jueves, 18 de julio de 2024

El último King Vidor: El árbol de la sabiduría

Como muchos otros de los grandes pioneros del cine americano que hoy consideramos clásico - desde John Ford, Leo McCarey, Frank Capra, Frank Borzage, Cecil B. DeMille..., hasta William Wyler, George Stevens, Henry King, etc. -, algo cambió para King Vidor a raíz de la Segunda Guerra Mundial. No fue, en su caso, el dépayssement provocado por el cambio que sufrió su mundo, del que era un ingrediente básico el espíritu del New Deal rooseveltiano, como puede decirse que les sucediera a Capra o McCarey. Tampoco el choque brutal y desmoralizador de los horrores de la guerra, que sacudió a Ford, Wyler y Stevens, entre otros, y les impidió seguir confiando, como hasta entonces, en la bondad del ser humano, puesto que pasó la contienda rodando películas, en particular la ambiciosa An American Romance, en la que invirtió demasiados años y energías.

Pero cambió radicalmente, como en los casos de Borzage y Dwan, la posición de Vidor en el mundo del cine. No era ya un cineasta poderoso: había pasado a engrosar la "vieja guardia" de los veteranos. Quizá aún no un has-been, una "vieja gloria", sino "venido a menos"... que es lo más parecido que puede encontrarse en América a un aristócrata arruinado. En su autobiografía, A Tree Is A Tree (1953), Vidor da a entender que, después de la Guerra, con costes crecientes y ambiciones menguantes, sin productores enamorados del cine, Hollywood estaba en retroceso, y que pronto vino la expansión de la televisión a darle la puntilla.

Como no quiso renunciar a su independencia ni a la vocación de autor que desde el periodo mudo había manifestado - aunque considera casi todas las películas posteriores a la manipulación y comprensible fracaso comercial de An American Romance (1944) como "encargos" o assignments -, Vidor hubo de replegarse hacia los márgenes de la industria, consiguiendo sólo ocasionalmente dirigir películas de alto presupuesto, y se mantuvo en activo, y realizando un discurso modesta y secretamente personal, gracias a la confianza o complicidad de productores como Henry Blanke dentro de la Warner y el independiente Joseph Bernhard.

Si Ford, con Merian C. Cooper, fundó Argosy Pictures y estableció un acuerdo con la Republic, y Dwan encontró un alma gemela en Benedict Bogeaus, el más cultivado - con Val Lewton y el menos conocido Nicholas Nayfack - de los productores de la serie B, Vidor sólo pudo trabajar con cierta libertad de iniciativa, no exenta de estrecheces y condenada al anonimato, gracias a Joseph Bernhard, después de fracasar todas sus tentativas de constituir una u otra cooperativa de directores, pues creía erróneamente que la de Capra, McCarey y Wyler (Liberty) iba a funcionar. Todos ellos pasaron desde ser grandes figuras históricas, usuales candidatos al Oscar y venerados por la crítica y la industria, a la categoría mucho más modesta de artesanos del montón, cuyas obras no solían llegar a las zonas céntricas de Nueva York y contaban con tan escaso apoyo promocional como atención crítica general.

Rodadas quizá con la mayor libertad, estas pequeñas producciones solían verse condenadas a que nadie las viese ni reparase apenas en su existencia. Eran películas "invisibles", de cuyos méritos nadie se percató hasta que algunas fueron descubiertas, con retraso - cuando ya era tarde para salvarlas comercialmente, o para restaurar la reputación de sus autores -, por algunos críticos europeos entonces jóvenes, que a menudo aspiraban a convertirse en cineastas.

Aunque aprecio los grandes films clásicos de King Vidor, los que han hecho que figure en todas las historias y todos los diccionarios de cine, desde The Big Parade hasta Our Daily Bread, pasando por The Crowd y Hallelujah, pero sin olvidar Wild Oranges, La Bohème, The Patsy, Show People, Street Scene, The Champ, Bird of Paradise, The Wedding Night, Stella Dallas o H.M. Pulham, Esq., debo confesar que mis preferencias - nada menos que las siete películas suyas que más me gustan - se inclinan, dentro de la filmografía de Vidor, por el último y más oscuro periodo de su carrera, el que va desde la afamada Duel in the Sun hasta su muerte, y muy especialmente por las realizadas en el decenio 1946-56, es decir, de Duel a War and Peace. Se me replicará que ambas - como la posterior y final, la fallida pero muy interesante Solomon and Sheba (1959) - son grandes superproducciones de lujo, con largo reparto estelar y fuertes e influyentes productores, respectivamente David O. Selznick y Carlo Ponti & Dino De Laurentiis, pero son las excepciones que confirman la regla, pues ni The Fountainhead ni Beyond the Forest, no digamos Ruby Gentry, Japanese War Bride, Lightning Strikes Twice o Man Without A Star - rodada en cuatro semanas -, podrían considerarse como tales. Hay que reconocer, por supuesto, que no todo lo que hizo en esos años es plenamente satisfactorio: ahí está, por ejemplo, además de su último largometraje, la curiosa, prometedora y estilísticamente fascinante Lightning Strikes Twice, comprometida y relativamente malograda por un casting singularmente inexpresivo y carente de atractivo - Richard Todd y Ruth Roman -, que sin duda es el que su presupuesto permitía escoger entre los contratados de la Warner, y no el que, de contar con más recursos, hubiera elegido Vidor; imagínese cuáles hubieran podido ser los resultados sin semejante lastre, y con Joseph Cotten, Kirk Douglas o Charlton Heston - no digamos James Mason, Humphrey Bogart, Burt Lancaster, Robert Ryan -, y Jennifer Jones o Hedy Lamarr - o Gene Tierney, Jean Simmons, Jean Peters, Susan Hayward, Jane Greer -, por poner ejemplos tanto de actores y actrices "vidorianos" como de los que no llegó a utilizar pero habrían encarnado a la perfección esos personajes.

Estas películas, un tanto "oscuras" y heterogéneas, marginales al grueso del cine americano, son probablemente las más descaradamente heterodoxas de Vidor, las que más patentemente muestran su insumisión a las normas y su alejamiento de las convenciones dominantes, que eludía o potenciaba hasta hacerlas irreconocibles, con una desmesura que casi le lleva a perder contacto con la realidad y que siempre se me antojó muy "rusa" (Dovjenko no está lejos de The Big Parade o de Our Daily Bread), que estalla portentosamente en el western melodramático y barroco que es Duel in the Sun, y en los desaforados melodramas expresionistas que son The Fountainhead y Beyond the Forest, para conducirle luego, lógicamente, tras la maduración que suponen Japanese War Bride, Ruby Gentry y Man Without A Star, a la ejemplar War and Peace.

A menudo se ha elogiado en King Vidor lo mismo que - hasta mediados de los 60, cuando pareció anticipadoramente "moderno" -se criticaba en Alieksandr Dovjenko: una relativa despreocupación por la conducción ordenada del relato, una tendencia desestabilizadora a dejarse llevar por los arrebatos de pasión o emoción, fuese individualmente lírica o colectivamente épica. Eso ha hecho que sus películas más comedidas o contenidas, que también las hay en una obra hecha de pulsiones y guiada por la intuición y el instinto, fuesen minusvaloradas y arrinconadas como "atípicas" o "impersonales" por los historiadores, cuando hoy resultan, con la perspectiva del tiempo y a la luz de sus obras posteriores, particularmente significativas y reveladoras.

No tiene mucho sentido oponer el Vidor de Peg o' My Heart, The Big Parade, The Crowd, Hallelujah, Billy the Kid, Our Daily Bread, Stella Dallas, The Texas Rangers, The Citadel, Northwest Passage, An American Romance, Duel in the Sun, The Fountainhead o Beyond the Forest al más "reposado" autor de Wild Oranges, La Bohème, The Patsy, Show People, Street Scene, The Champ, Cynara, Bird of Paradise, So Red the Rose, The Wedding Night, Comrade X, H.M. Pulham, Esq., Japanese War Bride, Ruby Gentry, Man Without A Star o War and Peace, y mezclo deliberadamente en cada grupo las más y las menos logradas, las famosas y las menospreciadas, y sin distinción de géneros, porque Vidor comprende esas dos facetas, es la suma de las dos vertientes - incluso dentro de una misma película -, y ahí está parte de su riqueza y de su perdurable interés.

Si prefiero sus últimas películas es por su modestia, quizá forzada pero provechosamente asumida. Su tendencia al desbordamiento hace que Vidor sea el típico director que se maneja mejor con la ayuda de un gran productor que en total y solitaria libertad, sin controles ni críticas de ningún tipo; además, la escasez o justeza de medios suele ser un acicate para la imaginación y el ingenio, incita a la economía narrativa y pone freno a los excesos, el esteticismo, la complacencia o la redundancia, que han sido peligros a los que el Vidor triunfante y poderoso ha estado siempre expuesto, y no impunemente: sus películas más celebradas, las que figuran en todas las Historias del Cine, adolecen, para mi gusto, de cierta inelegancia retórica y enfática, a la que probablemente deben su fama instantánea y buena parte de su prestigio vegetativo.

Las menos cotizadas, en cambio, suelen ser más sutiles y equilibradas. Mejor construidas, llegan a alcanzar auténticas cimas de inteligencia narrativa, complejidad dramática, claridad expositiva y modulación rítmica: Wild Oranges y La Bohème en el periodo mudo, sobre todo The Fountainhead, Ruby Gentry, Man Without A Star y War and Peace en el sonoro. Y no es sólo que sus virtudes estén más ocultas, ni que sean, en sí mismas, menos llamativas y temáticamente "importantes" o trascendentes, sino que las más célebres han atraído hacia sí la atención crítica, desviándola de las otras. ¿Quién se acuerda hoy de la desaparecida Bardelys the Magnificent, si ya en 1925 nadie le hizo caso, mientras se ensalzaba The Big Parade? ¿Quién se fijó en un pequeño western de menos de 90 minutos, sin grandes estrellas, como Man Without A Star, aunque lo produjera Aaron Rosenberg y lo escribiera Borden Chase? ¿Y quién iba a estar en condiciones de valorar en su justa medida un melodrama de ambiente sureño y pasiones exacerbadas, que no se basaba en Erskine Caldwell ni en Tennesse Williams, como Ruby Gentry, y contado con sorprendente calma a través de un narrador distanciado y melancólico, encarnado por un personaje secundario del que no se sabe nada e interpretado por un actor completamente desconocido?

Quizá fuese demasiado pedir para entonces, pero creo que va siendo hora de reparar esas omisiones, y de revisar atentamente el periodo final, para mí el culminante, de la dilatada carrera de Vidor.

Aunque no hay espacio para analizar detenidamente cada una de las películas realizadas por Vidor en sus últimos años de actividad, trataré de indicar algunas de las razones que, a mi entender, exigen una reconsideración y revalorización de esa etapa.

No abundan los análisis de King Vidor como autor, ni encuentro del todo satisfactorios los indecisos esfuerzos de Raymond Durgnat, pero es evidente que Duel in the Sun (1946) presenta problemas, casi tantos como la más famosa producción de David O. Selznick, Gone With The Wind (1939).

No es sólo que el proyecto y buena parte del guión - a partir de una novela de Niven Busch - se deban a un productor intervencionista y propenso a controlar y decidir hasta el mínimo detalle, sino que varias de las más memorables escenas de Duel no han sido realizadas por Vidor, sino por directores tan diferentes y de tan acusada personalidad como Josef von Sternberg y William Dieterle, o por artesanos y encargados de segunda unidad o de retakes como William Cameron Menzies, Chester M. Franklin, Otto Brower, B. Reeves Eason o el propio Selznick, acreditados o no. Y es, evidentemente, una película de Selznick, en la que pueden percibirse a simple vista los rasgos más característicos - buenos y malos - del productor; eso nadie lo duda ni lo discute. Se trata de ver si, a pesar de ello, Duel in the Sun es también una obra de King Vidor.

Ya los títulos de crédito dan una pista, dado lo puntillosos que son los americanos para estas cosas: Selznick presenta su producción de "King Vidor's Duel in the Sun", y sabemos muy bien lo que significa conseguir the name above the title - Capra lo explicó a fondo en su autobiografía, así llamada precisamente - con el genitivo sajón: equivale a considerarle el autor de la película, a pesar de ser Selznick el productor y figurar el rótulo "guión por el Productor", dato que no corresponde exactamente a la realidad, ya que no es el único autor del mismo, y debiera haber compartido el crédito con Vidor.

El prólogo - aparatosas grúas combinadas con efectos ópticos y luz de ocaso sangriento típicamente selznickiana - introduce una narración legendaria, dicha nada menos que por Orson Welles, que baña la película con una tonalidad irreal y bigger than life - es decir, a escala ampliada, con una desmesura que implica necesariamente desproporción, como una escultura de tamaño superior al natural, como si todo estuviese escrito en modo aumentativo y utilizando superlativos -. Esto, que puede ser idea de Selznick, probablemente complacería a Vidor, que lo aceptaría con gusto - aunque su enfoque inicial fuese sencillo e intimista, más cerca de Man Without A Star que de Gone With The Wind -, ya que no es otro su habitual tratamiento cinematográfico incluso de historias auténticas o verosímiles, que se prestaban, en principio, a un enfoque naturalista al que el autor de The Crowd parece haber sido alérgico - quizá contra su voluntad, al menos sin proponérselo - desde sus primeros pasos, aunque se le haya tomado por un "realista" y él mismo se lo haya creído en algún momento.

