces profundas, 1952) de George Stevens— casi podría calificarse de feliz.

En “Nickel Odeon”, nº 20, otoño-2000

martes, 26 de diciembre de 2023

Más allá del espejo (Joaquim Jordà, 2006)

Joaquim Jordà tuvo una enfermedad cerebral a la que su última película, Más allá del espejo, hace referencia, y de la que, con gran esfuerzo, ánimo asombroso y prodigiosa curiosidad, se recuperó lo bastante como para entrar en la que considero la más activa e interesante etapa de su carrera, lamentablemente interrumpida, cuando no creo que nadie lo temiese como un peligro inminente, por su muerte reciente.

No soy de los que revalorizan súbitamente ni la obra de un enfermo ni la de un difunto. Ni creo que los nuevos logros tengan un efecto retroactivo sobre las piezas anteriores, a veces curiosas o interesantes, otras decididamente fallidas o pretenciosas.


Nada tiene de funeraria, testamentaria o quejumbrosa la fase terminal de su carrera, sino, por el contrario, se puede encontrar en ella una acrecentada vitalidad, un descubrimiento de lo sencillo y directo, un calor humano no exento de defensiva ironía (para consigo mismo, ante todo; no sólo, como es más fácil y más frecuente, para con los demás), una apertura nada dogmática ni preconcebida a los misterios y azares de la existencia. Por eso encuentro que Más allá del espejo, donde esta nueva actitud investigadora, sin metáfora apenas “renacida”, tiene más fuerza, es, de lejos, su obra más atractiva, más atrevida, más original y más emocionante. Sin sensiblería alguna, sin autocompasión, descubre a otras personas (mujeres de diferentes edades) que han sufrido, por diversas razones, variantes de la misma pérdida de conexiones que a él le afectó.  Sin alardes estéticos, sin discursos presuntuosos ni trascendentes, trata de usar el cine para estimular precisamente esa capacidad de entender lo que se ve, relacionarlo entre sí y recordarlo que parecen dañar las diversas formas y lugares en que el cerebro puede sufrir un accidente o una lesión, y en las que, curiosamente, se basa la posibilidad misma del cine. Es pues, casi sin proponérselo, desde luego sin proclamarlo, sin discurso alguno superpuesto, una de las más fascinantes reflexiones sobre el cine que se han hecho utilizando sus propios instrumentos.

Texto preparatorio para la intervención en El Séptimo Vicio, en Radio 3. Escrito el 27 de septiembre de 2006.

viernes, 22 de diciembre de 2023

In America (Jim Sheridan, 2003)

DESHIELO EN NUEVA YORK

Noto desde hace algún tiempo, y observo que va en aumento, una curiosa aversión hacia todas aquellas películas – no muy abundantes que digamos - que, siquiera por tomar a auténticos seres humanos como personajes y por atender a sus relaciones y sentimientos, tienen algo que ver con la realidad. Como si los espectadores sufriesen la misma depresión que el padre encarnado por Paddy Considine en En América, la última película del estimable cineasta irlandés Jim Sheridan (Mi pie izquierdo, El prado, El boxeador, En el nombre del padre), y no pudiesen soportar que les hablasen de semejantes cuestiones, no sé si dolorosas, espinosas o simplemente inoportunas (a nadie le gusta que le recuerden lo que le falta). Y no me cabe otra explicación, ya que sucede con películas a mi entender muy buenas pero, en cualquier caso, aun para los más insensibles a ellas, muy discretas, demasiado modestas y poco “imponentes” como para que, en sí mismas, pudieran molestar o irritar tanto a nadie. Se diría que tienen la impertinencia de quebrar un tabú, de mentar lo que debe ser silenciado y recordar lo que conviene olvidar. Si son seres de látex o esquemas de papel, que realizan proezas (o vilezas) exageradas hasta lo inverosímil, y están narradas espectacular o enfáticamente, pero de forma impersonal, sin implicación alguna de los autores y actores, todo va bien, y se acepta el número histriónico o circense-pirotécnico, aunque las películas sean nulas o pésimas, quizá precisamente porque son insignificantes e irrelevantes, y se pueden ver y olvidar en el acto. A mí, qué quieren que les diga, como no voy al cine para estar arropado de una pandilla sin tener que hablar, ni a comer palomitas sin ser visto, ni a matar un tiempo que no me sobra y para el que encuentro incontables ocupaciones alternativas, no me basta; es más, me parece un derroche molestarme en ver cosas que no me dejan huella ni recuerdo, y sin las cuales, por lo tanto, como nada me dan, nada pierdo, mientras que si caigo en ellas pierdo el tiempo, el dinero y a veces la paciencia.


El carácter subjetivo y relativo de los retorcidos reproches que se suelen dirigir a estas infrecuentes películas que tratan de personas, para justificar tal rechazo – “cursis”, “sentimentales”, “blandas”, “convencionales”, o el muy socorrido “lentas” –, me confirma en esa impresión de que el problema no está en las películas mismas sino en esos espectadores, quizá mayoría, que, decididamente, no quieren ver tales cosas, aunque, eso sí, se traguen sus variantes efectistas, sociologizantes, retóricas, caricaturescas (voluntariamente o no) o cínicas. Mientras la cosa no vaya en serio, mientras no les interpele ni les roce, mientras se hable de otros mundos, a ser posible imaginarios, vaya, la cosa puede pasar. Pero como tengan que darse por aludidos, y las balas pasen rozando, ah no, ya no se puede tolerar tanta incorrección. No sé si es falta de fe – que ya no se cree en ciertas cosas – o que se prefiere esa cómoda insensibilización que permite no echar en falta lo que, si se piensa, se ha perdido.



La mera descripción – siempre tan simplificadora que no cuadra – que se hace de semejantes películas, intentando sepultarlas en un nicho temático o genérico, es reveladora de que molestan, perturban, producen desasosiego. Así, no se vayan a creer que el film de Sheridan trata de “emigrantes irlandeses en América”. Sí, sus protagonistas son eso, y actuales, pero es algo muy secundario. Nada que ver con Lamerica de Gianni Amelio ni con América, América de Kazan. Los protagonistas podrían haber llegado a Nueva York de Kansas o Wisconsin, o ser africanos en París, turcos en Frankfurt, ecuatorianos en Madrid; simplemente son “extraños” – aquí hablan casi el mismo idioma - trasplantados a una gran ciudad, a un barrio empobrecido, sin medios apenas para sobrevivir, y que tratan de aclimatarse a un ambiente inhóspito y muy duro; para colmo, si se han mudado no es sólo para buscar una fortuna que tardarán en encontrar, si es que les llega, sino, sobre todo, para huir de su casa y su tierra, del entorno en el que vivían y en el que ya no pueden aguantar porque se les ha muerto un hijo; y aunque les quedan dos hijas estupendas - y otra, con problemas, vendrá en el curso del relato -, no se han consolado de tal pérdida ni la han aceptado, y mudamente se reprochan el marido y su mujer (Samantha Morton) la culpa que no es de nadie, o a lo sumo, de haberla, de los dos.


La película está contada desde el punto de vista de la mayor de las niñas, de unos once años prematuramente maduros (a la fuerza), y adicta a la videocámara, que trata de mantener intactas las ganas de vivir de su hermana menor, de unos siete, y de ir grabando recuerdos. Aunque no se nos dice que también sea autobiográfico lo más dramático de la película – pese a que la dedicatoria final, a la memoria de Frankie Sheridan, hace temer que sí, ya que el niño muerto de los Sullivan se llamaba Frankie –, se nota que buena parte de lo que nos cuenta corresponde a vivencias personales, a sentimientos experimentados, que Sheridan y sus hijas coguionistas recrean retrospectivamente. Vamos, que es una película que no han hecho ni para ganar dinero ni para hacerse famosos, sino porque tenían algo que contar y recordar, y han querido compartirlo. Y esto, curiosamente, parece que no es lo que interesa: buen futuro le espera al cine europeo, que tiene el valor de usar a gente nada embellecida, como la excelente Samantha Morton, en lugar de a la Julia Roberts de turno. Yo le puedo poner algún reparo formal, sobre todo a su arranque, pero al final me emociona.

