viernes, 30 de mayo de 2025

Jazz y cine: dos artes del tiempo y la sorpresa

A muchos de la gran mayoría que, en los años 50 y hasta primeros 60, nos criamos a base de cine parece que, en esta última década, coincidiendo quizá con la eclosión del Free Jazz o la New Thing, curiosamente sincrónica con la Nouvelle Vague cinematográfica y otros movimientos renovadores, nos dio por convertirnos, además, en aficionados (a menudo maniáticos) al jazz; y no es raro que a la exigua minoría interesada en este país por el jazz —que ha sido siempre un arte minoritario, hasta en Estados Unidos, incluso entre los negros— con frecuencia les haya gustado el cine, hasta hace un par de décadas algo mucho más extendido.

Pues bien, a la mayoría de los que compartimos ambos amores nos ha martirizado siempre la escasa comunicación y sintonía del jazz y el cine, la rara y a menudo impresentable presencia del jazz en el cine; sobre todo, claro, en el que mejor conocemos, el de su propia cuna.

Las razones de este divorcio son oscuras y numerosas. Conviene admitir que, aunque broten en fechas muy cercanas, quizá no nacieron para entenderse, o que eran y siguen siendo múltiples las barreras que obstaculizan la exploración o el desarrollo creativo de sus afinidades, quizá más subterráneas que evidentes.

Yo creo que algo tienen que ver, en cierta medida, porque son dos artes temporales (y también espaciales), en las que el ritmo tiene una importancia decisiva, así como sus modulaciones. Son, además, dos formas de expresión de las que el hoy olvidadísimo Marshall McLuhan calificaría de "calientes", según una distinción que creo todavía pertinente: ambas actúan directamente sobre los sentidos, la emoción y los sentimientos, de un modo envolvente y casi subliminal.

Las dos nos fascinan, impelen, mecen, acarician y ponen en movimiento, por mucho que la tradicional actitud física del espectador de cine —quieto y sentado y además callado y a oscuras— no fuera siempre semejante —antes del bop, desde luego no— a la de quien escucha música de jazz (que fue bailable durante mucho tiempo, aunque hace medio siglo que ha dejado de serlo casi por completo). En ambas es un factor capital la sorpresa, a veces brusca y contundente, más a menudo un sutil producto de las infinitas variaciones posibles en torno a expectativas conocidas, convenciones casi seculares, líneas melódicas (o narrativas) que pueden calificarse de "standard", que nos hacen movernos en un terreno conocido que se revela no serlo tanto como parecía, jugando de un modo constante con la alternancia entre la sensación de "dejà vu"/"dejà entendu" y la más o menos patente innovación, desviación o transformación. En ambas la colaboración y la respuesta de cuantos conjuntadamente lo hacen es también de la máxima importancia. Excepcionalmente, en jazz cabe un solista solitario, sin acompañamiento alguno; en el cine, se trata más bien de una hipótesis, quizá del sueño de algunos cineastas tímidos, insociables, inseguros, que en algunos casos han visto en la llegada del vídeo digital el instrumento idóneo para ver realizado este sueño utópico, aunque no tengo noticia de que haya muestras contundentes de este tipo de obra.

Bird (Clint Eastwood, 1988)

Y es que hay también gigantescas diferencias, quizá insalvables. Pensemos, por ejemplo, en la improvisación, que en teoría es uno de los pilares del jazz, aunque quizá se haya mitificado en exceso (presentando como tal lo que no es sino un margen de flexibilidad, y en tal caso en el fondo no tan diferente de las cadenzas que cualquier solista —violinista, flautista, pianista— puede introducir en una pieza "clásica") y que difícilmente puede mantenerse como estrictamente imprescindible o verdaderamente diferencial, desde que se ha producido una creciente confluencia entre lo que a veces se llama "jazz avanzado" o "progresivo" y la oscuramente denominada "música contemporánea". La improvisación es prácticamente imposible en el cine, al menos de un modo total y en sentido estricto. Demasiada gente, demasiada maquinaria y, sobre todo, mucho dinero en juego, hacen, en la práctica, que la idea de improvisar sobre la marcha resulte en el cine más bien quimérica o al menos mítica o legendaria; es cierto que hay gente que, con cuatro temas y dos líneas, sin guión escrito, reduciendo todo lo posible el equipo y los costes, consiguen un cierto margen de libertad y un cierto grado (siempre relativo, porque después viene el montaje) de improvisación; de hecho, durante el periodo mudo era más fácil (y mucho más barato) acercarse a estas condiciones. Y no es lo mismo 3 o hasta 15 minutos que 90 o más. En realidad, más que a un concierto (no digamos una jam session), una película podría asimilarse a la grabación de un disco en estudio, con posibilidad de repetir tomas, de hacer ensayos, de montar los fragmentos más logrados y de dejar fuera los errores, las disonancias, las notas falsas, las entradas extemporáneas y los tiempos muertos, pero ni así la filmación puede limitarse al casi pasivo —aunque es de esperar que inteligente— registro de algo que "sucede" de forma imprevisible, aunque se haya preparado y haya arreglos o "charts" y ensayos, o la rutina adquirida por un grupo que lleva tiempo actuando junto. En cine, casi siempre se trata de una ficción previamente escrita, con unos papeles creados y "rellenados" por los actores, hasta cuando el equipo y el reparto se repita, mientras que una grabación se parecería más, en todo caso, al rodaje de un documental.

Era también una posibilidad al alcance del muy minoritario y nada comercial cine de "no ficción", aunque hasta en ese terreno convertido en un caso excepcional por el tradicional predominio invasor del comentario, de una voz humana omnipresente, que a menudo da forma a lo que muestran las imágenes (o lo deforma). Sin embargo, algo hay de cierto en esta mayor semejanza, si se piensa que algunas de las películas más libres, más asimilables al jazz o que más y mejor han incorporado este tipo de música a su banda sonora han sido precisamente "ensayos" cinematográficos, falsos documentales o ficciones filmadas como si se tratase de acontecimientos reales. De Godard a Shirley Clarke pasando por Antonioni, de Cassavetes a Garrel o Tanner.

Que el cine americano haya tardado en mantener relaciones con el jazz, y que no suelan ser muy estrechas y satisfactorias, si es que no permanecen "inconfesables" o vergonzantes, obedece a cuestiones y causas más ideológicas y culturales en general que a razones propiamente artísticas y musicales o cinematográficas. El jazz ha sido siempre —o hasta hace muy poco— mal considerado, tratado como música "ligera" cuando no salvaje o primitiva, y calificado de estridente, discordante, exasperado, caótico, desordenado o monótono. Cuando se trata de atraer a todos los públicos y de no molestar ni excluir a nadie, lo mejor es, obviamente, optar por los gustos del promedio, de la mayoría, que nunca han incluido al jazz, ni siquiera a distancia, y que no parecen estar cambiando, desde luego no en esa dirección. Hasta los negros lo han considerado de "mala reputación", impropio de un sitio decente, de gente con ambición o que aspira a integrarse. Música de salvajes para unos, de burdel para otros, barata y sin clase en el sentido de categoría o distinción. De ahí que su empleo en partituras de cine sea excepcional y se limite, casi siempre, a dar la "mala nota", a connotar corruptelas y perversiones; es música ambiental, incidental y de fondo; pertenece al cine negro, es rara hasta en géneros como el musical, la comedia o el melodrama, salvo que se trate de presentar a un personaje como disidente, negro-lover, snob, intelectual o europeizante (es decir, nada puramente americano ni recomendable): entonces se le puede dejar escuchar jazz, como un elemento más —junto con su forma de vestir o hablar, su coche o su casa, los muebles, los cuadros que cuelga en las paredes en su casa, que fume (y qué fuma), etc.—. Da lo mismo que el guionista o director compartan su afición: la "lectura" de la mayor parte de los espectadores no va a ser positiva para el personaje, y conviene que el cineasta en cuestión sea consciente de ello y ande con tiento.

Art Pepper: Notes from a Jazz Survivor (Don McGlynn, 1982)

Al ver que era imposible "blanquear" la música de jazz, ya el primer cine sonoro la funcionalizó, convirtiéndola en un instrumento para crear o sugerir un cierto ambiente —hampa, suburbio, droga, juego, alcoholismo—, para dar tensión o introducir misterio, para suministrar por la vía rápida información sobre los personajes.

La explotación sensacionalista de la conducta o las tragedias de los músicos de jazz que conseguían cierta fama tampoco contribuyó al aprecio de sus creadores, y su a menudo breve trayectoria vital no ofrecía buenas perspectivas ejemplarizantes para ser contada; es difícil que pudiera intentarse sin, para empezar, condenar expresamente sus desmanes y excesos. Por eso son muy escasas, y rara vez satisfactorias, y tan a menudo indignantes y falseadoras, la mayoría de las películas que se lanzan a contar la vida de un músico de jazz, o que incluyen a uno de ellos, por anónimo (y por tanto, tópico) que sea entre sus personajes de cierto relieve.