La primera escena propiamente dicha, en la que uno cree detectar el "pincel" luminoso de Sternberg - que intervino como "asesor de imagen" de Jennifer Jones -, parece haber sido parcialmente dirigida por Dieterle, y es una de las más justamente recordadas e impresionantes de la película. En unos diez minutos, se nos resume toda la "prehistoria" de lo que luego va a suceder - como murmura el fatalista Herbert Marshall, "los pecados de los padres" - en un torbellino pasional verdaderamente vertiginoso y lleno de colorido y tensión... todo curiosamente "vidoriano" y, sobre todo, con un frenesí sin punto de comparación con las películas de Dieterle que conozco, ni siquiera una escena vagamente paralela, y también con la bailarina Tilly Losch, de The Garden of Allah (1936) de Richard Boleslawski, según Durgnat & Simmon dirigida por Dieterle - lo que no me consta, y nunca antes había oído - y origen de la danza inicial de Duel.

También parece ser obra de otro u otros de los realizadores, al menos algunos planos, la cabalgada - dinamizada por Dimitri Tiomkin a ritmo de marcha - de todos los vaqueros de la zona para reunirse a las órdenes del senador McCanles (Lionel Barrymore como feroz patriarca paralizado, señor feudal inadaptado y Saturno devorador de sus hijos) e impedir el paso por sus tierras del nuevo ferrocarril; ignoro quién haya podido rodar la solución del conflicto impuesta por la llegada de la caballería, con unos travellings prodigiosos en torno a la alambrada, la vía férrea, la bandera estadounidense y la columna de jinetes militares, pero tiene un aire totalmente vidoriano.

Ahora bien, admitiendo que el sistema de producción de Selznick no es el más propicio a la homogeneidad y la perfección de acabado - rasgos que tampoco son los que más destacan de Vidor -, y reconociendo el mérito que corresponda a los restantes directores que han ayudado a completar la película, a menudo con planos sueltos añadidos en el montaje - que Vidor no supervisó, pues había roto con Selznick antes de terminar el rodaje -, dudo que, de no ser conocidas estas colaboraciones, alguien las hubiera sospechado, y creo que cualquiera atribuiría sin vacilaciones Duel in the Sun precisamente a King Vidor, y no a ninguno de sus coetáneos - ni Ford, ni Dwan, ni King, ni Walsh, ni Wellman, ni Hawks -, tanto tras ver un par de escenas como después de contemplarla en su integridad.

Quizá por no lograr hacerla como deseaba y por haberla abandonado sin terminar, y también por su gran éxito, Duel in the Sun se convirtió en una obsesión para Vidor, y tuvo - como punto de partida o como referencia negativa -, una influencia decisiva en la carrera posterior de Vidor: The Fountainhead, Beyond the Forest y Ruby Gentry - la segunda con Cotten, la tercera con Jennifer Jones - profundizan en la misma dirección, dentro del terreno estrictamente melodramático; Man Without A Star está estilísticamente en los antípodas, pero prolonga y desarrolla una reflexión muy personal de Vidor - y de Kirk Douglas también - acerca del conflicto entre la libertad del individuo y la responsabilidad social que se apunta en Duel y constituye uno de los ejes - quizá el central - de The Fountainhead; por último, War and Peace recoge y recapitula estos temas, con una amplitud y una estructura que tienen su origen en Duel.

Por otra parte, si nos olvidamos de los aspectos "autorales" y consideramos Duel in the Sun en sí misma, todo hace pensar que ha superado con creces la prueba del tiempo y ha conquistado un puesto de predilección, si no en los manuales de historia, al menos en la memoria de varias generaciones de cinéfilos. Su fascinación, su fuerza dramática, su carga emocional se mantienen intactas a los 48 años - casi medio siglo - de su realización, y pertenece ya a una especie de repertorio mitológico que se identifica mayoritariamente, sin distinción de edades ni países, con lo genuinamente cinematográfico, lo mismo que - pensemos de ellas lo que queramos, aunque personalmente prefiramos otras - The Birth of a Nation, Broken Blossoms, Sunrise, 7th Heaven, Morocco, City Lights, Scarface, Duck Soup, King Kong, Queen Christina, It Happened One Night, Make Way For Tomorrow, You Only Live Once, Bringing Up Baby, Mr. Smith Goes to Washington, Stagecoach, Ninotchka, Gone With The Wind, The Philadelphia Story, Sullivan's Travels, Citizen Kane, The Maltese Falcon, To Be or Not to Be, Casablanca, Laura, Notorious, The Big Sleep, My Darling Clementine, It's A Wonderful Life, The Best Years of Our Lives, Red River, Out of the Past, The Ghost and Mrs. Muir, Letter From An Unknown Woman, The Fountainhead, The Third Man, All About Eve, Sunset Boulevard, Singin' In The Rain, The Quiet Man, Shane, The Band Wagon, Johnny Guitar, A Star Is Born, Moonfleet, The Night Of The Hunter, Rebel Without a Cause, The Searchers, Written On The Wind, An Affair to Remember, Vertigo, Touch Of Evil, Psycho, The Apartment o The Man Who Shot Liberty Valance, y quizá unas cuantas más - pero no muchas, aunque algunas se vayan agregando con el paso del tiempo -, que resumen la grandeza del cine americano.

Hábil y muy "vidoriana" fusión de elementos procedentes de la Biblia, Shakespeare y Emily Brontë, Duel in the Sun es, quizá, la más poderosa manifestación cinematográfica del amour fou en el cine, y la mejor adaptación - no acreditada, inconfesa y libérrimamente infiel a la letra, que no al espíritu - de Wuthering Heights, por encima de las versiones de William Wyler y de Luis Buñuel; es también una de las cumbres del subgénero "amantes malditos o perseguidos", que ha dado al cine varias obras maestras procedentes de las más distantes latitudes, y no sólo le deben bastante cineastas tan distintos entre sí como el Fritz Lang de Rancho Notorious (1952), el Nicholas Ray de Johnny Guitar (1954), el Otto Preminger de Carmen Jones (1954), el William Wyler de The Big Country (1958), el John Huston de The Unforgiven (1959), sino también, probablemente, Raoul Walsh, Howard Hawks, Anthony Mann, Allan Dwan, William A. Wellman, Kurosawa, Samuel Fuller, Michael Curtiz, Henry King, Henry Hathaway, Gordon Douglas, John Ford, Jean-Luc Godard, Arthur Penn, Oshima, Don Siegel, Jacques Rivette, Clint Eastwood y hasta Pedro Almodóvar en Matador, sino que prefigura todo lo que de bueno tuvo el spaghetti western (Sergio Leone sobre todo) y su reexportación a Estados Unidos a finales de los años 60 y comienzos de los 70 (Sam Peckinpah, en particular).

Tendrá, como casi todas las películas de King Vidor, altibajos, baches rítmicos, cabos sueltos, contradicciones, saltos de eje, faltas gramaticales - nunca fue muy respetuoso de esas normas convencionales y académicas que se enseñan en las escuelas de cine -, rozamientos, excesos inverosímiles, estridencias y algún episodio atropellado y confuso, porque es raro que nada "chirríe" en su cine - y lo mismo sucedía, por añadidura, cuando Selznick se salía con la suya en su habitual pugna con los directores que contrataba -, pero funciona igual que si fuese perfecta: es una película con tal impetuosidad y pasión, con tal carga de sensualidad, fatalismo y violencia, que avanza a pesar de sus defectos y tropiezos e incluso consigue emocionar con sus errores, cerrando brillantemente el arco de la leyenda después de una de las conclusiones dramáticas más físicas, salvajes, patéticas, exaltantes, eróticas y místicas - todo a la vez - de la historia del cine: el duelo a muerte de los amantes, en el que no hay mucha sangre, pero sí dolor, esfuerzo y desesperación, y su agónica unión final.

Aunque menos taquillera que Duel in the Sun, The Fountainhead (1948) también causó sensación; fue una película escandalosa para la época, polémica y discutida, aunque poco después relegada al olvido por los críticos y los historiadores, que optaron por prescindir de ella - como demasiado "popular" y "sensacionalista" para tomársela en serio - en lugar de enfrentarse a los problemas morales y estéticos que plantea.

The Fountainhead se inspira en una novela de éxito de Ayn Rand, como casi todas las de esta escritora bastante provocadora ideológicamente. Y Vidor no despreció ni rehuyó el aspecto best-seller de la historia, ni trató de suavizarlo formalmente; al contrario, le aplicó el estilo amplificador de Duel tanto a la hora de crear las imágenes que esta historia pedía como para concentrar la acción dramática, dinamizando la narración.

A su lado, hasta Duel resulta una película sin pulso, precisamente porque el paso adelante en la construcción, que supone un progreso asombroso, permite evitar toda dispersión del relato y cualquier desperdicio de la energía que Vidor genera a partir de los elementos esenciales que tiene a su alcance: los intérpretes - un casting extraño e insólito, pero singularmente acertado a posteriori -, las historias entretejidas, la composición y la luz, los movimientos de cámara, la música, concebidos todos ellos como vectores que no se anulan, sino que se suman con un efecto multiplicador. No es extraño que The Fountainhead marque el descubrimiento por Vidor de la dolly, ni que suponga - veintiún años después de The Crowd - una nueva inyección en el cine clásico americano de ciertos elementos plásticos procedentes del expresionismo alemán que, anunciada en The Informer, Citizen Kane y Meet John Doe, se generalizó, sobre todo en el género negro, entre 1947 y 1950.

Contrariamente a lo que se ha sostenido, incluso recientemente, los personajes de The Fountainhead no se limitan a servir de portavoces "unidimensionales" de diferentes opciones vitales, y distan de ser meros arquetipos simbólicos. Precisamente, la fuerza de la película proviene de la que transmiten sus personajes, no sólo enfrentados entre sí, sino interiormente escindidos y sometidos a un duro combate interno del que a veces sale vencedor uno de los rasgos de su personalidad o uno de sus impulsos, y en otras ocasiones es otro el que predomina. De ahí que cambien tanto y tan violenta, repentina e imprevisiblemente de opinión, que actúen a menudo en contra de sus propios impulsos y de sus intereses, que vivan atormentados por esa contradicción o por estar reprimiendo sus deseos o sus instintos. A menudo se llevan la contraria a sí mismos, como si el reto fuese su actitud natural ante la vida, y parecen buscar ávidamente contrincantes de su talla a los que retar, incluso si esa común grandeza supone ya una cierta afinidad espiritual y predispone a la mutua admiración o al tácito entendimiento, como esa paradójica pero comprensible amistad que surge, para asombro y tormento de Dominique Francon (Patricia Neal) entre Howard Roark (Gary Cooper) y Gail Wynand (Raymond Massey).

Película de grandes choques y ritmo acelerado, constantemente febril, frenética y radical en sus planteamientos, no debiera confundirse, como suele hacerse, con un panfleto individualista; para empezar, Roark es un extremista, y como tal lo ha visto siempre Vidor, marcando cierta distancia y desautorizando cualquier identificación absoluta con su discurso de autodefensa en el juicio - que Ayn Rand obligó contractualmente a respetar, con una maniobra paralela a la de Roark -, inamovible y terrorista como el que más, y tan fanático en su trabajo como los restantes personajes en sus terrenos respectivos: Dominique en la búsqueda de la felicidad, Wynand en su afán de poder y de posteridad, Toohey en su envidioso deseo de aplastar a todos los que destacan, para que no sea perceptible su propia mediocridad. Pero es que, además, y pese a que se prestaba a ello, la película no es nunca subjetivista, ni se limita a reflejar el punto de vista intransigente y - a su manera - también totalitario del arquitecto creador y orgulloso, sino que se las ingenia para dar siempre, a la vez o sucesivamente - en rápida cascada -, por lo menos tres puntos de vista, ocasionalmente alguno más, de forma que en todo momento entendamos a todos los personajes, por poco que compartamos sus ideales e incluso cuando ellos mismos no se comprenden o se dejan arrastrar irracionalmente por sus impulsos contradictorios; hay, incluso, porciones de la película centradas en las relaciones entre Gail y Dominique, en las que apenas aparece Roark. Como en Duel, algunas posibles inconsistencias del guión, el afán de abarcarlo todo, el apunte de hipótesis sin optar explícitamente por ninguna de ellas, la acumulación de choques y conflictos que no siempre se resuelven, la multitud de emociones que se evocan, lejos de provocar confusión, crean una suerte de complejidad dialéctica que ayuda a implicar al espectador, a apasionarle por lo que sucede en la pantalla.