En El Séptimo Vicio, en Radio 3 (22 de enero de 2004)

miércoles, 20 de diciembre de 2023

Due soldi di speranza (Renato Castellani, 1951)

Se recuerda poco a Castellani. Unos porque no han visto ninguna de sus películas, por lo cual es literalmente imposible que hagan nada semejante; tampoco es que sean muy numerosas ni todas lo bastante distinguidas, no es una laguna evidente y de urgente cobertura. Sí, es verdad, se cita aún en los libros, supongo que en las Wilkipedias, su Romeo y Julieta, pese a que hará unos cuarenta años que permanece casi invisible, y de hecho era “una (versión) más” de la tragedia de Shakespeare; si mi difusa reminiscencia no me engaña, bonita (con lo que de bueno y de malo sugiere ese calificativo), pero académica, tímida, respetuosa, decorativa, estática; en suma, poco memorable.

Pero se olvida, o se ignora simplemente, y ni siquiera se sospecha – algún malvado le puso a Castellani y a otros, que no se le parecen nada, la etiqueta infamante de “calígrafo”, como si la buena letra estuviese reñida con algo -, que durante unos diez años (1947-57), Castellani hizo al menos cuatro películas excelentes, suficientes para que valga la pena visitarlas de vez en cuando, entre otras cosas para recordar – y poder creerlo – cuán grande fue el cine italiano entre 1945 y los primeros 60, ya más irregularmente durante otro decenio. Desde Sotto il sole di Roma (1947) y È primavera… (1949) hasta I sogni nel cassetto (1957), pues, Castellani fue provisional, sorprendente y transitoriamente grande. De ellas, la mejor es – y todas son divertidas y emocionantes, lúcidas y conmovedoras, generosas y veraces, decentes y luminosamente libres - Due soldi di speranza (1951), cristalización explosiva casi milagrosa de una posible evolución “natural” del neorrealismo hacia historias menos dramáticas (menos “socialmente relevantes”, melodramáticas o quejumbrosas) y protagonizadas (ahí está quizá la razón del cambio que suponen, y de su frescura) por jóvenes, que curiosamente anuncia (aparte de dos misteriosas e impensables y muy poco vistas películas soviéticas de Marlen Jusiev en 1956 y 1961) la insólita e irrepetida “opera prima” de Jacques Rozier, Adieu Philippine (1962).

Como suele ocurrir con este tipo de películas, de aire (aparentemente al menos) improvisado e impremeditado, poco patentemente estructuradas, muy “sueltas”, e interpretadas por aficionados desconocidos, principiantes inexpertos o "no actores", una gran parte de su atractivo y de su duradera fascinación procede del acierto mayúsculo en su elección, que en Italia no fue infrecuente, todo hay que decirlo. El “casting” de la prodigiosa Maria Fiore, que se convirtió en actriz pero nunca más brilló, que yo sepa, con tal encanto e intensidad, es quizá la clave de la película, pues la cámara queda prendada de ella y ella no sabe interponer "método" alguno para no revelarse al objetivo. Pero Due soldi di speranza destaca igualmente por su mirada afectuosamente crítica y conmovida a unos personajes que resultan ser una inocencia nada ingenua, nada bobalicona, nada prefabricada, que se sienten supervivientes y tienen ansias de vivir en un medio campesino u obrero, modesto, que no les permite elegir de acuerdo con sus deseos, sino dentro de unos límites y con ayuda de una cierta astucia picaresca.

Due soldi di speranza anuncia el espíritu de la primera Nouvelle Vague francesa (conviene no olvidar que Godard se ha mantenido fiel admirador de la película), demostración práctica de lo que quiere decir ese pasaje sublime de Histoire(s) du Cinéma, dentro del capítulo dedicado al neorrealismo, en que utiliza la canción de Riccardo Cocciante “Nostra lingua italiana”, quizá el más ardiente homenaje que Godard ha dedicado en toda su carrera a un cine ajeno, y estrictamente incomprensible si no se ha visto Due soldi di speranza, precisamente por ser menos “personal”, menos “de autor” (nada que ver con Rossellini, Visconti, Antonioni o Fellini) y más “popular” y “nacional” – en el sentido en que puede volver a sentirse una forma laica, civilizada, pacífica y no excluyente del “patriotismo” cuando el país ha recuperado la libertad perdida, secuestrada, aplastada o – como vuelve ahora a ser el caso – malvendida a los becerros de oro. De poco ha servido Il Caimano de Nanni Moretti, pero esperemos que quizá dentro de cinco años haya un joven italiano que pueda tener al menos “dos céntimos de esperanza” en lugar del deseo rabioso de emigrar a donde sea, siguiendo la sabia consigna de Nicholas Ray (Busca tu refugio se llamó en España Run for Cover, 1954), sin estar muy seguro que quede a dónde ir.

En Miradas de Cine nº 74 (mayo de 2008).

lunes, 18 de diciembre de 2023

Lilith (Robert Rossen, 1964)

Entrega final, quizá presentida despedida del cine y de la vida por parte del enigmático y algo turbio Robert Rossen, cineasta de izquierda de brillantes comienzos como guionista y también director cuyo desarrollo decepcionó por su conducta durante la Caza de Brujas y alguna mediocridad en el terreno artístico jalonando su errático devenir. Pero quiso y logró culminar con dos obras maestras sucesivas y contundentes, tan inesperadas que pocos las reconocieron como tales desde el primer momento, The Hustler y esta inquietante Lilith, quizá la más pesimista de las inmersiones en la locura (que puede ser contagiosa) que ha osado el cine americano. Puede parecer, a primera vista, un extraño cruce de Splendor in the Grass y Vertigo, aunque a fin de cuentas se nos antoje sorpren­dentemente cercana a Georges Franju, a ratos un anuncio imposible de parte de la futura filmografía de Philippe Garrel. Nunca sabremos qué hubo o dejó de haber entre el viejo y enfermo Robert Rossen y Jean Seberg, pero en las imágenes de ella capturadas en deslumbrante blanco y negro por Eugen Shuftan (nunca estuvo más hermosa y más perdida) nada queda de la chica confiada, de frente despejada, que nos descubrieron, Saint Joan, Bonjour tristesse o À bout de souffle; quizá Rossen se limitó a mirarla fijamente, sin embria­garse como los más jóvenes, y supo ver el destino trágico que se escondía en ella, la muerte tras su rostro, la locura en el fondo de su mirada. Cabe, incluso que, después de todo, no fuese una gran actriz, como creímos, sino que se limitó a ser siempre ella misma, en cada momento sucesivo de su vida, aunque eso fuera visible solo para el ojo clínico, inhumano e implacablemente penetrante de la cámara.

Hoy, Lilith no nos cuenta solamente la historia urdida por el misterioso novelista J.R. Salamanca acerca de una ninfómana seductora, ninfa acuática recluida en un psiquiátrico americano que no se da por vencida y que no renuncia a seducir; se ha convertido, sin quererlo nadie, en una suerte de indagación acerca de un ser frágil e inestable, que fascinó y atrajo a su abismo a muchos (Romain Gary, Carlos Fuentes, Philippe Garrel), y que iluminó varias películas ilustres, muy diferentes entre sí, como si cada una hubiese captado una faceta de la actriz, y sólo una, y fuera preciso verlas todas para hacerse una idea más precisa del secreto escondido, de su misterio palpable y apenas descifrable. Por ese motivo adicional, Lilith pertenece al reducido grupo de las películas más impenetra­bles del cine americano, junto con The Night of the Hunter, Out of the Past, Track of the Cat, The Ghost and Mrs. Muir, VertigoMoonfleet.



En “Movie Movie : guía de películas” de Teo Calderón. 3ª edición. Madrid : Alymar, 2005.

viernes, 15 de diciembre de 2023

Uno de los dos no puede estar equivocado (Pablo Llorca, 2007)

La afirmación que da título a esta película obliga a hacerse preguntas hasta el extremo de ponerle a todo un signo de interrogación. ¿Dónde estamos, qué sucede, quiénes somos, hacia dónde vamos, qué será de nosotros? Hace pensar en los interrogantes del famoso cuadro de Paul Klee. Lo cual ya, para empezar, no es lo habitual en el cine. De ningún país, de ninguna época. Salvo muy contadas excepciones, muy de tarde en tarde.