Hay, como en todo, excepciones, pero tampoco parece que las grandes estrellas del jazz hayan sentido especial interés ni siquiera por preservar filmadas sus actuaciones. Sorprende la escasa filmografía documental sobre Billie Holiday, Lester Young, Clifford Brown, Sarah Vaughan, Miles Davis, no digamos Ayler o Dolphy; ni siquiera el acervo televisivo, poco y mal conservado, cuenta con algo más que actuaciones o breves entrevistas. No sólo es rara una gran película "industrial" como la muy audaz y arriesgada Bird de Clint Eastwood, sino hasta un documento hondo y terrible como Art Pepper: Notes of a Jazz Survivor del desconocido John McGlynn (hizo otra sobre Glenn Miller). Cuando los músicos más estelares —incluso Louis Armstrong— han conseguido papeles, o han hecho de sí mismos (cuando no de versiones anónimas y sin éxito), o han sido relegados a papeles de criadas y limpiabotas que, eso sí, canturrean mientras trabajan, y a veces son "descubiertos" por agentes y "managers" invariablemente (aunque esto es puro realismo) blancos.

Da pena ver qué hicieron en el cine, pese a que, de vez en cuando hay alguna perla breve aislada, Fats Waller, Duke Ellington, Count Basie... y hasta la mayor parte de los blancos, de Woody Herman y Benny Goodman a Stan Getz. Es más, suplantados casi siempre por actores que simulan tocar, su intervención —a veces fantástica— quedaba no sólo fuera de la imagen sino hasta de la letra pequeña de los títulos de crédito, o relegada a esos finales que nadie se queda a ver y que las televisiones suelen cortar. Los músicos de la Costa Oeste, afincados en Los Angeles casi siempre, sobrevivían anónimamente como session musicians en las orquestas de los estudios o los combos ocasionales que grababan las bandas sonoras; aunque allí lo importante, más que el talento, la capacidad de improvisar, el sonido distintivo (que más valía evitar), eran la sobriedad etílica y la puntualidad, la capacidad de leer una partitura; y casi nunca era jazz lo que interpretaban para la pantalla.

Anatomy of a Murder (Otto Preminger, 1959)

Aunque Clint Eastwood y Woody Allen sean auténticos aficionados al jazz, y ocasionalmente Scorsese, Coppola, Brian DePalma o David Lynch usen buena música de jazz, es raro que las películas sean en sí mismas jazzísticas, que es algo que sí podrían ser del mismo modo que es posible considerar especialmente "musical" el cine mudo. Si se exceptúa a John Cassavetes y en algún caso a Robert Altman, es más fácil (y no mucho) que la forma cinematográfica tenga algo de jazzística en algunas películas europeas.

Que una película pueda servir de pretexto o inspiración para una improvisación de jazz, como la de Miles Davis en Ascensor para el cadalso de Louis Malle, es otra cuestión, y no deja de ser excepcionalísima, como que Duke Ellington saliera "tratando de tú a tú" a James Stewart y compusiera una admirable banda sonora de jazz para Anatomía de un asesinato de Otto Preminger.

Notas preparatorias para una conferencia en “Jazz i Cinema I” en Barcelona (18 de febrero de 2003)

miércoles, 28 de mayo de 2025

The Movie Book of FILM NOIR

Edited by Ian Cameron (Studio Vista, London 1992)

Como el dedicado poco antes al western, se trata de un libro un poco misceláneo y asistemático, sin una estructura ni una ambición excesivamente claras, pero que se convierte, una vez más, por la variedad misma de los enfoques y los puntos de vista, por la multitud de cuestiones que plantea (sin pretender resolverlas) y por la calidad de algunos de los análisis tanto concretos como generales, en un libro imprescindible para cualquiera con acceso a la lengua inglesa que sienta interés por el género en cuestión o por los géneros cinematográficos sin más.

Lo mismo que la anterior recopilación-coordinación del antiguo gran crítico que fue Ian A. Cameron, alma de la difunta revista británica Movie, reedita algunos textos (a menudo revisados) que vieron la luz en dicha revista (en sus últimas etapas) junto con ensayos nuevos, a veces de una amplitud considerable y de una hondura que ya quisiesen para sí muchas monografías en formato libresco.

No es un abordaje anticuado, puesto que los puntos de vista y los métodos de aproximación son enormemente variados, y abarcan desde el "cahierismo" siempre legible y racionalizado (quizá influenciado por Northrop Frye y F.R. Leavis) que caracterizó a Movie en sus primeros años, pasando por los años de influencia semiológico-estructuralista-psicoanalítica (con ecos que van de Propp a Kristeva, de Metz a Pasolini, de Saussure a Lacan, de Barthes a Chomsky, de Marcuse a Althusser), pero casi siempre menos delirante, más sensata y menos dogmático-paradójica que en sus modelos franceses, sin olvidar las aportaciones de ópticas "marginales" (feministas o gay), hasta una especie de visión ecléctica y omnicomprensiva que permite aglutinar todas las contribuciones con tal de que se encuentre en ellas alguna idea útil.

El efecto final es en algún sentido abrumador, sin duda agotador para los perezosos, y tiene la virtud (hoy cada día más rara e infrecuente) de hacerle a uno replantearse muchas cosas que tiende a dar por sentadas o sabidas, o dudar de si lo que nos pareció algún día una solemne y aburrida majadería o un desvarío interpretativo no es, con todo, preferible -si no mejor- a la ausencia casi total de pensamiento cinematográfico, de reflexión sobre el cine (su naturaleza, su historia, su evolución, su sentido actual) que desde hace años, con contadas excepciones, nos aflige, y que creo grave para el propio porvenir de este arte venido a menos que tanto nos gusta. Desde la muerte de Serge Daney es raro encontrar -incluso en Trafic- algo que verdaderamente implique una meditación, un razonamiento profundo sobre el cine. Y en este sentido es bueno que venga Cameron a recordarnos -como Godard en sus trágicas y sublimes Histoire(s) du Cinéma- lo que el cine fue y pudo ser y quizá aún pudiera tratar de ser de nuevo, lo que desde una perspectiva crítica se intentó, con mayor o menor rigor y acierto, en un tiempo en el que se consideraba el cine materia de suficiente importancia como para tratar de abordarla desde todos los puntos de vista imaginables, en lugar de caer, como casi siempre hoy, en el mero gacetillerismo o en la (mal y poco) encubierta publicidad.

Sale uno de la lectura apabullante de este libro preguntándose qué fue realmente el thriller o el cine negro, o como se le quiera llamar, pero desde luego, creo yo, sin conformarse con cuatro tópicos más o menos esquemáticos que no resisten el contraste en ni una sola de las presuntas muestras reales del presunto género, ni siquiera las más conocidas y famosas, no digamos las más "laterales", las olvidadas, las disimuladas o camufladas, deliberadamente o no, o las -tan frecuentes- que son fascinantes resultados del muy usual mestizaje entre géneros y estilos aparentemente inconexos o incompatibles.

De pasada, el libro recopilado por Cameron tiene también la virtud de recordar la grandeza de algunos cineastas nunca tenidos por importantes u olvidados en los últimos años, y cuya aportación a la evolución de género, mientras estuvo vivo, fue tan capital -si no más- que la de figuras mucho más conocidas tanto entonces como, sobre todo, hoy.

En Nickel Odeon nº 20 (otoño del 2000)

lunes, 26 de mayo de 2025

Local Hero (Bill Forsyth, 1982)

Un tipo genial resucita el entrañable sentido del humor, lo pintoresco, lo estrafalario y lo absurdo que presidió, casi siempre, las producciones Ealing de los años 40 y 50, en particular las más conseguidas, es decir, las dirigidas por Alexander Mackendrick. Algo tiene, en efecto, de The Man in the White Suit (El hombre vestido de blanco, 1951), sobre todo al principio, de The Maggie (La bella Maggie, 1954), hacia el final, y de Whisky Galore! (Whisky a gogó, 1949), en la parte central y más prolongada, pero en color (lo cual no viene mal, tratándose de Escocia) y aplicando la tradicional ironía a problemas de actualidad: la crisis energética, la degradación del medio ambiente, las multinacionales, la añoranza de la libertad de hacer lo que a uno le gusta en lugar de aquello por lo que a uno le pagan. Es decir, que no estamos ante uno de tantos casos de explotación mimética del patrimonio cinematográfico legado por los mayores, sino ante una película que, para ser auténticamente escocesa, como deseaba su autor, ha procurado echar raíces en uno de los pocos terrenos, tal vez el más fértil, batidos por un cineasta de su tierra. Creo que Bill Forsyth podría servir de modelo a muchos directores actuales, que tratan de hacer un cine verdaderamente autóctono y que creen suficiente para conseguirlo con rebuscar en la historia de su país algún episodio extraño o con hacer que todos los personajes sean originarios de esa nacionalidad o región, olvidando que es cine lo que se supone que intentan hacer, no erudición, etnografía o sociología en imágenes.