De ahí, en buena parte, la inagotable riqueza de esta película, que resiste una y otra visión y que da pruebas, pese a su reputación de lo contrario, de una gran inteligencia y complejidad: aborda cuestiones difíciles y complicadas sin caer en simplificaciones, rechazando cualquier tentación de maniqueísmo, y procurando dar los puntos de vista de todos los personajes. Toohey será un malvado irrecuperable y antipático - no tiene un detalle que le redima y está interpretado por un especialista en villanos astutos y maquiavélicos -, pero Vidor no rebaja sus argumentos poniendo en su boca estupideces, sino, por el contrario, aunque sean cínicas, ideas que han tenido sus paladines, relativamente razonables, discutibles por supuesto - como las de Roark -, pero que hay que atender y evaluar, aunque sea para discrepar y disentir; no cabe desecharlas sin análisis, como insensateces carentes de fundamento.

Mayor aún es la complejidad que el respeto que Vidor y Roark muestran hacia él confiere al personaje de Wynand, y tanto la soberbia indomable de Dominique como sus osadas iniciativas o sus evasivas nos acercan a ella y nos hacen admirarla. Rasgo curioso, y casi inédito en el cine americano, ya que afecta incluso al "héroe" - nada menos que el carismático Gary Cooper, más tenso y serio que nunca -, es la falta de simpatía de todos los personajes principales, sin que por ello pierdan su cuota de grandeza objetiva, ni dejemos de reconocer su valor, su talento y su integridad, ni de comprender, con una tolerancia que ellos mismos desconocen, sus errores, debilidades, celos, autoengaños, desfallecimientos, cobardías, arranques de orgullo e ira, rigideces o cambios de opinión.

Es una película muy negra, en el fondo poco optimista, enormemente tensa, pero no carente de sentido del humor: es evidente que Vidor contempla con cierta ironía los exagerados desplantes de Dominique, la imperturbable insolencia de Roark, la pueril ambición de Wynand y el desprecio hacia todo lo vulgar y ordinario que comparten los tres; incluso la mezquindad sin fisuras de Toohey despierta cierta curiosidad, como ocurre con todos los auténticos villanos. Sus relaciones, por otra parte, dan lugar a uno de los más sorprendentes triángulos afectivos del cine, que los hace coexistir plácidamente y en relativa armonía al mismo tiempo que cada uno tiene celos de los otros dos y desea siempre lo que no tiene o ha perdido.

The Fountainhead responde al final trágico pero exaltado de Duel in the Sun con un happy ending no menos grandioso, tan adecuado como remate que el espectador ni siquiera se plantea, en ese momento, si es verosímil o no.

Beyond the Forest (1949) tiene sus raíces evidentes en Duel in the Sun y The Fountainhead, pero esta vez se trata de un melodrama sin paliativos, que lleva hasta sus últimas consecuencias la estética y la dramaturgia elaboradas en las películas inmediatamente precedentes para abordar la sórdida historia de una "Madame Bovary" del Medio Oeste.

El avasallador dinamismo de la puesta en escena sirve aquí, en primer lugar, para vencer las reservas que pudiera suscitar una intriga particularmente descabellada y desmedida - a pesar de los cortes aceptados por la productora -, en la que el personaje de Rosa Moline (Bette Davis, en uno de sus papeles más caricaturescamente bitchy, si no el que más de toda su carrera) abruma a esa eterna víctima que parece destinado a ser Joseph Cotten, un personaje que tiene sus antecesores, en la filmografía vidoriana, en tres de Duel in the Sun: el padre de Pearl (Jennifer Jones), Scott Chavez (Herbert Marshall), el "Abel" de los hermanos McCanles, Jess (el propio Cotten) y el efímero pretendiente Sam Pierce (Charles Bickford), y sendos sucesores en el Jim Gentry de Ruby Gentry y el Pierre (Henry Fonda) de War and Peace; hombres educados y bien intencionados, pero tímidos e incluso débiles, que tardan siempre demasiado en reaccionar y que tienden a la pasividad, a veces por exceso de lucidez y civilización, otras por escepticismo o falta de confianza en sí mismos, casi siempre por exceso de escrúpulos: tanto Lewt McCanles (Gregory Peck) como cualquiera de los protagonistas de The Fountainhead o Boake Tackman (Charlton Heston) en Ruby Gentry son sus completas antítesis. En cambio, Rosa es una variante exacerbada y siniestra de las heroínas trágicas interpretadas por Jennifer Jones en Duel y Ruby, pero aún más alejada que Dominique Francon de la fundamental inconsciencia o irresponsabilidad - más que inocencia - provocadora, desafiante y hasta vengativa de aquellas.

Es la típica película tan descaradamente "barata", vulgar y folletinesca en su condensación de peripecias dramáticas que nadie se atreve a tomársela en serio, y es un grave error, porque encontrarle un atractivo "kitsch" impide apreciar la fuerza de esta implacable radiografía de la vida rural americana en los años 40, de las frustraciones de una mujer que aspira a más, del angostamiento de perspectivas que se produjo después de la Segunda Guerra Mundial, bajo la capa de aparente bienestar que recubría la vida cotidiana durante la presidencia de Truman y los ocho años de la "era Eisenhower", un malestar que sólo el cine -a través del género "negro" y del melodrama - supo detectar y analizar de inmediato.

Aún más fascinante pudo haber sido el tercero de los films de Vidor producidos por Henry Blanke para la Warner, escrito - como el anterior - por Lenore Coffee, y bella pero absurdamente titulado Lightning Strikes Twice (1950), más para evocar The Postman Always Rings Twice que para describir un fenómeno meteorológico (la novela en que se basa se llamaba, más lógicamente, A Man Without Friends). Pero aquí fallan los protagonistas: cabe permitirse que no sean simpáticos actores del talento de Cooper, Neal y Massey, pero es difícil que intérpretes de recursos limitados y tan escaso atractivo como Richard Todd y Ruth Roman puedan sostener una película; de hecho, resultan más interesantes Zachary Scott y Mercedes McCambridge.

Estilísticamente, si nos desentendemos de la historia, Lightning Strikes Twice puede entusiasmar, porque supone un paso más, tras The Fountainhead y Beyond the Forest, hacia la recuperación de la libertad conquistada por la cámara en los años finales del cine mudo y de ciertos conceptos ya olvidados, como la "fotogenia", o a punto de perderse, como el arte de pintar en blanco y negro con luces y sombras.

Con una intriga más lineal y modesta que Beyond the Forest, no excesivamente verosímil ni rigurosa en su desarrollo, aunque inicialmente intrigante, la recuerdo como un prodigio de celeridad y concisión - en eso se parecía al relámpago del título -, de fluidez y continuidad. Desgraciadamente, resulta un poco fría, y se aproxima peligrosamente al mero ejercicio de estilo. No es imposible, sin embargo, que una nueva revisión la revelase tan deslumbrante como la primera vez que la vi, aunque no me parece probable que ni la historia ni los personajes resistiesen el análisis, y la resolución del misterio es un tanto decepcionante. En todo caso, creo que no merece su pésima reputación, ni la escasa atención que siempre se le ha prestado.

Pese a ser una de las películas americanas más serias, críticas y generosas que han abordado el racismo del que fueron víctimas los inmigrantes japoneses o sus descendientes ya nacidos en los Estados Unidos - con Bad Day at Black Rock (1954) de John Sturges y The Crimson Kimono (1959) de Samuel Fuller -, Japanese War Bride (1951) se presenta como un oasis de relativa placidez en medio de esta turbulenta etapa de la carrera de Vidor.

Probablemente la más subestimada y menos conocida de su obra sonora - sólo su modestia puede llamar la atención -, es una película tranquila, reposada y serena, discretamente conmovedora, llena de sabiduría y de simpatía, en la que Vidor trata de entender a los personajes al mismo tiempo que intenta ayudar hasta a los espectadores más reacios a comprender lo que hay de erróneo y de injusto en la conducta de la mayor parte de ellos, incluidos los que son víctimas de ese trato desconsiderado o intransigente.

No es raro, sin embargo, que en plena guerra de Corea, y a sólo seis años de acabar la lucha contra los japoneses, que el público americano rechazara esta película, o decidiera no ir a verla. También es posible que no fuese una época propicia - la Guerra Fría en el exterior, la Caza de Brujas dentro del país - para predicar la tolerancia y la objetividad, para hacer énfasis en lo que acerca más que en lo que divide a personas de diferentes razas, orígenes, tradiciones, costumbres y creencias: recordemos el escaso público de otras películas de semejante actitud realizadas en esos años por otros viejos cineastas americanos, como Angel in Exile (1948) de Allan Dwan, Good Sam (1948) y My Son John (1952) de Leo McCarey, The Next Voice You Hear... (1950) y My Man and I (1952) de William A. Wellman, por citar unas pocas.

Y es una lástima, porque Shirley Yamaguchi, Don Taylor, Cameron Mitchell o James Bell están excelentes, en una película que combina con fluidez y naturalidad el melodrama y la comedia de costumbres, sin hacer la trampa de dar soluciones fáciles a problemas que son difíciles de resolver precisamente por el carácter absurdo e irracional de los prejuicios que los originan.

Ruby Gentry (1952) es, quizá, con The Fountainhead, la obra maestra de Vidor. Se trata de un proyecto personal, co-producida por Vidor con Joseph Bernhard, el promotor de la película anterior, y hecha también con muy poco dinero, me parece uno de los "libros de texto" básicos que debieran estudiarse en las escuelas de cine por la economía con que se narra una historia enormemente compleja, y situada en el pasado, mediante una extraña combinación de flashbacks y de voz en off que multiplica la superposición o sucesión de puntos de vista que caracteriza de un modo esencial Ruby Gentry.

Esta película supone un nuevo gran paso adelante en la línea de hallazgos abierta en The Fountainhead. Es algo así como la esencialización de los rasgos que aparecen en esa película, ya parcialmente desarrollados en las tres intermedias.

En teoría, la historia que en menos de hora y media nos cuenta Ruby Gentry es la más melodramática y una de las más complicadas de la carrera de Vidor. Sin embargo, es una de sus películas más equilibradas y objetivas, de apariencia más simple y de más asombrosa concisión narrativa. En complicidad con Silvia Richards, el director ha elaborado una estructura de relato indirecto que hace pensar en las novelas de Henry James, a menudo también aparentemente centradas en un personaje femenino, al que va retratando por "facetas", pasando de la perspectiva de uno de los hombres que la han conocido al punto de vista de otro, que complementa - a veces contradictoriamente - la imagen del enigma que nos había transmitido el otro, y así sucesiva o alternativamente, ya que las visiones contrastadas o incluso opuestas pueden ser casi simultáneas, sobre todo en el cine.

De hecho, basta con cambiar de plano - adoptando otro ángulo de perspectiva, o incluyendo en el encuadre o en la secuencia, como participante o mudo testigo, a un personaje que creíamos ausente o de cuya proximidad no éramos conscientes hasta ese momento - para añadir otra perspectiva y modificar la naturaleza de lo que se nos está contando. No he subrayado antes el pronombre nos por casualidad: pocas películas - salvo, cada director a su manera, y ambos de forma muy diferente que Vidor, las de Alfred Hitchcock y Fritz Lang - se han planteado tan conscientemente pensando en el espectador, teniéndolo tanto en cuenta a la hora de tomar cada una de las decisiones que constituyen la puesta en escena.

De hecho, es la insólita estructura del relato la que permite contarlo en tan poco tiempo. Para empezar, el arranque nos sitúa en el presente, para dar por concluida la historia de Ruby Gentry (Jennifer Jones): su existencia no es ya sino una suerte de muerte en vida, monótona repetición de movimientos de ida y vuelta que no conducen a ningún lado, exilio a bordo de su lancha motora, decadencia con respecto a su pasada opulencia y a su juventud prematuramente marchita. La adopción de una atalaya presente permite hacer "calas" selectivas, sin someterse al estricto orden cronológico; si el narrador - como en este caso - es uno de los personajes de la película, testigo doblemente imparcial por secundario y por forastero recién llegado a Carolina del Norte - es un médico de origen judío y procedente del Norte, y por tanto, en el Sur, un yankee y no un WASP - a Braddock, quedará autorizado a moverse de un punto a otro, resumiendo y asociando entre sí los otros hechos, además de aportarnos ya, desde el primer momento, su versión de lo sucedido.

Por si no fuese ya bastante infrecuente que la voz narrativa pertenezca a un ser de ficción, y no sea la del autor o la del relato, pero externa a la acción, hay que advertir que no es la única. Dentro del flashback que desencadena la evocación del Dr. Saul Manfred (Bernard Phillips), hay un momento en el que Jim Gentry (Karl Malden) le cuenta cómo conoció a Ruby y cómo su esposa inválida, Laetitia (Josephine Hutchinson) sintió inmediato afecto por ella y se la trajo a casa, y la voz de Jim pone en marcha un nuevo y breve flashback dentro del flashback, añadiendo su punto de vista. Este modo indirecto de contar la historia, durante un rato en segundo grado y de vez en cuando con intervenciones en off, sirve para distanciar al espectador, introduciendo elementos de juicio o de duda que impiden la identificación con la protagonista y sustituyen la usual incitación a padecer con ella por una invitación a reflexionar sobre los hechos, teniendo en cuenta tanto las consecuencias - el presente - como los antecedentes, las causas y las circunstancias que los rodearon y que pueden explicar la conducta de cada uno de los personajes.