¿Es el personaje misterioso y con poderes que encarna Luis Miguel Cintra el Diablo, como proclaman los títulos y a veces uno sospecha que, en efecto, pudiera serlo, aunque un diablo extremadamente educado, grave, crítico pero más bien parece un benigno perturbador, un tentador responsable? Pero, ¿un diablo enamorado? Eso sí, de una no menos misteriosa y hermosa mujer independiente, bienhumorada y decidida, Almudena (Mónica López), cuyo labio y barbilla están surcados por una cicatriz que no logra afearla, sino más bien atraer hipnóticamente hacia ella todas las miradas.

¿Qué relato extraño se va tejiendo, sin orden visible pero con calma, a lo largo de esta película no ya elíptica sino resueltamente saltarina, melancólicamente alegre, que pasa como por arte de magia (de la magia del montaje) de un rincón a otro del mundo, de un paisaje desértico a una selva verde y espesa, y de un tiempo pasado a otro tal vez futuro o hipotético, en la que tanto el diablo como otro enigmático personaje (Alberto Sanjuán) intercambian tremendas historias de destrucción y caos?

¿Cómo se combina tan tranquila y felizmente una escena de comedia, otra de sátira política, quizá una de suspense y otra de apocalipsis anunciado, con un, en el fondo, escéptico o tal vez nostálgico romanticismo, o con una de las raras – y más largas y emocionantes - escenas de baile de una pareja de todo el cine español, algo no visto ni soñado por lo menos desde El Sur (1983) de Víctor Erice?

Y no hay en esta excepcional película, como pudiera pensarse, ni desorden, ni estridencias, ni superficialidad, ni chistes fáciles, ni grosería ni cursilerías, ni sensacionalismo alguno ni autopromoción autoral, sino una especie de sobrio y nunca sombrío dramatismo, de nostalgia por lo que quizá pudo ser pero no fue y es ya imposible recobrar porque, si somos realistas, el tiempo no se detiene y la vida sigue y pasa, y los pasos dejan huellas y las huellas no se borran porque, en todo caso, se recuerdan.

Texto preparatorio para la presentación de la película en los “Encontros Cinematográficos” de Fundão (abril de 2018).

Notorious (Alfred Hitchcock, 1946)

Raro ejemplo de película cuyo título castellano es mejor, más expresivo y más fiel a su sentido que el original, Encadenados es la primera, cronológicamente, de las más grandes obras maestras de Hitchcock.

De una perfección tan sólo comparable a su pureza, emocionante en su austeridad como sólo Vertigo (De entre los muertos, 1958), Marnie (Marnie, la ladrona, 1964) o Topaz(1969) antes o después, Notorious es una película enormemente reveladora, tanto por su sencillez como por el tono grave y serio adoptado por el autor, consciente de que aborda cuestiones que no se prestan al comentario humorístico ni a la chanza burlona, ya que la ironía de la situación resulta patética para los personajes, que son víctimas —a la par que instrumentos— de una manipulación que a Hitchcock le repugna e indigna tanto como al Sternberg de Dishonored (Fatalidad, 1931). Que un cineasta con tanto sentido del humor se ponga serio suele indicar algo, si no acerca de los resultados, sí al menos, sobre sus intenciones; piénsese que las películas más «severas» de Hitchcock son, con las cuatro mencionadas hasta ahora, I confess (Yo confieso, 1953) y The Wrong Man (Falso culpable, 1957).

Encadenados es un film de sorprendente simplicidad. Pocos personajes verdaderamente importantes —Devlin (Cary Grant) y Alicia (Ingrid Bergman); Alex Sebastian (Claude Rains) y su madre (Leopoldíne Konstantin), una de las más terribles madres posesivas hitchcockianas—, pocos escenarios, casi una sola situación. Prácticamente no hay acción; no se dispara un tiro; un suicidio y un asesinato son narrados elípticamente. La variedad y las peripecias han sido sacrificadas a la intensidad: pocas películas de Hitchcock son tan vibrantes, tan nítidas y claras, tan desnudas plásticamente, tan despojadas de retórica, tan densas y precisas. No se piense, empero, que esta limpidez tiene algo que ver con la sequedad de partida de un Bresson; ni siquiera con la abstracción a que llega, tras descartar todo adorno pintoresco, el último Lang. Se trata, más bien, de la concentración de luz en un diamante tallado —sensación a la que no es del todo ajena la extraordinaria fotografía de Ted Teztlaff, muy contrastada pero bañada por esa iluminación indecisa y onírica, como de acuario, que caracteriza las películas R.K.O. de la época, cualquiera que fuese su operador jefe, de Cat People (La mujer pantera, 1942) a Out of the Past (Retorno al pasado, 1947) de Tourneur o The Woman on the Beach (1947) de Renoir, de The Locket (La huella de un recuerdo, 1946) de Brahm a Letter from an Unknown Woman (Carta de una desconocida, 1948) de Ophuls o Clash by Night(1952) de Lang—, duro y brillante, cortante por todos lados; o acaso de las irisaciones de una perla perfecta en una concha de nácar.
Encadenados cuenta con uno de los más funcionales McGuffins ideados por Hitchcock —una botella de Pommier 1934 que contiene uranio—, que permite integrar a la perfección la trama de espionaje que le sirve de pretexto y envoltorio o caparazón protector con la intriga de suspense amoroso que encierra en su seno. Film de evidente inspiración romántica, pero realizado por un cineasta pudoroso —como Sternberg— que no se atreve a mostrar a su heroína muriendo de amor, sino por envenenamiento. Encadenados redobla la intensidad del drama buscando equivalencias externas, políticas o policiacas, a las motivaciones y acciones de sus personajes, pero está muy claro que lo que importa no es tanto el éxito de la misión de espionaje encomendada a Devlin y Alicia, sino el triunfo de su amor sobre las barreras interpuestas por el puritanismo desconfiado del policía —siempre determinista, excesivamente atento a los antecedentes— y la falta de ilusiones y la mala reputación de la hija del nazi incorregible, por el orgullo de ambos —que siempre se niegan a dar el primer paso, esperando en vano del otro el gesto conciliador, la mano tendida, la prueba de fe—; no interesa realmente saber si Sebastian descubre que tiene por esposa a un agente enemigo, sino si Devlin llegará a ver cómo es de verdad Alicia; la tensión no nace de que Devlin se dé o no cuenta a tiempo de que Alicia está siendo envenenada por la Sra. Sebastian, sino de que acuda al encuentro de su amada y se la lleve con él, tal como finalmente sucede en una escena admirable de suspense mantenido y emoción contenida, que se cierra con una implacable condena —a muerte, nada menos— de la debilidad cómplice y acobardada de Alex, tal vez —con el Norman Bates (Anthony Perkins) de Psycho (Psicosis, 1960)— el más patético de los «villanos» de Hitchcock, el que más compasión inspira, no sólo porque su responsabilidad es escasa y más por pasividad y omisión —aunque tiene ya edad de sobra para haberse librado de las garras de su madre, a la que acude, en cambio, como un niño asustado, en cuanto tiene problemas— que por deliberada maldad, sino, sobre todo, porque el espectador tiene repetidamente la oportunidad de comparar su ingenua confianza —de enamorado iluso y desesperado, de ciego necesitado de lazarillo— en Alicia, que le engaña, que le es infiel política y afectivamente, con la ciega y obstinada desconfianza del intransigente Devlin —nunca Cary Grant estuvo tan antipático y frío, tan seco e inflexible, tan descortés y despreciativo— para con la misma mujer, que se entrega a él totalmente, ciegamente también, «en cuerpo y alma», sin detenerse un instante a pensar en el peligro que corre como espía y, sobre todo, como enamorada, sin dejar que la intolerante altivez de Devlin enfríe sus sentimientos.