Local Hero tiene, para empezar, las virtudes que le confiere su modestia. Sólo por eso resulta ya una película simpática. No tiene, además, grandes defectos, y sí, en cambio, la sabiduría precisa para sacar partido de sus limitaciones. Así, por ejemplo, equilibra la posible falta de originalidad de su planteamiento —un tanto previsible— gracias a una mirada despierta, nueva, que sabe captar esos detalles deliciosos que caracterizaron las primeras películas de Berlanga, Tati o Fellini, con un sentido del humor que hace que nos riamos por cosas mínimas, casi imperceptibles, pero que se ven, se disfrutan y se recuerdan luego.

En Casablanca nº 34 (octubre de 1983)

viernes, 23 de mayo de 2025

La manera de ver de Éric Rohmer

El que -quitando quizá las dos últimas, y un par más de las anteriores- se sumerja en una película de Éric Rohmer sin información acerca de su biografía, es probable que le eche muchos menos años de los que tiene.

Sus películas tienden a ser “ligeras” -en más de un sentido-, y eso las hace “juveniles”: se nota que están rodadas sin exceso de medios -aunque nunca den sensación de “pobreza” y casi siempre sean de una gran belleza plástica, con una iluminación de apariencia natural, pero muy cuidada-, en calles, playas, apartamentos, bares, algún chalet con jardín; los interiores -sean de domicilios privados o locales públicos- parecen reales, no decorados, y tienen aire de “vividos”, “usados”, “transitados”; ni siquiera las raras escenas filmadas en estudio lo parecen. Los encuadres, aunque precisos, son sencillos, nada rebuscados; no tiende a la simetría, ni a llamar la atención mediante ángulos insólitos; todo parece cuidado, pensado - pero sin darle demasiadas vueltas, como si por instinto y “ojo” encontrase rápidamente el punto más adecuado para colocar la cámara, guiado por un criterio más basado en la lógica que estrictamente estético: se trata de ver lo mejor posible aquello que en cada momento a Rohmer le parece más adecuado, oportuno, interesante o significativo. Lo bastante cerca para ver los gestos, incluso disimulados, las miradas furtivas, las vacilaciones delatoras; pero sin subrayarlo, a la distancia suficiente para que cada cosa que vemos la situemos en su contexto, en su ambiente. Para colmo, la mayoría de los protagonistas, sin duda los que siempre le han interesado más, son a menudo muy jóvenes, en cualquier caso mucho más que el propio autor, pues lo son hasta los padres de los adolescentes que nos muestra, y que suelen ocupar el centro de la acción. Y eso lo hacía antes de rodar su primer largometraje, desde sus primeros cortos, es decir, cuando no sucedía aún lo que, diez o quince años más tarde, descubrieron los encuestadores y los expertos en mercadotecnia: entonces no eran todavía los más jóvenes los más asiduos espectadores, no eran aún mayoría, menos aún los únicos que iban al cine.

Es hora ya de decir, para el que no sea consciente de ello, que Éric Rohmer nació el 4 de abril de 1920; es decir, que tiene sólo un par de años menos que Ingmar Bergman, aunque su primera película larga la rodase unos diez años después (y aún tardase tres años en estrenarse, con clamorosa indiferencia del público); es casi once años mayor que Jean-Luc Godard, su compañero de Cahiers du Cinéma, primero, y de la llamada “Nouvelle Vague”, unos años después. A diferencia de sus otros compañeros de promoción, Claude Chabrol, Alain Resnais, François Truffaut, Godard, incluso Jacques Demy y Agnès Varda, cuyas primeras películas largas llamaron la atención (Le Beau Serge y Les Cousins en 1958, Hiroshima mon amour y Les Quatre Cents Coups en 1959, À bout de souffle y Lola en 1960, L’Année dernière à Marienbad y Cléo de 5 à 7 en 1961), mucho o por lo menos algo, Rohmer no sólo arrancó con cierto retraso, sino que lo hizo a trompicones, con tropiezos (empezó muy pronto un largo, Les Petites Filles modèles, que nunca terminó), y muy escasa fortuna crítica y comercial, como su también amigo Jacques Rivette, y pese a que fueron precisamente estos dos de los primeros que pasaron de la teoría a la práctica, es decir, a la realización de cortometrajes.

Le Signe du Lion (1959)

Rivette empezó a rodar, tras algunos cortos, su primer largo en 1958, pero hubo de interrumpir la producción, y no logró terminarlo hasta 1960. Lo estrenó, con miserable resultado de taquilla, en 1961. Rohmer, tras un recorrido parecido, filmó Le Signe du Lion en el verano de 1959, y no logró estrenarla hasta 1962: la película, también admirable y, como Paris nous appartient, una de las más fascinantes exploraciones cinematográficas de París que recuerdo, no atrajo absolutamente a nadie.

Confinado a la realización de cortos y mediometrajes, y algunos programas didácticos -a veces apasionantes- para la Televisión educativa -algo sumamente interesante que aquí nunca ha existido-, tardó aún varios años en abrirse camino. Rodada en 16 mm e hinchada a 35, La Collectionneuse (1966) se convirtió, en la primavera de 1967, en un éxito sorpresa, aunque tardase mucho tiempo en llegar a España, donde la mayoría de los aficionados hubieron de esperar hasta 1970 y el estreno de Ma nuit chez Maud (1969), que hasta en nuestro país tuvo un éxito considerable, para descubrir a Rohmer. A partir de ahí, con calma pero seguro y tenaz, se instala en una velocidad de crucero no exenta de periodos de pausa o recreo, dedicados a otras actividades -entre ellas, escribir un par de libros, dedicados a sus aficiones preferidas: la música, el cine y, de refilón, la pintura-, pero consigue crear una pequeña productora independiente, con la cual se las ha apañado para hacer estrictamente las películas que le han apetecido, sin aceptar nunca un encargo, consciente de que manteniendo bajos los costes podría conservar la independencia y asegurar una actividad continuada, aunque sus resultados en taquilla fueran, por lo general, modestos.

Serio, tenaz y modesto, sin darse aires de genio ni aspirar a una vida de lujos y comodidad -se diría, al verlo, más un maestro de escuela que un director de cine-, Rohmer ha ido edificando artesanalmente una obra ya voluminosa, más densa de lo que parece, y también bastante más variada, estructurada en torno a varias “series” o “colecciones” de películas, en las que da rienda suelta a un deseo infrecuente en el cine, más usual en la pintura o la música, sin que lleguen a ser -como se ha dicho, exageradamente- “variaciones sobre el mismo tema”, ni juegos formalistas con muy pocas piezas o elementos. Tras los seis “Cuentos morales” -en parte breves y subterráneos, aunque algunos los realizase con más medios y obtuvieran una acogida internacional considerable- vinieron los cuatro que componen, como es lógico, “Cuentos de las cuatro estaciones”, aunque precedidos de algunas de las “Comedias y proverbios” y con películas más independientes y aisladas intercaladas.

Perceval le Gallois (1978)

Que él mismo califique bien de “cuentos”, bien de “comedias”, sus películas, indica ya que a Rohmer no le agrada parecer trascendente ni “ponerse” serio, aunque lo primero quizá lo sea, disimuladamente, y su humorismo tenga siempre un matiz o sesgo ejemplarizante: o son parábolas, o el calificativo de “morales” ya revela su interés por la ética y los usos y costumbres sociales de nuestro tiempo -y ocasionalmente, de otros, como advertirá al punto quien recuerde Perceval le Gallois, Die Marquise von O...– que sé que habéis podido ver o refrescar hace unas semanas -y las recientes L’Anglaise et le Duc y Triple Agent-, o su asociación a proverbios, refranes o frases hechas (a tópicos, si se quiere) hacen pensar que, aunque su tono pueda ser liviano y hasta cómico, el significado o el sentido no son inexistentes ni irrelevantes. Son, en todo caso, comedias muy en serio; no solemnes, ni predicadoras, ni en clave, afectuosamente irónicas, tolerantemente críticas, frescas hasta parecer a menudo producto de la improvisación, aunque se sepa por testigos, colaboradores y el propio guionista-director que todo está escrito, preparado y ensayado de antemano, precisamente porque sólo cimientos muy sólidos, una base firme y un armazón bien definido permiten improvisar con prudencia, con posibilidades de éxito y sin riesgo de que cambiar de dirección en pleno viaje conduzca a la incoherencia.

Obsérvese que incluso los argumentos más dramáticos -los abordados, significativamente, en sus cuatro películas “de época”, y da lo mismo que ese tiempo sea tan remoto como la edad media o tan relativamente próximo como los años 30-, incluso los que podrían haber bordeado la tragedia -como La marquesa de O..., por ejemplo, o Triple agente- están tratados con humor, con conciencia de lo absurdo y azaroso de todo destino, de las paradojas de la vida y la naturaleza humana, de los giros inesperados que la hacen amena y arriesgada a la vez, del carácter a menudo engañoso de esas apariencias que, sin embargo, constituyen la cara visible de las personas, y por tanto la materia prima básica del cine; por lo menos, en su vertiente visual.

Die Marquise von O... (1976)

Porque con Rohmer conviene no olvidar que el cine, desde que es sonoro, y el autor de Mi noche con Maud ha sido desde sus comienzos un cineasta extremadamente atento a la banda sonora; el cine actual tiene un lado verbal, que en el cine de Rohmer tiene una importancia capital, todavía mayor que en Joseph L. Mankiewicz, Sacha Guitry, Marcel Pagnol, Godard, Rivette o Marguerite Duras. No se trata sólo de que Rohmer tenga una amplia cultura literaria y sea un escritor, sino de que, a fin de cuentas, hablar es una de las actividades a las que más tiempo dedicamos los seres humanos.