Podría calificarse de "procesal" este enfoque narrativo, si no fuera porque evita el carácter episódico que suele producir la acumulación de testimonios centrando el relato en uno solo de ellos, lo que le da, además, un tono de confidencia algo más íntimo. Parece como si Vidor no hubiese querido que tomásemos por objetivo e íntegramente veraz lo que nos dice la voz en off o interior: en primer lugar, porque es del Dr. Manfred; en segundo lugar, porque este casi confiesa que se enamoró de Ruby, y en todo caso es evidente que le atrae y que tiende a ponerse de su parte; en tercer lugar, porque no sólo no sabe todo, ni siempre de primera mano, ni entiende por completo las escenas que presencia, sino que, como hombre discreto que es, tampoco nos cuenta todo, y su interés y simpatía por Ruby, y el no ser parte de la comunidad de Braddock, introduce un cierto subjetivismo en su narración que invita al espectador a relativizar su testimonio.

Consigue así Vidor, en primer lugar, poner en marcha un envolvente mecanismo de fascinación, con la enunciación de un misterio y la promesa de su elucidación, que se mantiene durante toda la película gracias al dramatismo y la agilidad del relato, aparentemente simple y lineal; en segundo lugar, abordar un género como el melodrama dominando sus excesos y el peligro de identificación abusiva del espectador con los personajes; en tercer lugar, y sin caer en una actitud de distante superioridad ni de omnisciencia, introducir, junto a una cierta distancia - temporal y personal -, un grado apreciable de intimidad mediante la voz en off o interior del Dr. Manfred; en cuarto, proponer al espectador, suministrándole información procedente de varias fuentes - que pueden entrar en conflicto, por ser subjetivas - una reflexión sobre hechos ya irremediables, en lugar de plantearle una serie de conflictos "en presente" y cargados de suspense o tensión.

Con independencia de la belleza de Ruby Gentry, poco a poco admitida por casi todo el mundo, y evidente para cualquiera que la vea, el trabajo de Vidor parece la preparación ideal para acometer una versión personal y libre de la grandiosa e inabarcable novela de Lev Tolstoí. Lo curioso es que adaptarla al cine nunca había entrado en los planes del cineasta, y que le propusieron realizarla cuando hacía años que había rodado Ruby. Sin embargo, que Vidor avanzaba, por evolución natural o con un esfuerzo consciente, hacia una combinación ejemplar de claridad, concisión y serenidad parece confirmado por Man Without A Star, a primera vista un pequeño y modesto western de aprendizaje, conflicto de intereses y búsqueda itinerante de la libertad, en el fondo una nueva serie de matizaciones, puntualizaciones y rectificaciones a varios de los temas insatisfactoriamente planteados o resueltos, para Vidor, en Duel in the Sun, o insuficientemente equilibrados en The Fountainhead.

De una limpidez y amplitud ejemplarmente "rohmerianas", tan llena de humor como de amargura, Man Without A Star es, aunque a ninguno de los tres parezca haberles satisfecho, una película de paternidad compartida: con el guionista Borden Chase, que aquí revela extrañas afinidades con Dalton Trumbo - véanse The Last Sunset (1961) de Robert Aldrich y Lonely Are the Brave (1962), dirigida por David Miller, ambas protagonizadas por Kirk Douglas -, y con el intérprete principal, pues en este caso no parece significativa la intervención de Gordon Douglas, que se atribuye algún día de rodaje. Y no es que la personalidad del actor se imponga desmedidamente - la historia tiene mucho que ver con otros westerns de planteamiento "economicista" escritos por Chase, desde Red River (1947) de Hawks hasta Bend of the River (1951) y The Far Country (1954) de Anthony Mann -, sino que su presencia subraya la continuidad entre las películas citadas de Vidor, Aldrich y Miller.

Quizá a causa de las previsibles tensiones entre los autores y de la falta de tiempo, esta admirable película no llega a ser tan buena como podría: el personaje de Jeanne Crain, que tiene que ver, sobre el papel, con Ruby Gentry y con Dominique Francon, carece de relieve y fuerza suficientes para que ese tema potencial sea efectivamente abordado.

Ante una obra universalmente conocida - al menos en teoría - y respetada como Guerra y Paz, y de dimensiones tan inabordables incluso en casi tres horas y media de proyección, no cabe otra opción que resumir y condensar. Para guiarse a través de la multitud de hechos y personajes desplegados por Tolstoí en el curso de varios años repletos de convulsiones sociales y acontecimientos históricos decisivos para Rusia, quizá el mejor y más fértil criterio sea la propia interpretación de la novela, las huellas que en cada individuo deja su lectura. Por discutible que pueda ser su visión, aunque discrepemos de ella o podamos echar algo en falta, no cabe duda de que el planteamiento de Vidor es el más satisfactorio para él mismo, y el más revelador para cuantos se interesen por su cine. Desde esa perspectiva, es indudable que todas las películas que realizó desde 1946, con su análisis de diferentes fórmulas narrativas y su creciente interés por dar múltiples puntos de vista, constituyeron una oportuna preparación, más que los grandes frescos centrados en un sólo personaje como The Big Parade (1925), Northwest Passage (1939) o An American Romance (1944). Conviene recordar una frase de Vidor, en el primer párrafo del capítulo The Motion Picture and Its Relation to Life de su segundo libro, On Film Making (1972): "Todo el mundo tiene su propio punto de vista. Hay tantas verdades como rostros".

Se le ha reprochado a Vidor, junto a cierto grado de simplificación que era inevitable - y que, en todo caso, es mucho menor que la que perpetran sus críticos con la película -, tanto que no se haya limitado a ilustrar fielmente la novela como que haya sido excesivamente respetuoso con ella, acusaciones que se me antojan incompatibles. Creo que si Vidor aceptó la empresa de llevar al cine la novela es porque descubrió o reconoció en ella una actitud próxima a la que estaba buscando desde hacía años, y porque compartía buena parte de las ideas de Tolstoí. Por eso, y dentro de que, naturalmente, había de darnos su versión de Guerra y Paz, procuró seleccionar de ella aquello con lo que más de acuerdo estaba. Y no cabe duda - aunque tuviese problemas con Henry Fonda, adecuado y admirable, lo mismo que Audrey Hepburn, Mel Ferrer, Vittorio Gassman, Oscar Homolka, John Mills, etc. - de que la posición como actor y observador de Pierre Bezukhov tenía que interesar muy especialmente a un hombre cuya evolución le había llevado a narrar la historia de Ruby Gentry a través del relato del Dr. Manfred.

De una calidad pictórica que le confiere una belleza impresionante, que contribuye a crear a la vez cierta distancia y una gran melancolía - como si Vidor comunicara a través del color la sensación de paso del tiempo que no puede transmitir completamente por medio de la duración -, con una interpretación y unos diálogos que - al menos en la versión inglesa - encuentro de una inteligencia ejemplar, es War and Peace probablemente la película en la que mejor ha logrado reunir y resolver satisfactoriamente - en un conjunto equilibrado y unitario, evitando la dispersión a la que casi irremisiblemente conducía una novela de más de 1.600 páginas -, conciliándolas sin renunciar a ninguna de ellas, sus tendencias contrapuestas. Es una película llena de vitalidad, acción y cataclismos, pero serena, vasta y generosa, elíptica y rápida a pesar de su longitud, que no se pierde en digresiones y que logra ofrecer una multiplicidad de puntos de vista asombrosa al contarnos los destinos y las vacilaciones de un gran número de personajes.

Es, por eso, una lástima que no concluyera con War and Peace su carrera, ya que la muerte de Tyrone Power - actor infinitamente mejor que Yul Brynner - cuando casi había acabado de rodar Solomon and Sheba le arrebató la posibilidad de hacer una película verdaderamente personal y sentida. No es que el género se preste en demasía a trabajos profundos y originales, pero los antecedentes de DeMille, King (la espléndida David and Bethsheba, 1951) o Borzage (la sorprendente e injustamente ignorada The Big Fisherman, 1959) - e incluso, a una escala más modesta, Walsh (Esther and the King, 1960), Nicholas Ray (King of Kings, 1961) y Richard Fleischer (Barabba, 1962) -, permitían esperar algo más de esta incursión de Vidor en el cine "bíblico", sobre todo teniendo en cuenta que la reina de Saba (Gina Lollobrigida) tenía claros puntos de contacto con sus heroínas de postguerra, tanto las encarnadas por Jennifer Jones como las variantes encomendadas a Patricia Neal, Bette Davis y Jeanne Crain. Como no he logrado ver todavía sus mediometrajes en 16 mm Truth and Illusion: An Introduction to Metaphysics (1964) y Metaphor (1980), tengo que lamentar que la filmografía oficial de King Vidor acabe en un anticlímax indigno del conjunto de su obra, y en particular de la grandeza de su última etapa.

En el catálogo del Festival de Venecia. Escrito en septiembre de 1994.

martes, 16 de julio de 2024

Kikujirō no Natsu (Kitano Takeshi, 1999)

Pese a no padecer la súbita "fiebre amarilla" que parece haberse abatido sobre buena parte de la crítica europea desde hace dos o tres años, en los que parece bastar que una película proceda de Japón, China, Taiwán, Hong Kong o Corea para garantizar el éxtasis y compensar de la supuesta "decadencia" del cine occidental, debo confesar que llevo ya dos años - este puede ser el tercero - en que mi balance final muestra una película de Takeshi Kitano en uno de los 3 primeros puestos, si no el primero, a menudo debido a su tardío estreno en nuestro país: el año pasado le tocó a Sonatine, que data de 1993.

No me creo mucho que el cine japonés esté experimentando una súbita recuperación general, encuentro que el chino está en retroceso desde los sucesos de Tiananmen, y me temo que se extiende a Corea, Hong Kong o Taiwán el indudable talento de uno, dos o tres directores. Pero no hay más remedio que admitir que el actor Kitano se ha convertido, sobre todo desde 1992, en un gran autor cinematográfico completo, progresivamente original y cada vez más distante de las violentas películas de policías y "yakuzas" que le hicieron famoso y con las que se estrenó como director, hace once años y 8 películas. Sobre todo Sonatine y Hana-Bi, sin duda las más famosas, son películas que juegan con las expectativas de su público habitual para llevarnos a un lugar y unas conclusiones muy diferentes. Se trata de "menor" y se presenta como "poca cosa" El verano de Kikujiro, me temo, simplemente porque carece de tono solemne, rehúye el dramatismo, apenas tiene violencia y cuenta con paso leve y ligero, y una enorme modestia, una historia tan simple que apenas sucede gran cosa externamente, con el agravante de que Kitano, como siempre un duro guardaespaldas, comparte el protagonismo ... con un niño. Si como actor Kitano ha ido progresando hasta convertirse en algo así como el Buster Keaton japonés, la película que sirve de modelo al Verano de Kikujiro parece ser El chico, de Chaplin, una de las mejores y menos recordadas de las obras maestras de Charlot, de la cual parece una versión actualizada al sol poniente y sin necesidad de cargar las tintas dramáticas: en lugar de un huérfano, Kikujiro al menos tiene - parece - una madre con la que tratar de reunirse, un objetivo que supone una aventura y en la que pronto enrola, contra su voluntad, al tímido pistolero encargado de su protección, convertido en una curiosa mezcla de guardaespaldas, niñero y cómplice, que en la aventura a través de medio Japón parece recobrar la oportunidad de vivir, con retraso, una niñez de la que no pudo disfrutar cuando tenía la edad adecuada. Que el tratamiento sea discreta y no ruidosamente cómico, hecho de miradas y sobreentendidos, no hace sino acrecentar la emoción subterránea que genera y sin florituras trasmite la película.

Texto preparatorio para la intervención en El Séptimo Vicio, de Radio 3 (13 de abril del 2000).

viernes, 12 de julio de 2024

The Shout (Jerzy Skolimowski, 1978)

Dice Borges, en el admirable prólogo de El informe de Brodie, que «la literatura no es otra cosa que un sueño dirigido», definición que cuadra mejor aún al cine, y en particular, a un tipo de cine que tuvo en Hitchcock, Lang y Tourneur sus más eximios representantes. No cabe duda de que Skolimowski pertenece más a esa tendencia que a otra, si bien, a juzgar por aquella parte de su obra que conocía hasta ahora (Rysopis, Walkower, Barrera, La partida, Deep End), los sueños filmados por Skolimowski estaban menos «dirigidos» que impulsados; y no avanzaban en una dirección muy precisa, lo que le alejaba de sus precursores mencionados, más conscientes de la importancia de la precisión al adentrarse en el territorio de lo fantástico.

