A muchos de la gran mayoría que, en los años 50 y hasta primeros 60, nos criamos a base de cine parece que, en esta última década, coincidiendo quizá con la eclosión del Free Jazz o la New Thing, curiosamente sincrónica con la Nouvelle Vague cinematográfica y otros movimientos renovadores, nos dio por convertirnos, además, en aficionados (a menudo maniáticos) al jazz; y no es raro que a la exigua minoría interesada en este país por el jazz —que ha sido siempre un arte minoritario, hasta en Estados Unidos, incluso entre los negros— con frecuencia les haya gustado el cine, hasta hace un par de décadas algo mucho más extendido.
Pues bien, a la mayoría de los que compartimos ambos amores nos ha martirizado siempre la escasa comunicación y sintonía del jazz y el cine, la rara y a menudo impresentable presencia del jazz en el cine; sobre todo, claro, en el que mejor conocemos, el de su propia cuna.
Las razones de este divorcio son oscuras y numerosas. Conviene admitir que, aunque broten en fechas muy cercanas, quizá no nacieron para entenderse, o que eran y siguen siendo múltiples las barreras que obstaculizan la exploración o el desarrollo creativo de sus afinidades, quizá más subterráneas que evidentes.
Yo creo que algo tienen que ver, en cierta medida, porque son dos artes temporales (y también espaciales), en las que el ritmo tiene una importancia decisiva, así como sus modulaciones. Son, además, dos formas de expresión de las que el hoy olvidadísimo Marshall McLuhan calificaría de "calientes", según una distinción que creo todavía pertinente: ambas actúan directamente sobre los sentidos, la emoción y los sentimientos, de un modo envolvente y casi subliminal.
Las dos nos fascinan, impelen, mecen, acarician y ponen en movimiento, por mucho que la tradicional actitud física del espectador de cine —quieto y sentado y además callado y a oscuras— no fuera siempre semejante —antes del bop, desde luego no— a la de quien escucha música de jazz (que fue bailable durante mucho tiempo, aunque hace medio siglo que ha dejado de serlo casi por completo). En ambas es un factor capital la sorpresa, a veces brusca y contundente, más a menudo un sutil producto de las infinitas variaciones posibles en torno a expectativas conocidas, convenciones casi seculares, líneas melódicas (o narrativas) que pueden calificarse de "standard", que nos hacen movernos en un terreno conocido que se revela no serlo tanto como parecía, jugando de un modo constante con la alternancia entre la sensación de "dejà vu"/"dejà entendu" y la más o menos patente innovación, desviación o transformación. En ambas la colaboración y la respuesta de cuantos conjuntadamente lo hacen es también de la máxima importancia. Excepcionalmente, en jazz cabe un solista solitario, sin acompañamiento alguno; en el cine, se trata más bien de una hipótesis, quizá del sueño de algunos cineastas tímidos, insociables, inseguros, que en algunos casos han visto en la llegada del vídeo digital el instrumento idóneo para ver realizado este sueño utópico, aunque no tengo noticia de que haya muestras contundentes de este tipo de obra.