De hecho, este aspecto, supuestamente anticinematográfico, se le ha reprochado mucho a Rohmer, y constituye el argumento en su contra que más esgrimen sus detractores, tan ingenuos que ni se percatan de que, como arma arrojadiza, está más anticuada que una piedra, y que si no se andan con cuidado, se puede volver en su contra, con un efecto “boomerang”, pues es difícil, tras casi 80 años de cine hablado, sostener esa crítica sin arriesgarse a caer en contradicciones. La gran comedia clásica de Hollywood, ya en los años 30 y 40, será incomprensible si se suprimiese la banda sonora. En Historias de Filadelfia, La fiera de mi niña, La pícara puritana, Un ladrón en la alcoba, Sucedió una noche, Vive como quieras, Vivir para gozar, Three’s A Crowd, Ser o no ser, El bazar de las sorpresas o Luna nueva no se para de hablar, y tampoco en Mi desconfiada esposa, La costilla de Adán, Me siento rejuvenecer, El estado de la unión, Carta a tres esposas, Un gángster para un milagro, Su juego favorito, Con faldas y a lo loco, Primera plana o la ignorada obra maestra de Otto Preminger Daisy Kenyon (1947), y casi siempre a tal velocidad que es muy probable que el diálogo de una de ellas ocupe tanto espacio como el de dos de Rohmer.

Un rasgo fundamental de Rohmer es la exigencia, el sentido crítico, que abarca su propia actividad. Eso y su grado de libertad, junto con su escasa ambición económica, garantiza que nunca veremos una mala película suya; si fallase estrepitosamente, no la estrenaría siquiera, y no nos enteraríamos; si las hace públicas, podrán ser más o menos acertadas y perfectas, nos gustarán más o menos, pero nunca bajarán de un altísimo nivel medio. Esto, curiosamente, aunque suponga una garantía, genera también cierta monotonía y falta de interés en algunos aficionados: más o menos, sabemos lo que se puede esperar de Rohmer, y que estará bien, lo que hace que lo demos “por supuesto” y no siempre corramos impacientes a ver su nueva película. Falta la intriga, la tensión, la incertidumbre que generan cineastas más arriesgados, menos seguros de sí mismos, más aventurados para el propio espectador. Y son ya tantas sus obras, y tantas de ellas de tal grado de excelencia, que se hace crecientemente difícil elegir las mejores; si acaso, destacaremos una o dos, que personalmente nos afectan más directamente, por las que sentimos subjetiva predilección o debilidad, quizá la primera que nos maravilló o sorprendió con su claridad, frescor y transparencia. No apetece, en contrapartida, revisar seguidas todas sus películas, ni darse un “atracón” de películas de Rohmer, pese a que eso permite calibrar y valorar, sin fiarlo a la memoria, los sutiles juegos de variaciones que se pueden detectar entre series de obras emparentadas, o que responden a un esqueleto argumental muy similar.

De hecho, hay un factor de alivio purificador, como de descanso y contraste con el medio ambiente polucionado del cine que normalmente se nos ofrece, que hace digno de celebración que Rohmer funcione con cierta regularidad. Que cada año o par de temporadas tengamos un Rohmer que echarnos a los ojos supone un descanso para los aficionados, un oasis de equilibrio, un remanso de elegancia y cortesía, de limpieza y sencillez, de inteligencia y finura, que a lo mejor venimos echando en falta desde hace meses.

Texto preparatorio para una presentación. Escrito el 2 de mayo de 2005.

miércoles, 21 de mayo de 2025

Canción de Cuna (José Luis Garci, 1994)

Confieso que nunca me han convencido nada las películas de José Luis Garci, y que las más famosas y premiadas me irritan, probablemente porque tenemos gustos en común que no me agrada ver atribuidos a una generación, y sobre todo porque soy alérgico a la quejumbre, tanto ante el presente como respecto del pasado. De repente, contra toda expectativa racional, me encuentro con que Canción de Cuna es, para mí, una película perfecta, a la que no quitaría ni añadiría un plano.

Comprendo que los que conozcan mi escasa afición al cine de Garci se hayan preocupado por mi salud mental, pero puedo asegurarles que no se trata de un impulso irracional ni de una manía pasajera, producto de la sorpresa, por lo que les invitaría a dejarse en casa sus prejuicios o fobias y echar un vistazo imparcial a la película. Con toda frialdad, podría argumentar, por ejemplo, que es una de las contadísimas justificada y sabiamente elípticas que se han pensado, escrito y rodado en España, donde parece que nadie —pese a admirar el cine americano— ha entendido que dos de los pilares de su éxito y su calidad —en la época clásica; ahora remachan todo inmisericorde y ostentosamente— eran la economía narrativa lograda mediante las elipsis, y la dramática, que se apoya en la sobriedad y naturalidad estilizada —la "elocuencia de los gestos hermosos" de Griffith— de la interpretación, y que es el understatement así alcanzado lo que les permitía contar cualquier cosa, por descabellada que pudiera parecer, y emocionar sin ser impúdicos, es decir, ser "noblemente sentimentales".

Aparte de que algunos cineastas maduran, y otros aprenden con el tiempo y el ejercicio de su profesión —como Martin Ritt o John Frankenheimer, por ejemplo—, sospecho que a Garci le faltaban serenidad y humor, quizá por afán de hablar en primera persona, incluso a través de personajes de otra generación (como los de Volver a empezar) o a los que no cuadraban esas manifestaciones (el detective encamado por Landa en El crack), mientras que aquí, en otra época y con personajes forzosamente distantes —en su mayoría monjas— ha conseguido mantener la distancia y expresarse indirectamente, exclusivamente a través de una puesta en escena que, por primera vez, ha dejado de ser ilustrativa y ha cobrado cuerpo y volumen. Sin un bache ni una recaída, sin imitar a nadie —a partir de materiales tan españoles que no evocan nunca el cine americano, pero sin caer tampoco en la "españolada"—, tiene el sabor especial de las primeras películas... de esas falsas "primeras" que —como Laura en la obra de Preminger— pueden ser en realidad la cuarta o la sexta.

Aunque se le ha criticado mucho, la idea de apenas salir del convento —sólo al cercano río—, la decisión de no mostrar la muerte de sor Teresa (Fiorella Faltoyano), de eludir los mil detalles e incidentes de la infancia y el crecimiento de la niña, y limitar la historia a la vida cotidiana del convento en dos momentos de ruptura —una llegada y una despedida—, me parecen elecciones perfectas, de una sobriedad no sé si bressoniana, dreyeriana, fordiana, mccareyana o chapliniana (pese a que los tres últimos no tienen fama de sobrios, para mí lo son también: lo que pasa es que no se reprimen). Y esa contención logra que, por primera vez, me emocione, y mucho, una película de Garci, y que la considere un verdadero melodrama —incluyendo la función de la música—, no un folletín ni una pieza de "kitsch" semiparódica, como otras películas recientes que se presentan como tales con fingida inocencia.

Quizá lo fundamental sea que Garci ha sabido elegir, guiar y empujar o frenar —según los casos— a siete actrices y dos actores que están sencillamente perfectos, mejor que nunca o tan bien como la vez que mejor. Y, como era de esperar en una película que no confunde la elipsis con un truco para saltarse las escenas difíciles, están muy bien sostenidos los infrecuentes —racionados— primeros planos: las manos de Fiorella Faltoyano y Landa a través de las rejas, los rostros iluminados de las monjas al final. Eso hace que Canción de Cuna fluya serena y decidida desde el comienzo al fin, sin apresurarse pero sin vacilaciones. Con seguridad y rumbo es fácil tener confianza en el espectador.

En “Todos los estrenos. 1994”. Madrid : Ediciones JC, diciembre de 1994.

lunes, 19 de mayo de 2025

Tres notas a Raoul Walsh

Gracias a TVE, hemos podido ver o revisar recientemente tres películas de este director americano. Si durante muchos años se le ha despreciado considerándole como un mero artesano, lo cual era injusto, desde hace poco se observa una tendencia a considerarle como un "autor”, lo cual me parece excesivo, a juzgar por las diecinueve películas suyas que conozco. Claro que aún me faltan por ver noventa films de Walsh, y esto puede variar las cosas, aunque no de un modo absoluto. En mi opinión, Walsh es, como muchos otros grandes del cine americano, un director con personalidad, al igual que Anthony Mann, Allan Dwan, Vincente Minnelli, Robert Aldrich, Budd Boetticher o Frank Capra, con un estilo bien definido y con algunas películas "de autor" (como Una trompeta lejana, A Distant Trumpet, 1964, o La esclava libre, Band of Angels, 1957), dentro de un conjunto de películas en general buenas, pero que deben muchos de sus valores a los actores, los géneros y la época.