Tal vez contagiado del sentido práctico que suele atribuirse —no sé si con fundamento real— a los anglosajones, lo cierto es que las dos películas suyas más recientes (de 1970 y 1978) que he visto, ambas rodadas en Inglaterra y, hasta cierto punto, «muy inglesas» —con esa englishness que sólo americanos como Fleischer, Mankiewicz, Mackendrick o Losey, centroeuropeos como Preminger y Wilder o ingleses decididamente raros, como el Michael Powell de Peeping Tom, han conseguido plasmar en la pantalla— sugieren que Skolimowski ha madurado en un sentido paralelo al que describe Borges cuando, en el prólogo citado, advierte: «He renunciado a las sorpresas de un estilo barroco; también a las que quiere deparar un final imprevisto. He preferido, en suma, la preparación de una expectativa a la de un asombro.» Obsérvese que este distingo corresponde exactamente al que hacía Hitchcock entre el «suspense» y la sorpresa, y sigamos leyendo a Borges: «Durante muchos años creí que me sería dado alcanzar una buena página mediante variaciones y novedades; ahora, cumplidos los setenta, creo haber encontrado mi voz.» A los cuarenta, Skolimowski parecía estar descubriendo la suya... como Lang, Tourneur o Hitchcock, en tierra extraña y aceptando una serie de condiciones y convenciones que les eran ajenas, pero que igualmente podían haber sido propias sin que en un principio las sintieran como tales. Como confesaba Borges: «Cada lenguaje es una tradición; cada palabra, un símbolo compartido; es baladí lo que un innovador es capaz de alterar; recordemos la obra espléndida, pero no pocas veces ilegible de un Mallarmé o de un Joyce.» Esto es lo que Skolimowski, hacia 1978, parece haber entendido. Por eso, The Shout es, acaso voluntariamente, desde luego a sabiendas, una obra «menor». Reducida en sus dimensiones, tanto espaciales como temporales (no llega a hora y media), con pocos personajes y ninguna pretensión, ha sabido dar cuerpo —sin inflarla— a una historia muy corta de Robert Graves: le ha añadido concreción, la ha realizado. Ha eludido la sorpresa y la necesidad de dar explicaciones al final mediante el sencillo expediente de empezar por ahí y remontarse al pasado, de modo que el desarrollo de la película parezca ir dando satisfacción a nuestra intrigada curiosidad. Pero su habilidad de modesto artífice ha ido un poco más allá de esa astucia, ya que, inquietantemente, resulta que el narrador es parte de la historia, lo que confiere a su relato una ambigüedad creciente a medida que la película avanza. No es mala idea hacer que desconfiemos del narrador cuando se nos cuenta algo tan inverosímil, por no decir increíble, como lo que El grito refiere (o, más bien, sugiere). Pero contar con la desconfianza, la perplejidad o la angustia del espectador para servirse de ella, como un elemento más de la estrategia narrativa, supone un paso decisivo en un cineasta; no se trata ya del orgullo artesanal por la obra bien hecha, acabada, pulida, que funciona como un mecanismo de relojería, sin cabos sueltos, contradicciones o lagunas, sino del vértigo del narrador auténtico, que no es —como pudiera pensarse— el que se deja llevar por su imaginación o por la lógica interna de la historia que teje, sino el que se da cuenta de que se la está contando a alguien —sean muchos o pocos, da igual: cuanto más numerosos y lejanos, más universal habrá de ser la historia—, de que tiene un interlocutor. Es decir, que no se limita a urdir una trama ni a impresionar celuloide ni a emitir palabras, sino que se dirige a alguien a quien ha de tener presente en todo momento si quiere ser seguido, comprendido. De ese alguien desconocido y, en principio, numerosísimo a quien se dirigen las películas hay que estar pendiente: a ciegas, si se quiere, intuitivamente, porque no hay otra manera, pero hay que interpelarle de forma que entienda, sienta curiosidad —incluso impaciencia— por lo que se le refiere.

Y esa actitud supone, en Skolimowski, una evolución enorme. Su primera película era tan para sí que consiste en enormes planos-secuencias, correspondientes a los siete u ocho rollos de película que recibían para sus prácticas los alumnos de dirección de la escuela de Lodz; siete u ocho cortometrajes que, pegados uno tras otro al concluir sus estudios, le permitieron tener en su haber un largometraje (impresionante, además) nada más obtener el diploma. Eso, sin mencionar que, como la siguiente, era de, por y con Skolimowski: guionista, director, intérprete principal. Barrera no parecía tener en cuenta para nada al público, pues la información que suministraba era tan escasa como vaga. Sin acusar de «ejercicios de estilo» (de hecho, Rysopis se niega a ser siete ejercicios) a las anteriores obras de Skolimowski, lo que sí parece claro es que ni Deep End ni, sobre todo, The Shout lo son, como han pretendido los que ven un abandono o una regresión en la carrera del cineasta. Por otra parte hay algo en las historias que cuenta, y mucho en el espacio en que se mueven sus personajes, y en estos mismos personajes, que emparenta estrechamente todas las películas mínimamente controladas y personales de Skolimowski: es obvio, por ejemplo, lo mucho que tiene que ver —en la película— el triángulo Alan Bates-Susannah York-John Hurt con el que protagoniza El cuchillo en el agua, guión de Skolimowski rodado por Polanski en 1962; el vagabundo que encarna Bates, aparte de ser mayor y procedente de Australia, en poco se diferencia de los interpretados por el propio Skolimowski en Rysopis (1964) y Walkower (1965) o por Jan Nowicki en Barrera (1966), y algunos rasgos caprichosos y adolescentes de su conducta podrían emparentarle con los de Jean-Pierre Léaud en Le Départ (1967) o John Moulder-Brown en Deep End (1970); los diálogos son tan escasos como de costumbre, y da lo mismo que se digan en polaco o en inglés. No digo esto como elogio: en sí, no tiene valor o mérito; en todo caso, la continuidad puede ser indicio de implicación del autor en la obra y revelar la persistencia de ciertas obsesiones, cosa que suele darse en el tipo de narradores a los que Skolimowski, como Hitchcock, Lang, Tourneur o Rivette, como Kafka, Borges o Gombrowicz, parece pertenecer. Recordemos nuevamente el prólogo de El informe de Brodie: «El curioso lector advertirá ciertas afinidades íntimas. Unos pocos argumentos me han hostigado a lo largo del tiempo; soy decididamente monótono.»

Es cierto que The Shout no abre nuevos caminos al cine; ni siquiera puede tener ya, a estas alturas, el impacto que tuvieron los dos primeros films de Skolimowski. Lo que llama la atención, lo que sorprende ahora de esta película, estrenada con un retraso incomprensible, pero todavía reciente, a fin de cuentas, es el cuidado con que está hecha, su perfección, el sentido que tiene cada movimiento de cámara, la justificación de cada encuadre y de cada gesto. También en eso, como en otras cosas, se aproxima este Grito —tan opuesto al lanzado en 1957 por Antonioni— a ciertos relatos de Kipling, que sin duda Graves conoce, como In the House of Suddhoo, Beyond the Pale, The Gate of the Hundred Sorrows, que Borges, en el prólogo tantas veces citado, califica con acierto de «lacónicas obras maestras».

En Casablanca nº 26 (febrero de 1983)

miércoles, 10 de julio de 2024

42nd Street (Lloyd Bacon & Busby Berkeley, 1932)

Célebre musical con números de bailes creados y dirigidos por Busby Berkeley, suele despreciarse más del 80% de la película, que es sin embargo, a mi entender, lo más característico y valioso: es decir, el drama teatral, dirigido sin contemplaciones, con concisión, sequedad y eficacia por el olvidado Lloyd Bacon, típico ejemplo de lo que —en cualquier género— distinguía a la Warner de las demás productoras durante los años 30. Decididos partidarios de Franklin Delano Roosevelt, los hermanos Warner volcaron todo su poder en apoyo de la causa progresista del New Deal, lanzando al mercado películas de gangsters que mostraban la corrupción desatada por la Ley Seca (que Roosevelt revocó), films sociales que describían el paro, la miseria y los vagabundos de la Depresión, o que denunciaban los abusos de ciertos grupos monopolistas y la amenaza que suponía la emergencia de grupos criptofascistas y xenófobos equivalentes a los que, con mayor o menor fuerza, habían surgido en Alemania, Italia, Francia, España, Inglaterra; contrariamente a lo que solía ocurrir en las películas de estudios republicanos como la M.G.M., más conservadores, las de la Warner ofrecían una visión —aunque estilizada— más realista, menos embellecedora, más «negra» y con menor tendencia al «happy ending». Tema éste, el de la política de las productoras —sobre todo en año electoral —, de gran relevancia, y muy poco estudiado (incluso en Estados Unidos, Inglaterra y Francia).

En Dirigido por nº 63 (abril de 1979)

Adventures of Don Juan (Vincent Sherman, 1948)

Despedida del ya muy alcoholizado Errol FIynn del género que le hizo célebre, El burlador de Castilla es una divertida comedia de «capa y espada», intrigas cortesanas y lances amorosos a la que no le falta patetismo —las relaciones entre la reina (Viveca Lindfors, guapísima y excelente) y Don Juan de Mañara— ni, cosa rara en su director, elegancia y ligereza, prueba una vez más que lo que mejor se le daba a FIynn no eran los duelos, los saltos y las huidas, sino las despedidas: de Olivia de Havilland en Murieron con las botas puestas (Walsh, 1941), del derrotado Ward Bond en Gentleman Jim (Walsh, 1942), de Viveca Lindfors aquí.

En Dirigido por nº 63 (abril de 1979)

The Life of Emile Zola (William Dieterle, 1937)

Otra muestra ilustre de la política de la Warner en los años 30, que ha tardado un año menos en verse en este país que Black Legion y por motivos semejantes y siempre de actualidad. No es, pese a lo que su título promete, una biografía de gran hombre en sentido estricto, pues evita cuidadosamente los mayores peligros que acechan al género de las biopic: la hagiografía del biografiado y un extraño principio de causalidad teleológica que hace a muchos guionistas pensar que todo en la vida de un artista, científico o político es interesante, significativo y parte de su trayecto hacia la fama y la gloria. Así, más que la vida de Zola, lo que ha interesado a los autores de este film (Dieterle, Heinz Gerald, Geza Herczeg, Norman Reilly Raine) ha sido el célebre y escandaloso «caso Dreyfus», narrado con gran sentido dramático (complot, investigación, juicio) y con verdadera indignación ante la injusticia estatal dedicada, con todas sus fuerzas, a aplastar a un individuo por el simple hecho de ser judío.

The Life of Emile Zola se inscribe de lleno dentro de dos tradiciones americanas que casi han desaparecido: una cinematográfica, la del artesanado eficiente (fotografía de Tony Gaudio, música de Max Steiner, decorados de Anton Grot, montaje de Warren Low, actores como Paul Muni, Joseph Schildkraut, Gale Sondergaard, Donald Crisp, Lumsden Hare, Morris Carnovsky, Louis Calhern, Harry Davenport, Vladimir Sokoloff, hasta el último comparsa), con abundante participación de emigrantes y refugiados y bajo la protección de productores responsables (Hal B. Wallis, Henry Blanke); otra política, la del liberalismo progresista, con su desconfianza —siempre justificada a posteriori— frente al estado, su vocación de abogar por causas perdidas y su verdadera sed de justicia.

En Dirigido por nº 63 (abril de 1979)

Black Legion (Archie L. Mayo, 1936)

Típico exponente de la producción de la Warner en una época muy concreta (el New Deal rooseveltiano), inteligentemente escrito por Abem Finkel y William Wister Haines a partir de un argumento de Robert Lord basado en sucesos reales contemporáneos, Black Legion tiene la astuta osadía de identificar a los espectadores no con un presunto «héroe positivo» (del que, sobriamente, carece), sino con el mediocre, ingenuo, amargado y peligroso «antihéroe» que interpreta, ya con talento, Humphrey Bogart, para exponer hasta qué punto era vulnerable una buena parte de la clase trabajadora americana, durante la depresión, a la propaganda xenófoba, nacionalista e interesadamente patriotera de grupos racistas de extrema derecha, que trataban de explotar el miedo, la envidia y el resentimiento de los parados o los obreros no cualificados. No sólo describe con ejemplar economía y claridad la propaganda, los métodos de reclutamiento y actuación de estos grupos, sino el caldo de cultivo necesario para su desarrollo y, sobre todo, el carácter nada idealista de tales organizaciones, cuya única ideología es a menudo, en el fondo, la de obtener el mayor beneficio posible (poder político o sindical en la sombra o simplemente dinero). Film sin concesiones, rápido y eficaz, que ha tardado 43 años en verse en España.

En Dirigido por nº 63 (abril de 1979)

viernes, 5 de julio de 2024

Entrevista a Arturo Ripstein y Felipe Cazals

TIEMPO DE MORIR (1965)

RIPSTEIN. — Soy hijo de un productor muy famoso. Toda la vida estuve metido en el cine. Esto que, aparentemente, es una ventaja, siempre ha sido una desventaja enorme, ha traído unos problemas rarísimos. Mi padre, cuando trabajé con él alguna vez, fue muchísimo más estricto conmigo que con cualquier director comercial. La ventaja de dirigir el primer largometraje a los veintiún años es gracias a esto, pero la desventaja también. Mi padre y César Santos Galindo, que es el productor más importante que hay ahora mismo en México, eran los propietarios de "Alameda Films".