Encadenados es, también, una de las más serias advertencias de Hitchcock acerca de los peligros que encierra fiarlo todo a las apariencias y dar más crédito a una ficha que a los propios ojos —pues ¿quién que no esté muy ciego podría dudar un instante del amor que se lee en la mirada de Ingrid Bergman, que irradian sus sonrisas felices o melancólicas, que impulsa cada uno de sus gestos?— o a lo que, en el fondo de nosotros mismos, nos dictan los sentimientos. Los besos improvisados, supuestamente fingidos, se prolongan más de lo necesario, casi se eternizan —como el abrazo en la terraza que da a la playa de Copacabana y que continúa mientras la pareja atraviesa la habitación del hotel o Devlin recibe instrucciones por teléfono—, tratando de posponer indefinidamente el instante de la separación. El contacto físico, por estudiado que esté, transmite una corriente eléctrica, quema casi, aspira a la permanencia: es más fácil iniciar el abrazo que ponerle término. Las escenas de «amor simulado» para despistar a Alex acerca de la naturaleza de las relaciones entre Devlin y Alicia sólo engaña, si acaso, a sus intérpretes, no al marido, celoso con razón, que ve en sus miradas lo que ella pone y lo que él, muy a su pesar, procurando que ella no lo note, conteniéndose, revela. También la madre dominante y castradora se percata enseguida —con mal disimulada alegría, con alivio incluso— de que su rival por Alex ama en realidad a otro hombre, y de que Devlin, aunque intente aparentar indiferencia —por otras razones, cree ella—, la corresponde. Tan sólo Devlin, víctima de la deformación profesional, se engaña a sí mismo, negándose a reconocer que Alicia le ama sinceramente, porque aceptarlo le obligaría a admitir su amor por ella, emoción que trata de combatir —a toda costa y con el menor pretexto— por considerarla, sin duda, una concesión, una debilidad, un espejismo pasajero… o, más bien, un riesgo que no se atreve a correr.

Al final de esta película de estructura perfectamente lineal y de pureza sólo comparable a la del Arte de la fuga de J. S. Bach, Hitchcock se conmueve y arranca el velo de los ojos de Devlin. Encadenados adquiere resonancias mitológicas —cuyo eco hallaremos en la conclusión de Alphaville (Lemmy contra Alphaville, 1965) de Godard— cuando Devlin se introduce en la guarida del lobo y desciende —subiendo una escalinata— a los infiernos, como Orfeo, para rescatar a Eurídice y devolverla al reino de los vivos.

En "Dirigido por" nº75, ago-sep 1980

Devil's Doorway (Anthony Mann, 1950)

El excelente guión original de Guy Trosper es histórica y geográficamente exacto: en Wyoming , en 1870, se dieron situaciones como las que narra La Puerta del Diablo. Era el único Territorio que permitía que las mujeres ejerciesen la abogacía (lo que explica el personaje de Paula Raymond); con el decreto de inscripción de propiedad llegaron numerosos ovejeros y los indios Shoshone —convertidos, por razones misteriosas, en Navajos en la V.E.— fueron desposeídos de sus tierras, incluso después de que muchos, como Lance Poole (Robert Taylor), hubiesen combatido en la Guerra de Secesión (naturalmente, junto a los federales anti-esclavistas) (Recomiendo la lectura, al que pueda, del artículo de Stephen Handzo Throug the Devil’s Doorway: The Early Westerns of Anthony Mann, publicado en Bright Lights Vol. 1, N.° 4, Summer 1976.). Este guión combina, con una perspicacia que para 1949 resulta sorprendente, la marginación sexual (nadie confía en una mujer como abogado) y la racial (Lance es considerado un «protegido del Gobierno», no un ciudadano; no puede tener ni adquirir tierras, ni beber alcohol), desarrollando el drama del optimista que cree que —luchando en una guerra que no era en realidad la suya— ha hecho méritos para ser aceptado por la sociedad blanca; que Intenta integrarse en ella (ropa, nombre, modales, costumbres públicas, negocios); que luego trata de recurrir a la ley, y se encuentra con que la ley le margina y no es justa; que trata de negociar y ve que le hacen trampas; y que finalmente decide, aun consciente de que no tiene posibilidad alguna de éxito, recurrir a la violencia y volver a ser, al menos para morir, un indio. Cierto que se trata de una serie B muy modesta, y que no tuvo la resonancia de Flecha rota (1950) de Daves, pero sorprende que Trosper y Mann lograsen hacer un film tan «negro» (hasta la admirable fotografía de John Alton y los claustrofóbicos interiores, con techos en contrapicado y profundidad de campo sistemática, contribuyen a este efecto, creciente según avanza la acción), tan pesimista, tan violento y tan sin concesiones.

Se trata del primer western de Anthony Mann, luego autor de The Furies, Winchester'73, Bend of the River, The Naked Spur, The Far Country, The Man from Laramie, The Last Frontier, The Tin Star, Man of the West y Cimarrón.

En "Dirigido por" nº63, abril-1979

Reflexiones sobre el cine de piratas, contrabandistas y aventureros

En un mundo como el nuestro, de instintos encadenados, los “Hermanos de la Costa”  adquieren un aspecto “surrealista”, y si sus proezas resultan, a veces, indignantes, nunca dejan de ser portentosas.

El último párrafo de la “Advertencia” con que J. y F. Gall dan principio a su excelente estudio sobre El filibusterismo (1) nos sugiere una de las razones que pueden justificar la atracción indudable que, en estos tiempos —a cualquier altura de la vida, sea cual fuere el rumbo de nuestra existencia—, ejercen los piratas, bucaneros, filibusteros, tahúres, contrabandistas, impostores, vagabundos, conspiradores y demás aventureros más o menos anarquistas y tradicionalmente catalogados como villanos. Es muy probable que esta fascinación —que, partiendo de los justicieros proscritos como Robin Hood, El Zorro, Judex o Dick Turpin, descendía luego a lo largo de todo un escalafón de outlaws más o menos prestigiosos y legendarios, a menudo enmascarados, con frecuencia perseguidos o vilipendiados por aquellos mismos que ilegalmente defendían, hasta recaer incluso sobre algunos negreros, asesinos a sueldo, ratas de hotel, gángsters, “quinquis” o simples y oscuros rateros— tenga sus raíces en nuestras primeras lecturas infantiles y también en el hechizo que irradia todo lo misterioso, insólito, exótico, improbable o maravilloso por inalcanzable o irrepetible. No es raro encontrar niños con auténtica y profunda vocación de pirata, explorador, ballenero, buscador de tesoros o bandolero, y no resulta, pues, anormal que alguna huella de estas ensoñaciones quede indeleblemente grabada en su subconsciente, sobre todo cuando la vida cotidiana se hace rutinaria, ingrata, previsible, laboriosa e irremediablemente urbana.

Los Trópicos, los Mares del Sur, el Caribe, la península del Yucatán, la isla de la Tortuga, Maracaibo, Port-Royal, Porto Príncipe, el Cabo Hatteras, el de Hornos, el de Buena Esperanza, Casablanca, Orán, Basora, Bagdad, La Meca, Timbuktú, Madagascar, el Golfo de Bengala, Singapur, Java, Macao, Shanghai, Tahití, Alaska, San Juan de Capistrano, Veracruz, las Islas Encantadas, Hong Kong, el desierto de Gobi, el de Kalahari, el Sahara, Montenegro, Samoa, Haití, el Río Grande, el Amazonas, el Matto Grosso, el Volga, el Ganges, el Himalaya, etc., etc., constituyen el mapa imaginario de un universo mítico en el que reina la Aventura, un viejo y descolorido atlas que pudimos surcar a bordo de cien libros y películas, empujados —como el Buque Fantasma, como el Holandés Errante— por los vientos caprichosos que eternamente soplan en los Siete Mares de la Ficción. Buques zozobrados hace tiempo, que ahora flotan anclados al recuerdo, pero siempre dispuestos a desplegar de nuevo sus velas desgarradas y a enarbolar la negra enseña de los corsarios: el “Jolly Roger”, las tibias cruzadas y la calavera. Patas de palo, garfios de abordaje, parches negros en el ojo tuerto, buitres y gaviotas, oscuras ensenadas, sangre y fuego…