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Bird (Clint Eastwood, 1988) |
Y es que hay también gigantescas diferencias, quizá insalvables. Pensemos, por ejemplo, en la improvisación, que en teoría es uno de los pilares del jazz, aunque quizá se haya mitificado en exceso (presentando como tal lo que no es sino un margen de flexibilidad, y en tal caso en el fondo no tan diferente de las cadenzas que cualquier solista —violinista, flautista, pianista— puede introducir en una pieza "clásica") y que difícilmente puede mantenerse como estrictamente imprescindible o verdaderamente diferencial, desde que se ha producido una creciente confluencia entre lo que a veces se llama "jazz avanzado" o "progresivo" y la oscuramente denominada "música contemporánea". La improvisación es prácticamente imposible en el cine, al menos de un modo total y en sentido estricto. Demasiada gente, demasiada maquinaria y, sobre todo, mucho dinero en juego, hacen, en la práctica, que la idea de improvisar sobre la marcha resulte en el cine más bien quimérica o al menos mítica o legendaria; es cierto que hay gente que, con cuatro temas y dos líneas, sin guión escrito, reduciendo todo lo posible el equipo y los costes, consiguen un cierto margen de libertad y un cierto grado (siempre relativo, porque después viene el montaje) de improvisación; de hecho, durante el periodo mudo era más fácil (y mucho más barato) acercarse a estas condiciones. Y no es lo mismo 3 o hasta 15 minutos que 90 o más. En realidad, más que a un concierto (no digamos una jam session), una película podría asimilarse a la grabación de un disco en estudio, con posibilidad de repetir tomas, de hacer ensayos, de montar los fragmentos más logrados y de dejar fuera los errores, las disonancias, las notas falsas, las entradas extemporáneas y los tiempos muertos, pero ni así la filmación puede limitarse al casi pasivo —aunque es de esperar que inteligente— registro de algo que "sucede" de forma imprevisible, aunque se haya preparado y haya arreglos o "charts" y ensayos, o la rutina adquirida por un grupo que lleva tiempo actuando junto. En cine, casi siempre se trata de una ficción previamente escrita, con unos papeles creados y "rellenados" por los actores, hasta cuando el equipo y el reparto se repita, mientras que una grabación se parecería más, en todo caso, al rodaje de un documental.
Era también una posibilidad al alcance del muy minoritario y nada comercial cine de "no ficción", aunque hasta en ese terreno convertido en un caso excepcional por el tradicional predominio invasor del comentario, de una voz humana omnipresente, que a menudo da forma a lo que muestran las imágenes (o lo deforma). Sin embargo, algo hay de cierto en esta mayor semejanza, si se piensa que algunas de las películas más libres, más asimilables al jazz o que más y mejor han incorporado este tipo de música a su banda sonora han sido precisamente "ensayos" cinematográficos, falsos documentales o ficciones filmadas como si se tratase de acontecimientos reales. De Godard a Shirley Clarke pasando por Antonioni, de Cassavetes a Garrel o Tanner.
Que el cine americano haya tardado en mantener relaciones con el jazz, y que no suelan ser muy estrechas y satisfactorias, si es que no permanecen "inconfesables" o vergonzantes, obedece a cuestiones y causas más ideológicas y culturales en general que a razones propiamente artísticas y musicales o cinematográficas. El jazz ha sido siempre —o hasta hace muy poco— mal considerado, tratado como música "ligera" cuando no salvaje o primitiva, y calificado de estridente, discordante, exasperado, caótico, desordenado o monótono. Cuando se trata de atraer a todos los públicos y de no molestar ni excluir a nadie, lo mejor es, obviamente, optar por los gustos del promedio, de la mayoría, que nunca han incluido al jazz, ni siquiera a distancia, y que no parecen estar cambiando, desde luego no en esa dirección. Hasta los negros lo han considerado de "mala reputación", impropio de un sitio decente, de gente con ambición o que aspira a integrarse. Música de salvajes para unos, de burdel para otros, barata y sin clase en el sentido de categoría o distinción. De ahí que su empleo en partituras de cine sea excepcional y se limite, casi siempre, a dar la "mala nota", a connotar corruptelas y perversiones; es música ambiental, incidental y de fondo; pertenece al cine negro, es rara hasta en géneros como el musical, la comedia o el melodrama, salvo que se trate de presentar a un personaje como disidente, negro-lover, snob, intelectual o europeizante (es decir, nada puramente americano ni recomendable): entonces se le puede dejar escuchar jazz, como un elemento más —junto con su forma de vestir o hablar, su coche o su casa, los muebles, los cuadros que cuelga en las paredes en su casa, que fume (y qué fuma), etc.—. Da lo mismo que el guionista o director compartan su afición: la "lectura" de la mayor parte de los espectadores no va a ser positiva para el personaje, y conviene que el cineasta en cuestión sea consciente de ello y ande con tiento.