Pursued (1947), inédita en España, es una de sus obras maestras: fascinante film negro envuelto en los míticos ropajes del western, nos cuenta, en una construcción bastante desusada para el lineal Walsh (a través de "vueltas atrás" que van esclareciendo poco a poco el misterio) una historia de odios y pasiones, amores casi incestuosos, venganza y sadismo, que haría palidecer de envidia a un James M. Cain. Ayudado por la espléndida fotografía de James Wong Howe (más próxima a la estética del film "negro" que a la del western) y actores de la talla de Robert Mitchum, Teresa Wright y Judith Anderson (obsérvese que el primero era uno de los pilares del thriller de los años 40, y que las dos actrices habían trabajado con Hitchcock), Walsh ha puesto en escena con singular sobriedad, claridad y eficacia el tortuoso guión de Niven Busch (autor de la novela de Duelo al sol, con la que comparte la exacerbación pasional, aunque la labor de Walsh se sitúe en un registro diametralmente opuesto al de King Vidor en este film). Típico producto Warner, magnificado por la música de Max Steiner, Pursued se presenta como un western sombrío, en ocasiones wellesiano y del cual se acordó, posiblemente, John Huston, cuando hizo Los que no perdonan (contradictoria traducción de The Unforgiven, 1959).

The Roaring Twenties (1939), también desconocido en nuestro país hasta el momento, se presenta claramente como un film "negro". Para ello, y adelantándose casi diez años a los films producidos por Louis De Rochemont, Walsh y sus guionistas (Jerry Wald, Richard Macaulay y Robert Rossen) adoptan un estilo documentalista y, de forma muy americana, trazan la historia de los años veinte en América (desde la I Guerra Mundial hasta el New Deal rooseveltiano y el fin de la Prohibición) a través del drama de unos individuos, fabulosos personajes míticos a los que el tiempo ha dotado de una aureola trágica (James Cagney, Humprey Bogart en un papel de malvado extralúcido y omnisciente, la virginal Priscilla Lane, y Gladys George, encarnando a la inolvidable "Panama Smith") . Este film, que podría llamarse "El ascenso y declive de Eddie Bartlett" en homenaje a La ley del hampa (The Rise and Fall of Legs Diamond, 1960, de Boetticher), con la que presenta numerosos paralelismos, es un film absolutamente moderno, con un final precursor, mezcla anticipada de Al final de la escapada (À bout de souffle, 1959, de Godard) y Sed de mal (Touch of Evil, 1958, de Welles), elevado al rango de tragedia por el suntuoso travelling de retroceso que nos aleja de Cagney, muerto en una escalinata durante su último tiroteo.

La película, por otra parte, es una verdadera y gloriosa antología de batallas de gangsters, atracos, contrabando de licores y otros temas clásicos, encuadrados siempre en su circunstancia histórica gracias a elipsis y fragmentos "documentales" (la Prohibición, el "crack" de 1929, con una escena en la Bolsa mucho más delirante que la de El eclipse, de Antonioni) insertados en la acción. Todo ello envuelto en la música y las canciones de la época, para acabar de completar el cuadro sociológico y testimonial de los años veinte.

Sea Devils (1953) se había estrenado ya (con el título Los gavilanes del Estrecho) y es una legendaria historia de piratas, espías, contrabandistas, revolucionarios y conspiradores, vagamente inspirada en Les Travailleurs de la mer, de Victor Hugo. El divertido guión de Borden Chase (uno de los mejores guionistas de Hollywood) da pretexto a que Walsh nos sumerja en un mundo de figones patibularios, ensenadas ocultas, posadas portuarias, acantilados inaccesibles, temibles capitanes de mala reputación, mujeres aventureras, viejos políticos, implacables prefectos napoleónicos, raptos nocturnos, travesías del Canal de la Mancha, homéricas peleas, ingeniosos trucos, traiciones y emboscadas. El humor pintoresco de Walsh, el velocísimo desarrollo de la intriga, su siempre precisa planificación, el encanto popular de los actores, los inolvidables diálogos ("Es una pena lo que te pasa, Willie: eres un buen hombre, pero no tienes corazón") y contraseña ("Sí, a una primavera lluviosa sigue siempre un verano caluroso"), se ven recubiertos ahora por una pátina que confiere cierto encanto incluso al doblaje español de los años cincuenta.

Es un film "désuet", como ya no se hacen ni se volverán a hacer, lleno de deslumbrantes ideas visuales (como la presentación de Napoleón, de espaldas, haciendo girar un globo terráqueo, los pies de Yvonne De Carlo agitándose fuera de la sábana en que Rock Hudson la rapta llevándola como si fuera un fardo), y que hace pensar en la máxima de Goethe: "Cuando algo es perfecto en su género, deja de pertenecer a ese género".

Mejor todavía que Tambores lejanos (Distant Drums, 1951) o El mundo en sus manos (The World in His Arms, 1952), esta "improvisación musical sobre la belleza de Yvonne De Carlo" (son palabras de Walsh), se convierte en una auténtica "saga" y nos revela la vertiente aventurera del polifacético septuagenario, hoy reducido al silencio, que es Raoul Walsh.

En El Noticiero Universal (4 de marzo de 1969)

viernes, 16 de mayo de 2025

Jean Eustache, deuda pendiente

Hace ya cinco años que Jean Eustache, por razones que ignoro y que no son del caso, puso fin a su vida y, con ella, a una carrera difícil, iniciada con ilusión y proseguida a trompicones, con el lastre de un cada vez mayor cansancio. Aunque no pudo hacer tanto como hubiese deseado, nos dejó bastante más de lo que recibió: una de esas obras breves y abarcables, sin lugar para la rutina ni la vulgaridad, de las que vale la pena cada metro de celuloide, porque todo tiene sentido o, por su propia escasez, lo cobra cuando la sabemos acabada, no por completa, sino porque no podrá sumársele un solo plano más. Jean Eustache murió desconocido no sólo para el gran público, sino para la gran mayoría de los aficionados; en España apenas pasó de ser un nombre, vagamente asociado con la "segunda oleada" —la que no llegó a consolidarse— de la Nouvelle Vague, y, cuya mención no evocaba imagen concreta alguna, pues ninguna de sus películas —ni la más larga y efímeramente "famosa", La Maman et la Putain (1973), ni la más corta y anónima— se había estrenado ni había sido programada por TV: sólo la Filmoteca había permitido a unos pocos curiosos, en Madrid y Barcelona, y el Festival de Valladolid a algunos otros, tomar contacto con parte de su obra —aún prometedoramente abierta a todas las posibilidades— e incluso con el cineasta, todavía vivo.

Ni siquiera la muerte hizo posible que su cine se distribuyese en España. Y cinco años después la situación no ha mejorado. Una nueva ocasión de conocer o revisar parte de su obra —brindada por el Festival de Valladolid, la Filmoteca Española en Madrid y la Filmoteca de la Generalitat en Barcelona— no parece haber despertado el interés —no hablemos ya de entusiasmo, tan infrecuente en estos tiempos a propósito del cine— que debía. Y es que, mucho me temo, la actitud que representa Jean Eustache no ha hecho otra cosa en estos años que retroceder, que alejarse cada vez más de las tendencias dominantes tanto entre los cineastas como entre los espectadores.

Para empezar, nada hay tan arriesgado en la industria cinematográfica como no atenerse a las rígidas convenciones de metraje impuestas desde el sonoro por la costumbre y pasar de las tres horas sin que la película en cuestión sea una superproducción en colores y cargada de estrellas, o incluso de las dos horas que se han dado en considerar la duración "normal" de un espectáculo, o no llegar ni de lejos a la hora y media "standard" de los largometrajes. Pues bien, Eustache se pasó su breve carrera tomándose libertades con el tiempo y lo mismo se atrevió a rodar en 16 mm y blanco y negro un modesto film centrado en tres personajes, cuya acción se desarrolla casi íntegramente en interiores, y que dura tres horas y media, que tuvo la imprudencia de no desdeñar ni los cortometrajes ni esa ambigua figura que se llamó mediometraje. De sus contadas películas, pocas son las que no se apartan en exceso de la norma y de ellas una no alcanza esa longitud ni haciendo seguirse dos cortos que cuentan de forma diferente, como ficción reinterpretada y como documento reconstituido, una misma narración oral, y otra es un documental, segunda versión —en color— de un mediometraje rodado once años antes. En realidad, sólo Mes petites amoureuses (1974), si bien con intérpretes desconocidos, es una ficción y tiene una duración que no suponga anomalía ni por exceso ni por defecto.