Todos leímos de pequeños La isla del tesoro, 20.000 leguas de viaje submarino, Robinsón Crusoe, Los viajes de Gulliver, El lobo de mar, Alicia en el País de las Maravillas, Moby Dick, El Corsario Negro, Peter Pan, Las mil y una noches, Beau Geste, Rob Roy, La máquina del tiempo, Aventuras de A. Gordon Pym, El mundo perdido, El último de los mohicanos, Tarzán de los monos, Kim de la India, Huckleberry Finn, Los tres mosqueteros, El capitán Fracasa, Las aventuras de Arsenio Lupin, Rocambole, La Pimpinela Escarlata, Scaramouche, Cyrano de Bergerac, Dos años al pie del mástil, El Dr. Jekyll y Mr. Hyde, La flecha negra, El señor de Ballantry, Ivanhoe, Quentin Durward, El hombre invisible, La guerra de los mundos, Cinco semanas en globo, La vuelta al mundo en 80 días, Viaje al centro de la tierra, Los robinsones de los Mares del Sur, El libro de la jungla, La perla del Río Rojo, Los tigres de la Malasia, Yolanda, la hija del corsario, Honorata van Guld, Las aventuras de Tom Sawyer, Un yanqui en la corte del rey Arturo, y tantas otras novelas que nos hicieron conocer a Sherlock Holmes, el Dr. Watson y Moriarty, al padre Brown y Flambeau, a Lagardere y su hijo, a Ulises, a Elena de Troya, a Alí Babá y los cuarenta ladrones, al capitán Hornblower, a Guillermo Brown, a Gengis Khan y Marco Polo, personajes más o menos míticos a los que pronto se unirían —procedentes del cine, de los “tebeos”, de la radio, de nuevos libros— Drake y Barbanegra, Drácula, Billy el Niño, Wyatt Earp, Jesse James, Búfalo Bill, el Dr. Frankenstein, el capitán Ahab, Sitting Bull, Gerónimo, Cochise, Caballo Loco, el general Custer, Svengali, Houdini, Don Quijote y Sancho, el comisario Maigret, Hércules Poirot, Juan Sin Tierra y Ricardo Corazón de León, Saladino, Atila, Jack el destripador, La Celestina, Don Juan Tenorio, el Lazarillo, el Buscón, el capitán Chimista, Pizarro, Nerón, Shanti Andía, Superman, Calígula, Cleopatra, Marco Antonio, Julio César, la pequeña Lulú, Diego Valor, Flash Gordon, Rip Kirby, Roberto Alcázar y Pedrín, Batman, Hamlet, Otelo, Romeo y Julieta, el capitán Trueno, Dillinger, Lord Jim, Fausto, Al Capone, Maquiavelo, Tirano Banderas, Jay Gatsby, Johnny Guitar, Shane, Espartaco, Fantomas, Lucky Luciano, Temple Drake, Sartoris, Monroe Starr, Sam Spade, Fu Manchú, Charlie Chan, Jonathan Wild, Philip Marlowe, Lew Archer, Abraham Lincoln, Catherine Barkley, Waldo Lydecker, Laura Manion, Norman Bates, Michel Poiccard, Pierrot le fou, Pike Bishop, el mayor Dundee, Nosferatu, King-Kong, Ethan Edwards, Gertrud, Lola-Lola, Antoine Doinel, Charles Foster Kane, el Barón de Arizona, Colorado Jim, la emperatriz Yang Kwai Fei o el Dr. Mabuse. Durante el largo trecho que separa la niñez de la adolescencia nos fue posible así el suplantar las “vidas imaginarias” o sublimadas de los más variopintos y exóticos personajes, y habitamos con ellos las más remotas épocas, parajes y latitudes. Llegamos, incluso, a conocer como la palma de la mano, guiados por la brújula de la fantasía, regiones oníricas o fabulosas como Yoknapatawpha County, Tombstone, Dodge City, Eldorado, Marienbad, Macondo, el Chicago de los años 30, el París de los americanos o el Mar de los Sargazos.

Ahora bien, remontándonos de nuevo a las fuentes que a la vez suscitaron y colmaron nuestra sed de ficciones y aventuras, resulta curioso observar que muy pocas personas sienten el deseo, una vez concluida esta etapa vital, de volver a leer aquellas novelas de viajes por el tiempo y el espacio, de héroes y rufianes, de traición y venganza, que tanto nos hicieron disfrutar. Se comete así una grave ingratitud y un tremendo error, pues no sólo se tiende a menospreciar aquello que tanto valoramos un día, sino que se priva uno del placer que estas novelas pueden proporcionar a cualquier edad. Es más, con frecuencia no sólo hemos olvidado aquellas románticas historias de “misterio, emoción e intriga” —consigna admirable y digna de André Bretón—, sino que, en realidad, nuestra falta de conocimientos y experiencia —cuando no traicioneras adaptaciones para niños— nos impidió muchas veces apreciar y comprender debidamente las peripecias y destinos que escritores curiosos —Maurice Leblanc, Salgari, Sabatini, Wren, Dana, E.R. Burroughs, Ponson du Terrail—, notables —Walter Scott, Swift, Barrie, Fenimore Cooper, Gautier—, excelentes —Verne, Defoe, Wells, Chesterton, Conan Doyle, Kipling, London— o geniales —Robert Louis Stevenson, Herman Melville, Mark Twain, Poe, Lewis Carroll— nos propusieron, tal vez con demasiado ingenio, sin duda con excesiva modestia. Novelas que en los últimos años han dejado de existir, como género, como forma de narrar, como espíritu; por eso, las raras excepciones —las de Gonzalo Suárez y Javier Marías, La ira de los justos de Raoul Walsh, La burla negra de José María Castroviejo, alguna de las de Ignacio Aldecoa— no han despertado otro eco que el de la desaprobación o el silencio, lo que sitúa a estos autores en la honrosa compañía de Víctor Hugo, Dumas, Ross Macdonald, James M. Cain, Raymond Chandler, Bret Harte, Joseph Conrad, Dashiell Hammett, J. Sheridan Le Fanu y tantos otros escritores de talento. Hace años que aconsejo a todo el mundo —y en especial a los cinéfilos— que relean, a ser posible en su versión original, La isla del tesoro, sin duda una de las más grandes creaciones de la lengua inglesa y una influencia capital en otros novelistas —Marcel Schwob, Jorge Luis Borges, Richard Hughes, John Meade Falkner— y en numerosas películas —como Moonfleet de Lang, The Night of the Hunter de Laughton, Viento en las velas de Mackendrick, Valor de ley y Círculo de fuego de Hathaway, por no abrumar con una nueva lista—; o Adventures of A. Gordon Pym, que influyó a Verne, a William Hope Hodgson (The Boats of the Glen Carrig), a Stevenson y a casi todos los escritores de ciencia-ficción, desde Wells hasta Bioy Casares, Bradbury o Cortázar.