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Art Pepper: Notes from a Jazz Survivor (Don McGlynn, 1982) |
Al ver que era imposible "blanquear" la música de jazz, ya el primer cine sonoro la funcionalizó, convirtiéndola en un instrumento para crear o sugerir un cierto ambiente —hampa, suburbio, droga, juego, alcoholismo—, para dar tensión o introducir misterio, para suministrar por la vía rápida información sobre los personajes.
La explotación sensacionalista de la conducta o las tragedias de los músicos de jazz que conseguían cierta fama tampoco contribuyó al aprecio de sus creadores, y su a menudo breve trayectoria vital no ofrecía buenas perspectivas ejemplarizantes para ser contada; es difícil que pudiera intentarse sin, para empezar, condenar expresamente sus desmanes y excesos. Por eso son muy escasas, y rara vez satisfactorias, y tan a menudo indignantes y falseadoras, la mayoría de las películas que se lanzan a contar la vida de un músico de jazz, o que incluyen a uno de ellos, por anónimo (y por tanto, tópico) que sea entre sus personajes de cierto relieve.
Hay, como en todo, excepciones, pero tampoco parece que las grandes estrellas del jazz hayan sentido especial interés ni siquiera por preservar filmadas sus actuaciones. Sorprende la escasa filmografía documental sobre Billie Holiday, Lester Young, Clifford Brown, Sarah Vaughan, Miles Davis, no digamos Ayler o Dolphy; ni siquiera el acervo televisivo, poco y mal conservado, cuenta con algo más que actuaciones o breves entrevistas. No sólo es rara una gran película "industrial" como la muy audaz y arriesgada Bird de Clint Eastwood, sino hasta un documento hondo y terrible como Art Pepper: Notes of a Jazz Survivor del desconocido John McGlynn (hizo otra sobre Glenn Miller). Cuando los músicos más estelares —incluso Louis Armstrong— han conseguido papeles, o han hecho de sí mismos (cuando no de versiones anónimas y sin éxito), o han sido relegados a papeles de criadas y limpiabotas que, eso sí, canturrean mientras trabajan, y a veces son "descubiertos" por agentes y "managers" invariablemente (aunque esto es puro realismo) blancos.
Da pena ver qué hicieron en el cine, pese a que, de vez en cuando hay alguna perla breve aislada, Fats Waller, Duke Ellington, Count Basie... y hasta la mayor parte de los blancos, de Woody Herman y Benny Goodman a Stan Getz. Es más, suplantados casi siempre por actores que simulan tocar, su intervención —a veces fantástica— quedaba no sólo fuera de la imagen sino hasta de la letra pequeña de los títulos de crédito, o relegada a esos finales que nadie se queda a ver y que las televisiones suelen cortar. Los músicos de la Costa Oeste, afincados en Los Angeles casi siempre, sobrevivían anónimamente como session musicians en las orquestas de los estudios o los combos ocasionales que grababan las bandas sonoras; aunque allí lo importante, más que el talento, la capacidad de improvisar, el sonido distintivo (que más valía evitar), eran la sobriedad etílica y la puntualidad, la capacidad de leer una partitura; y casi nunca era jazz lo que interpretaban para la pantalla.
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Anatomy of a Murder (Otto Preminger, 1959) |
Aunque Clint Eastwood y Woody Allen sean auténticos aficionados al jazz, y ocasionalmente Scorsese, Coppola, Brian DePalma o David Lynch usen buena música de jazz, es raro que las películas sean en sí mismas jazzísticas, que es algo que sí podrían ser del mismo modo que es posible considerar especialmente "musical" el cine mudo. Si se exceptúa a John Cassavetes y en algún caso a Robert Altman, es más fácil (y no mucho) que la forma cinematográfica tenga algo de jazzística en algunas películas europeas.
Que una película pueda servir de pretexto o inspiración para una improvisación de jazz, como la de Miles Davis en Ascensor para el cadalso de Louis Malle, es otra cuestión, y no deja de ser excepcionalísima, como que Duke Ellington saliera "tratando de tú a tú" a James Stewart y compusiera una admirable banda sonora de jazz para Anatomía de un asesinato de Otto Preminger.
Notas preparatorias para una conferencia en “Jazz i Cinema I” en Barcelona (18 de febrero de 2003)