Después de los muchos guiones que me rechazaron en "Alameda Films" decidí ir a ver a García Márquez, que estaba bajo contrato en esa misma compañía escribiendo un guión sobre médicos, que también lo rechazaron los productores; uno de ellos dijo que era la pieza más mala que había leído en su vida. Le pedí que me ayudase a escribir algo similar a un "western", que era lo que me habían pedido, ya que México no es el Oeste, ni es Estados Unidos, ni mucho menos son las mismas gentes. Yo tenía escrito un guión, García Márquez había escrito otro, que se llamaba "El charro", que no se había hecho. Le llevé el mío, que era francamente lamentable, era una historia rural donde a la protagonista le daba catatonia dentro de una iglesia, era una cosa brutalmente simbólica, García Márquez se moría de risa leyéndolo. El me dejó su guión, y con una serie de ideas mías hizo una nueva adaptación. El guión quedó a nuestra satisfacción, era una historia muy precisa en un ambiente rural muy bien descrito, muy delimitado.

Pero poco tiempo antes del rodaje, yo tenía veintiún años, nos hicieron meter, dada mi inexperiencia, lo que significaba que me permitieran hacer una película y con la duda del resultado, una serie de concesiones comerciales, como eran una actriz de gran nombre, Marga López, un torero, Alfredo Leal, que estaba bajo contrato con esa compañía, y vestirles a todos de vaqueros del Oeste. Dijimos que era imposible e inútil, porque desvirtuaba el sentido de lo que queríamos hacer, pero se nos amenazó con que era la única posibilidad que teníamos de hacerla y decidimos vestir a todos de vaqueros. Termina siendo algo híbrido, que no es ni un "western", ni una película rural mexicana con un problema muy concreto y muy preciso, que es el de un tiempo de venganza.

CONCURSO DE CINE EXPERIMENTAL

RIPSTEIN. — Tiempo de morir está hecha con mucho cariño, con muchísimo entusiasmo por parte de todo el mundo, y, a pesar de los problemas evidentes que hubo, resulta interesante. Sobre todo fue importante en su momento, porque entonces surgió en México el primer indicio de Nueva Ola, fue cuando se crea el Concurso de Cine Experimental, que patrocinan los Sindicatos. Los nuevos directores, los cuatro o cinco que hay con menos de setenta años, surgen de ahí. Yo era el único paria, el único que hacía cine comercial y el único disidente de los principios del arte. Pero, a fin de cuentas, la única película que termina siendo valiosa, a la distancia, es la mía; lo demás, casi en su totalidad, se ha hundido.

Del cine experimental han pasado al cine comercial normal —como dice Felipe: "han pagado su derecho de piso para entrar al cine comercial haciendo cine de supuesto arte"— Juan Ibáñez y uno o dos más, que después han terminado dirigiendo películas de Raphael —El golfo la filmó Ibáñez en su totalidad, mientras Escrivá se iba a la playa a comer gambas— y ganando mucho dinero, que era, probablemente en el fondo, lo único que les preocupaba. El único debut en México, fuera del de Felipe, que haya sido de cine estrictamente no-comercial, es el de un extraño personaje que se llama Alexandro Jodorowski, un chileno que trabaja en México, director de teatro, que hizo una película sobre una obra de Arrabal, Fando y Lis, que fue terriblemente vapuleada en la Reseña de Cine de Acapulco del pasado año por las esposas de los gordos industriales, que les parecía tremendo que a una chica le sacaran sangre y se la bebieran. Es un cine muy inocuo en primera instancia, pero muy "shocking". Todos los demás, o han estado patrocinados por los Sindicatos en los Concursos Experimentales o han entrado directamente al cine comercial, como es el caso de Bolaños, que después no ha hecho nunca nada más.

Hubo dos Concursos de Cine Experimental, con un año y medio de diferencia más o menos. Se crearon, originariamente, para dar cabida a nuevas gentes en la industria, pero tenían todas las trabas que el Sindicato imponía; en otras palabras, que no se podría jamás hacer cine fuera de los Sindicatos. Era una falsa salida, una falsa pista que se daba a los cineastas jóvenes. Los que debutaban ahí terminaban, o haciendo cine industrial o no exhibiendo del todo sus películas. Del Cine Experimental surgió un Rubén Gómez, que fue el que ganó el primer concurso, con una película, La fórmula secreta, de fotógrafo, no de autor, "pour épater", en la que había una serie de imágenes de choque. Pero desde entonces no han hecho nada más. Si no están perfectamente patrocinados y bendecidos por la industria, terminan no haciendo nada.

JUEGO PELIGROSO (1966)

RIPSTEIN. — García Márquez y yo seguíamos bajo contrato en "Alameda Films". Yo me fui a vivir a Nueva York un tiempo y García Márquez, que realmente estaba muy mal de dinero, creo que hacía cosas de publicidad, trabajaba en lo que podía, ya tenía planeada su gran novela y estaba tratando de juntar unos pesos para poder encerrarse los ocho o diez meses que iba a tardar escribiendo y poder hacerlo en paz. Escribió un guión apresuradamente, con menos entusiasmo del necesario, yo tampoco estaba entusiasmado; era cosa que teníamos que hacer por contrato, pero que no nos interesaba mayormente, nunca estuvimos completamente satisfechos del guión. A él no le salían los diálogos como hubiera querido, a mí la idea que quería tener. La película tenía el formidable atractivo de que nos íbamos a ir a buscar localizaciones al Brasil. Me llevé la historia con la ilusión de poder hacer una película bien hecha, un cine comercial que no tuviera otras pretensiones. Llegando a Brasil me puse en contacto con las gentes del "cinema novo", nos hicimos todos muy amigos, Dahl, Andrade, Glauber y toda esta caravana de gentes. Inmediatamente me entró un tremendo complejo de churro —churro, en México, es un tostón—, me sentía muy mal tres o cuatro días antes de empezar el rodaje. Hice una película completamente disparatada, a la mitad de la secuencia aparecían claquetas, era una película dentro de la película que era la misma película que se estaba haciendo, era muy curiosa, formalmente.

La terminé, regrabé, hice doblaje, entregué el producto en México. Inmediatamente después me fui a Buenos Aires y al volver a México, unos meses después, me encontré con algo completamente distinto a mi película. Habían cortado el delirio y habían dejado una película coherente, normal, la habían doblado, habían hecho una nueva regrabación, una verdadera catástrofe. Era una película mala, pero termina siendo una completa monstruosidad, ajena a Gabriel García Márquez y casi a mí. Tuvo muchísimo éxito, por supuesto, pero no quiero ni hablar de ella. Desde el principio eran dos "sketchs" que lo único que tenían en común era que estaban hechos en Brasil, y eran, más o menos, comedias. Se filmaron al mismo tiempo: Alcoriza tenía un equipo de rodaje y yo otro.

LOS RECUERDOS DEL PORVENIR (1968)

RIPSTEIN. — Llegando de Buenos Aires tenía una serie de historias muy sencillas que me interesaban para filmar, una novelita policial de Pérez Zelaski, que era muy curiosa, unos cuentos de Rodolfo Gualchs, eran muy baratas y muy sencillas de hacer. Las llevé a todos los productores y me rechazaron violentamente. Poco después me llamaron para hacer lo que sería una de las tres o cuatro películas más costosas que se han hecho en Méjico, una novela complicadísima, muy larga, de Elena Garro, la ex mujer de Octavio Paz. Me interesó, tenía muchísimo tiempo sin trabajar y no tenía un centavo, entonces confiaba en vivir del cine. Me puse a trabajar con Julio Alejandro en el guión durante un tiempo; lo aprobaron, lo clasificaron como "de aliento", que son las películas que están más apoyadas por el Estado. Era muy cara, en Panavisión, con Renato Salvatori y una duración de tres horas y veinte. En su tiempo y en su sentido formal se parecía mucho a La hora de los niños. Pero era demasiado larga y a los productores les pareció que era imposible explotar esto y me forzaron a cortarla. Fue una masacre: sin duda cortarle una hora y veinte a una película es masacrarla del todo. Termina siendo, también, una película híbrida donde los tiempos están más o menos perdidos, aunque también me interese, tiene una serie de elementos que me interesan muchísimo, como son la violencia y la muerte, el juego del tiempo, las relaciones entre personajes virtuales, una serie de personajes irreales que prefiguraban una serie de ideas. Pero, por supuesto, esto no gustó en absoluto a los productores y, para su desgracia, la mutilaron. Fue entonces cuando decidí no tener nada que ver nunca más con la industria cinematográfica mexicana.

Es una historia complicadísima sobre la revolución, una historia de pasiones dentro de la revolución. Una película de época, de gran reconstrucción, teníamos muchísimo dinero, aunque no tanto como se ha dado a la publicidad en México, pero había mucha libertad económica, aunque todo lo demás era problemático. Económicamente fue muy mal, la estrenaron en veintitantos cines y duró muy poco tiempo, aunque no perderá demasiado dinero, calculo que, al final de cuentas, terminará recuperando su costo.

Al forzárseme a la mutilación decido dejar el cine industrial en México. No hay realmente ninguna posibilidad de salida. Las únicas películas que les interesan son las que ellos tienen capacidad y posibilidad de explotar y, a falta de una respuesta del público a este tipo de cine, ellos tienen que darle lo que solicita al estrato ínfimo, a la hez de público que se tiene en México, que hace que un cierto tipo de cine tenga un resultado positivo. Los productores hacen su trabajo como cualquier vendedor de sillas o tomates, lo que les interesa es sacar dinero, lo demás, al no haber ninguna respuesta de ningún modo, no lo hacen.

LA MANZANA DE LA DISCORDIA (1968)

CAZALS. — Después de haber tenido diversas actividades en el Hipódromo de las Américas en carreras de caballos, lo que supone estar muy lejos del cine, me comenzó a interesar como espectador. Paulatinamente me fui interesando más y más a través de cine-clubs. Solicité una beca para el I. D. H. E. C., se me otorgó, fui al I. D. H. E. C, perdí mi tiempo, me divertí mucho en París y regresé a México con una mano adelante y otra atrás. Hice unos cortos de encargo y colaboré en la película olímpica. Esto no me dio dinero, sino posibilidad de conocer al director de los laboratorios, al que vende la película, al que presta la cámara y, al calor de estos contactos, pude hacer una película con puro viento, firmando varios recibos y letras.

La manzana de la discordia es mi primer largometraje. Tenía muchísimas ganas de filmar algo que me apeteciera sin presiones de ninguna índole y sujeto a mis capacidades y a mis posibles económicos por raquíticos que fueran. Partiendo de esta base se comenzó a rodar La manzana durante dieciséis días. Cuando la hice todavía no nos conocíamos tan estrechamente como ahora. Era, por lo tanto una empresa un poco más descabellada porque, al fin y al cabo, Cine Independiente de México supone el grupo de cuatro o cinco gentes que, en última instancia, pueden gritar más que uno solo, que es un poco la razón de su existencia, no para influir en la película del otro, sino para socorrerle cuando tenga un percance.

FAMILIARIDADES (1969)

CAZALS. — Creo que es diametralmente opuesta a La manzana de la discordia. Sucede en un departamento todo blanco, entre señores que no llevan ni sombrero de charro, ni se mueren de hambre, ni cantan canciones, ni nada de eso. Además es una farsa grotesca, que no trata de tener mayor trascendencia, pero tampoco es una concesión a hacer un cine un poco más accesible al público. Simplemente me apetecía hacerla y la filmé. Supone, quizá, una estructura cinematográfica más lograda, adolece de algunos defectos, que no sabría plantear con claridad todavía, pero me agrada mucho.

La planificación no obedece a un guión escrito, nunca podré filmar en mi vida con un guión escrito. Me aterra la idea de tener ante mí un libreto que dice: ahora filmamos el 114, el 127. No tenía nada absolutamente. No soy capaz de filmar aquí si no he venido y no lo he visto. En Familiaridades es exactamente lo mismo, está improvisado todo.

Tengo únicamente una columna vertebral de la historia, busco las caras, los físicos, la gente que más me late que puedan ser los intérpretes adecuados. Los diálogos, en el caso de Familiaridades, se escriben durante el ensayo general de movimientos, que ya tengo más o menos planteados la noche anterior, mientras Alexis Grivas prepara sus luces y los movimientos de cámara. Veinte minutos después se los aprenden y se filma dos veces, y me alteran muchísimo, añaden cosas, pero ya tienen la idea fundamental de la respuesta o de la pregunta o de la situación. ¡I

LA HORA DE LOS NIÑOS (1969)

RIPSTEIN. — Necesitaba un personaje que tuviese una cara perfectamente agresiva y aterradora pero que, al mismo tiempo, fuera absolutamente gris e inofensivo. El único que se me ocurrió fue Carlos Savage, que ha cortado mis tres películas anteriores. Le pareció monstruoso trabajar como actor, pero lo hizo con mucho entusiasmo. Jamás se aprendió un solo diálogo, teníamos que tener una pizarra frente a él con los diálogos escritos para que los fuera leyendo. El largo recitado realmente lo está leyendo. Ese tipo de defectos ya no me producen ningún pudor, está muy bien, siempre he tenido la ilusión de que algún cantante se saque un papel de la bolsa y que lea la canción. Lo que lee en el periódico es casi transcrito del cuento original de Miret, excepto una serie de cosas que modifiqué allí mismo.