Con las películas que tienen su origen —o alguna afinidad de espíritu y de estilo— en estas novelas, la injusticia es mayor, y más difícil de reparar, ya que los libros se conservan o se suelen poder encontrar y releer, y en cambio es muy difícil volver a ver Todos los hermanos eran valientes, El hidalgo de los mares, El pirata Barbanegra, Robinsón Crusoe (el de Buñuel, por supuesto), El secreto del pirata, Los piratas de Capri, El capitán Panamá, Garras de codicia, Rumbo a Java, La casa grande de Jamaica, El hijo de la furia, El temible burlón, El cisne negro, El prisionero de Zenda, La máscara de hierro, Piratas del mar Caribe, Los bucaneros, La casa de los siete halcones, Fuego verde, Tambores lejanos, Fuego escondido, El ladrón de Bagdad, El halcón y la flecha, La mansión de Sangaree, La odisea del capitán Steve, La mujer pirata, Cita en Honduras, Las cuatro plumas, Huida hacia el sol, Ave del Paraíso, El tesoro del Cóndor de Oro, El capitán Blood, Tanganica, Mara Maru, Safari, Zarak, El bandido de Zhobe, La nave de los condenados, El zorro de los océanos, Los vikingos, Los piratas del Mississippi, El signo del renegado, Harry Black y el tigre, Cuando ruge la marabunta, John Silver el Largo, Los tres mosqueteros, Scaramouche, Arenas de muerte, El capitán King, Viaje al centro de la Tierra, El malvado Zaroff, El mundo en sus manos, Los gavilanes del Estrecho, Tres lanceros bengalíes, La jungla en armas, Calcuta, La carga de la brigada ligera, El crepúsculo de los dioses, Rebelión a bordo, El signo del Zorro, Jívaro, La venganza del bergantín, Norte salvaje, Las minas del rey Salomón, Mogambo, El caballero del Mississippi, Astucias de mujer, Revuelta en Haití, San Francisco Story, La legión del desierto, El espadachín, La isla de los corsarios, La reina de Cobra, Orgullo de raza, La sirena de las aguas verdes, La fuga de Tarzán, Martín el gaucho, Gentleman Jim, Maracaibo, El amo del mundo, a merced de la iniciativa —improbable, ya que no tendrían demasiado éxito ni serían consideradas de suficiente “mérito artístico"— de reponerlas de un distribuidor o del azar de los lotes y las programaciones de televisión. De hecho, los únicos films recientes que tienen algo que ver con el género aventurero —todas aquellas películas de aventuras que no constituyen un género en sí, como el western: jungla, piratas, bandoleros exóticos, candidatos posibles a la Historia Universal de la Infamia de Borges, o a las Vidas imaginarias de Schwob— han sido notables fracasos comerciales y críticos: Viento en las velas, El aventurero, Aoom, Al Diablo, con amor, La loba y la paloma, El último safari, Arma de dos filos, Judex. Circunstancia que no tiene nada de nuevo —la obra maestra del género y de su autor, el Moonfleet de Fritz Lang, sigue sin estrenar en España y va a cumplir los veinte años—, pero sí de grave, en unos tiempos como los que corren, en los que lo que más falta le haría al grueso del cine son precisamente dos de las virtudes descollantes del cine aventurero: la pasión y la fantasía. Es decir, la audacia rigurosa que requiere narrar con claridad y brío las más descabelladas, sorprendentes y portentosas tabulaciones que cabe imaginar (ya que este género, o agregado de subgéneros heteróclitos más bien, es mucho menos "realista” y tiene mucho menos “fundamento histórico” que, por ejemplo, el western o el cine negro).

Pero ya es tiempo, una vez evocado el mundo que sugieren y recrean en vivos y llamativos colores y en tenebrosos y retorcidos relatos este tipo de cine y sus antecedentes literarios, de aclarar que el propósito que guía estas páginas no es el de reavivar nostálgicos recuerdos infantiles o adolescentes, sino intentar reivindicar un espíritu de creación artesanal cinematográfica que encarna muy explícitamente —descaradamente, incluso— una serie de valores y actitudes que, personalmente, echo en falta en la gran mayoría de las películas actuales, sobre todo en las procedentes del país que en más alto grado llegó a poseerlas y dominarlas —Estados Unidos, claro está—, y que pienso que no convendría olvidar ni perder ni, mucho menos, rechazar y despreciar. Creo que los admiradores de Nicholas Musuraca, Robert Planck y Edward Cronjager; los que hayan visto Amazonas negras de Don Weis; los que sientan cierta debilidad por Jane Greer, Jean Peters, Debra Paget, Gene Tierney, Linda Darnell, Rhonda Fleming o Eleanor Parker; los que sólo por el título lamenten no haber visto nunca South of Pago Pago de Alfred E. Green; los que quisieran conocer mejor la obra de directores como Edward Ludwig, William A. Witney, Edgar G. Ulmer, Jacques Tourneur, Allan Dwan, Henry King, John English, Lewis R. Foster e incluso Joseph Inman Kane; los que consideren más apasionante una novela como Los tres impostores de Arthur Machen que cualquier debate estructuralista sobre la diegesis fílmica, comprenderán ya, sin duda, a qué me refiero y qué elementos son los que considero especialmente admirables en el cine de piratas, contrabandistas, prófugos de la justicia y genios del mal más o menos megalómanos.

SOBRE EL ARTE DE NARRAR

Los relatos de los marinos tienen una inmediata simplicidad; todo su significado cabría dentro de la cáscara de una nuez. Pero Marlow no era típico (si se exceptúa su propensión a tejer narraciones), y para él el sentido de un episodio no estaba en el interior, como una almendra, sino fuera, envolviendo el relato que lo hacía resaltar sólo como un arrebol destaca la neblina, a semejanza de uno de esos halos vaporosos que la iluminación espectral del rayo de luna hace visibles.

Joseph Conrad: El corazón de las tinieblas.

La primera razón que puede explicar la escasa consideración que, a lo sumo, reciben estas películas, típicamente “menores”, radica precisamente en su argumento, que suele considerarse pueril, ingenuo e inverosímil, desvinculado de la “realidad contemporánea” o de los “problemas trascendentales”. En efecto, uno de los rasgos característicos de estas películas es, precisamente, su modestia, su falta de pretensiones, su rechazo de la pedantería. No se proponen testificar sobre el estado del mundo moderno, ni sobre las condiciones de vida de los limpiabotas italianos; su objetivo es mucho más modesto: procuran distraer, entretener, divertir, emocionar, intrigar y sorprender al espectador; en el fondo, disparar y liberar su fantasía, proyectarla a través del tiempo y del espacio, e incluso de las apariencias y la lógica; proponer nuevos mitos y revitalizar los ya existentes —tarea tan importante como la de desmitificar ciertas cosas, que no todas ni por principio—; y da lo mismo que estos artífices estén impulsados por el mero afán de hacer bien su trabajo o que se dejen llevar por el puro placer de narrar, o de dar forma a un relato, o de insuflar vida a unos personajes pintorescos, arquetípicos o excepcionales. El caso es que resulta mucho más difícil tejer una trama cuya coherencia no puede contrastarse con la realidad inmediata ni con los hechos históricos —es decir, una trama como la de Moonfleet de Lang, la de El hijo de la furia de John Cromwell, o la de El cisne negro de Henry King— que la de Umberto D, Ladrón de bicicletas o El caso Mattei. Que es mucho más compleja la dramaturgia de Scaramouche que la de Hiroshima mon amour, que la estructura rítmica de Los gavilanes del Estrecho es mucho más musical que la de Senso, que El temible burlón es mucho más inventiva que Las margaritas, y que el grado de elaboración plástica y sonora de cualquier película de Jacques Tourneur supera con mucho el de Fellini o Antonioni.

Además, como observó precisamente Joseph Conrad, el sentido de las mejores películas de este género no se encuentra en la peripecia dramática que relatan, sino que se puede percibir en filigrana, en la periferia de la acción, y así resulta que entre las películas que mejor han analizado el complejo mundo de la infancia —sin detenerse, además, en concepciones idealistas de la “inocencia” o la “pureza” de los niños— se cuentan varias adscribibles a este género, concretamente Moonfleet, The Night of the Hunter y las obras maestras de Alexander Mackendrick, Viento en las velas y Sammy, huida hacia el Sur, que no son películas “sobre la infancia” ni sobre “la visión del niño”, pero que —a veces adoptando su punto de vista, como en el film de Lang— consiguen comunicarnos muy penetrantemente dicha visión del mundo, casi siempre a través de las aventuras o los viajes en que el niño se ve embarcado, o a través de sus relaciones con un hombre maduro que —como el John Silver de La isla del tesoro— representa al mismo tiempo el “ogro” y al padre ausente o fallecido, logrando así una ambivalencia que impide cualquier acercamiento convencional y sensiblero, como suele ocurrir con los verdaderos padres (el de Ladrón de bicicletas, por ejemplo) o con personajes menos ambiguos moralmente, más “inmaculados” o “angelicales” (como el Alan Ladd de Raíces profundas). Por eso, los personajes interpretados, respectivamente, por Stewart Granger, Robert Mitchum, Anthony Quinn y Edward G. Robinson —contrabandistas, falsos predicadores asesinos, piratas— confieren a las películas mencionadas una riqueza moral y una amplitud de perspectiva que en otros géneros, más codificados desde un punto de vista ético —a pesar de los recientes logros en este sentido que suponen Valor de ley y Círculo de fuego, de Hathaway , dentro del “western"—, serían inconcebibles o resultarían muy artificiales. Porque hay que destacar que este género ha sido el único —junto a las diversas variantes del policiaco— en que la figura dominante y más atractiva ha sido casi siempre un antihéroe.

