En su momento, y hasta hace un par de años, pudo parecer la menos personal de las películas de Coppola. Hoy cabe dudar del acierto de tal presunción al menos por dos razones: la primera, que Coppola ha rodado un musical (One from the Heart); la segunda, que el joven cine americano parece vivir bajo el trauma de El mago de Oz (véanse Lucas, Scorsese, Spielberg), y El valle del arco iris tiene algunos puntos de contacto con la célebre película firmada por Victor Fleming (y filmada además por King Vidor, Richard Thorpe, George Cukor y su productor, Mervyn LeRoy) el año que nació Coppola.
Por otra parte, me parecería un imbécil el cineasta que rechazase la oportunidad de dirigir a Fred Astaire por viejo que estuviese (y no lo estaba tanto), de modo que no veo motivo para reprochar a Coppola que aceptase llevar a la pantalla este libreto, si se quiere, no demasiado inspirado ni original, algo pueril y sensiblero, pero base suficiente —y en pocos géneros es tan puramente un pretexto y un punto de partida el guión como en éste— para conseguir uno de los contados «musicales» dignos de ese calificativo y soportables de los años 60 y 70. No es mucho, pero menos da una piedra. Y no es poco, en cambio, a pesar de Astaire, lograr compensar la insufrible estupidez de Tommy Steele y la sosería de Petula Clark.
Aunque menos lograda que las películas posteriores de Coppola, supuso un paso adelante estilístico: por vez primera abandonó las coqueterías de montaje y objetivos y empezó a utilizar funcionalmente la cámara. Obligado sin duda por la necesidad de captar en su integridad y continuidad los bailes y las canciones, empezó a descubrir que la cámara de cine no es una cámara fotográfica. Aunque por momentos lo olvidase al año siguiente, sin duda obsesionado por hacer una obra «personal» y «distintiva», más tarde recogería el fruto de lo que empezó a aprender en este musical desangelado.
En Casablanca nº 34 (octubre de 1983)
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