El cuento es de Pedro Miret, que es uno de los escritores más extraordinarios que se me han cruzado jamás. Es un joven catalán, hijo de exiliados, su padre es crítico de arte, que vive en México, un hombre muy joven, unos treinta y dos años, es un arquitecto formidable, pero dejó del todo la arquitectura para dedicarse solamente a la literatura. Tiene un libro, publicado por él mismo, que se lo ha comprado ahora la Editorial Sudamericana para su publicación inmediata, se llama "Esta noche vienen rojos y azules". Buñuel tiene comprados tres cuentos para filmarlos. El escribe siempre cosas cortas en un español muy curioso, muy peculiar, muy malo generalmente, porque es una especie de traducción inmediata del catalán; pero su mundo es completamente formidable y me interesa profundamente y me identifico con él plenamente.

En esta película lo único que había eran diez páginas de diálogo, escrito por los dos, que eran absolutamente todo, lo demás lo fuimos haciendo sobre la marcha. Las circunstancias nuestras no suponen jamás la posibilidad de un guión ferrero, es inútil porque tenemos una serie de delimitaciones muy claras, hay que estar inventando sobre la marcha. Termina por improvisarse siempre porque no se consiguen las situaciones ideales de un guión ideal, entonces sólo se trabaja con los elementos mínimos.

CINE INDEPENDIENTE DE MEXICO

RIPSTEIN. — Las decisiones son muy claras y muy obvias. Lo que explico, lo que he dicho, no deja lugar a dudas. La barbarie de que somos objeto, de que fuimos en algún momento o de que fui, en la industria, no me dejaba lugar a elección, o me salía de la industria o me integraba haciendo lo que exigía que hiciera. Después de Los recuerdos del porvenir no he tenido ni una sola oferta de trabajo. La única posibilidad era salir por nuestra cuenta y hacer el cine que teníamos interés en hacer, por supuesto ajustándose a una realidad evidente; un cine muy sencillo y muy barato, porque no disponíamos de medios ni de dinero, organizándolo de un modo que, algún día, pudiera explotarse, al tener un grupo de películas, y dar dinero para seguir haciendo más, para integrar más miembros al grupo y para que éste siga adelante.

No se ha presentado todavía el problema de la exhibición porque estamos, primero, teniendo una obra y, después, buscando el lanzamiento; es inútil pensar en la distribución de una película que no existe. Otra de las posibilidades era, no solamente exhibirlas en México, que es un país consumidor mínimo de cine, sino sacarlo de ahí. Parte de la razón de la venida a Benalmádena es ésta, tratar de colocarlas en Europa, tratar de tener un público, por mínimo que sea, en Europa o fuera de México. En México, aparte de ser pequeño y raquítico, el público consumidor, al que no se le tiene nada que dar con el cine, no nos interesa demasiado. Y ni Felipe ni yo hacemos películas de arraigo popular, que tengan alguna tónica didáctica o pedagógica, entonces el arraigo popular no existe.

La elección del tipo de cine es, por supuesto, un problema personal. Se desemboca necesariamente a un tipo de cine, como se desemboca a un tipo de literatura, de poesía, o de pintura. Hay una evolución latente en todo. Al tener la posibilidad de hacer exactamente lo que me diera la gana y de enfrentarme directamente a la industria cinematográfica mexicana, nos tuvimos que plantear nuevos problemas. Nuestro problema no es, solamente, hacer cine, sino hacer un cine diferente y enfrentado, de ataque directo, que golpee la industria y que trate de destruir lo más posible. Por supuesto que, además hay una evolución, pero la evolución siempre es múltiple, sobre todo en el cine, donde hay una serie de problemas industriales, a veces insolubles, que impiden que se realice exactamente la carrera que uno adquiere, que hay que ajustarse a una serie de circunstancias. Si nos hubiésemos dedicado al cine industrial hubiéramos seguido la evolución, pero en otro sentido.

CAZALS. — El Cine Independiente de México, por su propia narrativa, aunque las películas sean completamente diferentes en su forma, ataca marginalmente a la industria porque es una estructura típicamente mexicana, que es representativa también del público mexicano. Entonces que en una película, tanto en la de Arturo como en la mía, haya historias más o menos tradicionales, pero que su lenguaje sea diferente, no exista una cierta sicología en los personajes, una continuidad cronológica en la historia, que pasemos por alto muchos de los convencionalismos, sean mexicanos o no, es una forma de ataque a ese público y a esa estructura, por una simple y sencilla razón que es el viejo problema de México y el círculo vicioso habitual. En México no hay cine, aparte de que a los productores no les interesa, porque no hay público y, a la inversa, no hay público porque no hay cine. Entonces la única actitud posible, desde mi punto de vista, que es un poco lo que representa, lo que quiere ser, La manzana de la discordia, es hacer reaccionar al público por razones quizá extracinematográficas. Es decir, cuando La manzana de la discordia se exhibió en Acapulco había un público de allí, que es el que va a ver todas las películas, que se salía furioso porque se sentían tomados del pelo en el sentido de que creían reconocer cosas, situaciones, un lenguaje con modismos mexicanos, una atmósfera mexicana, pero que, voluntariamente, se les quitaba algo, se les robaba algo de lo habitual, del lenguaje tradicional. Al mismo tiempo que los irritas, que los exacerbas, exacerbas la estructura. Al público no creo que lo puedas hacer madurar de inmediato, pero lo puedes hacer saltar en su butaca, reaccionar de alguna manera.

LATINOAMERICA Y EUROPA

RIPSTEIN. — La primera obligación de los cineastas latinoamericanos, además de las inventadas por los europeos de traer encima la nacionalidad, de cargar con la patria, de ser responsables de cada uno de los actos y de las situaciones de la realidad cotidiana, diaria, clara, es la decepción. Nuestra carrera tiene que fluctuar siempre entre la decepción y el hallazgo. La única posible manera de hacer reaccionar a una serie de gentes es no incluyéndolos en el entusiasmo, sino haciéndoles reaccionar en modo adverso por medio de la decepción y del hallazgo. En otras palabras, lo que no se puede dejar de la mano es que lo que se hace es cine y no otra cosa. El choque que provoca la decepción es probablemente mayor que el del acuerdo de los intereses fílmicos. Lo que ha hecho Felipe consiste en esto; lograr, con unos elementos que le interesan, que él maneja, la decepción de una serie de formas tradicionales para el disgusto, y el disgusto supone la destrucción, que es uno de los intereses capitales de todo latinoamericano.

CAZALS. — Cada uno hemos llegado a este estilo por un lado distinto, pero no creo que sea fortuito, es una decantación absolutamente necesaria. Quien utilice la provocación en el cine independiente mexicano y lo que quisiera, en el fondo, es atraerse, por la provocación, al público habitual, sería un arma de dos filos, los dos igualmente fraudulentos; pero lo más válido, como dice Arturo, es la posibilidad de irritar, de decepcionar a la gente.

RIPSTEIN. — Es mucho más necesario que lo demás. La atracción ideológica termina siempre siendo baladí. Identificarse en la pantalla, aplaudirse a uno mismo siempre es muchísimo más inútil que lo contrario, que el plano disguste.

RAFAEL CASTAÑEDO. — Además los países latinoamericanos parece que están obligados a hablar de una realidad y que está vedado hablar de otras cosas que no sea su realidad inmediata. A un checo o a un francés se le puede permitir hablar de palabras mayores, como libertad o cáncer, en cambio un cineasta latinoamericano tiene que hablar de pobreza y de miseria, de represión.

RIPSTEIN. — Mi película está prefigurada por una realidad inmediata, clara y evidente. El problema es que la realidad no solamente es exterior. Toda la realidad no cabe en una sola película. La realidad de Latinoamérica, que es un mismo país todo, excepto Brasil que es África y Argentina que es París, es muy similar, muy llana, muy compleja, diversa y extraordinaria. La realidad no es solamente la fotografiable, puede ser también perfectamente la otra, no solamente es el problema indígena, del analfabetismo, del hambre, es también muchísimas otras cosas que prefiguran éstas. Yo soy perfectamente urbano, no he salido jamás de la ciudad de México. Las únicas salidas que he tenido importantes han sido cuando he filmado mis dos películas, que se han hecho en exteriores. Mis problemas son perfectamente diversos de los de un creador rural, que está envuelto en otras cosas. Yo vivo en una ciudad importantísima, donde hay ocho millones de habitantes, en donde los problemas son de otra índole y de otro sentido, los exteriores, los que suponen un polvo fundamental, ahora bien esto supone unos problemas interiores. En Latinoamérica tiene que haber conciencia de algo, no solamente fotografismo y viabilidad elemental.

CAZALS. — En las películas mexicanas, con anterioridad al Cine Independiente, salvo rarísimas excepciones, la temática está fundada sobre un cierto esteticismo de imagen; la violencia, el misticismo, la trascendencia y la importancia de los personajes, nunca está, salvo raras excepciones, en la trama, en la historia o en la voluntad del realizador de eliminar ciertas cosas. De ahí que estemos totalmente en contra, y no lo decimos gratuitamente, del "magüey" a contraluz, porque es el "nihil obstat" para que el cine mexicano sea cine mexicano. Así aún las gentes más avezadas en Europa pueden decir: "No es cine mexicano". Aunque reprueben ese tipo de cine.

RIPSTEIN. — Es exactamente lo que se le reprobaba a Diegues alguna vez: que no hablaba de la realidad brasileña. Y eso es absolutamente falso. La realidad brasileña no son ocho cangaceiros y el conjunto de los guerrilleros cantantes, tiene que ser muchísimo más que todo eso. Glauber Rocha supone una posición muy precisa en Brasil, pero en Brasil no solamente hay Glauber Rocha, igual que en Suecia no solamente está Ingmar Bergman, no solamente están los problemas que él manipula o como en España no solamente está Buñuel. El problema es que tienen identidades prefabricadas. El cine mexicano está precedido de una identidad prefabricada; al decepcionar, por ella, se siente una ausencia vital, cosa que es absolutamente falsa, porque es mucho más importante, políticamente, la decepción que el asentamiento de juicios anteriores, que termina siendo un problema de amalgamiento, de buena digestión y de la película brasilera que todo el mundo hubiera querido hacer. Además las realidades nacionales son muy diversas, unas son mucho más cinematográficas que otras; la realidad nacional de Perú debe ser mucho más aburrida que la de Brasil, donde hay unos tipos que se dan de espadazos con un pañuelo de por medio, eso es formidable para ver en cine, pero la realidad de unos señores que están sentados en una esquina esperando que el tiempo les pase, debe ser tremendamente aburrida. Latinoamérica siempre termina siendo un prolegómeno de pasiones europeas, de nostalgias ajenas, pero es mucho más que todo eso; el problema es, supongo, el gran desconocimiento de Latinoamérica, su gran intuición y el gran desconocimiento que supone.

CAZALS. — Hay otro problema que es el determinante, que se ha presentado en México constantemente —no sé si también en Latinoamérica—, en cine, en literatura, en cualquier mención artística. México admite X o Z valores, en cualquier creación artística, por la razón del "boomerang". En relación a lo que acontezca fuera de México acepta o rechaza; tienes ejemplos absolutos: el "Indio" Fernández después de los estruendosos éxitos de Cannes se convirtió en un monumento nacional; Buñuel lo mismo; Carlos Fuentes pasa la mayoría de su tiempo escribiendo en Europa; Octavio Paz vivía en la India, ahora no sé dónde; en escalas menores Ocidil tenía que ser embajador en Estocolmo, Alfonso Reyes invirtió gran parte de su vida en Grecia. A la vuelta de los años se convierten en monumentos nacionales. Este es el problema fundamental, en México no hay un público porque no hay un cine y porque no hay cultura ninguna. Entonces el arribismo de México consiste en la ley del "boomerang", una vez que hayan dado la vuelta al mundo, en función de lo que se diga, se toman en consideración. El cine mexicano como no salga de Acangueo o Tegucigalpa no interesa, pero si siendo agresivo, diferente, molesto, repugnante, decepcionante, resulta que interesa en X o Z lugares del mundo, en México, pasado mañana, se encargarán de descubrirlo. Frente a este estado de cosas hay dos posibilidades, o haces las cosas como quieres o haces maletas y te marchas.

RIPSTEIN. — Una cosa muy curiosa, que hay que hacer notar, respecto al cine latinoamericano, es su diferencia con la literatura. En la literatura latinoamericana reciente los temas no tienen por qué ser estrictamente nacionalistas o regionalistas. Lo que suponía "Don Segundo Sombra", la obra completa de Rómulo Gallegos, Hernández con "Martín Fierro", terminan quedándose a un lado. En este momento García Márquez, Cortázar, Borges mucho menos por un problema político, Vargas Llosa, Carpentier, terminan siendo gente que no hace una literatura regionalista, que no supone captar el íntimo gesto del indio azorado y profundo, que no está apoyada en el hombre fundamental, que no supone una delimitación de territorios precisa, que, en última instancia, supone el exilio de sus autores, porque todos viven fuera de Latinoamérica, y esta literatura se elogia y produce grandes entusiasmos. Pero en el cine, Latinoamérica en general, todavía en una fase paleozoica, supone la verborrea nacionalista, el clasicismo europeo, el clasificarnos como entes puramente folklóricos o exóticos, el vedarnos de toda posibilidad de reflexión. No podemos ser reflexivos, tenemos que ser demostrativos. Esto supone un error gravísimo que nos impide la salida de una serie de cosas porque, en los lugares en que puede haber una salida para nuestro cine, que sería en Europa probablemente, esperan que, en vez de que en mi película haya un payaso, haya un charro cantante y con machete. La realidad, insisto, es compleja y múltiple. Y la realidad es tan perfectamente válida en un tipo de cine como en otro.