Por otra parte, la misma "irrealidad” del género ha hecho posible que la narrativa de estas películas pueda prescindir de las inútiles escenas “explicativas” que entorpecen la marcha de casi todas las películas “realistas”; ha permitido llevar hasta sus últimas consecuencias las arbitrarias o inverosímiles premisas iniciales; ha consentido el empleo de todo tipo de metáforas sin que ello suponga una solución de continuidad; ha facilitado la violación de las convenciones morales —el castigo que debe recibir el criminal, por ejemplo—, comerciales —el obligatorio “happy end”, negado enérgicamente por Moonfleet, Viento en las velas, The Night of the Hunter— y dramáticas que han oprimido al cine de serie durante los años 30, 40 y 50.

INVESTIGACIÓN FORMAL

Aunque sólo ocasionalmente hayan contribuido a este género directores de verdadera magnitud —Fritz Lang, Jacques Tourneur, Douglas Sirk, Raoul Walsh, Rouben Mamoulian, Ernest B. Schoedsack— y hayan sido, por lo general, películas de bajo presupuesto realizadas a toda velocidad por eficientes artesanos de la R.K.O., la Warner, la Fox, la Universal o la Republic —Curtiz, Ludwig, Witney, Maté, Pevney, Marton, etc.—, es frecuente que encontremos dentro de este tipo de cine obras formalmente muy cuidadas, con un uso matizado y pictórico del color, con iluminación de raíz expresionista, que prestan gran atención al decorado y al vestuario, que saben servirse expresivamente tanto de los escenarios naturales —el mar, la vegetación exuberante de los trópicos, los promontorios rocosos— como de las maquetas y las transparencias. Es un cine que tiende a las dimensiones “bigger than life” (2), que aspira a lograr un aliento épico, que permite improvisar a merced de los elementos meteorológicos (3), y no es por ello extraño que, los grandes estilistas —incluso Minnelli ha incidido en el género, a partir del musical, con El pirata, 1947—se hayan sentido atraídos por este tipo de películas, ni que los pequeños artífices cultos de la serie B hayan recogido estas aportaciones de los maestros y las hayan convertido en ingredientes fijos del género. Incluso algunos directores que, en ocasiones, pecan de solemnidad y de vulgaridad plástica —como Henry King o John Cromwell— se han sentido especialmente inspirados por películas que, como El hijo de la furia o El cisne negro, no les obligaban a respetar las biografías ejemplares ni las meticulosas reconstrucciones de época que acostumbraban a dirigir en las producciones “de prestigio”, y que les permitían, en cambio, cuidar al máximo los aspectos formales y narrativos que otras veces se veían forzados a sacrificar. Estos guiones “intrascendentes” se convertían en un pretexto para experimentar con la iluminación y el color, en simples “temas” a partir de los cuales podían improvisar una serie de variaciones plásticas. Su rechazo del naturalismo y de la verosimilitud psicológica les permitía una mayor soltura en la dirección de actores, una narración más fluida y directa, unas transiciones y un montaje que permitían acelerar el ritmo de la acción, etc. Incluso un hecho aparentemente insignificante como el que estas películas estuviesen destinadas a un público principalmente infantil tuvo su influencia en el acusado formalismo del género “bucanero”, ya que potenció —por razones de censura, o de “buen gusto"— el recurso a la elipsis sugerente y contribuyó a la deslumbrante plasticidad de sus imágenes, al inventivo empleo de los objetos, los decorados y el color, y a la pérdida de importancia del diálogo como vehículo del sentido del film. Son, por ello, películas enormemente sensoriales, con una dependencia expresiva de las imágenes casi total, lo que explica que reenlazasen con las complejas estructuras rítmicas y visuales de los últimos años del cine mudo.

Sin embargo, este énfasis en los aspectos "puramente” estéticos del cine de aventuras no debe hacer pensar que se trataba de meras fantasías abstractas y huecas. Por el contrario, como suele ocurrir en el interior de los géneros tradicionales y de las producciones de presupuesto limitado, estas películas se caracterizan por su absoluta funcionalidad, es decir, por la perfecta adecuación entre los recursos escasos disponibles y los objetivos fijados. Y no olvidemos que estos fines pueden resumirse en los siguientes principios básicos: llamar la atención —visualmente, sobre todo— y despertar la curiosidad —dramática y narrativamente— desde el comienzo de la película, explicitando inmediatamente las “reglas del juego” (es decir, las del género) para que nadie se pueda llamar a engaño ni adopte una actitud hipercrítica, incrédula o escéptica frente al espectáculo que va a presenciar, y, finalmente, narrar con la máxima claridad y de la forma más atractiva e interesante una historia llena de acción, de misterio, de sorpresas, de inesperados giros dramáticos, de pasión, de exotismo y de color, interpretada por actores más o menos populares y, a ser posible, que den por su sólo aspecto físico las características más relevantes del personaje — Alan Ladd, Errol Flynn, Gregory Peck, Douglas Fairbanks, Burt Lancaster, Kirk Douglas, Stewart Granger, Gary Cooper, Clark Gable, Tyrone Power, James Mason, Basil Rathbone, Jack Elam, Lee Marvin, John Carradine, Walter Brennan, Louis Jourdan, Anthony Quinn, Richard Widmark, Robert Mitchum, Charles Laughton, Gene Tierney, Arlene Dahl, Yvonne de Carlo, Virginia Mayo, John Wayne, Joel McCrea, Rhonda Fleming, Janet Leigh, Debra Paget, Royal Dano, Eleanor Parker, John Payne, Ray Milland, Deborah Kerr, Jane Greer, Jean Peters, Cornell Wilde, Jane Russell, Eva Bartok, Rita Gam, Katy Jurado, Ava Gardner, Dana Andrews, Glenn Ford, Terry Moore, Robert Ryan, William Holden, Robert Taylor, Rock Hudson, Cyd Charisse, Tony Curtis, Arthur Kennedy, Ann Blyth, Alan Hale, etc.—. Por lo que el esplendor polícromo de Amazonas negras, Scaramouche, El pirata Barbanegra, Moonfleet, El Cisne Negro o Rumbo a Java —o el contraste de luces y sombras de sus predecesores en blanco y negro— no es sino el estilo plástico más adecuado a los relatos románticos o postrománticos que sirven de base a la mayor parte de estas películas.

EL SECRETO DE LAS IMÁGENES

El cine es el más poderoso vehículo de la poesía, el medio más real de dar forma a lo irreal.

Jean Epstein

Durante los años 20, un grupo de directores y teóricos franceses, conocidos como “la primera vanguardia” —Louis Delluc, Jean Epstein, Abel Gance, Germaine Dulac, Marcel L'Herbier—, localizaron el tan famoso y buscado —pero nunca encontrado— “específico cinematográfico” en el concepto de fotogenia, concepto que nunca quedó muy claro y que, años después, pasó a designar un atributo que debían poseer los rostros de las actrices. Finalmente, la palabra cayó en desuso. Sin embargo, creo que debería ser readmitida en el vocabulario crítico para designar una virtud que puede tener la imagen cinematográfica y que está a punto de olvidarse, lo que significaría para el cine la pérdida de uno de sus recursos expresivos más complejos y poderosos, de un recurso que, además, no pertenece a ningún otro arte narrativo y que ni siquiera las artes plásticas pueden alcanzar en tan alto grado.