Esa negativa —ni desafiante ni dictada únicamente por los condicionantes de un encargo, ya que todas las películas de Eustache son proyectos personales— a someterse a la duración normalizada obedece a la muy peculiar concepción del cine de Eustache, respetuosa como pocas de la realidad y ajena por completo a recursos tan frecuentes en la dramaturgia cinematográfica como la compresión o la dilatación del tiempo real. Por eso, la postura de Eustache frente al tiempo fílmico es más que el rechazo teórico de las convenciones o una provocación al espectador: lo que revela es algo tan insólito y contrario a la moda como la repugnancia a introducir su estilo cinematográfico en las historias que narra, el desdén hacia cualquier forma de intensificarlas que haga sentir su presencia. Eustache tendía —sobre todo en La Maman et la Putain— a que sus películas no lo parecieran: a permitir que las cosas sucedan a su ritmo, como realmente ocurren, sin que el autor se permita orientar nuestras miradas; a dejar que sea el propio espectador quien se ocupe de dirigir su atención, según crea oportuno, hacia unos aspectos u otros de la película. Pero no se trata simplemente de que Eustache, bastante "bazinianamente", respetase el derecho a mirar libremente del espectador, o de que, como Preminger, rehuyese imponer sus opiniones y puntos de vista acerca de los personajes y se negase a juzgarles tanto explícita como implícitamente, a través de los ángulos de toma o los encuadres elegidos para mostrarlos; Eustache iba más lejos, con una modestia hoy excepcional, cuando el primer venido parece creer que una película es, ante todo, un spot publicitario de larga duración para promoción propia: Eustache parecía sentir un extraño pudor para manifestarse en sus películas —y en esto, aunque pueda considerársele un continuador de Godard, es su exacta antítesis—, y aspiraba a dirigir sin dejar huellas de su presencia, sin que fuese perceptible su intervención, incluso borrando en el montaje —del que solía ocuparse físicamente: es de los pocos directores que solían firmar como montadores, en solitario o en colaboración— los rastros que pudieran haber quedado.

El resultado final de todo ello es que las películas de Eustache tenían la infrecuente virtud de no parecer cine, de no ser en modo alguno llamativas y de no suponer "declaraciones personales" de su autor. Creo que la actitud de Eustache fue una de las pocas respuestas válidas a la crisis del concepto de cine de autor que se produjo a partir de 1968, justo tras haberse impuesto en más de diez años de campañas reivindicativas. Naturalmente, era una postura que en nada beneficiaba al que la adoptaba, porque no cuidaba ni potenciaba su "imagen" como realizador, porque no ayudaba en absoluto a lanzarle o a que lograse imponerse profesionalmente, y privaba de argumentos incluso a los críticos más decididos a apoyarle. Era, sin embargo, una postura digna y respetuosa, de fidelidad a una idea, una concepción del cine —eso que hoy tanto escasea, en todas partes y en todos los sectores relacionados con este arte, desde los que lo hacen hasta los que lo ven, pasando por los que lo exhiben— aunque personalmente fuese un tanto suicida, y explica que Eustache no lograse "hacer carrera" y no aprovechase el éxito relativo ni el ambiguo escándalo que rodeó el estreno de La Maman et la Putain para capitalizarlo en su provecho.

Las películas de Eustache, además de contadas, de muy variadas dimensiones y características, y muy poco conocidas, constituyen un auténtico misterio. Pero no un misterio proclamado y evidente, de esos que pueden servir de plataforma de lanzamiento y darle a su autor una aureola de "malditismo", "dificultad" o "elitismo" de cierto atractivo intelectual o romántico, sino un misterio con el que sólo se tropieza quien reflexiona a fondo sobre su cine, quien se interroga acerca de cada una de sus películas y trata de profundizar en ellas: es decir, el que acaba preguntándose si realmente es La Maman et la Putain una película tan desesperada y pesimista como se dice y como a primera vista parece, y por qué; el que no logra decidir —porque la película no da pistas— si a Eustache le parecía grotesca o conmovedora la costumbre y la ceremonia de la elección anual de La Rosière de Pessac, que registró en dos ediciones, la de 1968 y la de 1979, sin delatarse en ninguna de ellas, pese a las diferentes circunstancias y a los distintos medios con que contaba; el que quisiera saber por qué Eustache sintió interés por preservar —al estilo Lumière, pero con sonido—, la matanza del cerdo en 1970 (Le Cochon), o por qué contemplaba del mismo modo las aventuras sentimentales de los adolescentes que descubren el amor (Le Père Noël a les yeux bleus, Mes petites amoureuses) y la de los que tienen ya edad y experiencias como para dejar de comportarse como tales (La Maman et la Putain), sin que esta constatación pueda interpretarse como un juicio de valor o una crítica moral. Hay en Eustache, inesperadamente, una postura que cabría calificar de "rosselliniana", porque se limita a decir: "las cosas son así", y a tratar de captarlas con la mayor precisión y claridad, aunque lo que de este modo trate de comprender y hacer inteligible sea la confusión de sentimientos o la ambigüedad de un rito que ha perdido sentido pero que se respeta, y en el que se mezclan inexplicablemente rasgos patéticos, simpáticos, irrisorios y conmovedores. Eustache nunca se rió de nadie, ni se atrevió a invitar al espectador a mofarse de uno de los seres —reales o ficticios— que filmó, nunca se permitió condenar a ninguno de ellos, ni tampoco cayó en la tentación opuesta, la de salvar "in extremis" a uno de sus protagonistas o embellecer o idealizar su conducta. Esta labor de registro le impulsó a no menospreciar ningún formato: ampliado o no posteriormente, el 16 mm era bueno en tanto servía a sus fines. No se preocupó nunca de la exhibición de sus películas, e incluso reservó alguna para su uso personal (como Raymond Depardon, otro de los franceses que todavía consideran más interesante lo que filman que la filmación en sí). Lo que no significa que despreciase al público, ni que rodase "de cualquier manera", sino todo lo contrario: su respeto al espectador le llevaba a exigir, en justa reciprocidad, el derecho a no mostrarle todo ni en cualquier estado, y es muy probable que diese mayor importancia al respeto que también debe un cineasta responsable a quienes aceptan dejarse filmar, sean o no actores, vivan o no de ello, y a los que, por el hecho mismo de ser captados por una cámara y un magnetofón, se convierten en sus personajes, inventados por el director o adoptados por él y existentes en la vida real.

En el cine de Eustache, la cámara está siempre en un sitio inesperado, y no porque abunden —sino todo lo contrario— los ángulos rebuscados y los encuadres anómalos, sino porque ni llama la atención hacia sí ni está al servicio de la narración o la dramaturgia con el propósito de producir un determinado efecto en el espectador. Está, por el contrario, atenta a los personajes, donde pueda —sin violentarlos— captar mejor sus movimientos, sus gestos, sus miradas. De ahí la aparente despreocupación por el metraje: si para descubrir una relación, para comprender una escena, hacen falta diez minutos, porque es lo que los personajes tardan —por ejemplo— en despedirse, hay que conservar esos diez minutos. Cada suceso impone su duración y su ritmo, y por eso dura tanto La Maman et la Putain, a pesar de que carece de una línea argumental definida, de que es imposible no ya resumirla en cuatro líneas, sino contarla verbalmente: porque, aunque pasen en ella muchas cosas, en realidad no narra una historia. Por eso, también, las películas de Eustache son imprevisibles: no es posible anticiparse a los acontecimientos, ni predecir cuánto van a durar mientras se desarrollan; probablemente eso le sucedía al propio Eustache, que no sabría a ciencia cierta si lo que quería filmar iba a dar por resultado un corto o una película demasiado larga para la explotación comercial; no creo que se lanzase a la aventura de rodar en 16 y blanco y negro un film de tres horas y media deliberadamente, sino que cuando se encontró con que ésa era la duración de La Maman et la Putain no tuvo más remedio que aceptarla como inevitable, sin tratar de "arreglar" el problema que suponía un producto de tan difícil venta.

En Manhattan nº 2 (febrero de 1987)

miércoles, 14 de mayo de 2025

Zinzindurrunkarratz (Oskar Alegria, 2023)

En un cine tan frágil y propenso a caer en tentaciones de todo tipo como el hispano, no puede uno contemplar una nueva película de un cineasta que hasta el momento ha encontrado sumamente interesante y, para colmo, en medida creciente, sin sentir una cierta angustia, con el temor de que no sea tan buena y original como la precedente, en este caso Zumiriki (2019), que imprevisible e improbablemente había resultado aún más insólita y original que La casa Emak Bakia (2012).

Parece que no a todo el mundo le agrada que las películas le sorprendan. A mí me asombra que a muchos les molesta o perturba. Hasta me han hecho pensar si mi afición a no querer prever la película nada más empezar no será, tal vez, una manía de los que tenemos ya muchos años y muchas películas a la espalda, en la cabeza o en la memoria. Yo le agradezco a Oskar Alegria que a menudo sus títulos no me den la menor pista, y que las películas que hace suelan sorprenderme durante todo su metraje. No es sólo que sean imprevisibles, que no sea posible adivinar cómo acabarán, sino que tras lo que, a falta de otro nombre más amplio y adecuado, podríamos llamar una “escena”, creo que es imposible saber qué pasará en la siguiente. Para colmo, nada de lo que, alternativamente, vemos o se nos muestra o nos narran, resulta arbitrario ni caprichoso, sino que se revela como obediente a una lógica interna no preconcebida sino natural y espontánea: sorprende a primera vista, en los segundos iniciales, pero enseguida cuadra, se explica por sí sola, es coherente.