El. PROBLEMA DE LA UTILIDAD DEL CINE

RIPSTEIN. — Luego hay otro problema, muy grave, que es el de si el cine tiene que ser algo práctico, utilitario o no, o ser otra cosa. A nosotros, latinoamericanos, oprimidos, se nos exige que nuestro cine sea utilitarista, que sea, no sólo demagógico, discursivo y grandilocuente, sino pedagógico y didáctico. Este es otro problema que hay que discutir y en el que hay que llegar a una conclusión precisa. El cine, ¿para qué sirve? Se me atacaba diciendo que mi cine no sirve para nada; por supuesto que no sirve para nada; mucho más útil a la sociedad es un anarquista que un cineasta, un señor que pone bombas en el Congreso termina siendo muchísimo más útil para que se mueva la máquina gubernamental "in toto" que un cineasta, que es fácilmente prescindible. Ni Godard, ni Rocha, ni yo, tenemos realmente utilidad práctica en tanto que cineastas, en el sentido de las necesidades utilitarias que se nos exigen. No hay una sola película, insisto, que haya matado a nadie, que sea tan efectiva como un rifle M - 1. El cine, como toda posibilidad de expresión narrativa, en general, en este momento, no tiene las utilidades que, aquí, se pretende que tenga. ¿Por qué a la música de Krzystzok Penderecki no se le pide que sea útil, o a la escultura de Jean Tangellini se le pide, simplemente, que le prefigure, que le signifique y le validifique, que le justifique para la vida a él mismo, no a sus semejantes? Nadie se justificará por oír la música de John Cage, por ver la máquina que se autodestruye de Tangellini o un cuadro de Reuschenberg. Esto no tiene la utilidad que los adversos suponen que debe tener. El cine no sirve de mitin político tampoco, el cine está vetado de diálogo, no se puede contradecir una película, en tanto que tal es precisa y perfecta, una película pasa a pesar de todo, termina siendo un órgano compuesto y terminado, no sirve para condicionar.

El cine que pretende dar una concienciación política probablemente sea el que soluciona Solanas, un cine de sketchs, divididos para debate, que termina también siendo inútil, en este momento, porque supone un debate con una serie de gentes que están imbuidas del asunto político a que se refiere, que son los argentinos y en la Argentina está prohibida. En tanto que en Argentina no exista libertad para exhibirse no tendrá ningún sentido y cuando exista dejará automáticamente de tener el que posiblemente hubiese tenido. Que la vean en Pésaro ocho jóvenes, que se aplaudan solos y que digan ¡qué maravilla!, ¡qué rojos son! y ¡cómo odian a la oligarquía!, termina siendo inútil. En tanto que el cine sirve solamente para la aceptación de una serie de cláusulas anticipadas termina no sirviendo para nada. La hora de los hornos la ven siete personas, en un cuarto, aterradas de que vaya a llegar la Policía, que están perfectamente de acuerdo en todas las premisas y en su sustancia porque son las que han permitido su elaboración. Eso supone un contrasentido gravísimo.

Por eso supongo y llego a la conclusión de que la decepción termina siendo, políticamente, más importante porque supone la inquietud y nosotros no podemos más que inquietar. El papel del cineasta, en todos sus sentidos, está casi limitado a esto. El que trabaja como maestro termina siendo poco claro, sospechoso además, porque termina haciendo demagogia. La imagen con su capacidad de deformar una realidad concreta supone que esto se convierta en retórica fácil, logrando hacer el juego a otra serie de cosas con las que se está, por principio, en contra. El cine político es terriblemente espinoso en tanto que supone una serie de resultados a la distancia que todavía no aparecen por ningún lado. Ahora, vale, y la posición política es absolutamente necesaria, pero es completamente ilógico copiarla, ¿para qué voy a explicar mi posición política en una película que es clarísima a estos niveles, como la mía, supongo?

Todo el mundo sale y se toma un café y se olvida un poco de los problemas de la película. Ayer, muy interesados por Antonio das Mortes, de Glauber Rocha, y discutiendo a fondo lo que suponía, enfrente de nosotros hubo dos tipos que se dieron de bofetadas en la calle y a uno le salió sangre de la boca; estábamos muchísimo más impresionados con la sangre de un triste tipo, que le habían tocado las nalgas a su acompañante, que con todo el espectáculo que suponía la película de Glauber Rocha. La realidad no tiene paralelo, la realidad es esa, un señor que le abofetean en la calle. El cine es otra cosa, es una realidad oculta, personal.

DISTRIBUCIÓN

CAZALS. — Las condiciones de distribución en México son tan azarosas, tan vengativas, que me inquieta que, al quererlas exhibir o al aceptar finalmente que las exhiban, quieran destripárnoslas. Esto sucede corrientemente, un distribuidor es un vampiro. En cuanto a la exhibición nuestra situación es poco clara ahora, va a ser mucho más clara al regreso si, según espero, las películas en Europa las ven un número suficiente de gentes, despiertan una mínima inquietud. Me temo que nos traten mal pero nada se puede anticipar.

RIPSTEIN. — Hay un requisito indispensable para la distribución oficial de las películas si no se hacen dentro de los Sindicatos; si hubiere alguna película, alguna vez, que se hiciere fuera de los Sindicatos, tiene que pagar un desplazamiento económico a las gentes que no trabajaron, para solventar una economía sindical muy curiosa que permite, entonces, que las películas se exhiban normalmente. Este gesto supone pagar, por ejemplo, un fotógrafo, un ayudante, un ayudante del ayudante y otro más; son cuatro o cinco del equipo de cámaras, gente de sonido, gente del "staff", que serían trece o catorce, dos peluqueros, dos maquillistas, treinta y dos músicos a como dé lugar. Buñuel en cada una de sus películas ha tenido que pagar treinta y dos músicos sin una sola nota. Esto supone un gasto tremendo, son más de treinta mil dólares que hay que pagar para que se pueda exhibir con aval del Sindicato. Nosotros estamos viendo si existe alguna fórmula para exhibir estas películas sin la necesidad estricta de pagar esto, porque si tuviéramos trescientos mil pesos para pagarla hacíamos inmediatamente otra película, en colores y con ocho actores, en vez de tres. Lo que tenemos que hacer es buscar una coyuntura dentro de todo esto, ver cómo se hace, todavía no porque aún no nos enfrentamos directamente al problema. Ver a quien le interesa exhibirnos estas películas, en primer lugar, para ver qué se puede hacer con los Sindicatos.

PRODUCCIÓN

CASTAÑEDO. — Cine Independiente de México no es una casa productora, un productor al que se le puede llegar con un argumento y decirle: "Oye, ¿nos produces esto?" Funciona, más bien, como un centro de ayuda al que llega con un argumento. Los medios de financiamiento se consiguen personalmente o a través de ayuda material o moral y se filma. Tanto Familiaridades como La hora de los niños han sido filmadas así. Cada quien se produce por sus propios medios...

RIPSTEIN. — Hay que decir que Rafael Castañedo es el principal coproductor de nuestras películas.

CASTAÑEDO. — ... y se decide a filmar lo que quiera. Esto me parece mucho más interesante, porque permite una libertad a la gente que filma. Si fuese una casa productora habría la posibilidad de que alguno dijese: "Oye, esto no me gusta; no participo en esto porque no me parece el cine que se deba hacer o el que quiero que se haga." Ahora Paul Leduc va a filmar otra película, que va a hacer por sus propios medios, y si quiere integrarse a Cine Independiente de México lo hará como simple ayuda, porque es más fácil defenderse entre cinco que uno solo.

RIPSTEIN. — Siempre estamos en la misma idea de un cine marginal, de directa afrenta, que también a Leduc le importa muchísimo, pero hay una idea conjunta que nos une a todos y es ser más creadores en tanto que filmamos más sobre lo que no sabemos que sobre lo que sí sabemos. La ilusión de mi vida, la ilusión casi conjunta de todos nosotros, es decir las cosas que no sabemos y verlas luego. Es un problema de descubrimiento.

CAZALS. — Si Cine Independiente de México fuese una productora fundada, necesariamente habría un tipo de intereses creados, a partir del momento que tiene su sitio en x calle y atrás de x escritorio, al llegar Paul Leduc con su guión, Rafael Castañedo, Arturo o yo podemos decir: "No, hombre, dadas las cuentas, que se vendió ésta aquí y ésta no se vendió, y que sólo tenemos este dinero y tu guión supone tal inversión, como en el fondo no me gusta mucho." Esto es expresamente lo que tratamos de evitar. Si mañana Paul Leduc decide filmar la revolución mejicana durante un año seguido, funcionaremos los unos como gerentes de producción, los otros, como asistentes, los otros como chóferes y, ¡al carajo!, sale la película, y ante el primero que diga: "Es buena, pero se caga en la revolución", saldremos todos a defenderla. Es una línea de bloque, porque en México ante el Cine Independiente o cualquier otra manifestación hay ciento cincuenta aves de rapiña con las uñas fuera. Aunque hay que decir que, aparte de la colaboración entre nosotros, hemos encontrado un eco de una conmoción increíble. Recaudar ciento cincuenta mil pesos entre siete millonarios es inútil; recaudar el menor entusiasmo entre tu tía, la Escuela de Veterinaria o lo que sea, imposible; pero recaudar sesenta mil pesos, que son más de cuatro mil dólares, entre pintores, que vas, les explicas tu problema y bajan un cuadro y dicen "Véndelo", para nosotros ha sido fundamental y definitivo.

RIPSTEIN. — Somos un grupo muy pequeño, porque en México el problema es que a todo el mundo lo que más le interesa es vender camisas y ganar muchísimo dinero. Los cineastas son poquísimos; primero, porque no hay un lugar donde haya entrenamiento, todos tienen que prepararse fuera o trabajar en la industria para saber por dónde se le mira a la cámara, y segundo, que tienen que invertir su lana y a todo el mundo le interesa ganar muchísimo dinero e irse de vacaciones a Acapulco o a San Francisco, California. Cineastas hay poquísimos en México, creo que desde 1925 ha habido sesenta y cinco directores en total. Es poquísimo para una industria que ha producido desde entonces un promedio de cien películas anuales.

ISAAC-ALCORIZA-BUÑUEL-ALATRISTE

RIPSTEIN. — Alberto Isaac es un gran entusiasta de todo esto, inclusive colaboró con mi película. Cuando era director de la sección cinematográfica del Comité Olímpico me prestó sus instalaciones para hacerla. Pero da toda la impresión de ser un cineasta de una o dos películas; ha hecho En este pueblo no hay ladrones y Las visitas del diablo, y la película de la olimpíada, pero esto, más que nada, es un trabajo de compilación por equipo.

Alcoriza es un caso muy particular. Primero estaba muy interesado en hacer un nuevo tipo de cine, pero se le aparecieron las mujeres y, de pronto, ha hecho una película de putas, con catorce niñas, para estar rodeado de ellas y dirigir con una cachucha y una camisa y sacando pecho y gritando mucho, para poder llevarse a la cama a todas las que pueda. Está viejo, a todas luces. En su última película, Paraíso, que es un viejo proyecto, ha metido una serie de actuaciones especiales de todas las actricitas jóvenes de México, lo que es francamente alarmante. Alcoriza fundó una productora con el hijo de uno de los hombres más ricos de México, e iba a empezar a hacer una serie de películas fuera de la industria. Yo, en un momento de tremenda hambre, fui a pedirle trabajo, que me ayudara, que me apoyara a hacer La hora de los niños, pero la leyó y dijo que era poco comercial.

Trabajé con Alatriste porque iba a dirigir él una película, me pagaba un sueldo mensual porque iba a ser el asesor técnico, porque Alatriste no tiene la menor idea de la diferencia que hay entre el objetivo y el megáfono. Era un guión muy curioso, que no llegó a hacer nunca. Pero me siguió pagando el sueldo mientras filmó mi película, dos semanas en total, y por eso es el productor asociado, fueron dos meses de trabajo.

A Buñuel le gustó muchísimo La hora de los niños, se quedó muy satisfecho, muy contento. Alatriste le quiere muchísimo y le hace mucho caso. Buñuel los recomendó ampliamente y dijo que nos apoyara. Alatriste dijo que encantado, en un momento de borrachera; vio la película un mes después, ya sobrio, y nos echó a Pedro Miret y a mí, que trabajamos allí. Dijo que le parecía muy bien, pero que la cortara a ocho o diez minutos. Esa ha sido la intervención de Alatriste, pero esperamos que cuando regresemos, por Europa o por algo, se le ablande el corazón de nuevo y nos produzca la siguiente, como nos había prometido.

Entrevista realizada por Augusto Martínez Torres, Miguel Marías y Vicente Molina Foix. Publicada en el nº 92 de Nuestro Cine (diciembre de 1969).