Desde que —con Méliés, Porter, Feuillade y Griffith— el cine dejó de limitarse a reproducir fotográficamente el movimiento para empezar a narrar historias, el objetivo de la cámara perdió su neutralidad y su inocencia. El rodaje en estudios, el maquillaje de los actores, la introducción de los diferentes tipos de planos y de su montaje, etc., dieron lugar al empleo de lentes y filtros diversos, a la colocación de focos, a la selección cuidadosa de los encuadres y a todo tipo de trucajes ópticos. Desde el momento en que la luz dejó de considerarse como un dato inmutable y autónomo, y empezó a ser utilizada como un recurso más a disposición de los directores, nació el arte de la fotografía cinematográfica. Más aún que los precursores mencionados, los cineastas alemanes que suelen calificarse como “expresionistas” y los franceses conocidos como “impresionistas” reivindicaron el cine como un arte y consideraron no sólo lícita, sino imprescindible, la intervención —a veces deformadora— del director en la “realidad” que se iba a filmar y el proceso de estilización de dicha “realidad” necesario para hacer una película. Se aprendió intuitivamente, por experiencia práctica, el efecto psicológico de los diferentes grados de luminosidad de las imágenes, el poder de sugestión de las sombras, las intenciones o el misterio que la luz y su distribución atribuyen a los rostros, etc. Durante los últimos años del cine mudo y la primera década del sonoro, al influjo germánico presente en directores como Stroheim o Sternberg se sumó el impacto de las sucesivas llegadas a Hollywood de una serie de importantes realizadores europeos: Sjöström, Stiller, Lubitsch, Murnau, Curtiz, Ulmer, Dieterle, Lang, etc., seguidos más tarde por Preminger, Sirk , Wilder, Tourneur, Ophüls, Renoir, Siodmak, Hitchcock, Brahm, De Toth, Laughton, etc., y numerosos directores de fotografía — Freund, Maté, Vorkapich, Perinal, Planck, Planer, Ruttenberg, Kaufman, Shuftan, etc.—, que contribuyeron a crear un estilo visual que unía la expresividad visual del cine mudo alemán con la objetividad técnica característica del cine clásico americano. Este estilo se desarrolló, especialmente, en cuatro géneros: el terrorífico y el “negro” (sobre todo en blanco y negro), por un lado, y el melodrama y el de aventuras (sobre todo en color), por otro. El tipo de organización visual de cada plano que fue madurando durante los años 30 y 40 empezó a hacerse esporádico con la llegada del cinemascope y la generalización del color y, a partir de los años 60, el empleo abusivo del “zoom” y del teleobjetivo, la influencia de Lelouch —virados, flous— y del montaje a lo Lester, la producción de película virgen ultrasensible y la práctica desaparición del cine en blanco y negro son hechos que, unidos a los crecientes costes de producción y a la sustitución de los viejos directores y fotógrafos por técnicos formados en la televisión, han provocado la paulatina y casi total decadencia de la cinematography o fotografía de cine como el arte de servirse de la luz. Actualmente, el 99 por ciento de las películas están correcta y uniformemente fotografiadas en color, y los directores de fotografía no son más que técnicos eficientes que, generalmente sin que el director se entere de lo que hace ni le dé instrucciones concretas al respecto, calculan la apertura de diafragma y el objetivo preciso para conseguir un mínimo de calidad, claridad y fidelidad cromática, sin que la iluminación y el color sirvan para expresar sutilmente parte del sentido de cada escena.

Pues bien, estos géneros “menores” —el melodrama y el “aventurero"— han sido el último reducto de la experimentación visual dentro del cine americano, hasta que, finalmente, han acabado por desaparecer como géneros, dentro del proceso de desintegración industrial y artística que viene padeciendo el cine desde 1960. Hoy las muestras de auténtica visualización y estilización, las películas con fotogenia, constituyen auténticas excepciones, más frecuentes en Europa —las primeras películas de Godard, Franju, Resnais, El espíritu de la colmena de Erice— que en América. Gracias a esta dinámica interna —no sólo plástica, puesto que también contribuían a ella la dirección de actores, el uso del decorado y, sobre todo, la planificación—, los cineastas americanos del auténtico talento fueron capaces de convertir en obras personales y relevantes las historias más absurdas y más opuestas o ajenas a su visión del mundo. Por eso un "encargo” como Moonfleet puede ser considerado la obra maestra de un director tan genial y de tan larga carrera como Fritz Lang; por eso La mujer pirata y El halcón y la flecha no son divertidas e infantiles peripecias sin sentido, sino exponentes admirables del estilo y de las preocupaciones de Jacques Tourneur; por eso El signo del Zorro supera a otras obras, más ambiciosas y explícitas, de Rouben Mamoulian; por eso cualquier serie B de la Republic, dirigida por artesanos tan poco distinguidos como L.R. Foster o Witney supera en elaboración y expresividad visual a las grandes producciones de lujo de la Metro; por eso no debe extrañarnos encontrar entre el equipo técnico de Amazonas negras de Weis a Gene Aleen, uno de los colaboradores básicos de George Cukor, ni que numerosas películas de este género hayan recibido el Oscar a la mejor fotografía o hayan estado a punto de conseguirlo. No cabe duda de que una ensenada al anochecer, una tormenta en alta mar, una isla deshabitada en medio del Pacífico, un oasis o un desierto o la intrincada vegetación tropical de una jungla “de estudio”, o una guarida de contrabandistas, un burdel, un bar portuario o un velero constituyen “motivos” visuales llenos de sugerencias y de atractivo, pero hay que tener en cuenta que no basta con mostrar semejantes escenarios para lograr una película de piratas o de legionarios del desierto digna de tal nombre, sino que es preciso organizar esas imágenes, esos “iconos”, y estructurarlos dramáticamente en una narración; tarea que, como demuestran las torpes tentativas de algunos funcionarios del cine italiano perpetradas en los años 60 y 70, no está al alcance de cualquiera.

NECESIDADES DEL MITO

La desmitificación a ultranza trae un riesgo: el vacío, lo inerte. Era aquel hombre que decía que una mujer era pelo, brazos, cara, aparato respiratorio, circulatorio y digestivo, órgano sexual y piernas. Evidentemente había desmitificado. Su definición era analíticamente correcta. ¿Es suficiente lo correcto? La disección exige la muerte. ¿Debe ser el cine (y por consecuencia la crítica de cine) un taller de taxidermia? ¿Se debe suprimir el verbo para que haya calificativo? Es indudablemente posible una crítica de la vida sin disecarla, sin prescindir de los elementos motores.

Manolo Marinero (4).

Los mitos no preexisten al hombre, no se encuentran en la naturaleza. Un mito es una creación —o una creencia— de los hombres y es, por tanto, una aportación al mundo, a la vida y a la historia. Pero no cualquier idea, personaje, relato o hipótesis sobre lo desconocido es un mito. No basta con que se le ocurra a alguien, ni con que alcance un cierto grado de difusión. Es preciso que llegue a ser conocido y aceptado por la mayoría, que corresponda a un estado de opinión o a una época, que forme parte —de algún modo— del inconsciente colectivo de una sociedad o de una civilización. Si se tiene consciencia de que un mito es un mito, y no una realidad, una verdad científica o un hecho histórico, el mito supone un enriquecimiento del mundo. En ese sentido, un mito no tiene nada de despreciable, y puede compararse a las grandes creaciones artísticas —que suelen convertirse en mitos: ¿no lo son Romeo y Julieta, Otelo, Hamlet, Don Quijote, Don Juan Tenorio, Edipo, Fausto, Jekyll y Hyde o Moby Dick, hasta tal punto que se dan por sabidos incluso cuando se desconocen las obras que les dieron forma? —. Por eso, no parece necesario, ni oportuno, ni conveniente intentar —vanamente— destruirlos. Hay también mitos menores, narraciones amenas y distraídas, llenas de sabor y de sabiduría. Entre ellos pueden contarse muchas películas, cuyas imágenes tienen un mayor poder de persistencia que las palabras, y que tampoco vale la pena tratar de desmitificar.

(1) L'Essai Anarchiste des “Fréres de la Cote”. Fondo de Cultura Económica.

(2) Declaraciones de Richard Fleischer sobre Los vikingos, en Film Ideal n. 139.

(3) Comentarios de Raoul Walsh a Los gavilanes del Estrecho, en Cahiers du Cinéma n. 154.

(4) Las joyas del opar, en Film Ideal n. 193.

En "Dirigido por" nº19, enero 1975