Es, además, un cine que podríamos calificar de manual. Ojo, no “de manual”, sino todo lo contrario, lo que no se suele enseñar, ni siquiera indirectamente, en las escuelas de cine. Contrariamente a la idolatría tecnicista o tecnológica que, más bien de boquilla, suelen pregonar los heraldos del cine más voluntariosamente “comercial” –ese que aunque no guste da dinero en taquilla–, el cine, palpablemente barato, de Alegria parece, como todavía algunos productos de artesanía no orientados al consumo masivo, hecho a mano, con los medios más elementales y simples, menos aparentemente “milagrosos” y generadores de una supuesta “realidad aumentada” o “inmersiva”, sino con unas capacidades elementales pero suficientes, como las que emplearon, en sus momentos fundacionales, los hermanos Lumière o Robert J. Flaherty. Y todo ello aprovechando lo quizá anticuado y de precisión aproximativa, pero que aún funciona, y registra la realidad lo bastante, no hace falta nada más, ni siquiera más foco ni mayor nitidez de la imagen (dos cosas que tampoco los medios más sofisticados suelen proporcionar). No es un cine sin punto de vista humano, como esa invasión de tomas absurdamente cenitales que permiten a buen precio los drones que han reemplazado ahora a la ya antigua obsesión por la steadycam. El recurso a un material de filmación “primitivo” no es un gesto fetichista, como en aquella película de episodios muy breves rodados por variopintos (y a veces inadecuados) realizadores usando una cámara Lumière. Sino un aprovechamiento de lo que aún sirve, sin derroche, lo cual tal vez me parezca un acierto por deformación profesional (a fin de cuentas, lo que soy es economista, no crítico de cine).

Puede parecerle al espectador desatento y al excesivamente impaciente que es una película lenta y larga (objetivamente no lo es, apenas hora y media), tanto porque es densa –en lugar de artificialmente inflada con mero aire– y porque no es apenas narrativa, desde luego no linealmente contada, aunque sí sucesiva e incluso con retornos a esos puntos en los que podría parecer que el narrador había perdido el hilo o había dado un triple salto mortal. No es así, pese a que Zinzindurrunkarratz parece carecer de personajes y hasta de protagonista. Lo cual no es cierto: son varios los personajes y el protagonista es el narrador. Lo que ocurre es que apenas se le entrevé, casi no sale, pero está siempre, detrás de la cámara, al otro lado, y contando lo que cuenta, que es muy personal, no en primera persona, sino en tercera y anónima persona, sin caer en ninguna especie de narcisismo. Y todo lo que cuenta, recuerda, piensa, nos hace recordar es muy interesante y, diría yo, compartible por cualquier persona, de cualquier país, origen, edad o ideas personales.

Y cuenta, además, cómo lo cuenta, y con qué medios, los más directos y simples. Es, sin proclamarlo ni siquiera pretenderlo, una vindicación del derecho hipotético (imposible en la práctica) de seguir haciendo cine mudo, en blanco y negro, en pantalla cuadrada, si es lo que a un director le apetece o parece más adecuado a su proyecto, porque también el cine mudo tiene, junto a sus límites, el poder de exigir imaginación y disciplina para superarlos. Y aquí se ve, en la nueva película de Alegria, el sentido potenciador de la alternancia entre imágenes mudas y sonidos ciegos: imagen y sonido no se repiten o doblan, tan a menudo redundantes, sino que se complementan: los sonidos nos invitan a deducir lo que no vemos, las imágenes mudas a recordar sus sonidos. Y en ese ejercicio visual, auditivo y mental descubrimos muchas cosas ignoradas u olvidadas. Frente a tantas que se pretenden innovadoras, experimentales o modernas, esta lo es muy modestamente.


Escrito el 26 de mayo de 2024.

lunes, 12 de mayo de 2025

El provechoso ejercicio de João Bénard da Costa

Hay muy eficaces y respetables directores, presidentes, "curadores" y hasta programadores de cinemateca que pertenecen primariamente a la esfera de la administración, la gestión, las finanzas, las relaciones públicas, los servicios sociales, la docencia, la investigación académica, la archivística, la biblioteconomía, la museística, la publicidad o la política, campos de los que a veces proceden y a menudo retornan. No tengo, a priori, nada contra ellos, pueden montar o reconstruir una filmoteca, hacer pujante y famoso un museo del cine, lograr el apoyo de mecenas y patrocinadores que permitan la pervivencia y el desarrollo de la institución. Pueden ser útiles y benéficos, popularísimos activistas culturales, animadores sociales, hasta redentores de potenciales adolescentes descarriados apartados por el cine de otras adicciones más caras, peligrosas y dañinas.

Pero, qué le voy a hacer, a mí me gustan más aún los otros, más "piratas", más longevos en el cargo, en el que sin querer aspiran a eternizarse, a "morir con las botas puestas", y que por ello se labran fama de "totalitarios" o dictatoriales –como muchos cineastas–; son menos explícitamente didácticos, hasta cuando tienen facilidad de palabra y se prodigan en presentaciones. Suelen tener, a veces desde el primer momento –y, si no, es cuestión de tiempo–, como cantaba Georges Brassens, "la mauvaise réputation", que no les ofende y por la que no se inmutan. Verdaderos cinéfilos, serán capaces de mentir, engañar, chantajear o robar, lo que haga falta, para salvar o encontrar o conseguir una película, para conservarla y mostrarla a los demás. No vacilarán en falsificar un documento, si fuera menester, y como inadecuadas burocracias tienden a hacer imprescindible. Serían capaces, también, como ciertos cineastas –por ejemplo, Roberto Rossellini– para hacer una película, de pactar con el diablo, si es el que tiene dinero o poder. Hombres devorados y guiados por una pasión irrefrenable de amor al cine, de afán de conocimiento, de ansia de compartir con los demás el placer de la evidencia, el descubrimiento, la revelación, y de reivindicar del olvido o la mala o escasa fama películas y autores.

Estos dragones de filmoteca, cuyo prototipo fue Henri Langlois, no están de paso. Cuando llegan, como saben que su misión es eterna, fáustica y sisífica a la vez, tratarán de quedarse, porque nunca darán por concluida su tarea; y no por capricho ni perfeccionismo –el rescatador es por naturaleza resignado, sabe que a veces una copia mala e incompleta es lo que hay, y es consciente de lo mucho del cine que está perdido para siempre, por su propia fragilidad material, por la incuria y la avaricia de muchos–, sino porque se ha embarcado, a sabiendas, y si no pronto lo descubre, en una cruzada destinada al fracaso, en términos estadísticos, y en la que las victorias son a menudo pírricas. Cuántas películas se han recuperado de la nada, de la espesa niebla del tiempo y la desmemoria, para que apenas nadie se moleste en verlas, y aún menos reconozcan su valía.

De estos hombres, que a la vez tienen algo de aristócratas extemporáneos y venidos a menos, otro poco de bandidos y algo de autoritarios caudillos guerrilleros, sin por ello dejar de tener una amplia cultura –nunca exclusivamente cinematográfica, y creo que esto es decisivo–, a menudo labrada en solitario, y una visión general de la historia que sólo se adquiere con el trato directo y reiterado con las películas y un agudo sentido asociativo, y de los que cada vez van quedando menos, se puede lamentar que sean una especie en vías de extinción. Una creciente mayoría pensará (o hará propia sin darle dos vueltas una difundida idea ajena) justamente lo contrario, que está ya bien de "amateurs", aficionados, amantes, intuitivos, apasionados, curiosos, entusiastas, que hay que tecnificar y profesionalizarlo todo, además de "despersonalizarlo", y de hecho pueden amargar y obstaculizar, casi siempre con cierto grado de éxito, los últimos años de esa lucha sin fin contra múltiples obstáculos y enemigos. Dentro de esa tradición, entre la que han abundado no sólo los creadores de cinematecas, sino también los que, más tarde, han tenido que redefinirlas, actualizarlas, atraer nuevos públicos y relanzar su actividad –que es, como decía Godard del cine, "luchar en dos frentes"–, y precisamente por la fuerte personalidad de cada uno de sus representantes más ilustres, ha habido no pocas veces celos, rivalidades, desacuerdos, rencillas y enfrentamientos. Cada uno era de una manera distinta, tenía sus rasgos distintivos, sus virtudes más destacadas, sus defectos más criticados. Pocos reunían, porque pocas personas de cualquier profesión lo hacen, todas las que pueden venir bien, aunque no sean todas estrictamente imprescindibles, para capitanear con iniciativa y vigor una cinemateca. João Bénard da Costa era una de las personalidades más admirables que yo he tenido ocasión de conocer, con Langlois y Jacques Ledoux. No sólo unía a la Cinemateca Portuguesa y la Filmoteca Española una fraternal amistad que debiera ser lo normal (pero no lo es) entre países vecinos en tantos momentos sometidos a un destino común o paralelo, sino que personalmente siempre hicimos buenas migas: esa afinidad que descubren tantos desconocidos a las puertas de un cine o de una cinemateca, que coinciden una y otra vez y van imaginando pasiones comunes, gustos muy particulares que resultan no ser tan exclusivos y solitarios. Como João no se dejaba amilanar por el saber convencional, por la "doxa" admitida, por las censuras de la "corrección" política o artística, se empeñaba en comprobar, e invitar a los demás a hacer lo propio, si era verdad o no que todo el cine hecho en Alemania durante la época nazi era tan malo o nulo como se afirmaba, por ver si algún raro artesano americano o japonés era tan solo eso, o algo más y más interesante. Para colmo, sabía hablar, y le gustaba. Y, aún más raro, distaba de ser ágrafo. Era, y siguió siendo siempre, lo que yo entiendo que es más útil en un crítico: el que es capaz de darnos pistas que nos permitan descubrir algo desconocido y que valía la pena.

Escrito para un diario de Lisboa (mayo de 2009).

viernes, 9 de mayo de 2025

Out of the Past / Build my Gallows High (Jacques Tourneur, 1947)

Lo primero que hay que advertir acerca de esta producción RKO de 1947 que algunos -hacia 1967 muy pocos, hoy legión- consideramos, dentro de lo aventurados que son siempre los juicios maximalistas, como la cumbre del llamado "cine negro" es que no es en absoluto, como alegremente se ha dicho y repetido muchas veces, y como cada esplendorosa y elaborada imagen de la película se encarga de desmentir clamorosamente, una "serie B", ni nada que se le parezca ni remotamente.

Rodada en 64 días, lo que era todavía más generoso y desusado en 1947 que ahora, con un reparto de jóvenes promesas que no tardarían en llegar al estrellato (Robert Mitchum, Jane Greer, Kirk Douglas, Rhonda Fleming) y, en cambio, sin los secundarios característicos del género, es una de las obras que, poco después de acabar la Segunda Guerra Mundial, ayudaron a definir y consolidar, tanto estilística como temáticamente, el film noir... en 97 minutos que hacen ella una de las películas más largas de la filmografía de Jacques Tourneur.

Más cuidada plásticamente que casi ninguna otra -el francés Tourneur y el genial operador de la casa Nicholas Musuraca habían colaborado ya en varias películas muy baratas y breves producidas por Val Lewton-, con una alternancia casi perfecta entre escenarios naturales boscosos y los clásicos interiores de "locales" urbanos del género, sumamente nocturna pero bañada de una luz natural que hace, indefectiblemente, pensar en Murnau y Dreyer, y de lámparas cuya visibilidad dentro del cuadro remite a Hitchcock y Lang, Out of the Past es probablemente una de las películas más hermosas, precisas y medidas que se han hecho, con una iluminación tan compleja que es hoy irrepetible, por falta de recursos de iluminación (arcos voltaicos y numerosos spotlights cruzados), por cambios en el soporte químico (con los negros y los blancos, los brillos y los contrastes y las gamas intermedias que permitían el nitrato de plata y sus baños y procesos de revelado y tiraje), por la propia evolución de los usos y el vestuario que constituyen su soporte iconográfico (todos fumaban constantemente, lo que hoy está tan mal visto que queda reservado a los villanos; tanto hombres como mujeres usaban sombrero, lo que introduce líneas horizontales en la parte alta del encuadre, y ayuda a ensombrecer u ocultar sus rostros; todos bebían también asiduamente, contribuyendo así a ocupar las manos y dar movimiento interno a cualquier escena de diálogo).


La trama, extraída por su propio autor de la excelente novela Build My Gallows High, y mejorada al revisarla, dramatizarla y sintetizarla, con contribuciones (no usadas, pero soterradamente detectables en su enrarecido clima moral) del gran novelista James M. Cain y de Frank Fenton (al que se debe su estructura narrativa definitiva, bastante más compleja y reflexiva que la del libro), es de una opacidad casi legendaria, digna de la The Big Sleep (El sueño eterno, 1945) de Hawks: desafío a cualquiera a que entienda a la primera visión -al menos lo bastante como para ser capaz, de explicársela verbalmente a un tercero- las sinuosas y desincronizadas andanzas de Jeff Bailey/Markham (Mitchum) en el intrincado episodio de San Francisco, cuando descubre/sospecha sobre la marcha que los pasos que se le obliga a dar -siempre siguiendo instrucciones recibidas- son tan absurdos que sólo pueden obedecer al propósito de tenderle una trampa, matando (literalmente en un caso) a dos pájaros de un tiro. Hay no menos de siete personas en juego, cuando aparentemente sólo deberían "actuar" tres; y la conducta de Bailey -su apresurada reacción defensivo-evasiva ante lo que está pasando, y que no entiende- desbarata el minucioso plan, pero sólo en parte.

El personaje de Kathie Moffatt (Jane Greer) es tan fascinante y atractivo que entendemos sin dificultad que el escéptico Bailey se dejase engañar repetidamente, y tememos que sea tan ingenuo (aunque resulta no serlo) como para caer de nuevo en sus redes de seducción y mentira; pero es tan traicionera, calculadora, mitómana, fría y tramposa que encarna a la perfección (es decir, más allá del arquetipo) la " mujer fatal" que caracteriza al género.

El arranque recuerda inevitablemente el de The Killers, rodada por Robert Siodmak el año anterior, puesto que es probable que se inspire en esa secuencia, procedente del relato original de Ernest Hemingway, y explica el título original: de repente el pasado se infiltra en el presente anónimo y recóndito en el que Jeff Markham, convertido en Bailey, trata de organizarse una modesta nueva vida en Bridgeport, como dueño de una gasolinera, y hasta planea casarse con una chica, Ann Miller (Virginia Huston) que, quizá para evitar que la película -por culpa de la madre de la joven, de Meta Carson (Rhonda Fleming) y, sobre todo, de Jane Greer- sea totalmente misógina, sin paliativos, hace gala de asombrosa comprensión y una lealtad tan inquebrantable como su confianza en Jeff.

Pero ahí termina la semejanza; la reacción de Jeff ante la amenaza que surge del pasado es muy otra que la -pasiva, vencida, cansada- del Sueco encarnado por Burt Lancaster en la primera adaptación del cuento de Hemingway. Es más, el flashback que va a ocupar buena parte de la película (30 minutos) es la confesión tardía de Jeff a Anne, camino de un reencuentro peligroso, que va a ser más reencuentro (no sólo con Whit Sterling-Kirk Douglas, sino también con Kathie) y más peligroso (mortal, se diría, a cierto plazo) de lo que se imaginaba, y que Jeff encaja con la suerte de resignación que le infunde el sentimiento de que es algo inevitable, que un día u otro, tarde o temprano, tenía que suceder: por mucho que, lejos o cerca, se ocultase, acabarían por encontrarle, y lo sabe.

Dotada de unos diálogos que, en su concisión y hasta laconismo, son de una rara mezcla de sabiduría, humor e inspiración poética, la película tiene una construcción minuciosamente cuidada, que dosifica muy hábilmente lo que sabe cada personaje (y en particular el protagonista) y lo que conocemos los espectadores, a veces con cierto desfase temporal, pero sin que la implacable progresión de la trama nos permita atar cabos con certeza, ni estar muy seguros de las intenciones que intuimos o sospechamos, menos todavía hacernos preguntas sobre los puntos oscuros, ambiguos, dudosos o contradictorios, que son muchos. De ahí que sea difícil adivinar por adelantado el desarrollo de la trama, y a veces sea imposible seguirla sin perder pie o hacer necesario saltar precipitadamente a conclusiones insuficientemente fundadas, más intuidas que verdaderamente deducidas.


Lo que más me gusta de esta película en la que encuentro cada plano magistral, sin que una sola secuencia haga decaer el interés del conjunto, son cuatro escenas que la identifican inequívocamente como obra de Jacques Tourneur y garantizan a Out of the Past una posición privilegiada y perdurable en la memoria de los espectadores:

- Cuando Joe Stefanos (Paul Valentine) sigue al Chico (Dickie Moore), bajando por el bosque hasta donde pesca, ve a Mitchum (hasta ese momento inencontrable), saca la pistola, apunta, y el chico sordomudo, ya que no puede gritar, le lanza la caña, lo engancha con el anzuelo y lo tira al rio, sobre las rocas... matándole sin proponérselo (pero sin lamentarlo).

- Cuando Jeff, en la mansión de Sterling del Lago Tahoe, se cuela en el dormitorio de Kathie, y la despierta encendiendo un cigarrillo junto a su cama. También para ella sale él del pasado, como un espectro, como un reproche y como un peligro.

- Cuando el chico sordomudo, con generosidad, miente a Ann sobre las intenciones de Jeff hacia Kathie al final, para dejarla en libertad -como Bailey hubiese deseado, pese a difamarle- de olvidarle y volver con el fiel Jim (Richard Webb), y saluda con un gesto cómplice (y de homenaje) al cartel del garaje, que lleva aún el (falso) apellido de Jeff.

- Cada vez que entra en un encuadre, sea o no un lugar cerrado -out from the sunlight en el bar, out of the moonlight en la cita nocturna en la playa- la siempre deslumbrante Jane Greer; sobre todo, su primera aparición en México, cuando la ve Bailey por primera y fatídica vez, porque ya en ese momento ha sellado su destino. Por eso Out of the Past no es -como casi siempre el cine "negro"- un melodrama ni un drama, sino una tragedia.

En Nickel Odeon nº 20 (otoño del 2000)